El arma que el Zip le consiguió era una Targa automática calibre 32, con seis balas en el cargador. Nicky dijo:
– ¡Seis! ¿Nada más?
Y el Zip replicó:
– Si sabes usarla te sobran cinco.
Esto sucedió en el apartamento donde se alojaban. Nicky examinó el arma, vio cómo funcionaba, y la sostuvo con los brazos extendidos, cerrando un ojo y apuntando a un bodegón colgado en la pared más cercana. Se volvió para apuntar a alguna cosa más lejana y llegó hasta el Zip que le daba la espalda, entretenido en mirar a través de la ventana. Nicky mantuvo la mira en el centro de la espalda del Zip pensando, «Tío, sería tan fácil, ¡bum!», y fue entonces cuando el Zip se dio la vuelta. No se mostró asustado o sorprendido al ver el arma que le apuntaba, así que Nicky no dejó de mirarle mientras bajaba el arma, para demostrarle al Zip que no le faltaba coraje, que podía hacerlo. El Zip comentó:
– Sólo hay una manera de dispararle a un hombre por la espalda. Delante de un espejo para que vea cómo lo haces. Así mataron a Ed Grossi. ¿Conocías a Ed Grossi, el tipo que llevaba el negocio antes que Jimmy Cap? Lo encontraron en el baño del apartamento que a veces usaba en Boca Ratón. Estaba en el suelo, pero había sangre y restos suyos por todo el espejo, un espejo enorme, cubría toda la pared. Vio quién era y vio cómo le mataban, un disparo en la nuca.
Eso fue ayer.
Hoy, esta tarde, mientras tenían al tipo negro encerrado en la habitación vecina, Benno llamó pidiendo hablar con alguien que supiera inglés, y le pasaron el teléfono a Nicky. Era el vaquero. Dijo que sabía que tenían a Robert y que más les valía no hacerle daño. Nicky preguntó:
– ¿Para eso me llamas?
El vaquero contestó que quería hablar con el Zip. Así que Nicky cruzó el vestíbulo hasta el apartamento del Zip y se lo dijo.
– Sabía que no tardaría en aparecer -comentó el Zip-. ¿Cómo sabe que tenemos al negro y dónde consiguió el número de teléfono?
– ¿Por qué no hablas con él? -le propuso Nicky.
– Estoy ocupado.
Así que Nicky estuvo yendo y viniendo haciendo de correveidile entre uno y otro. ¿Debía decirle al vaquero que nadie había hablado con el negro ni le habían puesto la mano encima? (Todo el mundo se preguntaba a qué esperaba el Zip.)
– No le digas nada -le ordenó el Zip.
Nicky volvió al teléfono y le dijo al vaquero que el Zip no quería hablar con él.
– Dile que le cambio a Benno y a Marco por Robert Gee. Dos por uno.
Nicky cruzó el vestíbulo y se lo dijo al Zip, que estaba en la puerta de su apartamento vestido solamente con un albornoz.
– Dile que se los puede quedar -replicó el Zip-. Si quiere cambiarlo por Harry trato hecho. Dile que esperaba su llamada. Si quiere hablar conmigo, vale, que vaya a ese café que frecuenta, tú acudirás allí. Dile que verá al negro.
– ¿Y después, qué? -preguntó Nicky.
– Le traes aquí.
El Zip cerró la puerta. Tenía a la puta de los zapatos blancos allí dentro.
Raylan hizo funcionar los limpiaparabrisas para quitar la humedad del cristal. El pavimento se veía seco. Llegó por Vía Veneto hasta donde le esperaba Nicky, junto al bordillo, con las mesas del café apiladas detrás de él. Nicky encorvó sus enormes hombros en la chaqueta de cuero y se agachó para mirar en el interior del coche. Raylan imaginó que estaría cabreado por la espera, ahí fuera en el aire húmedo de la noche. Pero estos tipos se cabreaban incluso los días soleados.
En cuanto Nicky abrió la puerta lo primero que dijo fue:
– ¿Por qué ha tardado tanto? ¿Sabe cuánto rato hace que le espero? -Como si a Raylan le interesara, como si el único fin de su vida fuera tener contento a este capullo.
Luego Nicky preguntó dónde había conseguido el coche y de quién era, pero sin esperar su respuesta, le apremió a que aparcara en seguida, deprisa y en cualquier sitio. Le salía toda la mala leche que llevaba dentro.
Raylan cogió la escopeta de cañones recortados y le apuntó.
– Nicky, entra en el coche.
Nicky permaneció inmóvil por un momento y después se deslizó en el interior del coche como si en él hubiera serpientes. Cerró la puerta y Raylan arrojó la escopeta por encima del hombro, al asiento trasero. Nicky no supo cómo interpretarlo. Raylan puso el coche en marcha y dijo:
– Lo único que has de hacer es decirme cómo llegar al lugar adónde vamos. ¿Te ves capaz?
Resultó ser un edificio de apartamentos en la parte alta de la ciudad, más moderno que la mayoría y con terrazas, pero bajo, sólo de tres pisos; estaba al otro lado de unas canchas de tenis de tierra roja. Salieron del coche y Raylan dijo: «Espera un momento.» Se acercó al maletero y lo abrió. El tipo salió mirando a su alrededor, despistado. Raylan le preguntó si se encontraba bien, pero no obtuvo ninguna respuesta aparte de una mirada de asombro. Casi idéntica a la de Nicky, que le observaba.
Aparecieron otros dos tipos. Cogieron las armas de Raylan y le llevaron por el vestíbulo de la planta baja hasta la parte de atrás del edificio, abrieron una puerta y le metieron en lo que parecía un cuarto trastero, a no ser porque tenía unas estanterías y una bombilla en el techo.
Robert Gee estaba sentado en el suelo con las piernas extendidas y la espalda apoyada contra la pared de cemento.
– ¿Te han tocado?
– Ni siquiera me han mirado.
– ¿Te preguntaron alguna cosa?
– Nada.
– ¿Dónde te cogieron, en la carretera?
– No conseguí subir al coche.
– Te trajeron aquí… ¿Te han dado de comer?
– Un plato de pasta. No estaba mal.
– ¿Te han dejado salir para ir al baño?
– Tengo el mío propio. Es aquella puerta.
– ¿No hay nadie más por aquí? ¿Otras personas?
– No he visto a nadie más.
– ¿Cuál es su juego?
– Tío, eso es lo que quisiera saber.
– Pensaba que te habían preguntado y les habías contestado.
– Lo hubiera hecho.
– Lo sé, y no te hubiera culpado.
– Pero ni siquiera me dieron la oportunidad. ¿Lo entiendes? Incluso se lo pregunté al tipo. «Eh, ¿no quiere preguntarme nada?» Por si acaso querían pegarme primero y después preguntar. Le dije: «Oiga, no necesita ponerse duro conmigo, no me arranque las uñas, le diré cualquier cosa que quiera saber.» Intentaba explicarle que esto no es asunto mío. El tipo se fue. Esto pasó cuando me tenían arriba. Sólo le vi unos momentos, y después se fue. Tenía pinta de fanfarrón, un traje elegante, pero anticuado.
– Ése es el Zip. Tommy Bucks. El otro con la chaqueta de cuero es Nicky, hablé con él por teléfono. Dijo que sabía que yo iba a llamar o a ponerme en contacto con ellos. Pero pienso que fue el Zip el que lo sabía, o tenía una corazonada. Verás, Nicky es de esos tipos a los que les gusta presumir, o decir lo que dijo otra persona y hacer ver que fue idea suya. Sé que no pinta nada en este asunto. El Zip es el que decide.
– Y sabía que tú vendrías.
– O se lo imaginaba.
– El tipo lo sabía.
– Caray, si tú no regresabas…
– Tú me habrías buscado.
– Iba a decir que habría buscado la manera de ponerme en contacto contigo.
– Y él lo sabía, eso es lo que estoy diciendo. ¿Y todo esto, qué te hace pensar?
– Si es verdad, pienso que me hará a mí la pregunta -contestó Raylan-, y no a ti. Quiere que sea yo quien le diga dónde está Harry. Es como algo personal entre nosotros.
– ¿Y se lo dirás? -preguntó Robert Gee.
Raylan se levantó cuando ellos entraron, no como una deferencia, sino para que el Zip y Nicky no estuvieran por encima de él. Alguien cerró la puerta desde fuera en cuanto entraron. Robert Gee permaneció sentado hasta que el Zip le miró y dijo:
– Levántate.
Robert se tomó su tiempo; Raylan le oyó gemir mientras se levantaba, entumecido por haber estado sentado en el suelo.
– Vigílalo -le ordenó el Zip a Nicky antes de mirar a Raylan-. Te esperaba. Sabía que en cuanto dedujeras que tenía a este tipo, aparecerías para hacer un trato, devolverme a Benno y a Marco. ¿Dónde están?
– Encerrados en un garaje.
– ¿Sí? ¿En el mismo lugar que Harry?
– Sí, en su casa.
– ¿Y Harry sigue allí?
– Se marchó.
– ¿De veras? ¿A dónde fue?
– A su tierra.
El Zip continuó mirándole.
Raylan oyó que Nicky decía, «Déjamelo a mí». Le miró y vio que Nicky sostenía un arma, una automática.
– Venga -añadió Nicky-, sólo él y yo aquí dentro.
El Zip levantó una mano para acallar a Nicky sin mirarle. Le preguntó a Raylan:
– ¿Cuándo se marchó Harry a su país?
– Mientras tú hacías el imbécil esperando a Raylan -intervino Robert Gee-. Podías habérmelo preguntado a mí. Tío, te lo hubiera dicho en el acto. Pero tú querías esperar y preguntárselo a él. Bueno, pues lo conseguiste, ya te lo está diciendo.
Robert Gee se divertía.
El rostro del Zip, mientras le escuchaba, parecía de piedra. No apartó la mirada de Raylan. Cuando se produjo un silencio dijo:
– Harry salió contigo.
Raylan no abrió la boca.
– De eso no hace mucho. Has venido aquí en el coche del tipo que pusimos en la autopista. Pero nadie ha visto el coche de Harry ni el tuyo. Así que has bajado en el coche de Benno, ¿no? Ése es el que conduce Harry. Sí, eso les da ventaja, pero no mucha. ¿A dónde va?
Raylan no contestó.
– ¿Va a Génova con aquella mujer?
Se miraron el uno al otro.
– O a Milán. O al sur, ¿a Roma?
– ¿Qué te parece Turín? -dijo Raylan-. ¿O quizá Boloña?
La cara de piedra le miró.
– Vale, dímelo -insistió el Zip.
– No lo sé -contestó Raylan.
– Apunta al negro -ordenó el Zip a Nicky.
– Ya le apunto -replicó Nicky.
– ¿A dónde ha ido? -preguntó el Zip-. Dímelo, o en tres segundos este tipo está muerto.
– Eh, para el carro. Yo no estoy metido en esto -exclamó Robert.
– Se marchó a Génova -respondió Raylan-. Ya no le pillarás.
– No te creo. ¿A dónde ha ido?
– A Génova, lo quieras creer o no.
– Mátale -le dijo el Zip a Nicky.
– ¿Qué? -preguntó Nicky, frunciendo el entrecejo.
– ¡Es verdad! -afirmó Raylan.
El Zip se metió una mano en el interior de la chaqueta.
– Te he dicho que lo mates. Hazlo.
Sacó la mano empuñando una Beretta, una automática idéntica a la que Raylan tenía en su casa. Le apuntó a la cara y no la apartó. Raylan oyó que Robert decía:
– No tengo nada que ver con esto, tío. No es asunto mío.
El Zip miró a Raylan mientras le decía a Nicky:
– ¿Vas a matarle o no?
– ¡Joder! ¿Aquí mismo?
– Aquí mismo, ahora mismo -dijo el Zip. Movió la Beretta de Raylan hacia Robert Gee y disparó y volvió a disparar, para después apuntar otra vez a la cara de Raylan antes de que éste pudiera moverse; el eco de los disparos resonaba en la habitación de cemento.
La cara de piedra le miró desde detrás del arma.
– ¿A dónde ha ido? -preguntó el Zip.
– A Génova -contestó Raylan.