Gloria le oyó gruñir y lanzar una exclamación ahogada, soltando todo el aire como si esa operación le resultara muy dolorosa. Después la panza del hombre se derrumbó sobre las caderas de Gloria, sobre los riñones. Gloria estaba a cuatro patas en la cama enorme -la única manera en que podían hacerlo- y aterrada porque si le cedían los brazos mientras Jimmy seguía encima de ella, se asfixiaría debajo de la mole de carne y él no se enteraría de que estaba muerta hasta que se apartara, si es que lo hacía. Dijo:
– Oh, Dios, no, por favor. -Rogó-: Cariño, no te duermas encima mío, ¿vale? -Le temblaban los brazos, perdía fuerzas. Repitió-: Cariño. -Y le gritó a la almohada-: ¡Coño, te quieres quitar de encima de una vez!
Funcionó. El se desplomó sobre la cama y ella gateó por el colchón hundido para escapar del lecho. Se dirigió al baño arqueando la espalda, moviendo la cabeza de un hombro a otro, después de superar otra experiencia de alto riesgo para su vida: la siesta con Jimmy Cap. Quizá no habría muchas más. Quería darse una ducha y lavarse la cabeza, pero debía apresurarse porque tenía una cita con el Zip dentro de media hora.
Gloria volvió a la cama con un vaso de agua para Jimmy, parte del ritual. Después él esnifaría unas cuantas rayas y querría hacer otra vez el amor. Se puso a toda prisa las bragas.
– ¿Qué haces?
– Me visto -contestó Gloria y cogió los pantalones cortos blancos de la silla.
– Quiero hablar contigo. Pedirte consejo sobre un asunto.
– La última vez que te dije lo que pensaba, tú contestaste: «¿Quién coño te ha preguntado?»
– Porque aquella vez no te pregunté, ¿vale?, ahora sí. ¿Ves la diferencia?
– ¿Qué quieres saber? -preguntó Gloria acabando de ponerse los pantalones.
– ¿A dónde vas?
– Le prometí a mi madre que iría a verla.
– Dime lo que piensas de Joe Macho.
– ¿Nicky? ¿Qué quieres decir, lo que pienso de él?
– Es un bocazas o ¿qué?
– ¿Cómo voy a saberlo?
– ¿Qué dice de Tommy?
– Poca cosa. No le gusta. Y menos que antes, desde que regresaron.
– Ya sabes cómo le llama Nicky: el Zip. Ayer estuvimos hablando en el jacuzzi.
– Yo estaba presente.
– Ya lo sé. Nicky dice que Tommy dice cosas sobre mí. ¿Le has oído alguna vez?
– ¿A quién, a Tommy? No creo.
– ¿Nunca hablas con él?
– Casi nunca.
– Ya escuchaste a Nicky, dice que debo vigilarle. Dice que si le doy a Tommy el negocio de las apuestas, ¿qué pedirá después?
– ¿Sí? -dijo Gloria poniéndose una camiseta negra.
– Dice que para qué le necesito.
– ¿Te refieres a despedirlo?
Jimmy Cap le sonrió. Casi nunca sonreía y Gloria se sorprendió.
– No, no se refiere a despedirlo, él se refiere a despacharlo, sacarle de aquí, deshacerse de él. Por mi propio bien.
– ¿Sí?
– Nicky quiere hacerlo, quiere despacharlo. Sabes, esta palabra ya apenas se utilizaba, hasta que leí que John Gotti la emplea continuamente. O la empleaba, «Despáchenlo», y se hizo popular otra vez.
Gloria miró las plantas de los pies de Jimmy Cap, su barriga que se elevaba sobre la colcha blanca que cubría la cama, y, asomando por detrás de la barriga, su cabeza apoyada en las almohadas.
– ¿Nicky habla en serio?
– Lo hace de vez en cuando.
– No me lo imagino haciendo todo eso.
– Yo tampoco. Nicky sirve más para estar en casa, ir a buscar una pizza, cargar las maletas. La cuestión es -dijo Jimmy-, que no tengo a nadie ahora mismo, aparte de Tommy, que sirva para nada. No sé por qué, pero ya no se encuentran tipos como los de antes. Me refiero a tipos blancos que quieran hacer esa clase de trabajo. Latinos y negros, mierda, todos los que quieras. Es como en el deporte profesional, ¿lo sabías? Lo mismo.
Jimmy volvió a sonreírle.
– ¿Alguna vez has pensado en esa clase de trabajo?
– ¿Qué?
– Despachar tipos. Se gana un buen dinero.
Raylan fue a la casa de Jimmy Cap en un Jaguar confiscado; se detuvo delante de la verja en Pine Tree Drive y apretó el botón del portero automático instalado en el pilar de piedra. Una voz que sonaba como una grabación dijo: «Diga su nombre y el motivo de su visita.»
Raylan contestó:
– Soy Raylan Givens, agente federal delegado. Tengo un asunto de carácter confidencial que tratar con el señor Capotorto. Le agradecería que abriera la verja para no tener que echarla abajo con el coche.
Pasaron cinco minutos antes de que se abriera la verja. Enfiló un camino bordeado de cocoteros y helechos, y llegó a su modelo de casa favorito: un rancho color marrón con acabados de madera y tejado de tejas rojas. Un tipo le hizo pasar. Raylan miró a su alrededor, oyó el ruido de pasos en el suelo de ladrillos, y allí estaban Nicky y una muchacha rubia con una camiseta negra. Nicky le dijo algo a la joven.
Raylan vio que ella le miraba, una chica bonita que le observaba con descaro. Luego la joven se marchó. Nicky le dijo al tipo que había abierto la puerta:
– Yo me encargo, Jack -y le hizo un gesto a Raylan para que le siguiera.
Cruzaron el vestíbulo y salieron a una galería descubierta con muebles blancos, junto al patio y la piscina. Jimmy Cap, envuelto en un albornoz blanco, ocupaba la mitad del sofá donde estaba sentado.
– ¿Quiere que le cachee? -preguntó Nicky.
Raylan no pudo contener la sonrisa. Esperó mientras Nicky le registraba.
– Así que usted es el vaquero.
– Pertenezco a la oficina del sheriff -dijo Raylan, tocándose el ala del sombrero-, pero en este momento, actúo por mi cuenta.
– Y quiere decirme algo. Adelante, siéntese.
– Es un asunto privado -dijo Raylan, acomodándose en una silla blanca-. ¿No le importa que hable delante del chico?
– ¿De qué se trata?
– Harry Arno.
– Adelante, no me importa.
Raylan era consciente de la presencia de Nicky a su derecha, pero mantuvo la atención centrada en Jimmy.
– Quiero que deje en paz a Harry -manifestó Raylan-. Llame a sus perros de vuelta. Si alguien le toca, le consideraré a usted responsable y me convertiré en su pesadilla.
Jimmy le miró mientras pensaba.
Raylan hubiera querido ver qué expresión adoptaba Nicky, pero decidió seguir centrándose en Jimmy.
Por fin, Cap preguntó:
– ¿Está fuera de servicio?
– En este momento, sí. Toque a Harry y se convertirá en el trabajo de mi vida.
Le resultaba fácil conversar con él: Jimmy no intentaba impresionarle.
– No sé por qué cuida de Harry; tampoco me importa. Lo que haré es proponerle un trato. Usted me quita de encima a alguien que no necesito y Harry ya no tendrá que preocuparse de nada; si quiere podrá volver al trabajo, llevar su negocio de apuestas.
– ¿Hablamos del Zip? -preguntó Raylan-. ¿No le necesita?
– El mismo, Tommy Bucks.
– Que se lo quite de enmedio, ¿cómo?
– No me importa con tal de no volverle a ver. Cuando él desaparezca, Harry no tendrá que preocuparse más. Le doy mi palabra. ¿Qué me dice? ¿Tiene que pensarlo o qué?
– ¿Dónde vive? -preguntó Raylan.
Jimmy miró a Nicky.
– ¿Qué pasa contigo?
– Nada.
Raylan pensó que Nicky estaba furioso, o que estaba de morros.
– ¿Tommy todavía vive en el Esther?
– Que yo sepa, sí -respondió Nicky.
– Si no estás seguro, averígualo -dijo Jimmy.
– Estoy seguro. -Miró a Jimmy a la cara mientras añadía-: Sé que Gloria quedó en encontrarse con él allí, así que probablemente es donde vive.
– ¿Encontrarse con él para qué? -El tono de Jimmy era otro.
– No dio más explicaciones; quizá para tomar una copa. No lo sé.
Raylan se levantó. No le interesaba escuchar a estos dos picándose el uno al otro. Jimmy volvió a mirarle.
– ¿No se quita ese sombrero cuando entra en una casa?
Al parecer le molestaba que Gloria le hiciera el salto, y buscaba con quien desahogarse.
– Estar en su casa no tiene nada que ver -contestó Raylan-. Mi sombrero sigue donde está porque no me lo quito delante de gente como usted. -Miró a Nicky antes de irse-. ¿Has dicho el hotel Esther? ¿Ocean Drive y la Catorce?
– Por allí -dijo Nicky, encogiéndose de hombros.
– Gracias.
Sabía dónde quedaba: una manzana más arriba de la calle donde vivía Harry.
– Tengo otra palabra para ti -le dijo el Zip a Gloria-. ¿Ves a aquel tipo? El que lleva pantalones cortos. Se cree todo un guaperas.
Pasaba delante de ellos con un top y pantalones cortos muy ceñidos.
– Bonitas cachas -comentó Gloria.
– La palabra es frocio, marica.
– Frocio -repitió Gloria, con su acento-. Hay otra que te quiero preguntar. ¿Cómo se dice que te jodan?
– Se dice va fa in culo.
Gloria lo intentó.
– Cuando se lo oía decir a algunos tipos, pensaba que decían «felpudo».
– Sí, suena parecido.
La camarera les sirvió el té helado y Gloria le dijo: Va fa’n culo como si le diera las gracias. Después se dirigió al Zip:
– Si quieres ver frocios en cantidad, tienes que ir al Warsaw Ballroom en Collins. Los normales van a Egoiste, pero el Warsaw es más divertido. -Bebió un trago de té helado-. Estamos un poco al norte de donde está la marcha, Tommy -añadió mirando las mesas en la terraza y en la acera delante del Esther: todos eran turistas, pero no había ni un solo pijo de Nueva York-. Esto es un muermo.
Al llegar, Gloria se había acercado a Tommy, el Zip, sentado con su americana de seda blanca y la camisa de seda negra con el cuello desabrochado, y le dijo:
– Eh, parecemos mellizos. -Los dos iban vestidos de blanco y negro.
– Vale, dime lo que pasa -dijo él ahora.
– ¿Qué me das a cambio? -preguntó Gloria mirándole por encima del borde del vaso.
– ¿Te refieres a si no me lo dices? ¿Qué te haré? Déjame ver.
– Nicky quiere quitarte del medio.
– ¿Estás de broma? ¿Te lo dijo él?
– Se lo dijo a Jimmy y Jimmy me lo dijo a mí.
– Nicky es un capullo. Aunque me pasara toda la noche con él en un lugar desierto dándole la espalda, no se atrevería. Creo que es un frocio. A ti te folla para que no pienses que es marica y se lo digas a Jimmy.
– ¿Quién dice que me folla?
– Yo lo digo.
– Ya le gustaría. -Gloria negó con la cabeza-. Tengo que aguantar a un tipo que pesa casi ciento cincuenta kilos. ¿Te lo imaginas?
– ¿Cómo lo hacéis?
– Como los perros. Tío, es un trabajo agotador. Buena queda una como para tener que complacer además a un capullo que es puro músculo. Esos tipos, los culturistas, siempre te están levantando, hacen flexiones, se miran a sí mismos… No quieren follar a menos que sea delante de un espejo. Lo que necesito es un tipo normal -comentó Gloria mirando al Zip.
– Cuando tenga un poco de tiempo te daré lo que necesitas -le prometió el Zip-. Lo que quiero es que me ayudes a matar a un tipo. No me refiero a que tú lo hagas, eso es cosa mía. Pero puedes ayudarme.
Gloria no estaba muy segura de querer hacerlo. Frunció el ceño mientras le preguntaba:
– ¿Cómo?
– Verás, lo que haré será llamar al tipo en cuestión y decirle que quiero hablar con él, zanjar de una vez nuestra disputa, un malentendido. Pensará que es una trampa y acertará, eso es lo que preparo. Así que debo conseguir que confíe en mí.
– ¿Cómo lo harás?
– Le diré que escoja el lugar de la cita, un local público, un restaurante, con mucha gente alrededor, así que pensará: «Vale, allí no me puede hacer nada.» Y es allí donde lo haré. Le reviento, me levanto y me voy.
– Pero la gente te verá -señaló Gloria, inclinada sobre la mesa.
– ¿Sí, qué verán? Pregúntales, todos ven cosas diferentes. Sólo un par de testigos como mucho. Cuanta más gente menos problemas.
– Jimmy se volverá loco. Ya te tiene pánico.
– ¿Ah, sí? -exclamó el Zip.
– Ya lo sabes -replicó Gloria, sin dejar de mirarle con un brillo de excitación en los ojos azules-. ¿Me dejarás mirar cómo lo haces?
– Claro, tú estarás allí.
– ¿Qué quieres que haga?
Raylan les vio mientras cruzaba Ocean Drive en dirección al hotel Esther: tres pisos de esquinas redondas art déco, crema y azul; todas las mesas ocupadas y ellos dos en una para cuatro en la galería, a cubierto del sol; la muchacha se inclinaba sobre la mesa para acercarse al Zip y escuchar lo que éste decía. Raylan subió los dos escalones hasta la galería que el hotel llamaba «El cenador», y se acercó a la mesa. El Zip dejó de hablar y le miró. Raylan se detuvo junto a una de las sillas vacías y saludó a la muchacha tocándose el ala del sombrero.
– Señorita, ¿se llama usted Gloria Ayres?
– Sí -respondió ella, sorprendida.
– Quiero que sea testigo de lo que voy a decirle a este tipo. ¿Lo hará? -preguntó Raylan.
– ¿Es de verdad? -le preguntó Gloria al Zip, incrédula.
– Escucha lo que quiere decir -contestó el Zip, sin dejar de mirar a Raylan-. ¿Es un asunto oficial? ¿Traes alguna orden judicial?
– Es cosa mía, como la última vez.
El Zip permaneció en silencio, quizás intentaba adivinar qué se traía Raylan entre manos. Parecía intrigado. Por fin dijo:
– Vale. ¿Qué quieres decirme?
– Éste es el trato -dijo Raylan-. Te doy veinticuatro horas para que salgas del condado y no vuelvas nunca más. -Raylan miró su reloj-. Eso significa que tienes hasta… las dos y cuarto de mañana por la tarde para desaparecer. Si te veo por aquí después de esa hora, dispararé contra ti sin previo aviso. ¿Alguna pregunta?
El Zip escuchó a Raylan sin hacer ni un gesto.
– ¿De qué coño hablas?
– ¿Ésa es tu pregunta?
– ¿Crees que puedes obligarme a marchar?
– Es cosa tuya -contestó Raylan-. Te vas por tu propia voluntad. Si prefieres quedarte, iré a por ti con un arma. No te avisaré, aunque dudo que te dispare por la espalda. Tampoco me detendrá el que vayas desarmado. Recuerdo que Robert Gee no llevaba armas.
– Espere un momento -intervino Gloria, mirando al Zip y después a Raylan-. ¿Usted no es un poli?
– Agente federal delegado de Estados Unidos.
– Caray, no puede matar a un tipo así por la cara.
– Él puede -replicó Raylan.
Gloria le miró asombrada.
– Él puede -repitió Raylan-. ¿No es cierto?
Gloria no contestó.
– Por lo tanto pensé, vale, jugaremos según sus reglas. -Raylan miró al Zip, con su atuendo deportivo blanco y negro-. Tienes hasta mañana por la tarde. A las dos y cuarto.