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Raylan observó que el Zip frecuentaba el Vesuvio’s: había estado allí ayer y hoy otra vez. Dos de sus hombres estaban comiendo mientras el Zip tomaba un café. No había tanta gente como el domingo, así que era fácil vigilarle. Lo mismo estaba haciendo el Zip: mirar hacia donde él estaba.

Martes, 1 de diciembre, algunos de los locales para turistas en la Vía Veneto, como la heladería, ya estaban cerrados hasta la próxima temporada. Aquí a la gente le encantaban los helados, así que había más heladerías abiertas. Eso era algo que podía mencionar a los suyos.

Así lo hizo, sentado en el Gran Caffé con un plato de pasta a la boloñesa y un café largo, escribiendo postales a sus dos hijos en Brunswick, Ricky y Randy.

Aquella parte de Georgia del Sur tenía un clima muy parecido al de Rapallo. Ya lo había comentado en una postal. Les había escrito que los espaguetis de aquí no eran como los que preparaba su madre con tomate caliente, y que aquí ponían todo tipo de cosas encima de los espaguetis. Hasta pulpo, de verdad. Les había dicho que aquí a la gente le gustaba comer en las terrazas aunque hiciera fresco.

¿Qué más?

Les contaría que ayer había alquilado un coche, un Fiat azul, y que salía a recorrer la zona. Que quizás hoy subiría a las montañas, realmente parecidas a las colinas del este de Tennesse, en las Smokies, pero con otras clases de árboles, no con tantos pinos como en casa.

El Zip se levantó.

Les hablaría de los olivos en las laderas con las redes debajo. Eso ahorraba el trabajo de caminar un kilómetro para recoger las aceitunas del suelo.

El Zip venía hacia él. Solo.

Les contaría algo de la película de Doris Day que habían pasado anoche en la tele. Doris pilotaba un avión por primera vez después de que el piloto sufriera un ataque, y aterrizaba el avión recibiendo instrucciones desde la torre. En italiano. Doris contestando en italiano.

El Zip había llegado a su mesa.

– Sé que no le has encontrado -dijo-. Después de todo el trabajo que te has tomado para venir aquí.

– Tú tampoco, ¿no es así? -respondió Raylan. Cogió un trozo de pan y rebañó el plato.

El Zip, mirándole, tragó saliva. Sacó un fajo de billetes, los estiró y alisó, y los puso sobre la mesa. Era una pila de dinero.

Raylan la miró y bebió un trago de café.

– ¿Cuánto hay?

– Treinta millones de liras. Cógelas, son tuyas.

– ¿Cuánto es en dólares?

– Veinticinco mil.

– ¿Crees que ése es mi precio?

– Esto es algo entre nosotros -dijo el Zip-, nadie más. Así que por qué no las coges, ¿eh? Vete a Roma y tírate a una tía, emborráchate, pásatelo en grande, gástatelo todo y regresa a casa. ¿Te parece bien?

– ¿Y si no? -preguntó Raylan.

– Nada de y si no. Cógelo, vamos, gástatelo.

– Sólo que en algún otro lugar, ¿no? -dijo Raylan-. Entiendo lo que dices, pero no me voy a ninguna parte. Así que, ¿en qué situación te pone eso? Es lo que quiero decir con «¿Y si no?».

– Caray, podrías desaparecer -contestó el Zip-. ¿No le tienes miedo a Nicky? Vale, lo puede hacer algún otro.

– ¿Acaso ese otro eres tú?

– Pienso que podrías considerarme metido en ese negocio -dijo el Zip, asintiendo, como si lo meditase.

– Resulta difícil imaginarte vestido con un mono, como aquel paleto que enviaste a matar a Harry. Me han dicho que encontraron la escopeta que utilizó aquella noche y que alguien se llevó. En cuanto confirmen que era suya, retirarán los cargos contra Harry. ¿Acaso el hecho de que Harry matara a tu hombre en defensa propia te preocupa?

– Para comenzar, no era mi hombre -afirmó el Zip-. Incluso si lo era, eso es algo entre Harry y yo, y nadie más. Lo mismo que este dinero es entre tú y yo. ¿Qué me dices? No puedes hacerlo todo tú solo. Cógelo, disfruta un poco.

– Dime por qué quieres atrapar a Harry -preguntó Raylan después de una pausa.

– No es asunto tuyo.

– A ti no te estafó.

– ¿Cómo sabes que no lo hizo?

– Porque lo pones como ejemplo -le dijo Raylan.

El Zip se encogió de hombros.

– Sólo que él no hizo nada -afirmó Raylan.

– Quiero hablar con él -replicó el Zip-. Averiguar si quiere regresar conmigo. Es lo mismo que haces tú. ¿No dices que estás aquí por cuenta propia? No tienes ningún documento legal, nada con lo que pedir ayuda de la policía. De acuerdo, pero te metes en mi camino; así que te ofrezco algo para que te apartes. ¿Qué te parece?

– Ya hablé con la policía. No tardarán en preguntarte en qué andas metido. Puedes estar seguro de que te vigilarán.

– ¿Tú crees? -El Zip esbozó una sonrisa, como diciéndole que no sabía de lo que hablaba-. Vale, si lo prefieres así… -Dio media vuelta y se alejó entre las mesas.

Raylan cogió la postal y la miró: una vista del viejo castillo en el borde de la bahía. Le dio la vuelta y escribió:


Hola, chicos. ¿Recordáis el castillo que vimos en Disneylandia? Éste es el aspecto que tiene uno de verdad. La gente vivió allí hasta que se aburrieron de mojarse cada vez que salían, entonces alquilaron un apartamento en la ciudad.


¿Qué más?

Preguntarles si podían creer que no vendían Dr. Pepper en Italia.

Quizá ya lo había mencionado. ¿Decirles que aparentemente por aquí no había secadoras de ropa? Aquí la gente colgaba la colada en las ventanas, a cuatro o cinco pisos de altura.

Miró hacia la calle y divisó al Zip en la acera delante del Vesuvio’s. El Zip levantó una mano y Raylan vio el Fiat rojo aparcado junto a la acera. El tipo joven con la chaqueta de cuero, Nicky Testa, y el gordo que conducía el coche se apearon del Fiat. El gordo se acercó a la mesa donde comían los dos tipos, y Nicky se aproximó a la mesa del Zip; a unos treinta metros de donde estaba Raylan vigilándolos. Éste vio que el Zip le decía algo a Nicky y que Nicky se volvía para mirar en su dirección.

Ahora lo enviarían hacia aquí, pensó Raylan. Pero ¿para qué?


– Así que tuviste dos oportunidades para cargártelo -dijo el Zip-. Una en la calle, me dijo Fabrizio, y otra delante del hotel.

– ¿Qué? -exclamó Nicky, frunciendo el ceño, haciéndose el tonto-. Él me dijo que no lo hiciera, Fabrizio me lo dijo. El tipo alquila un coche y recoge el equipaje de la tía. ¿A ti qué te parece? Sabe dónde están, le lleva el equipaje. ¿Correcto?

– No sabe nada -replicó el Zip-. Ni antes ni ahora.

– Entonces ¿qué hace con las maletas? Quizás ellos le llamaron.

– Lo que te digo es que no sabe nada. ¿Me crees o no?

Nicky deseaba ir a la otra mesa, sentarse con los tipos que hablaban en italiano, no le importaba, tomar un plato de pasta y una cerveza.

– ¿Me crees?

– Sí, te creo.

– Él no sabe nada.

– Vale. -Joder, quería que lo repitiera todo como un loro-. No sabe nada.

– Entonces ¿qué? -preguntó el Zip-. ¿Te lo cargas?

Nicky tuvo ganas de decirle que no metiera la narizota en todo esto.

– ¿Lo harás?

– Sí.

– ¿No has cambiado de opinión?

Mierda, se lo veía venir.

– Primero tengo que organizarme -protestó con vehemencia Nicky.

El Zip señaló el sombrero vaquero que se vislumbraba en el interior del café contiguo; el local estaba en penumbra, pero el sombrero se veía con claridad.

– Ya está organizado. Lo tienes ahí sentado, esperándote. -El Zip dijo algo en italiano a Benno, a Fabrizio, y al otro que estaba con ellos en la mesa vecina, y se callaron en el acto, volviéndose para mirar a Nicky. El Zip añadió-: ¿Lo vas a hacer o no?


Raylan le observó acercarse a la mesa: caray, la chaqueta de cuero parecía a punto de reventar con esos brazos y esos hombros. Costaría trabajo tumbarle a menos que le pegaras con un bate. Raylan quitó las migas del mantel verde, se apoyó las manos sobre los muslos, y se reclinó en la silla, listo para recibir al señor Testa.

– Te envía el señor Zip, ¿no es así? Supongo que no será para que hablemos, creo que ya está todo dicho. Me ofreció dinero, ¿no te lo ha dicho?, treinta millones de liras, que suena a mucho más de lo que es, si me voy y no os molesto más. Para mí, eso fue un insulto. No la cantidad, entiéndeme, sino que pensara que aceptaría. Un hombre como él cree que todos tienen un precio. Verás, en otros tiempos me hubiera comprado por quince dólares, ¡coño, y por menos!, cuando yo era un crío que trabajaba en las minas de carbón. A cualquiera que me hubiera preguntado si tenía un precio le hubiese contestado ése, quince al día. He trabajado en las galerías, en las abiertas, y una vez estuve un año en huelga y vi a los matones de la compañía disparar contra las casas de los mineros que protestaban. Mataron a un tío mío que vivía con nosotros, el hermano de mi madre, y mataron a un amigo mío con el que jugaba al fútbol en el instituto. Ocurrió en una ciudad minera llamada Evarts, en el condado de Harlan, Kentucky, hará cosa de veinte años. ¿Comprendes lo que te digo? Incluso antes de entrar en la oficina del sheriff y convertirme en un tirador de primera, vi a los hombres matarse los unos a los otros y aprendí a estar preparado en caso de que las cosas se pusieran feas para mí.

Raylan se agachó un instante, sacó la mano derecha de la bota y puso su revólver de cañón corto calibre 38 sobre la mesa. Nicky clavó la mirada en el arma y se quedó absorto.

– En otras palabras -añadió Raylan-, si veo que has venido con la intención de hacerme daño, te dispararé al corazón antes de que puedas sacar el arma. ¿Estamos de acuerdo?

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