Fabrizio vio que Nicky se apartaba del vaquero y salía a la calle. Ahora se dirigía hacia ellos. Vio que Tommy, en la mesa vecina, miraba a Nicky, que Benno también lo miraba, todos lo miraban y se preguntaban qué le diría Nicky a Tommy. Pero Nicky no reparaba en ellos ni tenía ninguna expresión en el rostro. Tommy tampoco, porque Tommy expresaba el placer, el enojo y el desprecio de la misma manera.
Nicky, ¡qué cosa tan rara!, pasó junto a ellos y se alejó.
Tommy volvió la cabeza hacia Fabrizio y preguntó:
– ¿A dónde va?
Así que Fabrizio le llamó:
– Eh, Nicky, ¿a dónde vas, tío?
– Cógelo -ordenó Tommy. Volvió la cabeza para mirar al vaquero, que se alejaba de su mesa en el Gran Caffé, y repitió-: ¡Cógelo! -esta vez más fuerte, siempre refiriéndose a Nicky.
Así que Fabrizio se levantó y fue tras él, porque el vaquero era responsabilidad suya y de Nicky. Sólo que ya empezaba a estar harto. Si Nicky no se cargaba al vaquero esta vez, Fabrizio pensó que debería hacerlo él. ¡Ojalá ya estuviera liquidado este asunto!
La intención de Raylan era actuar sin que se notara que no los perdía de vista. Dejó algo de dinero sobre la mesa, cogió el revólver y las postales, y salió del local, siguiendo por la Vía Veneto hasta la esquina, y después calle arriba hasta donde tenía aparcado el coche, en la plaza Cavour. Condujo por las calles del centro, en las que había poco tráfico, y zigzagueó entre los autobuses para conseguir distanciarse de su perseguidores, convencido de que sólo tardarían unos minutos en ir tras él. Encontró la carretera de circunvalación y la salida donde el cartel indicaba Maurizio di Monti y Montallegro. Un tipo con gafas de sol estaba apoyado, con los brazos cruzados, en un coche aparcado en el arcén. Raylan le observó por el espejo retrovisor, esperando verle subir al coche y seguirle, pero no tardó en perderlo de vista y la carretera continuó despejada. Raylan suspiró, algo aliviado.
La colina se hizo más empinada al dejar atrás la llanura y las curvas eran cada vez más espaciadas, con tramos rectos que llegaban casi a los cuatrocientos metros. Un terreno diferente del este de Kentucky, aunque no dejaba de ser conducción por montaña y Raylan tenía bastante práctica en eso. También los árboles eran diferentes: que él supiera, no había cipreses ni olivos en el este de Kentucky. Hacían que la tierra pareciera más vieja, de tiempos remotos; nunca había pensado en la tierra de su país de esa manera.
Apenas si había tráfico, lo que le permitía ver bien la carretera delante y detrás de sí en los tramos rectos. Algunas casas estaban pegadas a la carretera o separadas de ella por bajos muros de piedra. Cuando salía de una curva y entraba en un tramo recto, Raylan veía las mismas casas, los mismos patios y graneros. Al cruzar Maurizio di Monti pasó ante un grupo de casas apiñadas junto al camino y vio un coche aparcado en un cruce y otro más al lado del cual un tipo mataba el tiempo fumando un cigarrillo. Raylan pasó a su lado. Por el espejo retrovisor vio que el individuo tiraba el cigarrillo y metía la mano por la ventanilla para sacar un radiotransmisor portátil por el que le comunicó a alguien que acababa de ver pasar un Fiat azul. El tipo cada vez se veía más pequeño en el espejo. A Raylan le recordó una vieja canción de Waylon Jennings, When You See Me Getting Smaller («Cuando me ves desaparecer»), una de sus favoritas cuando estaba en su casa de Kentucky. Pertenecía al mismo disco que You Picked a Fine Time to Leave Me, Lucille («Has escogido un buen momento para dejarme, Lucille»), la canción en la que pensó inmediatamente después de que Winona le anunciara que pediría el divorcio, cuando él se quedó solo en Miami Beach sin su familia. Bueno, sin sus hijos; el tipo de la agencia inmobiliaria podía quedarse con Winona. Pensó en Waylon y se preguntó si existía la música country italiana. Recordó haber leído en alguna parte que Clint Black era medio italiano, porque su madre era originaria de allí.
Raylan no dejó de mirar por el espejo, pero no vio que nadie le siguiera. Sin embargo, alguien no tardaría en hacerlo. Lo principal era encontrar la villa de Harry. El barman dijo que estaba entre Maurizio di Monti, que acababa de dejar atrás, y la iglesia que había al final de esa carretera, el santuario de la Sagrada Virgen de Montallegro. Cuando enfilaba los tramos rectos en dirección norte, Raylan examinaba las casas que estaban más arriba. En cuanto doblaba una curva en dirección sur, miraba ladera abajo, justo debajo de él, procurando no salirse de la carretera. No había vallas de protección. Las terrazas de la ladera donde cultivaban verduras le recordaron su casa, donde la gente arañaba la tierra para conseguir algo que comer. Se preguntó si aquí tenían cupones de comida.
Se olvidó de todo cuando pisó el freno a fondo y el Fiat patinó hasta detenerse muy cerca del abismo. Raylan dio marcha atrás para situarse en un punto desde donde veía bien la villa, un edificio cuadrado, de un color amarillo terroso, a la que se llegaba por un camino de piedras lleno de maleza. Retrocedió un poco más y distinguió detrás de la villa el jardín con sus setos, las plantas en macetas, cuatro naranjos y un caqui. Raylan puso la primera y avanzó lentamente. Al dejar atrás la casa, vio un edificio con puertas de madera que parecía un garaje. Más lejos había un par de granjas; todos los edificios tenían tejados rojos. Raylan miró por el retrovisor y en el acto pisó el acelerador a fondo. Un coche rojo acababa de salir a gran velocidad de una curva cerrada.
– En el momento en que yo le adelante -dijo Fabrizio-, tú le disparas. ¿Qué te parece? Saca el arma por la ventanilla y le revientas. ¿Dónde se va a esconder? Ya le tienes.
Nicky sostenía la Beretta, a punto. Ya tenía una bala en la recámara. Sólo tenía que apuntar al agente con el arma y apretar el gatillo. Le gustaba lo que Fabrizio había dicho de que Raylan no podría esconderse. Le gustaba saber de antemano lo que iba a pasar. ¿Dónde se iba a meter Raylan? En ninguna parte. Vería el arma apuntándole e intentaría agacharse, adivinar cuándo se produciría el disparo para poder esquivarlo, procurando al mismo tiempo no recibir un balazo y que el coche no se saliera de la carretera. Raylan se agacharía, pero no importaba: él esperaría a que se levantara y ¡bam!
– Acelera si quieres adelantarle. Métele caña -le dijo a Fabrizio.
– Después de la curva que sube. En cuanto pasemos, aceleraré a fondo. Me acercaré a él, estaremos a unos sesenta centímetros. ¿Crees que le alcanzarás?
El cabrón de Fabrizio se lo pasaba bomba. Todos ellos, los italianos auténticos, se divertían a costa suya. Le preguntaban si podían mirar y aprender algo. Nicky se sujetó al asiento cuando el coche se inclinó al tomar la curva cerrada. Salieron al tramo recto y… ¡mierda! ¿dónde estaba?
– ¿Dónde está?
Fabrizio no respondió, escudriñó el terreno a su alrededor y después miró por el espejo retrovisor.
– ¿Lo tenemos delante?
Fabrizio siguió sin responder. Significaba que no lo sabía. Permanecieron en silencio, mirando por todas partes. Ni rastro del Fiat azul. Continuaron la marcha. Dos curvas más y un largo tramo casi recto por el que se aproximaron al santuario de Montallegro, una iglesia bastante grande.
– ¿Sabes por qué la construyeron? -comentó Fabrizio-. Hace cuatrocientos años la Virgen María se le apareció a un hombre que vivía aquí, un pobre. Le dijo que concedería favores a la gente que viniera aquí y le rezara. Ya sabes, a pedir cosas, dinero, un marido… ¡Cuántos coches!, seguramente están celebrando una misa. ¿Quieres entrar?
– Sí, encenderé una vela -contestó Nicky.
– No, te lo pregunto en serio. Pídele a la Virgen María que te ayude a encontrar al vaquero. Y después, si lo encuentras, acepta que es un milagro el que le dispares y no busques una excusa para no hacerlo.
– Serás cabrón.
Fabrizio pasó ante el aparcamiento para echar un vistazo a los coches, después detuvo el coche y cogió el radiotransmisor. Habló en italiano y una voz le respondió en el mismo idioma. Cuando acabó dijo:
– Era el hombre en Maurizio di Monti. Dice que el vaquero no pasó de regreso por ese camino. O sea que tiene que estar todavía por allá arriba. Quizá se desvió por una de esas carreteras que no llevan a ninguna parte, para esperar a que nos vayamos. Así que volveremos atrás y echaremos un vistazo. Veremos si podemos seguir el rastro del vaquero, ¿vale?
No habían recorrido más de ochocientos metros cuando Nicky exclamó excitado:
– ¡Allí está!
El Fiat azul se hallaba aparcado a poca distancia en un camino secundario, con el morro apuntando en dirección contraria a ellos. Cuando llegaron a la altura del camino y giraron para entrar en él, el Fiat arrancó, cruzó un badén y desapareció.
– ¿Ahora qué hace? -preguntó Fabrizio, extrañado-. Nos esperaba.
– Queríamos cazarlo en un adelantamiento -contestó Nicky-. Ahora se le ha ocurrido algo y pretende cazarnos a nosotros.
– ¿Y cómo va a conseguirlo? -dijo Fabrizio, encorvado sobre el volante-. Nosotros somos dos, y él uno solo.
– No lo sé, pero te digo que eso es lo que está tramando: atraparnos.
– Esta vez me encargaré yo -afirmó Fabrizio-. Creo que empiezas a acojonarte otra vez.
Raylan les llevó a las alturas, a un campo abierto lleno de malezas que culminaba en lo que él llamaría un risco «lomo de burra» para bajar después hacia los valles cubiertos de matorrales.
Dio la vuelta para tener el coche de frente cuando sus perseguidores aparecieran por la cuesta. Sacó el revólver, comprobó que estaba cargado e hizo girar el tambor para escuchar el sonido, familiarizándose otra vez con el peso del arma. Nicky todavía no la había visto, era un Smith & Wesson Combat Mag calibre 38, de acero inoxidable con un cañón de quince centímetros… Permaneció atento, esperando a que apareciera el Fiat rojo lanzado a toda pastilla por encima de la cresta, y que, al verle allí, frenaría violentamente y colearía.
Fue exactamente lo que ocurrió: el coche se detuvo a unos treinta metros, quizás un poco menos, y no se movió.
«Van a decidir cómo hacerlo -pensó Raylan-. Uno irá por allá y el otro irá por aquí. ¿Por qué no se habrá acercado un poco más? Porque ha llegado el momento de alardear -se dijo-. El matón italiano le va a enseñar al chico cómo se hace. Me apostaría cualquier cosa.
– Nos acercaremos a pie -dijo Fabrizio-. Tú te bajas del coche y caminas hacia él, pero por aquel lado. ¿Me comprendes? Yo haré lo mismo por este lado. Ve hacia él pero apartado, de forma que para vigilarte tenga que volverse. ¿Entiendes? Llevaremos las armas en la mano. Nada de rollos vaqueros. ¿Vale? Y no le digas nada.
– ¿Tú vas a decirle algo?
– Sí, mientras nos acercamos, para mantenerlo ocupado.
– ¿Qué le dirás?
– No te preocupes por eso. Lo que diga no tiene importancia. Pero no abras la boca. Y no dispares hasta que yo lo haga, cuando vea que estamos bastante cerca. ¿Está claro? Después dispara todo lo que quieras.
– Es un experto con las armas -comentó Nicky-. No falla un tiro.
– ¿Sí, quién te lo dijo? -preguntó Fabrizio, saliendo del coche-. ¿Él?
Raylan les vio salir del coche rojo, ambos empuñando las pistolas, anunciando sus intenciones con toda claridad. Perfecto. De no haberlas tenido listas ahora, no hubieran tardado en desenfundarlas, ya que el tipo gordo había decidido, en opinión de Raylan, acabar con esto de una vez por todas.
Se adivinaba por la forma en que Fabrizio se movía confiado, al mando de la función; Nicky sólo estaba allí para echar una mano: recoger el cadáver y lanzarlo ladera abajo. Raylan se preguntó si estaba realmente seguro de que el gordo llevaba la voz cantante. Sí, lo estaba. Salió del Fiat y se apartó un paso de la puerta dejándola abierta. El gordo, el italiano auténtico, estaba prácticamente delante de él pero avanzaba un poco hacia su derecha, mientras Nicky se mantenía a la izquierda. El plan era separarse mientras venían hacia él. ¿Qué otra manera había de hacerlo aparte de quedarse en el coche y conducir hasta donde él estaba?
– Ya está bien, quedaos ahí -les dijo Raylan cuando se hallaban a unos veinticinco metros de distancia.
Vio que Nicky miraba al gordo, que continuó avanzando, así que Nicky hizo lo mismo hasta que Raylan levantó la mano izquierda y señaló al muchacho.
– Tú serás el primero -le advirtió y Nicky se detuvo. El gordo le imitó.
– ¿Le obedeces a él o a mí? -preguntó Fabrizio.
Era una pregunta difícil. Raylan vio que el muchacho no sabía qué hacer, a pesar de sus brazos y hombros enormes y de llevar una pistola.
El gordo movió el arma en dirección a Nicky diciéndole, «Vamos», y caminó otra vez hacia Raylan, adoptando una expresión de sinceridad mientras decía:
– Queremos hablar contigo, tío. Acercarnos un poco, nada más, para que yo no tenga que gritar tanto.
– Puedo oírte muy bien.
– Oye, no pasa nada. Tampoco me quiero acercar mucho. Sólo un poco, ¿vale?
«Quiere tenerme dentro de su campo de tiro -pensó Raylan-, si es que sabe cuál es. El tipo no se acojona, esto hay que reconocerlo.» Raylan levantó la mano izquierda, esta vez en dirección al gordo. Después la bajó.
– Yo no me acercaría más. Si quieres hablar, adelante, habla.
– Tranquilo, no te preocupes -replicó el gordo, sin hacer caso de la advertencia.
– Si das un paso más -dijo Raylan-, disparo. Es mi última palabra.
Esta vez el gordo se detuvo y sonrió, moviendo la cabeza, a unos veinte metros de distancia.
– Escucha, quiero decirte una cosa, ¿vale? Algo que debes saber. -Dio un paso. Comenzó a dar otro.
Raylan disparó. Le apuntó con el 38 Mag, disparó una vez y le metió una bala en las tripas. Raylan miró a Nicky, que estaba a su izquierda con la pistola a la altura de la cintura. Apuntó una vez más al gordo, que con una mano sobre la barriga miraba hacia abajo como si no creyera que tuviera allí un agujero. Luego volvió a mirar a Raylan diciendo algo en italiano con tono de sorpresa. Cuando el tipo levantó la pistola y estiró el brazo, Raylan volvió a disparar, esta vez más alto, en el pecho, y la bala lo tumbó.
El eco del disparo se apagó.
Raylan volvió la cabeza.
Nicky le miraba, sosteniendo la pistola con las dos manos en una postura rígida, como la que enseñaba Raylan (no del todo, pues la posición de los pies no era correcta) y al estilo de las películas. Parecía congelado, como un muñeco de plástico, un soldadito. En la casa de Raylan en Brunswick había soldaditos de plástico por todas partes.
– Úsala o tírala -dijo Raylan. Esperó y vio que el muchacho no quería tomar una decisión, necesitaba que le dijeran qué debía hacer. Así que Raylan le ordenó que tirara el arma.
– Adelante, hazlo. -Después se acercó y apartó de un puntapié el arma del gordo-. Ahora quiero que recojas a tu compañero, puedes hacerlo, ¿no? Eres levantador de pesas, ¿no es así? Piensa en tu amigo como un saco de patatas, porque no era otra cosa. No me quiso escuchar, ¿vale? Así que recógelo y mételo en el coche. Llévalo a donde os alojéis y pregúntale al señor Zip qué quiere hacer con él. ¿No se te olvidará?
Raylan cenó en el hotel, subió a la habitación y llamó a Buck Torres. Torres le dijo que esperaba noticias de un poli amigo suyo en Roma que se había puesto en contacto con la policía de Rapallo.
– ¿Le ha dicho que es urgente?
– Llámeme mañana -contestó Torres.
– Me voy del hotel dentro de diez minutos -dijo Raylan-. Si todo va bien, le volveré a llamar desde la villa de Harry.