Después de aquel percance en el aeropuerto de Atlanta en el que perdió a un testigo federal a su cargo, Raylan Givens fue destinado a la academia de Glencoe, Georgia, donde se formaba a los futuros agentes.
Le contó a Harry Arno, mientras cenaban en Joe’s Stone Crab, que el centro de entrenamiento estaba al sur de Savannah, hacia Brunswick, y que también preparaban allí a los aspirantes a agentes del Tesoro, de la ATF, de los servicios secretos y de la aduana.
Raylan le explicó cómo funcionaba el centro: asistían a un curso de investigación criminal donde se daba especial importancia al entrenamiento físico; él era instructor de armas. Dijo que no era un descrédito estar allí, a la mayoría de los tipos les gustaba, pero ellos sabían que él prefería trabajar en la calle, en los casos de fugitivos, así que en cierto modo interpretaba su trabajo como un castigo.
– Sabían que había una cosa que podía hacer sin problema: disparar. Así que mi misión era enseñar el cuidado y uso de las armas de fuego básicas, como ese modelo calibre 45 que usted utilizó, diseñado hará cosa de un siglo para frenar a los fanáticos «moros» durante la Insurrección Filipina, y que también pudo con ellos.
Cuando Raylan dijo: «Eh, yo soy el único que habla», Harry Arno le respondió que «no, continúe, es interesante», muy ocupado en partir las patas de cangrejo y sumergirlas en mantequilla o en salsa de mostaza. Las patas asadas estaban riquísimas; aquí todo era bueno. Harry le recomendó de postre la tarta de lima.
– La academia no era muy dura -prosiguió Raylan-, pero si no te habituabas llegaba a ser estresante. Una vez uno de los aspirantes tiró la maleta por encima de la cerca y cuando trepaba por ella, le sorprendieron. Le preguntaron: «¿Qué hace?» Él respondió: «No aguanto más, me largo.» Le dijeron: «Vale, pero ¿por qué no sale por la puerta?» El tipo tenía la sensación de estar en la cárcel y de tener que escapar para salir de allí.
– Cuando usted estaba en la academia -le preguntó Harry Arno, mientras chupaba una pata-, ¿tenía la misma sensación?
– No, me gustaba -contestó Raylan-. Antes estaba en la marina, así que no me pillaba de nuevas, me refiero al entrenamiento físico. Sin embargo, tenía un compañero de cuarto (sonrió al recordar al tipo) que no podía esperar a irse. Se sentaba en la habitación mirando un mapa de los Estados Unidos que tenía pegado en la pared y me decía: «Por aquí me iré a casa, por esta carretera y por esta otra», mostrándome por dónde regresaría a San Luis, Missouri.
– ¿En serio?
Se veía que estaba interesado y disfrutaba con las anécdotas.
– Cuando volvía a darse la ocasión, el tipo me preguntaba qué pensaba de la ruta, otra distinta. Marcaba las carreteras con un lápiz de color trazando la línea más recta hasta el lugar al que quería ir, pero nunca elegía las interestatales, como si no fueran rutas directas. Tal vez la distancia sea mayor pero ¿no sería más rápido? Era como si tuviese que huir, utilizando caminos secundarios y atajos.
Harry se limpió los labios con la servilleta, la dejó sobre la mesa y dijo:
– ¿Me perdona un momento, Raylan?
Raylan se apoyó en los brazos de la silla, dispuesto a levantarse.
– Sólo voy al lavabo, enseguida vuelvo. -Ya se había levantado pero hizo una pausa para sonreír.
Raylan adivinó que Harry estaba recordando lo ocurrido en el aeropuerto de Atlanta y le devolvió la sonrisa.
– Me parece haber oído eso antes.
Harry levantó una mano, como cuando interrumpes a alguien para decir adiós, y se alejó entre las mesas -ahora estaban casi todas ocupadas- hacia el lavabo al otro lado del comedor.
Raylan pensó que cuando Harry volviera del lavabo le contaría algo más sobre el lector de mapas: cómo se acostaba cada noche bien temprano, alrededor de las ocho, en lugar de ir a la ciudad y tomarse unas cervezas. Raylan volvía sobre la medianoche y si no hacía ruido, su compañero de cuarto tampoco lo hacía al levantarse la mañana siguiente una hora antes. Pero, si por casualidad Raylan hacía algún ruido al llegar, chocaba contra la taquilla o tiraba alguna cosa al suelo, entonces el tipo repetía los mismos sonidos a la mañana siguiente.
Se lo contaría a Harry. También le contaría cosas de los tipos que conoció en la academia. Le preguntaría a Harry si le gustaba pescar y le explicaría que sólo llevaba en la delegación de Miami desde la primavera y que hasta ahora no había ido nunca a pescar. En la adolescencia pescaba barbos en lagos y arroyos contaminados donde casi no había peces; después, en su etapa de instructor en Glencoe, en el estado de Georgia, había ido a pescar al océano, a la isla Jekyll en el estrecho de San Andrés. Le preguntaría sobre la pesca en los cayos: quizá supiera algo.
Empezaba a preguntarse si Harry se había escurrido por la taza del water.
No le había mostrado a Harry las fotos de sus hijos, dos varones; Ricky, de nueve, y Randy, de tres y medio.
Si lo hacía tendría que decirle que su esposa, Winona, seguía en Brunswick con los dos chicos, pero no entraría en detalles a menos que Harry le preguntara por qué no estaban con él. ¿Cómo podría responderle en pocas palabras y no aburrirle con una historia demasiado larga? Bueno, verá, Winona ha pedido el divorcio; mientras yo venía a asumir mi puesto, ella se quedó para vender la casa a ver si podíamos conseguir los sesenta y siete quinientos que nos costó, y entonces se enamoró del agente inmobiliario que gestionaba la casa y que ni siquiera consiguió el precio que pedíamos: la vendió por sesenta y cinco quinientos, cobró la comisión y de paso se llevó a Winona. Yo la llamaba para saber cómo iba todo. «¿Hola, cariño, cómo estás?» «Bien.» Nunca me decía gran cosa hasta aquella vez en que me dijo: «Tengo una buena noticia -refiriéndose a la venta de la casa-, y otra que no te gustará mucho. Supongo que me las harás pasar canutas.» Winona siempre hablaba así, con ese tono de listilla. Si Harry quisiera escucharle… él también era divorciado y quizá podía aconsejarle sobre cómo aceptar lo que se le venía encima y no ir a buscar a aquel agente inmobiliario de Brunswick con un bate de béisbol en la mano. La cuestión era que no echaba en falta a Winona, a los chicos sí, pero no a Winona. Raylan dejó la servilleta sobre la mesa, se levantó y siguió el camino de Harry hasta el lavabo. Abrió la puerta y entró.
No estaba, no había nadie, las puertas de los retretes estaban entornadas y no se veían pies por debajo.
«Está por aquí -pensó Raylan-. Sólo se trata de una broma, quiere divertirse un poco a costa mía, nada más.»
No quería creer otra cosa.
Torres localizó a Joyce Patton la tarde del día siguiente y habló con ella en su apartamento, sin dejar de mirar alrededor del salón mientras le preguntaba:
– ¿Por qué no me dice a dónde fue? Nos evitará un montón de problemas.
Ella respondió que no tenía ni idea.
– Usted sabe que soy amigo suyo -añadió Torres-. No quiero verle convertido en un fugitivo, pero si ha abandonado la ciudad o no se presenta en el juicio, lo será.
Ella no dijo nada.
– Al menos no podrá salir del país. Tenemos su pasaporte.
Ella no perdía la compostura, de pie con los brazos cruzados esperando a que él terminara y se fuera; era una mujer guapa, con buen tipo.
– Le conocen en Joe’s Stone Crab -comentó Torres-, es cliente desde hace, ¿cuánto, veinte años? La camarera dijo que se marchó a las seis menos diez, cuando el local comenzaba a llenarse. Al cabo de unos minutos apareció el agente que cenaba con él buscándole. El aparcacoches nos dijo que el señor Arno salió y subió en su coche; Harry había ido al restaurante en el coche del policía, sin embargo fue su Eldorado el que se detuvo al otro lado de Biscayne en el momento exacto en que Harry cruzó la puerta. Atravesó la calle, subió, y el coche se marchó. El aparcacoches no vio al conductor.
– No sé nada de todo eso -afirmó Joyce.
Ella le miró a la cara, Torres pensó: «Parece haberse preparado para esto, como si supiera que iba a ocurrir.» Dijo:
– Una cosa está clara, no usó el coche para desplazarse. Supongo que tomó un avión, pero no quiso dejar su coche en el aeropuerto. -Esperó un momento-. Estamos comprobando todos los vuelos que salieron ayer. -Hizo otra pausa-. Como verá, pienso que usted le llevó al aeropuerto y después aparcó el coche en el lugar acostumbrado.
Ella no se movió ni dijo nada. Si estaba decidida a tener más paciencia que él, lo estaba consiguiendo.
– Me jugaría lo que tengo -dijo Torres-, a que las llaves del coche están en su bolso.
Joyce apenas cambió de expresión; enarcó las cejas.
– ¿Y eso demostraría que le llevé al aeropuerto?
– A mí sí.
– No puedo ayudarle.
– Querrá decir que no quiere.
– ¿Cuál es la diferencia?
Raylan Givens se mantenía al margen mientras McCormick y otro agente revisaban el apartamento de Harry Arno. Raylan pensó que para ellos era pura rutina, aunque no lo hicieron a fondo porque no lo pusieron todo patas arriba. Estuvo a punto de preguntarles si buscaban algo en particular, pero decidió callarse.
McCormick parecía un buen tipo, pero tenía una actitud arrogante que no podía disimular. Le gustaba burlarse de las personas, sobre todo si tenía público. Cara a cara, cuando tenías que tratar algo con él, no era tan malo. Aparte de esto, apenas si te prestaba atención. McCormick rondaba los cincuenta y cinco, era robusto, y se había quitado la chaqueta para trabajar en mangas de camisa; llevaba aflojado el nudo de la corbata a rayas azules y amarillas.
Mientras revisaba la sala de estar, levantaba la voz para conversar con el otro agente que registraba el dormitorio, diciéndole que después de su destino como agente residente en West Palm hubiera querido jubilarse y aceptar un empleo en la seguridad privada; en cambio había venido a esta ciudad tercermundista.
McCormick hablaba de Miami. Dijo que una vez había participado en una investigación, una pájara que vivía en este mismo hotel intentó chantajear al viejo dueño para sacarle seiscientos billetes. Ya casi la tenían cogida y ¿sabes qué pasó? El viejo se casó con ella. Según él le importaba una mierda que ella intentara chantajearle, la deseaba; al cabo de poco tiempo el viejo la palmó por causas naturales. Ella era una ex actriz de cine, ¿Jean Shaw?
El agente del dormitorio dijo que nunca la había oído mencionar, pero después preguntó dónde estaba ahora.
– ¿Quién lo sabe? -respondió McCormick.
Hablaban, sin poner mucho interés en lo que hacían. Era un puro trámite. McCormick estaba ahora en la cocina, curioseando el contenido de la nevera. Cuando volvió al salón, le preguntó a Raylan:
– ¿Siempre lleva el sombrero puesto?
– Sí, cuando salgo.
– ¿Lo lleva cuando se sienta a comer?
– No.
– Algunos vaqueros lo hacen. Nunca se quitan el sombrero. Ven las entregas de premios de música country en la tele. Todos sentados con el sombrero puesto, jugando a ser vaqueros. -Dijo-. ¿Por qué no nos prepara un poco de té helado? Hay sobres de instantáneo en la cocina.
Era la primera vez desde que habían llegado que McCormick le hablaba, y había sido precisamente sobre su sombrero. Raylan preparó dos vasos con cubitos y rodajas de limón y los dejó sobre la mesa del salón.
McCormick le miró desde donde estaba, junto a la pared de las fotos y Raylan pensó que le pediría que le llevara el té, pero no lo hizo: se acercó a la mesa.
– ¿No ha encontrado nada? -le preguntó Raylan-. ¿Alguna pista sobre dónde puede estar?
– No, pero se lo diré si la encuentro. -McCormick gritó para que le oyeran en la otra habitación-. ¡Jerry! Raylan quiere saber si has encontrado alguna pista.
– ¿Quién? -replicó Jerry.
Era Jerry Crowder, un agente joven que, en opinión de Raylan, acabaría adoptando una actitud negativa si seguía el ejemplo de McCormick. Era un buen tipo, grande y atlético, ex jugador de fútbol de la universidad. Raylan le había acompañado en un par de arrestos.
McCormick cogió el vaso de té helado y bebió un trago mirando a Raylan.
– Quiero preguntarle una cosa. Cuando Harry Arno se piró, ¿tuvo que pagar usted la cuenta del restaurante?
Esperó la respuesta con una expresión seria, interesada.
– Sí, fue de sesenta pavos.
– Espero que no la cargue en la cuenta de gastos. -Raylan no abrió la boca y McCormick añadió-: ¿En qué nivel está ahora?
– GS-once.
– ¿Desde cuándo?
– Hace siete años.
– Estancado, ¿eh? Es una pena. Tengo entendido que es la segunda vez que se le escapa Harry Arno. ¿Es amigo suyo?
– No diría tanto.
– ¿No le enseñaron que nunca debe perder de vista a un prisionero?
– No era un prisionero -contestó Raylan y de inmediato comprendió que había metido la pata, era como contradecir a un maestro.
– Bueno, usted le vigilaba, ¿no es así? A eso me refiero.
Raylan pensó que debía continuar y dijo:
– ¿Quiere saber cómo veo todo esto?
– ¿Cómo ve qué?
– Esta situación, con Harry.
– Desde luego, pero espere. -McCormick gritó-: Jerry, ven aquí. -Crowder apareció en la puerta del dormitorio, casi llenándola, y McCormick le hizo una seña-. Ven, tómate un té. Raylan nos va a decir cómo lo ve.
– ¿Cómo ve qué? -preguntó Jerry acercándose a la mesa.
– Eso es lo que vamos a descubrir. -McCormick miró a Raylan-. Adelante.
– En primer lugar no se me ocurre ningún motivo por el que Harry se escape sabiendo que necesita protección; además es demasiado listo como para convertirse en un fugitivo y tener que esconderse el resto de su vida.
– ¿Conoce a Harry muy bien?
– Estuve con él en dos ocasiones. En ambas hablamos, compartimos experiencias.
– Si comprende que necesita protección -comentó moviendo la cabeza McCormick-, y sabe que si se fuga se convertirá en un fugitivo, entonces ¿por qué lo hizo?
– Quizá no lo hizo. Quizá le secuestraron.
No se les había ocurrido, y los dos se volvieron para cruzar una mirada.
– ¿Quién? -preguntó Jerry-. ¿Los malos?
McCormick se apresuró a intervenir:
– ¿Qué me dice de que un testigo le viera salir del restaurante y entrar en su coche? Alguien le esperaba.
– Quizá le engañaron -replicó Raylan-. ¡Maldita sea!, ojalá hubiera pensado en ello antes y ahora tuviera alguna respuesta.
Volvieron a quedarse desconcertados, era algo nuevo a tener en cuenta.
– ¿Harry salió pensando que un amigo conducía el coche? -preguntó McCormick.
– Alguien de su confianza.
– Pero no lo era. ¿Es eso lo que quiere decir?
Para él era más sencillo.
– Algo así -respondió Raylan.
– Pero ¿por qué le dejó a usted sentado allí y se largó? ¿Cómo consiguieron enredarle? ¿Me comprende? ¿Le traicionó un amigo?
– No lo sé, todavía no lo he pensado. Ahora mismo sólo es un presentimiento.
– A mí me parece que desde el principio tenía la idea de pirarse -opinó McCormick-. Esa es la sensación que tengo.
– O alguien le convenció -añadió Raylan, pensando a toda máquina.
– Le diré cómo lo veo yo -dijo McCormick secamente y con expresión muy seria-. Usted no quiere aceptar que metió la pata dos veces y que en consecuencia no conseguirá ascender en el cuerpo más allá de donde está ahora, así que quiere echarle la culpa a algún otro, ¿y por qué no a Jimmy Cap, a los malos? Se quiere convencer de que este apostador al que conoce tan bien no volverá a joderle, usted confía en él. ¿No es eso lo que piensa, Raylan? ¿Se ve a sí mismo otra vez en la academia como instructor? ¿Se ve a sí mismo jubilándose para vivir el resto de sus días en Brunswick?
McCormick recuperó su expresión anodina cuando Raylan contestó a su pregunta.
– ¿Qué hay de malo en eso?