El miércoles por la mañana, unos minutos antes de las seis, Harry recorrió el pasillo de la planta alta; los tacones de sus zapatillas de cuero golpeaban el suelo de madera y las tablas crujían. Fue desde el dormitorio principal a la habitación de Joyce. Apartó las mantas, se metió en la cama y esperó a que ella abriera los ojos. Después de un minuto, cuando ya no pudo esperar más, Harry preguntó:
– ¿Estás despierta?
Se miraron el uno al otro desde el borde de sus respectivas almohadas. Ella dijo:
– ¿Qué? -Y después-: ¿Qué pasa? -con un tono de alarma en la voz.
– Nada.
Ella cerró los ojos y al cabo de unos instantes los volvió abrir. Intercambiaron una mirada.
– ¿Todo va bien? -preguntó Joyce.
– Sí, tranquila.
– ¿Estás bien?
– Mete la mano y verás.
Harry sintió la mano que se deslizaba dentro del pantalón del pijama.
– Ah, me has traído un regalo.
– ¿Sigue ahí?
– Más o menos.
Él esperó.
– Ya revive -dijo Joyce.
– Tu toque mágico.
– Llevo aquí tres días, y ésta es la primera vez que intentas algo.
– Teníamos mucho en que pensar.
– ¿Y ahora no?
– Ahora es diferente -contestó Harry. Esta mañana se había despertado con una erección, cosa que no había pasado ayer ni anteayer, y eso ya era algo diferente.
– ¿Por qué Raylan está aquí? -le preguntó Joyce.
En el dormitorio al otro lado del pasillo, o tal vez en la planta baja, Raylan y Robert Gee se ocupaban de la seguridad, repartiéndose los turnos de guardia, inventando reglas sobre salir de la casa o encender las luces en algunas habitaciones. Harry reconocía que la presencia de Raylan también marcaba una diferencia, y lo dijo.
– No es que me agrade personalmente; no me veo convertido en su amigo. Pero te diré una cosa, sé que es uno de los buenos.
– Y los malos todavía te persiguen -señaló Joyce-. Así que las cosas no son tan diferentes.
– No, pero tengo la impresión de que puedo escoger. Si quiero puedo regresar. A menos que me haya mentido. Si tuviese un teléfono llamaría a Torres y saldría de dudas. -Harry permaneció en silencio, sintiendo la mano mágica de Joyce sobre él. Preguntó-: ¿Qué piensas? -Se refería a que si ella pensaba que estaba a punto.
– Pienso que Raylan dice la verdad -contestó ella-. No está aquí como un poli que quiere extraditarte. No tiene nada que ganar.
– Aparte de recuperar un poco de amor propio. Quizá pretende vengarse. Ya sabes que le hice quedar como un estúpido dos veces.
– Se alegró al verte -le dijo Joyce-. Me di cuenta.
– Claro que sí.
– Ya sabes a qué me refiero. No se ufanaba. Le caes bien, se alegró de llegar aquí antes que los otros tipos.
Raylan les había dado un susto de muerte la noche anterior; a punto estuvo de morir de un disparo cuando se acercó sigilosamente a la casa y se coló en el jardín. Robert Gee apuntó con la escopeta por la puerta vidriera de la biblioteca y le voló la mitad de las hojas a un naranjo. Iba a disparar otra vez cuando Raylan anunció a gritos quién era y Joyce reconoció su voz. Un conocido de Harry. El mismo agente federal visto por última vez contando historias en Joe’s Stone Crab, aparecía ahora como Papá Noel con el bolso de Joyce, su pasaporte y sus ropas, y anunciaba muy contento que las ruedas de la justicia estaban girando para retirar la acusación de asesinato que pesaba sobre Harry. Aunque según Raylan, debería a pesar de todo presentarse ante el juez.
– El tipo te trajo tus cosas -dijo Harry-, por eso te cae bien.
– Harry, pero sólo el hecho… ¿sabes a lo que me refiero? El hecho de que pensara en recoger mis cosas, con todos esos tipos vigilándole. Es lo más considerado que nunca nadie ha hecho por mí.
– ¿Ah, sí? Vaya.
Joyce exageraba un poco.
– Está acostumbrado a llevar maletas -afirmó Harry-. Es parte de su trabajo, se dedica a eso: custodias, vigilar a las personas, llevarlas de aquí para allá. En Atlanta me llevó la maleta. Estoy seguro de que podría convencerle para que trabajara para mí, comenzaría por el jardín, lo limpiaría. Aunque primero tendré que hablar con él para que te saque de aquí y te meta en un avión.
– No funcionará, Harry. Me han visto.
– Quizás haya una manera.
– ¿Recuerdas a Cyd Charisse?
– ¿La que trabajaba en el cine? Sí, la bailarina. Pero no recuerdo su aspecto.
– Porque cambiaba de aspecto cada vez que la veías -dijo Joyce-. Leí un artículo sobre ella en People cuando venía hacia aquí. Cuatro fotos de ella y en cada una parecía una persona distinta.
– Estaba casada con Tony Martin.
– Todavía lo está. La cuestión es que si fuera Cyd Charisse, podría pasar junto a ellos a plena luz del día, no tendría importancia. Parecería alguien distinto cada vez. Pero como no soy Cyd Charisse, Harry, pienso que tendremos que regresar juntos. Tú sabes que tendrás que hacerlo antes o después.
– Eso es lo que él dice, pero no pienso que a los polis o al fiscal les importe mucho. Ya nadie investiga a Jimmy Cap. Muy pronto nadie recordará cómo empezó todo esto. El año que viene algún reportero de The Miami Herald vendrá aquí a entrevistarme, a escribir una historia… «¿Qué pasó con Harry?» Espera y verás. Mientras tanto, ¿qué tal va por ahí abajo?
– Creo que estamos fracasando.
– ¿Estás segura?
Él esperó.
– No funcionará, Harry.
Él hizo una mueca.
– Mierda.
Robert Gee le dijo a Raylan:
– Ese sombrero eres tú -refiriéndose a que Raylan sabía cómo llevarlo, con la inclinación justa sobre un ojo.
Raylan le comentó a Robert Gee que anoche había estado a punto de volarle la cabeza.
– Noté la ráfaga de aire -afirmó.
Estaban en la cocina a las seis y media de la mañana, limpiando las armas: las dos pistolas que Raylan le había quitado a Nicky y al tipo italiano, sus propios revólveres, la automática Browning de Robert Gee, la escopeta de repetición Remington, y la Beretta que le había conseguido a Harry y que, según Robert Gee, éste siempre se dejaba olvidada en el asiento. Mientras trataban de conocerse mejor, hablaron del servicio militar. Raylan se enteró de que podías usar un seudónimo en la Legión Extranjera francesa, pero que enviaban las huellas digitales a la Interpol, y si estabas fichado por algún delito, te echaban. Esta comprobación se hacía en Aubagne, cerca de Marsella, antes de enviarte a Córcega para dieciséis semanas de entrenamiento básico. «Te hacen sudar la gota gorda corriendo por todo el campo.» Raylan le preguntó si era tan duro como los campos de entrenamiento de la infantería de marina, como sucedía en La chaqueta metálica y como él sabía por experiencia propia. Robert Gee dijo que era parecido sólo que peor porque te decían todas aquellas gilipolleces en francés. Los oficiales y la mayoría de los tipos eran franceses, el resto alemanes orientales, portugueses, españoles, yugoslavos, casi ningún compatriota. Dijo que ya no llevaban aquellos sombreros provistos de un pañuelo para que no te diera el sol en la nuca, ni tampoco disparaban contra los árabes. «¿Has visto Beau Geste? Ahora te preguntas por qué disparaban contra los árabes desde ese fuerte perdido en medio del desierto, por cuyos alrededores no vivía ni un alma.» Añadió que si utilizabas tu nombre verdadero y podías demostrarlo, te permitían adquirir la nacionalidad francesa cuando te licenciaban. Robert Gee les dijo que no, gracias. Había estado en el ejército norteamericano y había servido en Vietnam mientras Raylan servía en la marina en la isla de Parris como instructor de tiro. Robert Gee sirvió cinco años en la Legión Extranjera en Córcega y Jibuti mientras Raylan estaba en la academia en el sur de Georgia. Robert Gee, decidió Raylan, conocía el oficio de soldado. Pero, ¿sabía disparar?
– Mejor que la mayoría -contestó Robert Gee.
– Entonces, ¿por qué no me mataste anoche?
Hablaron de la casa, de cómo defenderla, recorrieron las habitaciones de la planta baja, estudiaron la vista desde las ventanas, los ángulos de tiro, y estuvieron de acuerdo en que era inútil. Cuatro infantes de marina o legionarios con armas automáticas quizá resistirían unos días, siempre que no pegaran ojo. Sin embargo, ellos cuatro, uno a cada lado de la casa, sin poder comunicarse, nunca lo conseguirían. Si uno de ellos caía, estaban perdidos.
El Zip traería a un montón de gente, sitiaría la casa. Amagaría un ataque por detrás y metería un coche por la puerta de delante. Había cien maneras de entrar.
– ¿Tú qué opinas? -preguntó Robert Gee.
– No tenemos elección, debemos escapar. ¿Qué hay al otro lado de Montallegro?
– Nada, caminos de cabras. Si regresaras por donde has venido, y consiguieras llegar hasta la policía, ¿qué les dirías? ¿Que estos tipos nos molestan? ¿Estos italianos con treinta millones de liras para derrochar? La policía no se moverá hasta que se cometa un asesinato. Tú lo sabes.
– Quizá la jefatura de policía de Miami Beach les haya avisado -dijo Raylan.
O quizá no.
Así que había que pensar en algo. Buscar la manera de escapar.
Mientras tanto, debían intentar que el lugar pareciera vacío. Mantener las persianas cerradas. Nada de humo saliendo por las chimeneas. Procurar que Harry no saliera.
Si no escapaban, antes de que se dieran cuenta tendrían aquí a los hombres del Zip. Llamarían a la puerta o mirarían por ahí buscando los coches, uno gris y el otro azul. No tardarían más que un par de días; por aquí arriba no abundaban las villas que un apostador rico tuviera interés en alquilar. Raylan había encontrado la casa preguntando. El Zip podía hacer lo mismo, preguntar en las agencias inmobiliarias de la ciudad, encontrar la que había atendido a Harry. No era difícil.
– Lo primero que hemos de hacer -dijo Raylan-, es conseguir otro coche. Cambiar el Fiat por otro más grande y más veloz.
– Hacernos con un Mercedes como el que tienen ellos -opinó Robert Gee-, por si quieren hacer una carrera. ¿Por qué no voy a poder hacerlo? No me conocen.
– ¿Estás seguro?
– Voy a pie a Montallegro y bajo en el funicular. Ningún problema. Alquilo el coche en Avis y regreso aquí.
– Te han visto antes -afirmó Raylan.
– ¿Cuándo? La única vez quizá fue cuando recogí a Joyce en el café. Tú estabas allí. No tuvieron ocasión de fijarse en mí hasta que ella subió al coche, y cuando quisieron mirar ya nos habíamos ido.
– Fuiste a recibir a Joyce en Milán.
– Así es, pero no vi a nadie que la siguiera. Lo comprobé para estar seguro.
– Entonces, ¿cómo es que vinieron aquí?
Esto le cortó.
– Quizá te siguieron. O la vieron subir al coche en Milán…
– Quizá. Pero eso no significa que me vieran bien -replicó Robert Gee-. Mira, voy a la ciudad, me visto de moro, vendo unos cuantos paraguas y algunas baratijas: ¿necesitas un reloj? Lo puedo hacer hoy. Consigo un Mercedes, un Lancia, un Alfa Romeo, regreso aquí por la noche y te acompaño a Milán, a Roma o a donde quieras ir. No veo la hora de dejar este empleo de guardaespaldas. Lo único que hace ese tipo es tocarme los cojones, no deja de acusarme de que le venderé. Joyce dice que es porque ha vuelto a beber, es el efecto de la bebida. Sí, bueno, no tengo por qué aguantar los insultos. Ni siquiera sé qué hago aquí. Arriesgo el culo, ¿ya cambio de qué?
– ¿No hiciste un trato con él?
– Sólo digo que el tipo me irrita.
– Si después resulta que el Zip sabe quién eres y te pone la pistola en la cabeza -preguntó Raylan-, ¿le dirías dónde está Harry?
Robert Gee frunció el entrecejo.
– Tío, ¿qué clase de pregunta es ésa?
Harry deseó que Joyce saliera de la cocina unos momentos, que fuera al lavabo o a cualquier parte para poder echarse un chorro de coñac en el café. Pero nada, ella insistía en hacer de ama de casa, tostando pan en aquel horno de aspecto medieval y sirviéndolo en la mesa que debía de ser tan vieja como la casa, una mesa de roble, larga, llena de manchas y marcas de cuchillos. Cuando Joyce dejó el plato con las tostadas delante de Raylan, el tipo sonrió como si le gustase el pan carbonizado. Por primera vez se había quitado el sombrero en presencia de Harry, que se sorprendió al ver que el tipo tenía pelo, castaño oscuro y bastante corto, con flequillo. Tomaban café con leche hervida. Harry era el único que pasaba de las tostadas y mojaba el pan en un plato con aceite de oliva. Mmmmm. Estaba de buen humor, a pesar de no haber podido follar esta mañana, pero pronto lo haría.
– El café no está mal, ¿verdad?
Ambos asintieron.
– ¿Dónde está él ahora?
Los dos volvieron a mirarle.
– Robert Gee. Mi cocinero.
– Está vigilando la carretera -contestó Raylan-. Tenemos que turnarnos hasta que nos vayamos.
Algo que todavía no habían discutido: marcharse. Harry todavía no había decidido cómo reaccionar ante esa idea.
– ¿Estáis seguros de que no se ha largado?
Ninguno de los dos dijo nada. Robert les caía bien y confiaban en él.
– ¿Y si les dice dónde estoy para salvar el pellejo? -añadió Harry-. ¿O si le ofrecen más dinero?
– ¿Y por qué no cualquiera de nosotros? -preguntó Joyce-. Da gusto estar contigo. No ha sido una buena idea, Harry.
– ¿El qué?
– Venir a Italia. ¿Sabes dónde tendrías que haberte retirado? En Las Vegas, es más tu estilo.
Harry miró a Raylan.
– Durante casi toda mi vida -dijo- en lo único que pensé fue en venir aquí algún día. Ahorré dinero, lo planeé durante cuarenta y siete años… ¿Lo sabía?
– Me lo dijo en Atlanta -contestó Raylan-. En aquel entonces hacía cuarenta años que pensaba en ello.
– Pero mi amiga aquí presente, después de pensarlo un poco, ¿cuánto, un par de minutos?, dice que fue una mala idea, que tendría que estar en Las Vegas.
– O quedarte en casa y jubilarte -insistió Joyce-. Tú eres de Miami Beach, Harry. Creo que ya lo echas de menos. -Joyce se dirigió a Raylan-. ¿Sabe lo que hace? Escucha las grabaciones de los que llaman para hacer sus apuestas. ¿Sabe a qué me refiero? Escucha llamadas telefónicas que grabó.
– Sólo escuché la cinta una vez -se defendió Harry, mientras Joyce se levantaba de la mesa-, nada más, y dio la casualidad de que tú la oíste.
– ¿Dónde la tiene, Harry?
– En el dormitorio. Ni siquiera sé por qué la metí en la maleta. Robert tiene un radiocasete…
En cuanto Joyce salió de la cocina, Harry se puso en pie de un salto, se metió en la despensa y salió con una botella de Galliano. Se tomó un trago directamente de la botella, sin mezclarlo con el café, y si ella protestaba él le diría que ésta era su casa y que si no le gustaba… Pero ella no diría nada. Al menos ahora, o nunca si él tomaba sólo un trago, dos como máximo. Le ofreció la botella a Raylan que dijo no con la cabeza.
– Lo probé anoche. Sabe a medicina.
– Porque te cura -afirmó Harry. Cogió del fregadero una copa que llevó a la mesa junto con la botella alta y esbelta de licor amarillo. No dejaba de moverse y de hablar.
– Dice que no podemos defender este lugar. ¿Por qué?
Se sirvió una copa casi llena. Se tomó un buen trago.
– Porque la casa es demasiado grande.
Harry sintió el dulce calorcillo del alcohol en el estómago.
– Usted sabe lo que debe hacer. Me sentiría mejor si Joyce no estuviera aquí. La invité a venir y mire a quién me ha traído. -Harry sonrió.
Raylan no le correspondió. Se le veía serio incluso sin el sombrero.
– No tienen nada contra ella, contra usted o contra Robert. -Harry se encogió de hombros-. Yo soy al único que buscan.
– Si entran aquí -señaló Raylan-, no dejarán a nadie para que cuente lo ocurrido.
Harry bebió otro trago de Galliano.
– Por si no lo recuerda, en dos ocasiones anteriores unos tipos quisieron matarme y me los cargué a los dos. Lo digo sin ánimo de presumir, o por si piensa que no tengo experiencia. Y yo le pregunto, dado que usted pasa por ser experto en estos temas, ¿cuándo fue la última vez que disparó contra alguien?
– Ayer -respondió Raylan.
Joyce apareció con el radiocasete, la cinta colocada. Lo conectó a un enchufe que había sobre la encimera y lo puso en marcha mirando a Raylan y después a la botella de Galliano sobre la mesa. No miró a Harry.
«-Hola, ¿Mike? Uno de los ausentes. Soy Jerry.
»-¿Cómo te va, Jerry?
»-Bien. ¿Cómo van los Saints?
»-¿Nueva Orleans? Siete.
»-¿Y los Forty-niners?
»-Cuatro.
»-Vale, dame los Saints y los Forty-niners.
»-¿Niners y Nueva Orleans diez veces inversa?
»-Correcto.»
– La diversión de Harry -dijo Joyce. Raylan preguntó quién era Mike y Joyce le contestó que era uno de los planilleros de Harry. Se oyó la voz de otro.
«-Mike, Al, de South Miami.
»-Sí, adelante, Al.
»-Los Bears diez veces, los Giants quince veces. Vale, después dame los Eagles, Bears y Steelers, nueve dólares redondos, apuesta veintisiete dólares. Vale, también los Oilers cinco veces y los Cowboys cinco veces.
»-Apuntado.
»-Tampa Bay cuatro veces.
»-Sí.
»-Los Falcons, los Eagles y los Broncos, nueve dólares redondos.
»-Vale.»
Silencio.
«-Mike, soy Billy. ¿Demasiado temprano?
»-No. ¿Cuál quieres, muchacho?
»-Billy Marshall -dijo Harry-, trabaja para el Herald.
»-Niners menos cuatro ocho veces. Detroit menos tres cuarenta veces.
»-Apuntado.
»-Y Nueva Orleans menos siete diez veces si Denver va a diez veces. ¿Tienes una cifra para mí?»
– Me pregunta cuánto debe hasta la fecha -le aclaró Harry.
«-Espera un segundo. Sí, ¿Billy? Cinco cincuenta.
»-Te veré durante la semana.
»-Vale, tienes los Niners cuarenta veces, Detroit cuarenta veces y los Saints diez si Denver diez.
»-Correcto. Buenos días, Mike.
»-Hola.
»-Mike, Joe Deuce.
»-Sí, Joe.
»-Dame los Lions y los Forty-niners veinte veces inversa, Bears diez centavos, Chargers diez centavos, Giants cinco veces, Nueva Inglaterra diez veces y los Browns veinte. Mike, te volveré a llamar.
»-Hola.
»-Mike, soy Mitch.
»-¿Cómo estás?
»-Mitchell.
»-Sí, sé quién eres. Adelante.»
– Es un abogado -dijo Harry-, en Broward.
«-Quiero una apuesta de treinta dólares.»-¿Sí?
»-¿Cómo van los Oilers?
»-Houston, quince.
»-¿Los Saints?
»-Siete.
»-¿Siete?
»-Sí, ¿qué quieres?
»-Ya te lo dije. Una apuesta de treinta dólares.
»-¿A quién?
»-¿Qué?»
– Maldito abogado -exclamó Harry.
«-¿A quién apuestas?
»-A los dos, a los Oilers y a los Saints.»
– Ya es suficiente -dijo Harry-, apágalo. La misma mierda una y otra vez. ¿Tú crees que quiero volver a esto?
– Ahora mismo -respondió Joyce.
– Vale, así es como están las cosas. Tenemos que marcharnos, ¿no? -dijo Robert Gee.
Raylan asintió al ver que nadie pensaba decir nada.
– Y cuanto antes nos vayamos -añadió Robert Gee-, mejor. Antes de que vengan a buscarnos.
Habían acudido a la sala principal en respuesta a la llamada de Robert Gee, que mantenía la guardia junto a la ventana. Eran casi las once.
– Vale. Ahora mismo voy a buscar el coche, y no se hable más -dijo el negro-. Si no, renuncio, me voy de aquí, y podéis hacer lo que queráis. Ya lo dije antes, no quiero estar aquí cuando vengan, y tampoco tendríais que estar vosotros. Así que decídmelo ahora.
– ¿Quieres cobrar antes de marcharte?
Raylan vio que Joyce movía la cabeza con una expresión de cansancio, para después apretar las mandíbulas.
– Harry… -dijo Joyce.
Mientras Robert contestaba:
– Sí, quiero mi paga. ¿Por qué no? No trabajo gratis.
– Lo sé -señaló Harry-. Vendes tus servicios.
– Harry, maldita sea -comenzó a protestar Joyce.
Él la interrumpió con una mirada inocente.
– ¿Qué? Quiero pagarle a Robert lo que le debo y darle la tarjeta de crédito. Yo pago el coche, ¿no es así?
Joyce pareció dispuesta a reñirle otra vez, pero no dijo nada. Robert Gee tampoco abrió la boca hasta que Harry le dio el dinero y le preguntó:
– ¿En paz?
– Sí -dijo Robert Gee.
– Y no te olvides de devolvérmela -añadió Harry, dándole la tarjeta de crédito.
Después de esto, Robert Gee no le prestó más atención, como si estuviese hasta las narices de Harry y deseando irse. Tocó el brazo de Joyce y le dijo algo que Raylan no oyó. A continuación miró a Raylan y asintió. Harry dijo:
– ¿Puedo preguntar a qué hora estarás de regreso?
Raylan pensó que Robert Gee no le contestaría, y no lo hizo hasta que salió por la puerta.
– Al anochecer.
Joyce volvió a meterse con él, diciéndole que estaba loco, y Harry adoptó de nuevo una expresión sorprendida, inocente.
– ¿Qué he hecho?
– Cabrearle de esa manera.
Raylan intervino en la discusión.
– No es manera de tratar a un hombre que le va a ayudar.
– Si Robert se larga, no le culpo -afirmó Joyce.
A Harry no pareció importarle lo que decían. Se acercó a la ventana sur de la sala, desde donde había una buena vista, se arrimó a los cristales y miró al oeste, a la campiña verde que iba descendiendo a partir de la villa. Sin mirarles preguntó:
– ¿Les hablé de Ezra Pound y su esposa, que vivían con la amante de él, Olga Rudge? En Sant’ Ambrogio, por aquel lado. Los alemanes les echaron de su apartamento y no tenían a dónde ir, ni dinero. Él sólo tenía las trescientas cincuenta liras que le dieron por sus charlas radiofónicas… las que le metieron en líos. Afirmó que en éstas criticaba a Roosevelt y a Truman, pero que no eran profascistas. Sin embargo pensaba que Mussolini era un buen tipo. Cuando a Mussolini y a su amiga, Clara Petacci, los colgaron de los pies en Milán, Ezra Pound dijo en un poema que era «la enorme tragedia del sueño que se derrumbaba en los hombros cansados de los campesinos». Pero, ¿se imaginan a un hombre viviendo con su mujer y su amante? Los tres juntos durante casi un año, hasta que nuestro ejército pasó por aquí camino de Génova. Ezra Pound fue a Rapallo en busca de un oficial, para entregarse u ofrecer sus servicios, no lo tengo muy claro. No encontró a nadie que supiese quién era él, o a quien le importara. Un soldado negro intentó venderle una bicicleta. -Harry se apartó de la ventana. Raylan y Joyce le miraron-. Al día siguiente, los partisanos le cogieron y le entregaron al ejército. Cuando yo le vi, le habían arrestado por traición, por dar consuelo al enemigo, y le tenían encerrado en una celda.
– Y por eso estamos aquí -dijo Joyce-. ¿Te lo puedes creer?