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Quizás él le confesaría algún día que durante todo el viaje de regreso a través del Atlántico había pensado en ella, impaciente por volver a verla, cuánto había deseado besarla cuando ella se fue con Harry, y cómo todavía lo deseaba, aunque no sabía si debía hacerlo. Pensaba: ¿Y si había interpretado mal su mirada? ¿Qué haría si ella le tomaba por un estúpido? ¿Y si a ella todavía le gustaba Harry, aunque él podía ser su padre? Cosas así. ¿Y si después de haber pasado por Inmigración y la Aduana mostrando la estrella, ella no estaba en casa?

Pero estaba. Y por la manera en que se besaron en la oscuridad de la entrada y después en el interior de la casa, como si no pudieran saciarse el uno del otro, Raylan se preguntó por qué había tenido tantas dudas. Quizá se lo comentaría a ella más tarde, le confesaría sus sentimientos. Sin embargo tenía que decirle antes otras cosas.

Primero lo de Robert Gee.


– El Zip dijo: «Mátalo», y el tipo joven, Nicky, dijo: «¿Ahora mismo?» Pienso que quería hacerlo, pero no podía, ya sabes, hacerlo así; no estaba preparado. Así que el Zip le mató. Por la forma en que lo hizo supongo que él no necesitaba prepararse. Sencillamente desvió la mirada, disparó dos veces contra Robert en el pecho, volvió a apuntarme con la pistola y preguntó: «¿A dónde han ido?» Le respondí lo mismo de antes. Os habíais ido, así que no tenía motivos para mentirle. Pienso que comprendió que le decía la verdad y eso le detuvo. Entonces el tipo joven, Nicky, dijo: «Este es mío.» Refiriéndose a mí. El Zip se mostró sorprendido. Comentó que Nicky ya había dicho antes que iba a matarme y no lo había hecho. El Zip dijo: «Ahora sí quieres hacerlo, ¿no? Ahora que no tiene un arma. ¿Qué pasa si le doy la mía? ¿Crees que le matarás?» Lo ves, el Zip no le tenía ningún respeto a Nicky, así que no le dejó matarme.

– Pero si Nicky hubiese matado a Robert cuando él se lo dijo… -opinó Joyce.

– Entonces hubiese sido otra cosa.

– ¿Y te dejaron marchar sin más?

– Pienso que el Zip quería demostrarme que tenía poder sobre mí, que podía matar a un hombre delante de mis narices y dejarme ir, y yo no podía hacer nada al respecto. Salieron del cuarto. Yo no sabía qué iba a pasar. Examiné a Robert, no tenía pulso. Recorrí el vestíbulo llamando a todas las puertas, pero nadie abrió. Hasta que salí a la calle no estuve seguro de que me habían dejado ir.

Fui a una comisaría, me identifiqué, y les dije que habían matado a un hombre. Tardaron una hora en decidir que quizá no mentía, pero entonces llamaron a Washington, D.C., para pedir una confirmación. Así que cuando volvimos al edificio, los tipos del Zip seguían por allí, pero el cadáver de Robert, tal como yo suponía, ya no estaba. Le dije a la policía que no se preocuparan, que arreglaríamos el asunto cuando regresáramos a casa.

– Pero no puedes acusarle aquí de ello -señaló Joyce, sorprendida.

– No, no puedo.

Ella le miró por unos momentos.

– No te conozco, ¿verdad?


¿Qué le podía contar? Se pusieron cómodos, prepararon unas copas, encendieron una lámpara.

– Crecí en los campos de carbón -dijo Raylan-, mascaba tabaco cuando tenía doce años. Fui al instituto Evarts, jugaba a fútbol, nuestro gran rival era el Harlan Green Dragons. ¿Qué más quieres saber? Trabajé en las galerías, en las minas salvajes, las abandonadas, donde te metes a rascar el carbón que pueda quedar, y en las de cielo abierto. En las explotaciones a cielo abierto -le explicó Raylan-, se corta la cumbre de una colina para extraer el carbón, de modo que todo el terreno queda arrasado. Mi madre se puso firme, no me dejó trabajar más con esa gente. Veamos, formé parte de los piquetes durante un año cuando hicimos la huelga en Duke Power. Aprendí lo que eran los matones de la compañía. Durante aquella época, mi padre murió de silicosis e hipertensión. Mi madre dijo: «Se acabó.» A su hermano le mataron durante una huelga. Cogimos las cosas y nos fuimos a Detroit, Michigan. Entré en la universidad de Wayne, me gradué e ingresé en la oficina del sheriff. ¿Qué más quieres saber?


– Dos chicos. Al primero le quería poner Hank y al segundo George, por Hank Williams y George Jones, mis cantantes favoritos. Estuvimos de acuerdo en que si nacía niño, yo elegiría el nombre, y si era niña, entonces le tocaba a Winona. Pero cuando nacieron los niños, Winona se salió con la suya, como siempre, y les llamó Ricky y Randy. En casa, yo iba a la misma iglesia en la que George Jones aprendió a cantar. La Asamblea de Dios. Me refiero a que era la misma congregación. Su iglesia estaba en el este de Tejas, y la mía en el este de Kentucky. Winona, si nacía niña, iba a llamarla Piper, Tammy, o Loretta. Su canción favorita era una que cantaba Loretta Lynn: Don’t Come Home From Drinkin’ With Lovin’ On Your Mind. (No vengas a casa después de beber pensando en hacer el amor.) No sé por qué, fue algo que nunca hice.

– ¿Sabes qué pasa cuando escuchas una canción country al revés? Recuperas la novia y el camión, no vuelves a estar borracho y el perro resucita -dijo Joyce-. Nací en Nashville.


Él quiso saber por qué no se lo había dicho y le preguntó si alguna vez había estado en el Ryman Auditorium o en el Tootsie’s Orchid Lounge. Era importante para él. Joyce lamentó decirle que se habían mudado cuando ella tenía dos años: primero a Dallas, después a Oklahoma City, posteriormente a Little Rock y por último aquí. Dijo que su padre vendía coches, de toda clase, y bebía; su madre fumaba y jugaba a las cartas. Los dos habían muerto.

Raylan le preguntó si era religiosa. Joyce contestó que hasta el momento le iba bien y no había sentido la necesidad.

– ¿Vamos a contárnoslo todo la primera vez que nos sentamos sin tener que mirar por la ventana esperando a que ocurra algo terrible? -preguntó Joyce-. Supongo que en el fondo seguimos esperando, pero nos tomamos un respiro para decirnos cosas ¿no es así? Intentamos recuperar el tiempo perdido. ¿Quieres saber cuál es mi color favorito? ¿Las verduras que odio? No como tomates estofados. Me gusta la música rock que no sea heavy metal. El momento culminante de mi vida ocurrió hace casi veinticinco años: fui a Woodstock. Estuve allí con toda aquella gente bajo la lluvia, el barro, sin nada que comer, y en aquel momento no me pareció muy divertido. Me casé una vez, ya lo sabes. Patton es mi apellido de soltera, nunca renuncié a él. Fui tres años a la universidad de Miami, me licencié en psicología, y trabajé tres años de stripteaser en locales de Miami, pero en ningún tugurio. Nunca me quité el tanga, ni actué en fiestas privadas, ni consumí drogas o me quedé preñada o tuve un aborto. ¿Qué más quieres saber?

Reinó el silencio hasta que Raylan preguntó:

– ¿Por qué estás enfadada? -Le tocó el rostro, apoyando la palma de la mano con mucha suavidad sobre su mejilla.


– ¿Has oído eso? -preguntó Harry.

– Desde luego -contestó Joyce-. Me has roto el tímpano.

– Se me cayó el maldito teléfono.

– ¿Estás bien?

– ¿Si estoy bien?

– No es una pregunta difícil de contestar, Harry.

– ¿Te refieres aparte de estar encerrado aquí, sin saber lo que puede pasarme o cuándo? Sí, fenomenal. ¿Cómo te va a ti?

– Estoy preocupada por ti.

– No me digas. Torres dijo que estabas preocupada por Raylan, pero no sabía si estabas preocupada por mí o no.

– Ya tratamos ese tema la última vez que hablamos.

– ¿Lo hicimos? Ven a casa y hazme compañía, disipa mis aprensiones.

– Harry, has vuelto a la bebida. Eso es lo que me preocupa. Estás otra vez como al principio.

– Ven a verme y no beberé más.

– Actúas como un niño.

– Ven y creceré, lo verás con tus propios ojos. Comienzo a sentirme cachondo.

– No iré, Harry.

– ¿Por qué no?

– Estoy en la cama.

– Son sólo… ni siquiera son las diez.

– Estoy cansada. ¿Por qué no hablamos mañana?

– Raylan ha vuelto -dijo Harry. Hizo una pausa y Joyce permaneció en silencio-. Pensé que te interesaría saberlo. Me llamó Torres, preguntó en Inmigración en el aeropuerto. Así se enteró del regreso del Zip. Le dijeron que Raylan Givens llegó a las seis en un vuelo de British Airways. Así que lo consiguió. Lo sabía; me buscan a mí, no a él. -Harry hizo otra pausa-. Me dio su número cuando me custodiaba. Dijo que si tenía la más mínima sospecha de que algo iba mal, le llamara. Incluso si había otro federal en el vestíbulo. Me pareció extraño.

– Harry, hablaremos mañana, ¿vale?

– Tú no sabes nada de él, ¿verdad?

– ¿De Raylan? -replicó Joyce, acostada de espaldas mirando al techo.

– Le hice caso, regresé a casa y ¿cómo estoy? Peor que antes -protestó Harry-. No tendría que haber dejado que me convenciera.

– No lo hizo. No tenías elección.

– Podría haber ido a otra parte. A África, a la Riviera francesa, a París.

– Harry, te llamaré mañana.

– ¿Lo prometes? ¿A qué hora?

– No lo sé, por la mañana. Buenas noches, Harry. -Joyce colgó el auricular y se volvió para mirar a Raylan que la observaba con la cabeza apoyada en la almohada.


– ¿Por qué no le dije que estabas aquí?

– Te da pena. Está solo, tiene miedo.

– Se hace daño a sí mismo.

– No todo es culpa suya.

– Lo utiliza como una excusa para beber. Estar encerrado en su casa, sin saber lo que va a pasar. La policía no le va a ayudar.

– Ya le oí. ¿Quieres ir a verle?

– Mañana.

– Me echa a mí la culpa, ¿no?

– Está bebido.

– Sí, pero tiene parte de razón. Hacerle volver no le ayudó mucho.

– ¿Qué le puede ayudar?

– Quizá si hablo con esos muchachos.

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