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Para Harry, Tommy Bucks siempre sería el Zip: un tipo que trajeron para matar a alguien, que se quedó, aprendió inglés y a vestir bien, pero que no por ello dejaba de ser la persona que era al llegar aquí.

Podía aparecer en cualquier momento, o quizá le esperaba en alguna parte. Harry, convencido de ello, pensaba: «Si te hubieses largado cuando tenías sesenta y cinco…»

Alguien había escogido esa edad como la mejor para retirarte de lo que estuvieras haciendo y Harry ahora creía que podía ser verdad. A los cuarenta ya no eres el de antes, tus piernas no son lo que solían, y veinticinco años más tarde todo empieza a fallarte. Algo que nunca había tenido en cuenta hasta que le metieron aquel tubo por la arteria, desde la entrepierna hasta el corazón, y le dijeron que debía cambiar sus hábitos. Si se hubiese largado inmediatamente después de aquello, el año pasado…

Pensó en esto sin lamentarse y sin pánico, como en algo práctico: si ahora no estuviese aquí no tendría que preocuparse de que el Zip viniese a verle, si es que «ocuparse» se refería a eso. Este palurdo primitivo enfundado en un traje de mil doscientos dólares y sin educación, hablaba con un acento italiano que apestaba a ajo, aunque pensándolo bien, no era para tanto y no era tan tonto como la mayoría de los tipos de la banda de Jimmy que frecuentaban su club social. El Zip estaba al caer. La única pregunta posible era, ¿a qué estaba esperando?

Harry Arno preparó la maleta en cuanto llegó a su casa aquel jueves por la tarde, 29 de octubre, no con la intención de largarse, aún no, sino en previsión de que tuviese que hacerlo. Hizo el equipaje llevando desde la cómoda las camisas y la ropa interior hasta la maleta abierta sobre la cama y acercándose a las ventanas para mirar Ocean Drive tres pisos más abajo. Esa tarde había ido al baño cada veinte minutos más o menos; pensar en la aparición del Zip le afectaba la vejiga, o quizá fuera la combinación del Zip y la próstata inflamada. Mientras meaba, se imaginaba que el Zip entraba en el edificio, y entonces se la sacudía para volver corriendo a la ventana. Un par de veces estuvo a punto de usar el teléfono de la mesilla, pero si llamaba a Jimmy y le decía lo que pasaba, si le explicaba cómo se había enterado de la encerrona… La manera en que reaccionaría Jimmy sería seguramente: «Vaya, vaya, así que eres amiguete de este poli. ¿Te ofrecieron un trato?» Por mucho que jurara que nunca hablaría ante el juez, sería inútil. Significaría poner su vida en manos de un gilipollas semianalfabeto de ciento cincuenta kilos que nunca sonreía ni había acabado el instituto. Jimmy Cap tenía algunas reacciones fáciles de prever. Harry sabía que si alguna vez le decía a Jimmy que se retiraba, éste le contestaría: «Vaya, no me digas. Tú te retirarás sólo cuando yo te diga que puedes hacerlo.»

Al Zip no le conocía lo suficiente como para adivinar sus reacciones. Nunca les habían presentado formalmente ni habían intercambiado más que unas pocas palabras al año. Por lo que Harry sabía, el Zip no era dado a hablar mucho con nadie. Los otros tipos de la banda se mantenían alejados de él.

El Zip les caía bien a las mujeres, a las semiprofesionales les gustaban esos tipos, o quizá tuvieran miedo de demostrar lo contrario.

Harry guardó en el armario del dormitorio la maleta y la bolsa con el equipaje. Permaneció junto a la ventana mirando los faros de los coches en el crepúsculo, las siluetas oscuras en movimiento, preguntándose si había olvidado alguna cosa.

Mis cosas de aseo. ¿Qué más?

Caray, los dos pasaportes.

Alguien llamó a la puerta. En la sala.

Harry dio un bote, recordando al mismo tiempo que no había cogido el arma, el arma que había usado para matar al desertor cuarenta y siete años atrás y que se había traído a casa como recuerdo. Una pistola Colt 45 del ejército, envuelta en una toalla, en el estante del armario, sin cargar. Y el Zip en la puerta. Harry estaba seguro.


Un tipo negro que llevaba una guayabera floreada en azul y amarillo entró primero, Tommy Bucks iba detrás, vestido con un traje cruzado de seda, camisa blanca que resaltaba contra su piel morena y una corbata de tonos marrones. Harry se hizo a un lado para dejarles pasar, sin que el tipo negro dejara de mirarle directamente a la cara mientras entraba. El Zip puso la mano sobre el hombro del negro y le empujó diciendo:

– Éste es Kennet.

– Kenneth -le corrigió el otro.

El Zip examinó la habitación.

– Es como te dije, Kennet. -Encendió una lámpara y se acercó a una pared llena de fotos en blanco y negro-. Kennet, ¿quién es este tipo? ¿Me lo puedes decir?

– Sí, éste es el tipo -contestó Kenneth, mirando a Harry-. Aposté cinco de dos mil a los Saints y a los Houston Oilers y le pagué el lunes, once billetes con la comisión, delante de este hotel. Un amigo que estaba conmigo es testigo de ello.

– No me habías visto en tu vida hasta que entraste en esta habitación -le dijo Harry a Kenneth, y miró al Zip-. Pregúntale a Jimmy si alguna vez acepto pagos en el exterior. Mis jugadores saben dónde encontrarme, y no es en la puñetera calle. -Lo repitió-. Pregúntaselo a Jimmy -dijo mirando al Zip que observaba atentamente una foto.

– ¿Qué es esto? -preguntó el Zip.

– El dueño del hotel vivía en este apartamento -contestó Harry acercándose a él-. Fue fotógrafo una temporada. -Harry miró la foto-. Esto es una cadena de presos en Georgia, en los años treinta. Ya sabes, convictos. -El Zip asintió-. Aquella otra es una destilería, de la misma época. Recogían la trementina en esos cubos y después la hervían. El gobierno le encargó al viejo que sacara esas fotos durante la Depresión. -Quizás el Zip sabía de qué le estaba hablando, quizá no. Harry se mostraba relajado-. El viejo se llamaba Maurice Zola. Yo le conocí. Se casó con una mujer mucho menor que él que entonces era actriz de cine, no recuerdo su nombre. Su foto apareció en el periódico cuando se inauguró el edificio de apartamentos. El viejo murió al año de casarse, la actriz le vendió el hotel a Jimmy Cap y se largó. Entonces Jimmy se deshizo de todas las viejas que vivían aquí y trajo a un montón de putas. Durante un tiempo esto parecía una residencia femenina. -Harry rió con una alegría fingida-. Por todas partes había tías en pelotas. Ahora sólo quedan unas pocas. -Relajado, hablaba por hablar, de manera que todo quedara entre ellos dos, como si fueran del mismo bando.

– Estábamos en la calle cuando le pagué -dijo Kenneth-. Vi al tipo en Wolfie’s el sábado, hice las apuestas y le pagué el lunes. En el parque que hay enfrente.

– ¿Qué es esto? -volvió a preguntar el Zip.

– ¿Has oído a este tipo? -dijo Harry-. Jamás apostó conmigo en toda su puñetera vida. Te puedo decir el nombre de todos los negros que conozco que son jugadores y, créeme, este imbécil no es uno de ellos. -Miró la foto que pensaba que miraba el Zip-. ¿Eso? Es un elefante en la playa, lo utilizaban para una promoción de no sé qué.

– Reconozco a un elefante cuando lo veo -dijo el Zip volviendo la cabeza para mirar a Harry, que estaba a su lado-. Esa foto no, esta otra.

Visto de cerca era todo nariz: ésta dominaba su rostro moreno; parecía más joven de lo que Harry pensaba, cuarenta recién cumplidos, sus ojos parecían soñadores porque los tenía entornados, y los gruesos párpados le daban una apariencia de tipo duro.

– Son jamaicanos cavando zanjas en una plantación de azúcar.

– ¿Y ésta?

– Indios seminolas, o miccosukees, no estoy seguro. Si vas a Tamiami, los verás. Te pasean en lanchas.

El Zip entró en el dormitorio.

– Ahí no hay fotos -dijo Harry. Se volvió hacia Kenneth, que estaba junto a la ventana-. ¿Te das cuenta de lo que me haces? Conseguirás que me maten.

– No haber cogido el dinero -contestó Kenneth por encima del hombro-. Tío, no te puedo ayudar. -Miró otra vez a través de la ventana.

El Zip salió del dormitorio, pasó la mano sobre el suave respaldo de vinilo del sillón colocado delante del televisor.

– Pregúntale a este tipo por qué me acusa -dijo Harry, mirando cómo el Zip se acomodaba en el sillón reclinable y comenzaba a mover el reposapie, subiéndolo y bajándolo.

– Me gusta este sillón, es cojonudo para ver la tele.

– En mi casa tengo dos como ésos -dijo Kenneth.

– Maldita sea -le dijo Harry al Zip, conteniéndose, sin alzar demasiado la voz-, pregúntale por el trato que tiene con los federales. ¿Sabes a lo que me refiero? ¿Lo que está haciendo?

– Déjame preguntarte una cosa -replicó el Zip-. ¿Por qué tienes esas maletas llenas de ropa en el armario? ¿Vas a alguna parte?


Era inútil hablar con él. El Zip decidió que era hora de irse y se acabó. Harry quería decirle: «Mira, los dos estamos del mismo lado, si se trata de creer a este negro o a mí. Llevo doce años con Jimmy Cap y estuve otros diez con el tipo que había antes.» Pero en cuanto el Zip se levantó del sillón…

Harry incluso pensó en mencionarle Italia, otra cosa que tenían en común. Decirle al Zip que había estado allí catorce meses durante la Segunda Guerra Mundial y que le encantaba. Preguntarle si alguna vez había visitado Montecatini, cerca de Pisa, donde había pasado un mes a lo grande bebiendo, follando, en el momento que se disolvió la segunda división acorazada y a su compañía la mandaron a un batallón de infantería organizado sobre la marcha, el 473. Contarle al Zip sus aventuras en la guerra, cómo había matado al desertor, un negro del 92, el batallón de color. Contárselo delante de Kenneth: cómo se había equivocado con el tipo, pensado que el desertor era un soldado que la había jodido, que se había largado sin permiso, nada más, y que pasaría algún tiempo en prisión realizando trabajos forzados en el Centro de Entrenamiento Disciplinario hasta que fuera enviado de vuelta a su compañía. Los dos pertenecían al mismo bando, por eso no se lo podía creer cuando el tipo cogió el fusil e intentó matarlo. Estaban los dos en el pasillo, cerca, mirándose las caras mientras el tipo levantaba el fusil para golpearle. Harry tuvo tiempo de usar la pistola que le había dado el teniente. Había reventado al desertor, lo había matado, y no descubrió hasta más tarde que el desertor no tenía nada que perder, que había violado y asesinado a una mujer italiana y que sería juzgado por una corte marcial que seguramente lo condenaría a muerte. Quería preguntarle al Zip si había estado alguna vez donde ahorcaban a los prisioneros, Aversa o algo así.

Preguntarle… ¿Qué más? No tuvo tiempo para decir nada, para saber cuál era su situación, pues en cuanto el Zip se levantó del sillón le hizo una seña a Kenneth para que saliera con él y le empujó fuera del cuarto. La única cosa que Harry tenía clara era que al Zip el sillón le parecía perfecto para ver la tele.

Planeas algo durante cuarenta y siete años y de pronto no te queda tiempo. Tenía que hacerlo ahora, en este momento, o quizá ya nunca tuviera la oportunidad.

Sacó la pistola del estante del armario, la limpió, la desmontó, la volvió a montar sin dificultad y la cargó. Harry sopesó el arma: un kilo y medio de metal; se la metió en la cintura de los pantalones y caminó por la habitación para acostumbrarse a ella. Llamó a Joyce.

– Tengo que hablar contigo.

– ¿Qué pasa?

– ¿No puedes venir?

– Dentro de una hora. Me acabo de lavar la cabeza.

– Tengo que hablar contigo ahora.

– Entonces ven tú.

Tuvo que pensarlo.

– ¿Harry?

– Está bien. Espérame.

– Harry, ¿qué pasa?

Colgó.


Era un paseo de menos de quince minutos hasta el apartamento de Joyce en Meridian, a cinco manzanas de la playa. Sin embargo, esta noche Harry pensó que debía ir en coche, en lugar de caminar por esas calles. Tenía el coche en un aparcamiento de la Trece, detrás del hotel; debería hacer algo con su Eldorado del 84 antes de marcharse. ¿Cedérselo a Joyce? No le iba tan mal como modelo de catálogos, pero era un trabajo de temporada y entre sesiones tenía que trabajar de camarera. En un catálogo aparecía como una joven ama de casa en prendas deportivas; en otro, como una frívola en ropa interior transparente, liguero, y con el pelo rizado. Harry abría los catálogos pensando: «A ver, ¿a cuál de todas estas modelos te tirarías?» Le dijo a Joyce, en broma, que adivinara a cuál escogía nueve de cada diez veces. Se lo dijo pensando que ella diría que él era un encanto, pero lo único que hizo fue mirarle de una manera extraña.

Harry casi siempre salía por la puerta de servicio del hotel que daba al callejón, pues el aparcamiento estaba allí mismo, pero esa noche salió por la puerta principal atravesando las hileras de sillas metálicas hasta alcanzar Ocean Drive, y miró a los dos lados, tomándose su tiempo y observando que había mucha gente en Cardozo para ser un jueves por la noche: todas las mesas de la terraza estaban ocupadas. (Jimmy Cap le había hablado de abrir un café-bar en Della Robbia, donde antes había uno, pero nunca acababa de decidirse. A Harry le daba lo mismo.) Dobló la esquina y caminó rodeando el hotel hasta el aparcamiento, que era pequeño, con dos hileras de coches apretujados, un espacio abierto en el medio, y una farola en el fondo. Harry se detuvo en el callejón, sacó la pistola, corrió el cerrojo y volvió a metérsela en la cintura, quedando oculta bajo su americana. Su coche estaba de este lado, el tercero de la hilera. Se acercó al maletero del Eldorado blanco. El encargado del aparcamiento le había dicho a Harry que le compraría el coche cuando quisiera, pero de noche no estaba.

Él no, pero había alguien. Una figura se acercaba por el espacio abierto entre las hileras de coches. Una silueta oscura venía hacia él. No era el encargado, que era más bien bajito; éste era un tipo alto, de más de un metro ochenta. Harry hubiera querido verle cruzar el aparcamiento hacia Ocean Drive, pero de repente, el desconocido dijo:

– ¿Es ése su coche?

Estaba a unos diez metros.

– ¿Cuál, éste?

– Sí, ¿es suyo?

Harry permaneció junto al Eldorado, al lado del guardabarros trasero de la derecha, mirando por encima del maletero al tipo que se acercaba. Notó el bulto que hacía su pistola contra el estómago y contestó:

– ¿Por qué quiere saber de quién es?

– Quiero estar seguro de que usted es el que busco. -Añadió-: ¿Se llama Harry?

Mientras el tipo hablaba, Harry se dijo a sí mismo que debía sacar la pistola enseguida, viendo que el otro se acercaba de la misma manera que aquel desertor se acercó a él con el fusil. Aquél no había dicho nada.

Éste sí. Dijo:

– ¿Qué está haciendo, mear? ¿Tiene las manos ocupadas? Tengo algo para usted, Harry -añadió, metiendo la mano derecha en la chaqueta-, de parte de Jimmy Cap.

Harry empuñó la pistola con las dos manos y apuntó. Vio que el tipo se detenía y levantaba la mano que no estaba oculta por la chaqueta. Parecía que iba a decir algo y quizá lo hizo, pero con el ruido Harry no le oyó. Disparó tres veces contra él con su pistola de la guerra y vio cómo éste salía despedido hacia atrás, lanzando al aire una escopeta de cañones recortados que chocó contra el maletero de un coche y cayó al suelo.


Harry se acercó para mirar al tipo. Era blanco, cincuentón, con una gorra de mecánico aún en la cabeza, una chaqueta vieja sobre el mono y calzado de trabajo. Un palurdo de los pantanos. Tenía los ojos abiertos y la dentadura postiza le asomaba entre los labios: era lo más limpio de ese tipo a la luz de la farola. Harry no le tocó ni tampoco tocó la escopeta caída en el suelo. Regresó a su apartamento y llamó a Buck Torres a la jefatura de Miami Beach.

No estaba. Harry dijo que era urgente, que el sargento Torres le llamara de inmediato. Mientras esperaba, sintió más ganas que nunca de tomarse una copa, pero se contuvo. Pensó llamar a Joyce pero tampoco lo hizo. Por fin llamó Torres, que no parecía estar de muy buen humor. Harry dijo:

– Acabo de matar a un tipo. ¿Y ahora qué hago?

Hablaron durante unos minutos y Torres le dijo que no se moviera y que no hiciera nada estúpido.

– ¿Como qué?

– Sólo que no hagas nada estúpido.

– ¿Por qué crees que te llamo? ¿Si fuera a cometer una estupidez te habría llamado?

Colgó y llamó a Joyce.

– No -dijo ella-. Tú no… ¿Lo hiciste? Te estás quedando conmigo y no tiene ninguna gracia.

Cuando oyó las sirenas de los coches patrulla, Joyce ya parecía creerle; le preguntó qué pensaba hacer y si podía ayudarle en algo. Harry le contestó que no se preocupara, que no había ningún problema.

Él todavía no pensaba en el futuro. Seguía pensando en lo ocurrido y se sentía eufórico por la forma en que había reaccionado y por no haber sido presa del pánico. Se había acordado de coger aire, retenerlo y soltar un poco; había sabido apretar el gatillo, y hacer blanco las tres veces que había disparado. Al pensar en el futuro imaginó a Torres y a otros detectives en el lugar del crimen, asintiendo con la cabeza y comentando entre ellos el modo en que había resuelto la situación. «Tío, no te metas con Harry Arno. Se cargó al tipo antes de que pudiera disparar.» Estudiarían lo ocurrido y después hablarían con él pidiéndole que explicara todo el suceso y quizá que firmase una declaración. También le dirían que no se fuera, por si tuvieran que hacerle más preguntas. Y después, ¿qué?

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