El teléfono de Harry sonó todo el lunes y el martes. Amigos y apostadores le llamaban para preguntarle sobre lo que habían oído o leído en el periódico, interesándose por si estaba bien, y por si continuaba en el negocio. Una noticia breve en el Miami Herald decía:
residente de south beach
inculpado en un tiroteo mortal
Estaba en la página tres, semi escondida. ¿Eso era lo único que era, un residente? ¿Por qué no una figura conocida de South Beach, o una personalidad? No, sólo un vulgar residente. Les dijo a los amigos y a los apostadores que todo era un error y que las cosas no tardarían en aclararse. Cuando le llamaron los corredores y los planilleros les dijo que retuvieran los totales durante un par de días y que él les llamaría.
El Zip llamó a última hora de la tarde del martes. Harry no estaba preparado para ello. Oyó cómo el Zip le decía:
– ¿Qué te pasa, Harry, ahora vas por ahí matando gente? ¿Sabes a quién te has cargado? A Earl, era el guía de pesca favorito de Jimmy cuando iba al lago. Llama a Jimmy, dile que lo lamentas… ¿Harry?
Él no sabía qué hacer. No podía seguir con el juego, fingir que no sabía quién había enviado al tipo; nada menos que Earl Crowe. Así que colgó.
No tuvo tiempo de pensar. Cuando volvió a sonar el teléfono Harry lo cogió y el Zip le dijo:
– ¿Me has colgado?
– Se cortó la comunicación.
Se produjo un silencio hasta que el Zip añadió:
– ¿Hay algún motivo por el que no podamos hablar?
– ¿Quieres saber si me tienen pinchado y alguien nos escucha? ¿Tú que crees?
– Hay un tipo sentado en tu vestíbulo -dijo el Zip-. Me pregunto si no será amigo tuyo, alguien que te busca.
– No he salido del apartamento.
– ¿No has hablado con la gente del gobierno?
– Todavía no -contestó Harry y colgó. Que le dieran morcilla.
Conocía tipos que golpeaban las paredes en momentos de frustración y algunos incluso acababan con las manos rotas. El también podía romper alguna cosa, tirar el teléfono por la ventana o darle una patada al televisor. ¿Qué más? Pensar en actos violentos quizá conseguiría calmarle un poco. Estaba a punto de largarse y de poner en marcha cuarenta y siete años de proyectos. Entonces, ¿por qué ponerse nervioso?
Más tarde llegó Joyce con la comida china. Puso la mesa que estaba en un extremo del salón, trajo los manteles y los platos de la cocina y empezaron a comer. Joyce utilizaba palillos, Harry el tenedor. Él comió un trozo de gamba a la plancha y después jugueteó con el pollo Sezuan, apartando los pimientos. Le preguntó a Joyce:
– ¿Al entrar había un tipo en el vestíbulo? ¿Algo así como un agente federal intentando parecer una persona normal?
Joyce sabía cómo utilizar los palillos.
– ¿Qué me dices de un tipo con sombrero vaquero? No de esos que usan las estrellas del country, sino uno pequeño, como el que llevaría un yuppy.
– Ya sé a qué te refieres, al Dallas especial, aquel Stetson que llevaban los polis cuando Jack Ruby mató a Lee Harry Oswald.
Joyce mantuvo los palillos en alto y después asintió al imaginárselo.
– Exactamente, marrón claro o de un color crema. -Se entretuvo unos instantes con su plato de gambas-. Lleva traje oscuro, corbata y tiene un periódico sobre las rodillas.
– ¿Está solo?
Ella asintió con aire distraído.
– Es de ese tipo, se diría que viste bien, pero parece un campesino. ¿Sabes a qué me refiero? Es de esos tipos flacos y curtidos, tendrá unos cuarenta años. ¡Ah!, casi me olvido, lleva botas vaqueras marrones, con adornos de alas color marfil, y un traje azul oscuro.
– No tiene estilo -opinó Harry-. Supongo que te fijaste en él.
Joyce le miró, pensando en otra cosa.
– ¿Sabes una cosa? Ayer también estaba cuando llegamos.
– No le vi.
– Y anoche cuando me fui, había otro tipo sentado en la misma silla, cerca del ascensor.
– Son mis protectores asignados por algún organismo gubernamental. -Comió un poco de pollo con verduras y jugueteó con su comida un minuto antes de mirar a Joyce otra vez.
– Cuando termines, ¿te importaría bajar y preguntarle a ese tipo para quién trabaja? Tengo curiosidad.
– ¿De veras?
– Espera. Pregúntale si puede subir un momento, dile que quiero conocerle.
Joyce se lo pensó.
– ¿Por qué?
– Es posible que ese tipo esté arriesgando su vida por mí. Me gustaría estrecharle la mano, eso es todo. -Vio la manera en que ella le miraba y añadió-: ¿Qué pasa? -con expresión inocente.
– ¿Qué pretendes, Harry?
Lo primero que dijo el hombre, una vez en el apartamento, fue:
– No se acuerda de mí, ¿verdad? -con una ligera sonrisa, la cabeza inclinada mirando a Harry-. Me di cuenta ayer cuando entró. Pasó a mi lado como si yo no existiera.
Harry lo intentó entrecerrando los párpados, pero fue inútil. Joyce se lo había descrito a la perfección, parecía un campesino; delgaducho, con las mejillas hundidas, las piernas como palillos, y con un acento que casaba con su aspecto, y que sin ser del sur más profundo, era de algún lugar por debajo de Ohio. Se tocó el ala del Stetson con dos dedos mientras mantenía abierta su identificación en la otra mano, mostrando la estrella.
– Raylan Givens, alguacil federal.
El nombre le resultó tan desconocido como su cara curtida y su nariz de boxeador. Harry se adelantó y le estrechó la mano, cerrando un poco los ojos para aparentar que intentaba recordar. Raylan Givens le sacaba casi una cabeza de altura con las botas vaqueras, claras y con un adorno que reproducía un ala. El alguacil continuó asintiendo mientras sacudía con fuerza la mano de Harry.
– Fue en la corte federal -aventuró Harry-. ¿Me equivoco? -Se zafó del apretón de Raylan mientras éste negaba con la cabeza.
– Casi. Le daré una pista. Hicimos un viaje juntos.
– Tiene razón, nos conocimos en un avión -dijo Harry, y vio que Raylan negaba de nuevo pero sin dejar de sonreír, disfrutando con la situación; le ofendía no ser recordado. Parecía un buen tipo.
– Hicimos un viaje juntos -le ayudó Raylan-. Salimos de Miami International, y llegamos hasta Atlanta, donde había que trasbordar.
Ahora era Harry el que asentía.
– Íbamos a Chicago -le explicó a Joyce-. Estaba citado a comparecer ante un gran jurado, lo que me habría conducido a la misma situación en que estoy ahora, acorralado.
– Mi trabajo era llevarle allí -dijo Raylan-, pero no llegamos. Al menos, usted no.
– Esto pasó hará unos cinco años -le dijo Harry a Joyce.
– Seis años en febrero. Nos quedamos en Atlanta porque el vuelo llevaba retraso -precisó Raylan-. Usted estaba cabreado porque no quería hablar ante el gran jurado; vamos, que iban a «reñirle» a pesar de haber sido un buen tipo.
– No tenía por qué ir allí.
– Si no tenía nada que decir, eso hubiera quedado claro en su declaración, ¿no cree? No, tuvo que montarme el numerito de la desaparición después de darme su palabra. -Raylan miró a Joyce que ahora estaba en la cocina fregando los platos-. Estábamos en el aeropuerto de Atlanta. Yo estaba comiendo un helado de cucurucho, y él me dijo que iba al lavabo y volvía enseguida. No le volví a ver hasta ayer, seis años más tarde. -Harry sonrió, Raylan no. Le dijo a Harry-: Si hubiese mantenido su palabra, ahora yo estaría en la categoría GS-doce en lugar de la que tengo en la actualidad, la misma de estos últimos siete años. Sin embargo, a usted no le pasó nada, ¿verdad? Pensé que el juez le acusaría de desacato y ordenaría su busca y captura.
Harry, más serio dijo:
– Si hubiese aparecido en aquel juzgado, algunas personas me hubieran considerado como algo peor que irrespetuoso con el tribunal. Al final resultó que el Departamento de Justicia no me necesitaba para nada. -Miró a Raylan Givens con los ojos entrecerrados y esta vez sí se vio junto a él en el aeropuerto de Atlanta. Fue sólo un instante, pero lo suficiente como para recordar y decir-: Si no me equivoco, me dijo que era de Kentucky.
– Sí señor, condado de Harlan, en la parte este del estado.
– Usted no bebe.
– Bueno, no mucho.
– Yo ya no bebo.
– Caray, qué bien.
– Dijo que su meta, al menos entonces, era llegar a… ¿agente fiscal?
– ATF -dijo Raylan-. Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, una sección del departamento del Tesoro. Todavía me interesa.
Harry miró a Joyce.
– Quiere que la gente deje de beber y de fumar.
– Es lo mismo que dijo aquella vez en Atlanta, ya le respondí que no -comentó Raylan con una medio sonrisa-. La ATF persigue a la gente que trafica ilegalmente con esos artículos. -Miró a Joyce-. En el avión no dejaba de insistir para que bebiera una copa.
Harry vio que Joyce le devolvía la sonrisa a Raylan, dispuesta a decir algo, pero Harry se le adelantó.
– Quiero preguntarle una cosa, Raymond…
– Raylan -dijo el agente, y se lo deletreó.
– Sí, Raylan. ¿Puedo preguntarle cuáles son sus obligaciones?
– Vigilamos a los prisioneros federales, nos ocupamos de su transporte; nos encargamos de la seguridad en los juzgados, que es lo que menos me gusta; también nos hacemos cargo de los decomisos, propiedades confiscadas.
– Me refiero a lo que hace conmigo. No soy un prisionero.
– No, pero es probable que le cite un gran jurado. Debemos procurar que no le ocurra nada que impida su aparición.
– ¿Y qué pasará si no quiero su protección? -Harry vio que el hombre le miraba intrigado y añadió-: Es sólo una cuestión teórica. Me preguntaba por mis derechos.
– ¿Nuestra presencia le inquieta?
No valía la pena seguir preguntando. Harry negó con la cabeza.
– Olvide la pregunta.
– Podemos mantenernos lejos de su vista, excepto… señor Arno, ¿quiere hacernos un gran favor? No salga de noche, ¿vale? Y si quiere ir a algún lugar durante el día deje que le llevemos nosotros.
– Es por mi bien, claro.
– Sí, señor.
– O para que no me largue.
– Esto es diferente a la vez anterior; si se salta la fianza se convierte en un fugitivo de la justicia. -Raylan lo dijo muy serio.
– No había pensado en ello.
Raylan se mostró satisfecho con la respuesta.
Joyce era la que le miraba ahora.
Una vez más Harry estaba junto a la ventana ante la que había pasado la mitad del día. Joyce le observaba desde la cocina. Acabó de secar los platos, y cruzó la habitación para ir a su lado y reconfortarle poniéndole una mano en el hombro.
– ¿Todavía está allí?
– En el parque comprándose un helado; le encantan los helados. ¿Te fijaste cuando dijo que era de un condado? La gente del sur suele decirlo; en Florida no tanto, me refiero a la gente del sur sur.
– He oído hablar del condado de Harlan -replicó Joyce-. ¿Quieres saber lo que pienso?
– Dímelo.
– No es tan tonto como tú quisieras.
– Me olvidé de que tú eres de aquella parte del país. Nashville, ¿no es así? En el sur siempre os ayudáis los unos a los otros.
– Nos fuimos de allí cuando yo tenía dos años, Harry.
– Sí, pero eso es algo para toda la vida. Mira cómo lame el helado.
Cuando no hablaban y había silencio en la habitación se escuchaban débiles sonidos desde el exterior, un coche arrancando, gritos. En la playa un fotógrafo y su equipo retrataban a una modelo de cuarenta y cinco kilos en albornoz, una chica de quince o dieciséis años. Ahora las modelos eran unas crías. Joyce haría tres catálogos para el invierno y estaba segura de que le encargarían posar con las prendas de aerobic en el catálogo de ropa interior sexy. Salía bien siempre que la dejaran llevar medias para disimular las venas y las imperfecciones; no le importaba que Harry los viera.
Salían juntos entre semana durante la temporada de fútbol, iban al cine, cenaban y algunas veces ella se quedaba a pasar la noche. Harry se ponía cachondo una vez al mes y siempre por la mañana. Cuando estaba a punto de dejar de beber, hacía cosa de unos años, se excitaba todas las mañanas, especialmente si tenía resaca. Años antes de aquello, ese ritmo era más normal; era cuando ella bailaba en topless y después Harry la llevaba a cenar. No parecía tener muy claro qué actitud adoptar con ella; o quizá le diera vergüenza que le vieran en público en su compañía, aunque era poco probable que nadie en la playa la reconociera porque los clubes en los que ella trabajaba estaban en Miami. Harry era mojigato, mientras que ella no consideraba que bailar con las tetas al aire, cuando lo hacía, fuera gran cosa. Ella le dijo una vez: «Esperas la tira de años para ver qué clase de tetas vas a tener. Después, cuando las tienes, da lo mismo la forma o el tamaño que tengan, te tienes que aguantar. Las mías están bien, no son nada extraordinario, y a mí me basta. Nunca pensé ni por un instante en agrandármelas, ni envidié a las chicas que las tienen grandes; no, gracias, no me gustaría tener que cargar con ese peso. Desde luego, a los tíos les encantan las tetas grandes.» Al menos a los tipos que frecuentaban los clubes de topless. Le preguntaban por qué llevaba gafas en las actuaciones y les contestaba que era para ver dónde pisaba y no caerse del escenario. Le contó a Harry que las gafas con montura de concha creaban un intercambio amistoso con el público: ahí estaba una chica tal cual era y eso les encantaba, se sentían más cercanos a ella. «Era como su vecinita.» Y Harry dijo: «O como la maestra con la que soñaban, preguntándose cómo sería desnuda.» Quizás había algo de eso. Él le preguntó si los individuos que dirigían los locales se la tiraban, y ella le contestó que no eran su tipo. Joy comenzaba el número con «Black Dog» de Led Zeppelin, y sus contorsiones al ritmo de los intrincados acordes de guitarra que punteaban las estrofas acaparaban rápidamente la atención del público. Se le movían las gafas y ella se las ponía otra vez en su sitio mientras bailaba. La idea era no parecer demasiado profesional. Cuando lo dejó, Harry dijo: «Bueno, ya no tendrás que hacerlo nunca más.» Ella le respondió que nunca había tenido que hacerlo, que le gustaba toda aquella atención. Harry opinaba que debía darle vergüenza de sí misma; él no lo comprendía, porque en su negocio la clave estaba precisamente en no llamar la atención. Dejaron de verse. Joyce trabajó como chica del coro en un buque de crucero que recorría el Caribe, se encargó de la coreografía durante un par de años y comenzó a trabajar de modelo para catálogos. Por aquel entonces, se le despertó el reloj biológico y se casó con un tipo que era agente inmobiliario. Él dijo que no le importaría tener un par de hijos más. «Pensé que iba a ser mamá», le comentó a Harry unos pocos años más tarde, cuando él volvió a entrar en su vida. «Hasta que aquellas dos crías que él ya tenía, que ni siquiera sabían lo que era un sujetador, le obligaron a elegir entre ellas o yo.» Harry dijo: «No tienes pasta de madre, nena.» Lo dijo como un cumplido. Iban al cine, a Wolfie’s, a Joe’s Stone Crab. Se llevaban a casa comida china… Todos aquellos años, curiosamente, ella siempre tuvo la sensación de que podía haber conseguido a alguien mejor que Harry Arno, veinticinco años mayor que ella. Aunque él nunca aprovechaba el descuento de los cines para la tercera edad.
– Te dispones a largarte, ¿no es así? -preguntó Joyce.
Él no respondió de inmediato; continuó mirando a través de la ventana. Cuando lo hizo contestó:
– Estoy dispuesto.
Ella le pasó la mano por la espalda una y otra vez.
– ¿Sabes a dónde irás?
– Desde luego. Quizá necesite tu ayuda al principio.
Esto sorprendió y asustó un poco a Joyce.
– ¿Qué querrás que haga?
– Ya te avisaré. -Pasó un minuto antes de que añadiera-. Creo que mañana será el día. ¿Para qué esperar más?
– Pero si te presentas en el juicio y encierran a Jimmy…
– No importa, siempre tendrá a alguien que se ocupe de mí.
– ¿Has hablado con él? Os conocéis desde hace tantos años…
– Tengo las maletas hechas y maté a uno de sus tipos. En lo que a él respecta le robé dinero, y no hay manera de convencerle de lo contrario.
– El FBI irá a por ti también, ¿no?
Harry le contestó sin dejar de mirar a través de la ventana.
– Lo dudo. Tendrán que justificar el gasto y no creo que puedan.
– ¿Puedo preguntarte a dónde vas?
Harry volvió la cabeza; ella le miraba a los ojos, de un azul claro brillante donde se reflejaba la luz que entraba por la ventana.
– Si soy el único que lo sabe, no me pasará nada. -Le acarició la cara, después le rozó la oreja y las puntas de los rizos-. Te diré una cosa que nunca le he dicho a nadie -añadió Harry, esta vez seguro de ello-. Hace veinte años que le robo a esa gente. No te imaginas la cantidad de dinero que tengo guardado.