Robert Gee dejó de trabajar para el jeque kuwaití cuando se encontraban en Cannes durante el festival de cine y el jeque intentaba ligarse a las actrices. Robert Gee se hartó de las gilipolleces del tipo y le dejó abandonado en su limusina en medio del tráfico. Dijo: «¡Al carajo!», salió del coche y se fue. El jeque permaneció insultándole mientras él se unía a la muchedumbre que provocaba el atasco, a toda esa gente que ansiaba ver a la actriz jovencita que enseñaba las tetas. Lo que colmó el vaso de la paciencia de Robert Gee fue que el jeque se empeñara en decirle cómo debía conducir, pues para seguir las instrucciones del árabe hubiera tenido que atropellar a los peatones. Miró por el retrovisor pensando, «¿Quieres conducir tú, mamón?» pero sólo dijo: «¡Al carajo!» en voz alta, antes de largarse. El tipo era un déspota: a las chicas asiáticas que trabajaban para él las trataba como esclavas, les pegaba. Robert Gee temía no poder contenerse y darle un mamporro, lo que hubiese significado acabar en una prisión kuwaití. Así que se fue muy contento, aunque reconocía que había sido una estupidez marcharse sin cobrar primero.
Esta vez tenía dinero, tenía la tarjeta Visa de Harry, y si se largaba con ella, el tipo se lo tendría merecido por tratarlo tan mal. Si sólo se hubiera tratado de Harry, quizá lo hubiera hecho, pero no podía perjudicar a Joyce y a Raylan, que seguían en la villa y que no le habían hecho nada. Aunque después de todo, tampoco les debía la vida. «Dinos dónde están o te matamos.» Si tuviera que enfrentarse a esa clase de situación, no iba a morir por ellos. Tampoco esperaban que lo hiciera. Raylan sabía que si no regresaba al anochecer, significaría que le había pasado algo y que debían salir pitando de la casa.
Robert Gee se hizo esas reflexiones durante la bajada en el funicular desde Montallegro, mientras contemplaba la vista aérea de la ciudad y, a medida que se acercaban a la estación, echaba ojeadas a las ventanas de los apartamentos que surgían junto a las vías. Su habitación estaba en este lado de la ciudad. Pensó en ir a comprobar si seguían en ella los paraguas, la bisutería, y la mercancía que le había comprado al tunecino que abandonaba la venta callejera para regresar a su país. Pero después pensó: «¿Comprobar qué? ¿Qué importancia tienen todas esas porquerías?» Las vendía más para pasar el tiempo que para ganarse la vida. Desde luego, no podía vivir de las ganancias, como hacían los africanos, que se contentaban con una china de hachís para fumar y una taza de té dulzón. Quizá lo mejor era regalar aquellos cachivaches y regresar a casa, volver a Houston, Tejas, de donde todos los oriundos del norte se habían marchado cuando la industria petrolera se fue al carajo, y donde los que se quedaron vivían debajo de los puentes en cajas de cartón.
Pensaba en todo esto mientras cruzaba la ciudad en un taxi, camino de la oficina de Avis en Vía della Libertà.
Besar a su madre, quedarse un tiempo en casa y largarse antes de que ella se acostumbrara a su presencia; cruzar algún océano para ofrecer su experiencia. Entendía las órdenes dichas en francés con acento alemán, sabía desmontar FN belgas, Steyr austríacos, las distintas versiones del AR15, los AK47 soviéticos y chinos, las Valmet, la Sterling -cualquier arma automática- y estaba seguro de encontrar en alguna parte una guerra donde le aceptarían.
Detrás del mostrador de Avis había dos empleados. Robert Gee era el único cliente, pero tardaron casi media hora en preparar el contrato de alquiler. Le dijeron que no estaban seguros de tener un Mercedes. Robert Gee preguntó:
– ¿Y qué es eso que está aparcado allí, el coche blanco?
Uno de los empleados llamó a central, según dijo para comprobar la validez de la tarjeta de crédito. Robert Gee rogó para sus adentros que el hombre no estuviese hablando con quien él sospechaba que hablaba. Cuando por fin le entregaron las llaves y salió de la agencia, listo para marcharse, dos tipos le esperaban apoyados contra el coche con los brazos cruzados, intentando simular indiferencia. Robert Gee exclamó: «¡Mierda!» al ver que uno descruzaba los brazos para mostrarle la pistola que empuñaba y el otro les decía «Grazie» a los tipos de Avis.
Raylan permaneció junto a la puerta principal de la casa y se acomodó el sombrero hasta colocárselo bien, un poco inclinado sobre el ojo derecho. Puso la mano en el pomo, dudando si recibirlos fuera o dentro de la casa, y en aquel momento oyó que le llamaba Joyce.
– ¿Raylan? -Desde las escaleras. Estaba a medio camino-. Acaba de entrar un coche en el patio.
– Ya lo he visto -asintió Raylan.
– ¿Va a salir?
– Todavía no lo sé. -Deseaba que ella mantuviera la calma. Hasta ahora parecía más sorprendida que excitada-. ¿Dónde está Harry?
– Duerme. Raylan, si no hacemos ruido no sabrán que estamos aquí.
– No, a menos que entren.
– Quédese con nosotros -dijo Joyce, y a él le sonó como una idea mejor que la de salir.
Raylan le miró el culo mientras subía las escaleras, un culo bonito y firme en los tejanos azules. En el vestíbulo de la planta alta Joyce le preguntó:
– ¿Es verdad que iba a salir? -Le costaba trabajo aceptarlo.
– Intentaré sorprenderlos. Pienso que si tenemos que discutir, me conviene estar bien situado. Disponer de una cierta ventaja.
Joyce se detuvo ante una puerta abierta.
– ¿Discutir?
– Demostrarles que no pueden ganar.
– ¿O matarlos?
– No lo sé.
– Voy a buscar mi pistola -dijo Joyce, y se dirigió a su dormitorio.
Raylan entró en la habitación de Harry. El apostador dormía en su cama con la boca abierta, no roncaba pero emitía un jadeo asmático. La pistola de Harry estaba sobre la mesilla de noche. Raylan se acercó a la ventana.
Los tipos estaban en el patio, habían salido del Mercedes, y caminaban hacia el garaje, el edificio con tres portones de madera, todos cerrados con candados. Los vio tirar de los candados y después mirar hacia aquí, hacia la casa.
Joyce entró en la habitación.
– ¿Esto contiene quince balas? -preguntó, como si fuera una simple pregunta. Él miró por encima del hombro a Joyce que sostenía la Beretta que le había dado, la de Nicky o la de Fabrizio, estudiándola con atención; un objeto extraño para alguien que nunca había disparado un arma.
– Con la de la recámara, dieciséis -contestó Raylan-. Cuando se vacía se desliza el cerrojo y ya está, no hay más. Pero dudo que llegue a disparar. No lo haga, ¿vale? A menos que no tenga otro remedio.
– ¿Cómo lo sabré?
– Si ve que si no dispara la matarán, entonces, apriete suavemente el gatillo. No tire de él.
– Primero inspiro y después suelto un poco de aire.
– Sí, vale, aunque yo en su lugar no intentaría recordar todo lo que le he dicho. Sólo preocúpese de quitar el seguro y sostener el arma con las dos manos.
Raylan se volvió otra vez hacia la ventana.
– Al parecer buscan una piedra, algo con que romper los candados y echar una mirada al garaje. El que la busca es el mismo tipo que conducía el Mercedes el otro día. Llevaba una camisa blanca. Hoy lleva una a rayas. Sin americana. El otro lleva una chaqueta que le va pequeña. -Raylan no mencionó la escopeta de cañones recortados que llevaba el tipo-. Tendrá que despertar a Harry.
– ¿Harry? -dijo Joyce con voz tranquila-. Ha venido alguien.
Como si se tratara de unos amigos que venían de visita. Raylan echó un vistazo por encima del hombro. Vio a Harry incorporarse en la cama, los ojos muy abiertos: llevaba un suéter marrón y calcetines blancos, Joyce se inclinaba para ayudarle, con su bonito trasero vuelto hacia Raylan: ni la mitad del tamaño del culo de Winona. Resultaba gracioso, las cosas que se te ocurrían en las situaciones más inesperadas. Vio cómo Joyce se erguía y permanecía con una mano sobre la cadera y la pistola en la otra, como si supiera que tenía el trasero bonito. Harry buscó su Beretta en la mesilla de noche y Joyce le dijo que primero se pusiera los zapatos. A Raylan le gustó su tono, y la serenidad de su voz. Harry parecía aturdido, quizá por el Galliano, el vino y el brusco despertar. Sin embargo, había matado a dos hombres que habían intentado acercársele. Uno más de lo necesario, pensó Raylan. Harry era capaz de hacerlo otra vez si hacía falta.
– Harry, ¿está bien?
– Sí.
Raylan miró a través de la ventana y se volvió hacia ellos.
– Se acercan a la casa. -Miró otra vez-. Ahora no les veo. Supongo que van a la parte de atrás. Todas las puertas están cerradas… -Se interrumpió cuando todos oyeron el ruido de cristales rotos. Una ventana o una de las puertas cristaleras-. Iba a añadir: «Pero si quieren entrar, lo harán. Sin molestarse en llamar.»
– En cuanto miren en la cocina -intervino Joyce-, sabrán que estamos aquí.
– Pueden pensar que nos hemos ido -dijo Raylan-, pero tiene razón, revisarán la casa.
Joyce y Harry le miraron.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Joyce.
Los tipos entraron por la biblioteca y pasaron de una habitación a otra. El que llevaba la escopeta se llamaba Marco. Como Benno, era de Nápoles; no creía que el norte fuera gran cosa y nunca había estado en Rapallo. Le parecía que en el norte el mar era diferente, de un gris mortecino, la comida era sosa y las casas oscuras, al menos las que habían registrado.
– Aquí no hay nadie -le dijo a Benno.
Cambió de opinión cuando entraron en la cocina y vio las botellas sobre la mesa y los platos en el fregadero. La cafetera eléctrica estaba desenchufada, pero cuando Benno la tocó, se quemó los dedos. Así que, si no estaban aquí, acababan de irse. La mujer de la agencia inmobiliaria dijo que la villa alquilada por el señor Arno estaba en esta carretera, cerca de Maurizio di Monti, y les mostró una foto vieja del lugar, de cuando funcionaba como granja; bien podía ser ésta. No estaban del todo seguros porque no habían traído la foto.
Benno había llamado por teléfono desde el coche, después de pasar dos veces por delante de la villa, para informar de que creía haber encontrado el lugar, y le dijeron que tenían al africano, el que hacía de chófer para Harry Arno. Le dijeron a Benno que le llamarían para confirmarle la dirección de la casa. Pero Benno tenía la sensación de que era ésta, así que entraron.
Al salir de la cocina avanzaron ya con mucha mayor cautela, pensando en el tipo del sombrero vaquero y recordando a Fabrizio sentado en el coche con la cabeza contra la ventana, con los ojos abiertos y dos agujeros de bala en el cuerpo. Fue Benno el que dijo:
– El tipo del sombrero vaquero…
– Si está aquí, tengo algo para él -afirmó Marco.
Así que al llegar al vestíbulo Benno señaló la escalera y Marco, con la escopeta, subió primero.
Joyce oyó el crujido de las tablas y supo que los tipos estaban en el rellano y se acercaban al dormitorio de Harry. La puerta estaba abierta así que primero mirarían allí. Cuando lo hicieron vieron a Harry sentado esperándoles.
Allí, delante de sus narices. Uno de ellos habló en italiano, sorprendido. Después hubo un silencio.
«Tiene que ser Harry quien esté sentado ahí -les había explicado Raylan-, porque esos dos nunca le han visto antes y no sabrán que es él.» Mirarían y se detendrían, les llamaría la atención. Después, había añadido Raylan, él cruzaría desde el otro lado del vestíbulo, donde él y Joyce estaban ahora, en la habitación con la puerta cerrada, y se acercaría por detrás a los dos tipos que estarían hablando con Harry para saber quién era; entonces les desarmaría. Conseguir su atención y mantenerla, había dicho Raylan, era la clave. Si no, ¿dónde se iban a esconder?
Raylan abrió la puerta y Joyce escuchó otra vez la voz que hablaba en italiano. Después oyó otra, en inglés con acento extranjero. Mientras los dos tipos charlaban con Harry, Raylan cruzó el vestíbulo, evitando pisar la tabla que crujía. Joyce, pegada a sus talones, entró en la habitación con él, y se detuvo en cuanto oyó a Raylan decir:
– Deja el arma en el suelo. Venga.
Joyce se apartó, empuñando la Beretta con las dos manos, tal como él le había enseñado.
El tipo que llevaba la escopeta de cañones recortados apoyada en el antebrazo no se movió. El de la camisa a rayas se volvió lo suficiente para verles apuntándole con las armas desde unos tres metros de distancia. Raylan se acercó y le quitó la automática que llevaba metida en la cintura, después, le dijo al de la escopeta:
– ¿Me oyes? Déjala en el suelo. Ahora mismo.
El tipo siguió sin moverse. El de la camisa a rayas explicó:
– Marco no habla inglés.
Raylan extendió el brazo, apuntó a la oreja de Marco con el Combat Mag y lo amartilló.
– ¿Esto lo entiende?
Marco se agachó y dejó la escopeta en el suelo mientras el de la camisa a rayas decía:
– Conoce algunas palabras.
Harry recogió la escopeta, sacó su pistola oculta entre los cojines del sillón y se acercó a Raylan. A Joyce le pareció que sudaba. Pero era el mismo Harry de siempre, el que en ese momento miró por la ventana y al ver el Mercedes comentó:
– Veo que tenemos coche.
– Hay que esperar a Robert -replicó Joyce en el acto, y miró a Raylan.
El federal no abrió la boca.
– ¿Se refiere a su chófer, el africano? -le preguntó a Joyce el de la camisa a rayas-. ¿El que le trajo a usted desde Milán? Si lo espera a él, tendrá que esperar mucho.
Joyce miró una vez más a Raylan, esperando que él dijera algo. Lo único que hizo él fue mirar al de la camisa a rayas, que le devolvió la mirada más tranquilo, como si ahora llevara ventaja.
– Me lo dijeron por el teléfono del coche: encontramos al africano. Buscaba un Mercedes, ¿no? Como el que está en el patio. Dijeron que se lo habían llevado a alguna parte.
Lo dijo despreocupado, con una indiferencia que alarmó a Joyce.
– ¿Qué quiere decir con eso de que se lo han llevado a alguna parte?
– A un lugar tranquilo, donde nadie les moleste.
– ¿Para qué, maldita sea? -preguntó Joyce.
– ¿Cómo para qué? Si usted quisiera conseguir de él alguna información, ¿cómo lo haría?
– Caray. ¿Ha oído eso? -le preguntó Joyce a Raylan, pero éste se negó a decir palabra; miraba al tipo sin ni siquiera apuntarle con la pistola. Joyce sí le tenía encañonado, apuntando con la Beretta al centro de la camisa rayada.
– Si lo tienen -señaló Harry-, les dirá dónde vivo. Tenemos que irnos.
El tipo de la camisa a rayas sacudió la cabeza, confiado.
– Créanme, es demasiado tarde.
– Es hora de salir pitando -insistió Harry.
– Lo que debemos hacer -afirmó Joyce-, es ayudar a Robert.
Vio que Raylan la miraba para después volverse hacia Harry y quitarle la escopeta.
– Preparen lo que se quieran llevar -dijo Raylan mirando a Joyce-. ¿Puede hacer las maletas en cinco minutos?
– Están hechas, pero no me iré sin Robert.
– Voy a hablar del tema con estos tipos -le informó Raylan-. A ver si quieren ayudarnos. -Se dirigió hacia el de la camisa a rayas-. ¿Estás de acuerdo?
– No sé de qué me habla -respondió el hombre encogiéndose de hombros con indiferencia.
– ¿Cómo te llaman? -le preguntó Raylan.
Esta vez el hombre vaciló.
– Me llamo Benno.
– Y él es Marco, si no te entendí mal. Soy el agente Raylan Givens. ¿Sabes a quién me recordáis? A los pistoleros de las empresas. Tipos que los dueños de las compañías de carbón contrataban durante las huelgas para causar problemas. Benno, ¿eh? Conocí a un matón en el condado de Harlan, Kentucky, que era igualito a ti, se llamaba Basil. Siempre con un reguero de jugo de tabaco en la comisura de la boca. -Raylan se tocó el labio-. Aquí. Bueno, chicos, os pediré que salgáis conmigo. -Miró a Harry-. Necesito la llave del garaje. La de la puerta del medio.
Harry la encontró en una cajita de la cómoda y se la entregó sin hacer preguntas; Joyce miraba, curiosa, mientras Raylan le hacía una seña a los dos hombres para que se movieran. Benno caminó hacia la puerta como quien da un paseo, con las manos en los bolsillos. Marco no se movió hasta que Raylan le empujó con la escopeta.
– ¿Va al garaje? -preguntó Joyce.
– A un lugar tranquilo donde nadie nos moleste.
Joyce vio que Benno volvía la cabeza para mirar a Raylan, esta vez con recelo. En cuanto salieron de la habitación, Joyce se acercó a la ventana y le dijo a Harry, ocupado en sacar sus prendas del armario:
– Pensaba que le conocía, pero veo que estaba en un error.