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Raylan decidió hablar con el Zip para aclarar algunas cosas. Al principio pensaba en él como Tommy Bucks porque era así como le llamaban los tipos del FBI, pero después comenzó a pensar en él como el Zip porque así le llamaba Harry y a Raylan le gustaba cómo sonaba.

Para seguir al Zip esperó hasta que le vio llegar a casa de Jimmy Cap y después se pegó a él como una lapa. El Zip estuvo allí sólo quince minutos, se subió al Jaguar y a toda velocidad llegó a Alton Road donde giró en dirección sur; Raylan le seguía, convencido de que se dirigía a su casa y de que descubriría donde vivía. El Jaguar llegó a la Quince y dobló a la izquierda, pasó por delante de un pequeño parque y dobló a la derecha hacia Meridian. Cuando el elegante coche verde oscuro aparcó delante de los apartamentos Flamingo Terrace, Raylan comprendió, que el tipo iba a ver a Joyce Patton. No podía ser que fueran amigos, no, el Zip iba a preguntarle sobre Harry, intentar que le dijera lo que sabía. Utilizaría la fuerza si era necesario, le pegaría o quizás algo peor. En todo esto pensaba Raylan mientras hacía un giro de ciento ochenta grados a la altura de la Once, el extremo sur del parque y regresaba para aparcar delante del Flamingo. El Zip subió los escalones de la entrada del apartamento de Joyce y tocó el timbre. Cuando Raylan salía del coche, el Zip ya aporreaba la puerta. En ese momento, Raylan no pensó que Joyce la abriría, y quizá la chica no la habría abierto si por la mirilla no hubiera visto a Raylan subir detrás del Zip, quien estaba demasiado atento a lo que hacía como para pensar que había alguien a sus espaldas. Así que cuando comenzó a abrirse la puerta, Raylan ya avanzaba a la carrera sobre el Zip, y cuando la puerta se abrió del todo y Joyce apareció y vio que debía quitarse de en medio, Raylan golpeó al Zip por detrás, lo sujetó por los hombros, y lo tumbó sobre la alfombra de la sala. El Zip aterrizó de costado, se dio la vuelta para ponerse boca arriba y se encontró con Raylan montado sobre su pecho, sujetándole los brazos a los lados. No le preguntó a Raylan quién era o lo que hacía, al verle aquella expresión de furia en el rostro. Comenzó a resistirse y a retorcerse y no se calmó hasta que Raylan desenfundó la nueve milímetros y le dijo:

– Quédate quieto o te vuelo esa narizota.


Joyce vio cómo Raylan, sentado sobre el hombre, la miraba y se tocaba el ala del sombrero con dos dedos. No le había visto nunca sin su sombrero vaquero. El hombre tumbado llevaba gafas oscuras y una corbata gris perla con el traje oscuro; no movía ni un músculo. Raylan mantenía el arma sobre el pecho del hombre, con la punta del cañón contra la barbilla. Joyce oyó que Raylan preguntaba:

– ¿A qué has venido?

– No me toques los huevos y quítate de encima mío -respondió el otro, con la pistola en la cara.

Dos tipos vestidos con traje azul oscuro conversando en el suelo de su sala de estar.

– Iba a preguntarte -le dijo Raylan al tipo que tenía debajo-, si sabías dónde está Harry Arno, pero supongo que has venido aquí a preguntar lo mismo. -Volvió a mirar a Joyce-. ¿Sabe quién es éste?

Joyce, apartada de los dos, negó con la cabeza. Mantenía las manos delante de sí haciendo girar el anillo que Harry le había regalado para su cumpleaños.

– Trabaja para Jimmy Cap -dijo Raylan, y miró al hombre de las gafas oscuras-. Le arrancaré la nariz de un disparo si no me contesta. ¿A qué has venido aquí?

– Para hablar con ella, saludarla.

– ¿Sobre qué, de Harry Arno?

– Sobre ella. La he visto por ahí y quería conocerla.

– ¿Qué piensa? -le preguntó Raylan a Joyce.

– No le había visto en mi vida.

– Le presento al señor Tommy, el Zip -dijo Raylan-. Diría que vino aquí a preguntarle si sabía dónde está Harry. Creo que todos estamos de acuerdo en eso. -Miró al Zip-. Me preguntaba si lo habías cogido. No lo creía, pero quería estar seguro. Así que no sabes dónde está ni se te ocurre ninguna idea. ¿Me equivoco?

Joyce se acercó a ellos. Escuchó que el Zip decía, con acento italiano:

– No, no lo sé.

– Pues la señora aquí presente, tampoco. Por lo tanto no necesita que un tipo como tú venga por aquí. ¿Está claro?

– Sí.

– No la molestes nunca más.

El hombre no se movió ni dijo nada.

– ¿Me oyes?

– Sí, vale.

Raylan sacó su identificación del bolsillo interior de la chaqueta y la sostuvo delante de la cara del Zip.

– ¿Sabes leer? Pone que soy agente federal. Si vuelves a aparecer por aquí te barreré como a la basura. ¿Me entiendes?

– Sí, vale.

Joyce vio que Raylan la miraba.

– ¿Quiere decirle alguna cosa?

Ella negó con la cabeza.

– Esta vez te lo pondré fácil. -Raylan se puso de rodillas y después se apoyó en una de ellas para ayudar a levantarse. Se apartó un paso-. ¿Vas limpio? Hazme el favor de darte la vuelta sobre la panza.

Raylan se agachó para palpar la cintura del Zip. Joyce observó a los dos hombres vestidos de azul oscuro.

No daba crédito a sus oídos.

«¿Date la vuelta sobre la panza?» Raylan sonaba hoy más paleto que la vez anterior, en el apartamento de Harry.

Raylan ayudó al Zip a levantarse y éste le miró porque él tampoco lo entendía, aunque se mostraba tranquilo detrás de las gafas de sol, arreglándose la chaqueta, estirándola hacia abajo y alisándola en el pecho y el estómago, mientras recobraba la compostura. Joyce detectó en él cierta arrogancia: el Zip echó una ojeada a la sala mientras se arreglaba con aire ausente; luego se acercó a ella y se detuvo. Se quitó las gafas y las sostuvo, sin dejar de mirarla con una expresión somnolienta que a él debía de parecerle irresistible, y que a decir verdad no estaba mal. Así le mostraba que mantenía el control de sí mismo y que esto ocurría porque él lo permitía.

Raylan estaba ahora junto a la puerta abierta; tenía la chaqueta desabrochada y la pistola en la funda. Dijo:

– La salida es por aquí, señor Zip, y no vuelvas.

Señor Zip.

Ella vio que el Zip hacía una pausa para volverse a mirar a Raylan antes de pasar junto a él. Raylan parecía mucho más alto con el sombrero y las botas vaqueras. El Zip medía lo mismo que Harry -ahora que lo pensaba-, y los dos resultaban pequeños para las medidas actuales.

Sin embargo, Raylan era delgado y parecía alto, ahí solo, de pie junto a la puerta. El agente observó cómo se alejaba el Jaguar antes de volverse hacia Joyce.

– ¿Qué pasará si vuelve?

– No sé dónde está Harry -contestó ella-. De verdad, no puedo ayudar a ese tipo.

– Quizá no, pero ¿qué pasará si él no la cree?

– ¿Intenta darme ánimos?

Él se marchó diciendo que vería qué podía hacer por su situación.

Joyce se sirvió una copa en la cocina, whisky con agua, y se la llevó a la sala donde se detuvo delante de una de las ventanas a observar el parque que había del otro lado de la calle. Pensó en las opciones que tenía: dejar la ciudad, alojarse en casa de una amiga, contar con que Raylan la pudiera proteger.

Era un tipo raro, resultaba divertido, aunque quizá no pretendía serlo. No era afectado, no parecía fingir. Se había sentado sobre el gángster diciéndole que se quedara quieto o le volaría la nariz, y la había saludado cortésmente tocándose el ala del sombrero. Se había mostrado bien educado, incluso sentado sobre un tipo en el suelo y diciéndole que se volviera sobre la panza. Parecía un poli en una película del Oeste. Podía pasar por un representante de la ley o un vaquero, con ese aspecto correoso y el deje de Kentucky. Se preguntó qué aspecto tendría sin el sombrero y también si él era consciente de que resultaba divertido.


La jefatura de policía de Miami Beach en Washington Avenue estaba a sólo una manzana de distancia. El plan de Raylan era hablar con Buck Torres y conseguir un servicio de vigilancia para Joyce. Torres diría que no, porque no disponía de personal suficiente y no porque ella no quisiera cooperar; todos creían que ella sabía dónde estaba Harry. Torres no era de esa clase. Raylan pensaba decirle: «Mire, estoy con usted. Creo que ella lo sabe. Pienso que le ayudó a escapar. Entonces ¿qué piensa hacer? ¿Castigarla? ¿Dejará que el Zip le ponga las manos encima y haga lo que quiera?» Torres insistiría en que no tenía personal. Por lo tanto el paso siguiente sería conseguir que Torres hablara con McCormick para que éste a su vez solicitara un equipo de vigilancia del servicio de la oficina del sheriff para proteger a una mujer inocente atrapada en un montaje organizado por el FBI con el que no tenía nada que ver. Imaginó la respuesta de McCormick: «¿Por qué no dejamos que el Zip le ponga las manos encima y después lo arrestamos acusado de intento de agresión? ¿Qué tiene de malo?» Lo diría con esa mirada inocente, como haciendo creer que sólo era una broma.

Raylan llegó a Washington Avenue y dobló a la izquierda para aparcar al otro lado de la calle delante del edificio art déco de la jefatura, que a él le parecía una especie de templo con la fachada redonda de cuatro pisos de altura. Al cruzar la calle casi le atropello una bicicleta montada por una muchacha con una larga melena rubia. Por aquí abundaban toda clase de chicas con el pelo rubio largo o el pelo negro largo; había visto algunas encaramadas en monopatines motorizados abriéndose paso entre la multitud en Ocean Drive. South Beach no se parecía en nada a Brunswick, Georgia.

En el interior, el vestíbulo tenía una altura de tres pisos para mostrar las barandillas y las hileras de ventanas de las oficinas superiores. Era un edificio nuevo y moderno, las celdas tenían inodoros de aluminio y una poterna en la calle lateral por donde entraban a los detenidos.

Raylan se acercó a la mesa de información, le dijo al agente que deseaba ver al sargento Torres y le dio su nombre.

Si entrabas en el sector de las celdas tenías que entregar el arma. Era la cárcel más limpia que Raylan había visto en toda su vida.

En la pared tenían enmarcada una bandera americana.

No había mucho público, sólo unos pocos civiles que esperaban; quizás un testigo al que habían llamado para que asistiera a una rueda de reconocimiento o una mujer que preguntaba si era aquí donde tenían a su marido.

Buck Torres apareció por una puerta y ya cruzaba el vestíbulo cuando Raylan lo vio; Torres sostenía una hoja de papel de ordenador en la mano.

También parecía estar a punto de decir algo, pero dejó que su visitante hablara primero.

– Quiero hablar con usted -dijo Raylan-, de la amiga de Harry, Joyce Patton. Sé que usted piensa, como tantos otros, que ella sabe dónde está él. ¿Me entiende? Como Jimmy Cap, y ése es un grave problema que creo que debemos resolver nosotros.

Al menos con Torres se podía hablar, con él nunca se tenía le sensación de perder el tiempo que le acosaba con otros agentes.

– Sabemos dónde está -contestó Torres.

Raylan se quedó de una pieza, al oírlo tan de sopetón.

– ¿Harry?

– De Joe’s Stone Crab fue a Miami International, cogió un vuelo de British Airways a las siete y quince, y aterrizó a la mañana siguiente, miércoles 4 de noviembre, en Heathrow, a las ocho y media.

– ¿Harry está en Inglaterra? -preguntó Raylan-. Espere un momento, usted tiene su pasaporte.

– Por eso no revisamos los vuelos internacionales inmediatamente. En cuanto lo hicimos descubrimos que un hombre llamado John Arnaud, A-r-n-a-u-d, compró un pasaje en el vuelo de British Airways a través de un agente de viajes en Lincoln Road. Le mostramos al agente la foto de Harry y dijo sí, ése es John Arnaud, cliente suyo desde hacía años. Investigamos un poco más -añadió Torres-, y encontramos que John Harold Arnaud es el nombre verdadero de Harry. Tiene la partida de nacimiento para demostrarlo, así que uno de sus pasaportes va a ese nombre y lo puede renovar cuando le caduca. En el setenta y uno, cuando regresó aquí desde Chicago, se cambió el nombre legalmente por el de Harry Jack Arno, la misma pronunciación que el apellido pero se escribe diferente. No me pregunte por qué lo hizo, así se las arregló para tener un pasaporte a cada nombre.

– Así que está en Inglaterra.

– El mismo día que aterrizó -dijo Torres mirando la hoja-, salió de Heathrow a las once y media en el vuelo cinco seis seis de British Airways. El avión llegó a Milán a las dos y veinte de la tarde. Se alojó durante tres días en el hotel Cavour y se marchó el domingo ocho de noviembre por la mañana.

– ¿No sabe dónde está ahora?

– Por lo que sabemos continúa en Italia.

Raylan frunció el ceño pensando en todo esto, luego abrió bien los ojos y comenzó a asentir mientras decía: «Así que Harry está otra vez en Italia», como si el hecho de estar allí no fuera una mala idea.


Una vez, el Zip y Nicky Testa discutieron porque éste sólo sabía unas pocas palabras de italiano y no le importaba no saber hablar lo que el Zip llamaba su lengua materna; el Zip decía que tenía que aprenderla por respeto. Nicky contestó: «El único motivo por el que sabes hablarlo es porque naciste allá, así que no me toques más los cojones, ¿vale?»

Este chuleta de veinticuatro años le hablaba así porque estaba cerca de Jimmy Cap y consideraba que tenía privilegios.

De vez en cuando el Zip le llamaba mammoni, por hijo de mamá, bambolino, muñeco, o lo peor que el Zip podía decir de un varón italiano, frocio, así llamaba a los maricas.

«Vale, ¿qué significa?», preguntaba Nicky.

Y el Zip respondía: «No sabes hablarlo, así que, ¿qué más te da?»

La tarde del día siguiente a la visita a Joyce Patton, el Zip se las apañó para mantener una conversación con Nicky y lo llevó a la galería abierta que daba al patio.

– Ven conmigo, stronzo -le dijo tratándolo esta vez de gilipollas.

– Stronzo -repitió Nicky, acariciándose el pecho desnudo-. ¿Qué significa, fuerte? ¿Se refiere a mi físico?

– Algo así -contestó el Zip.

Este tipo era tan imbécil que podías decirle cualquier cosa. Ahora parecía inquieto, mirando el patio donde Gloria tomaba el sol, tendida boca abajo sin la parte superior del bikini, mientras Jimmy Cap dormía la siesta en su dormitorio en la planta alta.

– ¿Esperas que se dé la vuelta?

El chuleta no respondió.

– Dime una cosa. ¿Te acuestas con ella?

Esta vez Nicky Testa le miró por encima del hombro.

– Jimmy tiene razón -dijo-. Tienes la nariz muy grande. -Y volvió a mirar a Gloria.

Por entonces Nicky llevaba coleta. El Zip se la agarró, le arrastró hacia él mientras se giraba y lanzó al muchacho, que chillaba, contra el extremo del sofá y de ahí de cara al suelo de cerámica. El Zip, sin soltarle la coleta, le puso una rodilla en la espalda, sacó la navaja del bolsillo, abrió la hoja y le cortó la coleta de un solo tajo. El Zip se levantó, le dio una patada al chuleta para hacerle girar y le mostró la coleta en la mano.

– ¿Quieres aprender una palabra? Minchia. Significa polla. Es la palabra siciliana. Si dices cazzo eres de otra parte. Si yo fuera Jimmy tendría tu polla en la mano en lugar de un montón de pelo. ¿Comprendes? Yo no soy como él, un cornudo. ¿Entiendes lo que quiero decir? No permito que la gente piense que puede hacer cosas a mis espaldas. A partir de ahora trabajarás para mí y quiero que todo quede bien claro. Nada de quedarte sentado dándote ínfulas, exhibiendo tu cuerpo.

– ¿Quién dice que trabajo para ti?

El chico musculoso recuperaba el coraje. O tal vez veía que Gloria les observaba, sentada en la tumbona, sin molestarse en cubrirse cuando el Zip miró hacia ella.

– Lo digo yo, stronzo. Quiero que hagas una cosa y Jimmy está de acuerdo.

– ¿Qué quieres que haga?

– Vigila a esa mujer por mí, entérate a dónde va. La amiga de Harry Arno.

– ¿Por qué no te ocupas tú?

El chico seguía tendido en el suelo, mirando directamente al Zip sin parar mientes en la navaja que éste tenía en la mano. Significaba que Gloria les observaba.

Esta vez el Zip no se molestó en mirarla: ella estaba allí si él la quería.

– Tío, esa actitud que tienes… -le dijo a Nicky, frunciendo el ceño, como extrañado-. Ya que tengo la navaja en la mano, bien podría cortarte la polla. ¿Tú qué opinas?

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