27

Nicky dijo después que si Jimmy no hubiese estado en mitad del desayuno, se hubiera levantado y le hubiera dado de hostias a Gloria por hablarle de esa manera.

Eran las once y media, Jimmy consumía su desayuno dominical consistente en huevos fritos poco hechos con tortitas, beicon, y bollos con jalea de manzana. Gloria tomaba una Coca Cola con la tostada. Nicky les servía, porque el cubano que se encargaba de hacerlo descansaba los domingos. El cocinero también se había marchado después de preparar el desayuno. Esto fue lo que ocurrió:

– Hoy iremos al Butterfly World -le dijo Jimmy.

– Caray, me chifla pero no puedo -contestó Gloria.

– ¿No? ¿Tienes que ir otra vez a ver a tu madre? -preguntó Jimmy.

Gloria, por el tono, adivinó por dónde iban los tiros.

– Ayer fui a ver a mi madre -afirmó, anticipándose a él-. En el camino de vuelta pasé por South Beach, a ver si había algo nuevo. Ahí siempre hay muchos cambios. Tommy me vio. Yo estaba metida en un atasco y me preguntó si quería acompañarle a tomar un té helado. Eso es todo.

– Coge la cafetera y échale el café caliente en la cabeza por mentirme -le ordenó Jimmy a Nicky.

– No te miento.

– Antes de irte le dijiste a Nicky que ibas a ver a Tommy.

– Le tomaba el pelo. ¿Por qué iba a ir a ver a Tommy?

– Es lo que te pregunto.

– Le vi por casualidad. O él me vio a mí. ¿Es culpa mía?

– Dices que le viste cuando regresabas de la casa de tu madre.

– Así es.

– Pero la casa de tu madre no queda por allí, ¿no es así, Nicky?

– Queda por allí si vuelves por MacArthur, South Beach está allí mismo, pasas por el medio. Como tú no conduces, no te orientas bien.

– No conduzco -replicó Jimmy con la boca llena-, pero tengo muy claro cuando alguien me quiere liar. Iremos al Butterfly World.

– ¿Me llevarás a ver las mariposas cuando mi madre agoniza de cáncer y quizás ésta sea la última vez que la vea?

– O estás en el coche cuando salgamos, o te vas a la puta calle. Ya buscaré quien te reemplace.

– No lo dirás en serio, ¿verdad?

– Ponme a prueba -dijo Jimmy, con la barbilla sucia de jalea.

Acabó el desayuno y salió del comedor. Gloria permaneció sentada hojeando el Tropic, la revista dominical del Herald, mientras Nicky quitaba la mesa. Él le preguntó qué pensaba hacer y la muchacha le respondió sin levantar la cabeza:

– ¿Dónde estabas? ¿No escuchaste lo que le dije?

– Sí, pero te echará a la calle.

– ¿Piensas que dejaré plantado al Zip para ir a ver un montón de mariposas de mierda?

– Se lo hubieras podido decir a Jimmy.

– El Zip no quiere que Jimmy lo sepa hasta después: así que no se lo digas. Mira las mariposas y mantén la boca cerrada.

– Nunca he estado allí.

– Pasas entre lo que parecen selvas en cajas de cristal, escenarios naturales, llenos de toda clase de mariposas. La favorita de Jimmy es una polilla gigante de unos quince centímetros de ancho que no tiene boca. Jimmy se queda embobado y pregunta: «¿Cómo coño es tan grande si no come?» Ves que está pensando: «Caray, no tiene boca.»

– ¿Y cómo se mantiene viva? -le preguntó Nicky.

– No lo hace. Sólo vive unos días.

– Mierda -exclamó Nicky-. No quiero ir a ver mariposas. Quiero ver lo que hace el Zip.

– Entonces dile a Jimmy que no puedes ir -contestó Gloria-. Invéntate una excusa. -Se encogió de hombros-. Dile que tienes un plan, que vas a cargarte al Zip.


Hoy llevaría el sombrero, así que se puso su traje azul oscuro -hacía juego con el marrón claro del Stetson-, sacó la Beretta de la funda, se metió la pistola en la cintura, bien apretada contra la barriga, y se abrochó la chaqueta. Funcionaría.

A las nueve menos cuarto, hora en que aún quedaban lugares para aparcar en Ocean Drive, detuvo el Jaguar enfrente del Esther y caminó hasta el apartamento de Joyce en Meridian. Hacía dos horas que se había marchado de allí para ir a su casa y vestirse para la ocasión. Joyce preparó gachas y bollos calientes para el desayuno, deseosa de complacerlo, y se sonrieron el uno al otro. Él había pensado en darle un papel a Joyce en este asunto, pero no quería decirle la hora límite, las dos y cuarto. Sin embargo, anoche, mientras se abrazaban en la cama, había cambiado de opinión.

Cuando se lo dijo, ella protestó:

– No puedes hacer eso. -Permaneció en silencio unos instantes y añadió-: ¿Puedes?

Él le explicó que para él tenía sentido decirle a un pistolero que dejara la ciudad.

– Pero si él se reúne a la una con Harry…

– Si aparece es que me tomó a broma, que supone que sólo intento asustarle.

– Cuando descubra que la cosa va en serio…

– Dudo que eche a correr -opinó Raylan-. Si una persona como él se acobarda, se le acabó el negocio.

– Pero irá desarmado. Le dijo a Harry que puede cachearle.

– No te preocupes, tendrá un arma -dijo Raylan-, o alguien le llevará una. Busca una mesa junto a la pared y siéntate frente a Harry.

– Quizá todavía no te entiendo -manifestó Joyce en la oscuridad.

– Tú no le viste matar a Robert.


A la una menos cuarto, Raylan estaba sentado en el Jaguar. Todas las mesas en la galería del hotel y las de la acera estaban ocupadas. No vio al Zip.

A la una y diez apareció Joyce con pantalones blancos y una camiseta azul; recorrió la galería mirando a su alrededor, desapareció durante un par de minutos y volvió a aparecer, acompañada del Zip, por el lado de la galería que daba a la calle Catorce. El Zip le dijo algo y Joyce esperó en la acera mientras él se acercaba al maître moreno, sacaba un billete de un fajo, y se lo daba. Después el Zip y Joyce cruzaron Ocean Drive en dirección a Cardozo.

Raylan esperó.

No esperó mucho. A la una y veinticinco, Gloria Ayres apareció en la esquina de la Catorce. Llevaba un bolso playero de paja con una gran flor azul, subió los escalones y echó una ojeada a la terraza. Raylan observó que el maître iba a su encuentro. Le dijo algo. Ella le contestó. Él añadió algo más, le tocó el hombro desnudo, y ella se marchó con su bolso de playa.

Raylan salió del coche. Siguió a Gloria por Ocean Drive hasta Cardozo mientras la gente cruzaba la calle para ir a la playa. El día era precioso.


Nicky permaneció en la puerta del dormitorio con la pistola que le habían dado en Italia, la Targa calibre 32. Se la mostró a Jimmy Cap.

– Sí, ¿qué tiene de particular? -preguntó Jimmy que, todavía con la bata, se disponía a darse una ducha.

– Es la que voy a usar. El arma perfecta. La dejaré allí, porque no hay forma de que puedan determinar su origen. Carga seis balas.

– ¿Tendrás bastantes?

– Se las meteré todas.

– ¿Cómo sabes dónde está?

– Gloria me lo dijo.

– Gloria es una charlatana. ¿Dónde está?

– Se ha marchado.

– ¿A dónde ha ido?

Era increíble. Le decías algo y el tipo se negaba a escucharte.

– Creo que te lo mencioné, ¿no? Que iba a ayudarle a cargarse a Harry Arno.

– ¿Tú te lo crees? -Jimmy escogió un par de calzoncillos Bill Blass de la cómoda, los verdes, y cerró el cajón-. ¿No me lo dice a mí y se lo dice a Gloria?

– No te lo dijo, según Gloria, porque quiere demostrarle a todo el mundo que es un tipo duro y que muy pronto, si no le paro los pies, se hará con todo. Gloria dice que lo hará mientras tú miras las mariposas.

– Yo tengo que hablar con Gloria antes de echarla de una patada en el culo -dijo Jimmy mientras comenzaba a quitarse la bata-. Quizá tendrías que rociarla con gasolina, ¿qué te parece?

– Ojalá te imaginaras la situación -replicó Nicky, ansioso por golpearle, darle un puñetazo en la enorme barriga-: El Zip está sentado con Harry. Ni siquiera me ve. Lo tengo todo cronometrado. Él mata a Harry, yo me acerco y mato al Zip. Dejo que me vea para que sepa que me envías tú.

Hostia, sin la bata era pura grasa, nada de músculo, apenas si parecía un cuerpo humano.

– Sé que quieres que me lo cargue, tú lo dijiste. Sólo pensaba que quizás éste es el momento más…

– Ya sabes a dónde vamos -le interrumpió Jimmy, entrando en el baño.


El vestíbulo estaba a media luz y sólo había unas pocas mesas ocupadas. Eso le recordó a Joyce la estancia en Italia, la villa de Harry.

La mesa de ellos estaba en el lado opuesto a la entrada, y las puertas abiertas. El Zip entró quitándose la chaqueta, extendió los brazos y se dio la vuelta delante de Harry.

– ¿Estoy bien?

Harry le dijo que se sentara y pidiera una copa. Él iba por la tercera cerveza, las gafas de sol ocultaban sus ojos llorosos. El Zip miró la copa de vino blanco de Joyce y pidió té helado. Se puso la chaqueta mientras le decía a Joyce:

– ¿Cómo estás? Hace tiempo que no te veía.

– Desde que estabas tendido en el suelo de mi sala de estar -contestó ella.

La chica se acercó con su bolso de paja, y le dijo al Zip:

– Ay, hola. ¡Qué casualidad! Entré para ir al lavabo.

El Zip la invitó a sentarse y ella contestó:

– Bueno, pero sólo un momento. -Se sentó en la silla delante del Zip y dejó el bolso debajo de la mesa.

El Zip dijo:

– Ésta es Gloria.

Gloria dijo:

– Chico, qué día. -Subiéndose las gafas de sol a lo alto de la cabeza-. Todo el mundo está fuera, en la galería.

Joyce miró al Zip y éste contestó:

– Nos gusta más aquí. Harry, has escogido una buena mesa.

Harry preguntó:

– ¿Qué?

Joyce vio que el Zip alzaba la mirada. Ella hizo lo mismo y vio a Raylan en la entrada, pero Harry no le vio hasta que llegó junto a la mesa.

El Zip consultó su reloj y después le dijo a Raylan:

– Todavía tengo cuarenta minutos. ¿No es así?

– Llega tarde -le comentó Harry a Raylan, sin escuchar a los demás-. Le tengo controlado. Está limpio.

– ¿Miró en los calcetines? Me quitó un arma pequeña en Italia. Aunque dudo que la lleve.

– No es mi estilo -afirmó el Zip. Parecía relajado con su traje cruzado gris perla, camisa blanca y corbata oscura; dominaba la situación-. ¿Qué quieres? ¿Tienes algo más que decir? No pienso hablar con Harry de asuntos personales delante tuyo. Lo entiendes, ¿no?

Ahora fue Raylan el que consultó el reloj, observándolo durante unos instantes.

– No creo que tengas mucho tiempo para hablar -dijo-. Faltan menos de cuarenta minutos para que se cumpla el plazo. Calculo que te llevará tu buena media hora salir del condado de Dade desde aquí, con lo cual sólo dispones de unos ocho minutos.

Joyce permaneció en silencio. Harry no. Dijo:

– ¿Puede decirme de qué habla? Porque no entiendo nada.

– Me refiero -le explicó Raylan-, a que no podrá hacerle daño a usted.

– ¿Por qué no? -preguntó Harry, confuso.

– Se marcha.

– ¿Qué dice?

– Deja el negocio -afirmó Raylan y apoyó una mano en el hombro desnudo de Gloria-. Cariño, ya has acabado, ¿no?

Ella no se movió de inmediato, no hasta que Raylan la ayudó apartando la silla. Entonces se levantó.

– Bueno… -No parecía dispuesta a marchar. O tal vez esperaba la autorización del Zip.

– Ha sido un placer -dijo el Zip.

Joyce la observó cruzar el vestíbulo: con su top, los pantalones cortos y tacones altos; eso sólo se veía en South Beach.

Raylan estaba sentado ahora frente al Zip. Parecían vigilarse el uno al otro sin mirarse directamente a los ojos. Harry dijo que quería mear y se marchó al lavabo de caballeros.

– ¿Por qué no nos dejas solos durante unos siete minutos? -le pidió Raylan a Joyce-. Espera a Harry y acompáñale al bar. Quiero aclarar algunas cosas aquí.

Ella deseaba quedarse, no tener que soportar a Harry, discutir con él. Había tantas cosas que quería decirle a Raylan. Joyce vaciló un momento y dijo lo primero que le pasó por la cabeza:

– Creo que Gloria se olvidó el bolso.

– Puedes estar segura de que sí -confirmó Raylan.


El Zip mantenía el bolso sujeto entre las piernas. Todo lo que tenía que hacer era inclinarse un poco, meter la mano en el bolso de paja, y sacar el arma envuelta en la toalla para disparar por debajo de la mesa. Gloria lo había hecho de maravilla: había empujado el bolso mientras se sentaba y él lo había atrapado de inmediato. Cargarse a Harry hubiese resultado facilísimo. Ya estaría hecho.

El vaquero era otra cosa. Te seguía el juego. Recordó que Nicky le había contado cómo el tipo había matado a Fabrizio en la montaña, y recordó el rostro de Fabrizio apoyado contra la ventanilla del coche con los ojos abiertos.

Sin embargo, esta vez parecía como si el tipo intentara echarse un farol al decirle a la mujer que los dejara solos durante siete minutos. Eso era pura palabrería. El tipo era un poli, ¿no? Un federal. Necesitaban autorizaciones y papeles legales antes de hacer algo. Toda esa mierda legal. Quería decirle: «Tengo una noticia para ti: no me voy a ninguna parte.» O mejor no le diría nada. Esperaría a ver sus cartas.

– Tienes cinco minutos.

– ¿De qué coño hablas?

– Cinco minutos -dijo Raylan.


Producía una sensación extraña ver a Jimmy Cap desnudo de espaldas, tenía el culo de tamaño normal a pesar de ser tan grande y gordo. Jimmy se cepillaba los dientes, inmerso en el resplandor rosa del baño. Nicky seguía en la puerta del dormitorio.

– No sé para qué me necesitas si lo único que harás es ir a ver mariposas.

– Tienen una polilla, un monstruo enorme que no tiene boca.

– Ya lo sé.

– No puede comer.

– Me refiero a que si Jack conduce el coche te puede acompañar.

– Conducirás tú. Jack tiene el día libre.

Nicky cruzó el dormitorio hacia el resplandor rosa repitiendo las palabras de Jimmy: le había dado a Jack el día libre. En su voz había un tono de asombro.

– Me lo pidió la semana pasada -añadió Jimmy.

– Puedes cambiar de idea. -Nicky llegó a la puerta del baño-. ¿Lo que quiero hacer no te parece más importante? Caray, matar a un tipo por ti. Tengo el arma (la Targa, todavía en su mano), el momento perfecto para hacerlo, ¿y tú le das el día libre a él y no a mí?

Jimmy comenzó a afeitarse.

– Tienen un insectario lleno de bichos increíbles. Saltamontes grandes como pájaros. Insectos palo de treinta centímetros de largo. Tienen esa mierda de escarabajos con cuernos…

Nicky le disparó en la nuca. No se dijo a sí mismo: «Mataré a este hijo de puta.» No tuvo que pensar. Apuntó la Targa a la cabeza de Jimmy, vio a Jimmy con la maquinilla de afeitar, mirándole por el espejo, y después, con el ruido, dejó de verle. El espejo se tiñó de rojo y voló hecho añicos, todo al mismo tiempo.


Ahora se miraban a los ojos, separados por el ancho de la mesa. Se acercó un camarero que le preguntó al Zip si quería otro té helado. El Zip negó con la cabeza. El camarero le preguntó a Raylan si quería algo.

– Espere tres minutos y vuelva -contestó Raylan, sin desviar la mirada.

– No has mirado el reloj -dijo el Zip-. ¿Cómo sabes que faltan tres minutos?

– Lo calculo a ojo. Ahora quedan dos minutos.

– ¡No lo sabes!

– ¿Por qué te molesta?

– No tienes permiso para lo que haces, necesitas una autorización.

– Un agente de la ley le dice a un indeseable como tú que salga de la ciudad. Se hace continuamente. Si no te quieres ir, entonces jugamos según tus reglas.

– No tengo reglas.

– A eso me refiero. Tienes un minuto.

– Acabas de decir dos.

– El tiempo vuela, ¿no? Decídete.

– Estás loco, ¿lo sabías?

– Levántate y vete, se acabó. Le diré a Jimmy Cap que abandonas el negocio.

– No voy a ninguna parte.

– Todavía te quedan treinta segundos.

– O insistes con el farol o estás majara. Ningún poli, que yo sepa, hace estas cosas.

– Veinte segundos.

– Harry te lo dijo. No voy armado.

– Busca en el bolso.

– Venga, corta el rollo. ¿Quieres que deje a Harry en paz? Vale, no me importa. No significa nada para mí.

– Tampoco para mí -replicó Raylan-. Diez segundos.

El Zip no dijo nada. Asintió, tomándose su tiempo. Cuando habló, su tono era diferente, más suave.

– Vale -dijo, cara a cara con Raylan al otro lado de la mesa-. Vas a tener lo que quieres.


Joyce lo vio.

Ella estaba unos pasos detrás de Harry, que salía del bar hacia el vestíbulo; se iba porque el barman llevaba horas ocupado con unos cócteles para las señoras. ¿Acaso no tenía tiempo para abrir una cerveza? ¿Ni para un cliente habitual? Harry, achispado, dijo:

– A tomar por el culo -y se dirigió a aquella mesa donde nadie había invitado a Raylan y en la que había una cerveza-. No le necesito. ¿De qué me sirve un paleto? -y salió del bar.

Joyce le siguió dispuesta a cogerle del brazo para evitar que se acercara a la mesa.

Vio al Zip de frente, y a Raylan más de perfil, su lado izquierdo.

En el momento en que alcanzaba a Harry vio al Zip sacar algo rojo de debajo de la mesa. ¿Una toalla? Eso parecía. Ahora él levantó la otra mano y Harry se paró en seco. Gritó:

– ¡Tiene un arma! -Joyce chilló con fuerza, pero no como un aviso sino como una expresión de sorpresa.

Joyce vio el metal oscuro, una automática. Y vio un arma idéntica en la mano de Raylan que ya apuntaba al Zip, la culata apoyada en la mesa. Joyce alcanzó a preguntarse a quién se refería Harry al decir: «¡Tiene un arma!» Lo siguiente transcurrió en sólo tres segundos.

Raylan disparó.

Trozos de cristal y porcelana volaron por los aires y el Zip se encorvó con el estampido, lanzado contra la silla. Tuvo que levantar el arma para apoyar el cañón sobre el borde de la mesa.

Raylan disparó otra vez.

El impacto hizo que el Zip disparara contra la mesa, y otra nube de cristales y porcelana voló por los aires.

Raylan volvió a disparar y esta vez esperó, la culata de la pistola apoyada en la mesa.

El Zip le miró, le observó con los ojos desorbitados antes de encorvar los hombros y apoyar la cabeza en la mesa.

Joyce fue consciente de que se apagaban los sonidos y se hacía un silencio. Luego sonaron voces en el exterior, en la galería del hotel. Raylan había vuelto la cabeza y la observaba con una expresión solemne por debajo del ala del sombrero. Le vio dejar el arma sobre la mesa antes de levantarse y venir hacia ella.

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