3

Después de hablar con ellos durante dos horas pasó el resto de la noche en una celda de la comisaría. A la mañana siguiente Harry les dijo a los detectives del departamento de Delitos contra las Personas que costaba lo mismo hacer los huevos como Dios manda, que freírlos hasta que estuvieran tiesos como suelas de zapato. Uno de ellos le contestó que los huevos eran del bar cubano de la esquina, que llamara allí si tenía alguna queja.

Harry no podía creer cómo le estaba tratando esa gente.

Le trasladaron a la cárcel del condado de Dade y le tomaron las huellas. Esa misma tarde, en su primera aparición ante el juez, se declaró inocente, y después se enteró de que le habían acusado de asesinato en segundo grado y de que fijaban su fianza en ciento cincuenta mil dólares. No se lo podía creer. Le dijo a su abogado:

– Comprendo que sólo fuera una audiencia preliminar, pero ¿por qué no mencionó que el tipo tenía una escopeta?

Su abogado, en realidad el hijo del abogado que representaba a Harry cuando tenía problemas legales pero estaba fuera de la ciudad, replicó:

– ¿Qué escopeta?

– La que iba a utilizar para matarme. ¿Es que nadie lo entiende?

El joven abogado movió la cabeza.

– No se menciona ninguna escopeta en el informe de la policía.

– ¿La buscaron? ¿Piensa que maté a un tipo al que nunca había visto en toda mi vida porque sí? ¿O es que piensa que le estaba atracando?

La víctima era Earl Crowe, de cincuenta y tres años; de los Glades, como pensaba Harry; Clewiston, junto al lago Okeechobee.

Más tarde le dijo a Buck Torres:

– ¿Dónde estabas anoche cuando te necesitaba? -Se refería al interrogatorio-. Tenía a todos aquellos polis confabulados contra mí.

Torres le dijo que era una investigación de homicidios y que él trabajaba en el grupo contra el crimen organizado; su actitud era más fría que la última vez que hablaron.

– Estabas nervioso, ¿no es así? -comentó Torres-. Tío, lo comprendo. Pensaste que el tipo iba a por ti.

– Venía a por mí -afirmó Harry-. Sabía mi nombre.

– Eres un tipo popular.

– Llevaba una escopeta de cañones recortados, joder, dijo que venía de parte de Jimmy Cap. Aparece de golpe y me lo dice para que lo sepa; de parte de Jimmy.

– Tú llevabas una pistola cargada -dijo Torres-. ¿Y aún hablas de intenciones?

– No conocía al tipo.

– Me han dicho que tenía antecedentes y que había cumplido condena treinta años atrás -dijo Torres-. Quizá puedas hacer un trato con el fiscal, hacer que cambien la acusación por la de homicidio sin premeditación. Si quieres puedes hablar con los federales sobre Jimmy Cap. Ayudar a tu causa, ya me entiendes. McCormick me pidió que te lo mencionara, eso es todo.

– Primero me joden -dijo Harry-, después ofrecen salvarme el culo y encima esperan que les dé las gracias. Si les digo que les contaré cosas de Jimmy, ¿entonces encontrarán la escopeta?

Torres negó con la cabeza diciendo que él nunca intervendría en una cosa así.

– Sí, caray, no tengo por qué estar en la cárcel -comentó Harry-, pero si salgo a la calle me puedo dar por muerto.

– Te protegerán -replicó Torres-, mientras tú les des algo a cambio. ¿Qué más quieres que te diga? Así son las cosas.

Después de la audiencia preliminar Harry volvió a la cárcel del condado de Dade, donde según su abogado podía estar unas seis semanas, hasta que se presentara la acusación. El lunes, tres días más tarde, una mujer de Fianzas ABC apareció en la cárcel acompañada por Joyce Patton y le dejaron en libertad tras depositar la fianza de ciento cincuenta mil dólares.

Éstos no los había pagado Joyce, qué va. En realidad Harry no conocía a nadie dispuesto a pagar el diez por ciento de esa cantidad, quince billetes en efectivo, y depositar el aval para el resto; el total que se perdería si no se presentaba el día del juicio.

– Por favor no me lo diga -dijo Harry-. Jimmy Cap puso el dinero. ¿No es así?

– ¿Qué me dice de su esposa en Palos Heights, Illinois? -replicó la mujer de Fianzas ABC.

Joyce era todo oídos.

– Mi ex -corrigió Harry-. ¿Me está diciendo que viajó hasta aquí y le dio un cheque por quince de los grandes? El día que monté mi propio negocio, dejó de cocinar, se negó a entrar en la cocina hasta que yo consiguiera un empleo de verdad. Cenamos fuera cada noche durante los nueve años siguientes. Cuando no aguanté más vivir de esa manera le di la casa, un chalé de cuatro dormitorios estilo Tudor en Palos Heights, en las afueras de Chicago, y me volví aquí.

– Todavía cenas fuera cada noche -señaló Joyce.

Buscaba pelea porque él había estado casado y no se lo había dicho.

La mujer de Fianzas ABC, rubia, de unos treinta y cinco años y que no estaba mal para ser alguien metido en ese negocio, le informó de que un hombre que se hacía llamar Tomasino Bitonti le había dado el cheque y el aval de la propiedad de Palos Heights, firmado por Teresa Ianello, que usaba otra vez el apellido de soltera.

Ahora estaba claro. Jimmy Cap le quería en la calle. Nunca habría utilizado su propio dinero, por lo tanto debía de haber enviado al Zip a intimidar a Teresa y conseguir que ella depositara la fianza. A Harry le preocupaba una cosa, ¿cómo sabía Jimmy que él tenía una ex esposa allí? Probablemente tuvieran información sobre él; sabían que era de Miami, que trabajó en el Beach en los cincuenta, se casó y se marchó a Chicago, la ciudad de Teresa, después de la investigación criminal de Kefauver en Miami. Debían de saber que volvió en el 71, sin Teresa, y que montó su negocio de apuestas, porque fue entonces cuando entraron en tratos con él.

Se lo explicó todo a Joyce mientras regresaban a la playa por la autovía MacArthur: le habló a grandes rasgos de su pasado y se interrumpió a sí mismo para decir: «No, no pueden condenarme.»

– No podré hablar con nadie en la cárcel. No tengo nada en común con ninguno de los que están allí.

– No lo entiendo -dijo Joyce-, si no has hecho nada legal en toda tu vida.

Todavía estaba enfadada por el descubrimiento de que él había tenido una esposa. Cuando llegaron al apartamento de Harry, Joyce le interrogó abiertamente sobre su ex; en qué lugar la había conocido: en el Roney Plaza, donde Teresa pasaba el invierno; cuánto tiempo habían estado casados: diez años; cómo era: una lagarta. Harry quiso saber qué importancia tenía todo esto. No habían tenido hijos y aquella parte de su vida pertenecía al pasado.

Por primera vez en más de veinte años llamó a la casa de Palos Heights y le dijo a Teresa en tono cortés:

– Te agradezco que hayas depositado la fianza. Te enviaré un cheque por los quince mil en cuanto mueva un poco de pasta. Espero sinceramente no haberte causado ningún trastorno.

Teresa Ianello respondió con una voz tan fuerte que Joyce alcanzó a oírla.

– Maldito cabrón, hijo de puta, enviaste a un gorila para que me amenazara. ¿Sabes lo que te pasaría si papá estuviera vivo? Cada noche rezo para que te encierren y tiren la llave.

– Ha sido un placer hablar contigo, Teresie -dijo Harry, y colgó. Le comentó a Joyce-: ¿Crees que podía vivir con una mujer así? Tiene una mala leche impresionante. Podría dar un curso de «cómo hinchar las pelotas» a mujeres que, por una razón u otra, no tengan el don natural de hacerlo. Toda su vida creyó que su papá estaba en el negocio de los pimientos; tuve que pedirle permiso a él para divorciarme. ¿Y sabes lo que me dijo?: «Diez años, joder, tienes mucha más paciencia de la que yo hubiera tenido.»

Загрузка...