Harry se lo contó a Joyce de inmediato.
– No quiero decir mucho por teléfono.
– ¿Pero estás bien?
– Muy bien. Escucha, ¿recuerdas cuando te conté aquella historia que nunca le conté a nadie en toda mi vida?
– ¿Es allí donde estás?
– Sí, pero no lo digas. ¿Estás ocupada?
– ¿Si estoy ocupada? ¿En este momento?
– Me refiero a si estás trabajando.
– A fin de mes haré un folleto alemán, aquí mismo. Todo el mundo está visitando South Beach.
– ¿No preferirías hacer un viaje?
– Pareces otro -le dijo ella después de una pausa.
– Intento no decir mucho, por si acaso. Sin embargo te diré una cosa, estoy aquí mirando a través de la ventana… creo que te gustará.
Hubo un silencio mientras Joyce hacía otra pausa.
– No sé si puedo. Tengo que ganarme la vida.
– No te preocupes por eso ahora, sólo piensa en venir. No necesitarás nada elegante, pero tráete un abrigo. Esto es más fresco que Florida.
– ¿Cómo voy allí?
– Tampoco te preocupes por eso. Ya se me ocurrirá algo.
– Creo que me vigilan -dijo Joyce.
Esta vez fue Harry el que hizo una pausa.
El hotel Liguria, ubicado en la ladera por encima de la carretera que seguía la costa hacia Santa Margherita y Portofino, estaba lo bastante alto como para que Harry disfrutara de una vista de Rapallo desde el extremo más alejado de la bahía: casas centenarias y edificios grises y amarillos contra las empinadas colinas verdes, palmeras en el paseo marítimo: una vieja ciudad de vacaciones, ahora más victoriana que medieval. Al tener que acostumbrarse a vivir aquí, se había olvidado de pensar en lo que había dejado atrás.
– ¿Te refieres a la policía? -preguntó.
Escuchó que ella le decía:
– Eso espero. -Para después añadir-: He tenido algunas visitas inesperadas, de amigos tuyos y de alguien que no lo es. Todos piensan que yo sé dónde estás.
– ¿Fue Tommy el que fue a verte? -dijo Harry, precavido-. ¿Sabes a quién me refiero?
– Lo intentó. Raylan le echó. Pero no creo que sea Raylan el que me vigila. Es un buen tipo.
– No pretendía involucrarte -dijo Harry. Se oyó a sí mismo y comprendió que era una excusa muy pobre-. Lo lamento de todo corazón. Lo comprenderé si no quieres venir.
– No, quiero ir -afirmó ella. Su tono era sincero.
– ¿No piensas que quizá tendríamos que esperar un poco?
– ¿Quieres que vaya o no?
A Harry le gustaba la voz de Joyce, su sonido familiar, ahora con un leve toque de inquietud, pero pensó que hablaban demasiado.
– ¿Estás nerviosa?
– Sí, un poco.
– Te echo de menos, quiero que vengas. Escucha, ya pensaré cómo arreglarlo y te llamaré. -Hizo una pausa-. Joyce, ¿recuerdas el after-shave que uso?
– Sí.
– Tráeme un par de frascos. ¿Vale?
– Pareces otro -insistió ella.
– Ya lo sé.
Harry continuó mirando el paisaje de Rapallo más allá del puerto deportivo, a este lado de la bahía y de la estatua de Cristóbal Colón; tenía ganas de mostrarle su villa a Joyce. Con unos prismáticos potentes quizá la vería desde aquí. Mañana era domingo; compraría los prismáticos el lunes. Esta noche iría a su restaurante favorito a comer pescado o se quedaría aquí en el hotel, a cenar en el comedor de asépticos azulejos blancos y macetas con palmeras. Los folletos del hotel decían que a los ingleses les encantaba el Liguria. Al menos así fue en un tiempo. El hotel, construido hacía más de un siglo, se había hecho popular entre los turistas ingleses después de la Primera Guerra Mundial. Su restaurante favorito o el comedor del hotel… Harry odiaba comer solo. La mujer de esta tarde, la manera en que fumaba, con chupadas muy fuertes, le había dado ganas de encender un cigarrillo. Casi le había cogido un Salem del paquete. Le había dicho a Joyce que por encima de todo, deseaba que viniera, y lo había dicho de corazón. Pero ahora mismo lo único que deseaba era una copa, un whisky con hielo. Era la hora apropiada del día y estaba lo bastante lejos de casa como para no meterse en problemas. No bebería y hablaría sin parar (así era como siempre se había metido en líos, hablando más de la cuenta), porque aquí no había nadie con quien mantener una conversación que no sonara a chiste.
Se había imaginado a sí mismo paseando al anochecer por el paseo marítimo, el lungomare, por donde Ezra Pound lo había hecho más de medio siglo atrás y también pocos años antes de morir, por donde Harry había visto al poeta en persona pasear en el 67. Pound con su estilo, su bastón, el sombrero negro de ala ancha que no se parecía a ningún otro sombrero, y las puntas del cuello de la camisa por encima del abrigo negro. Harry imaginaba a Ezra Pound volviendo de su paseo para tomarse una copa con su amante en el Gran Caffé. Harry también había visto a Olga Rudge en el 67, canosa, pero todavía una belleza. Sin duda la mayoría de la gente consideraría a la esposa, Dorothy, más guapa; quizá, pero en una foto ella aparecía con los pies torcidos hacia adentro y para Harry eso indicaba una personalidad mezquina, con poco o nada de sentido del humor. Estaba convencido de que Olga era más divertida, si no por qué Pound iba a meterse en esa clase de situación.
Nunca había pensado en Joyce como en su querida, pero ahora le gustó la idea mientras analizaba las maneras de traerla hasta aquí sin que la siguieran.
Llamaría a su agente de viajes y cargaría el pasaje de Joyce en su cuenta. Parecía lo más factible. Quedaban por resolver algunos detalles…
El paseo estaba lleno de norteafricanos procedentes de Túnez, Bengasi, de pueblos de Argelia, que recibían el apodo de «paisas». Vendían relojes baratos y bisutería en las aceras del paseo marítimo: colocaban la mercancía sobre mantas diciendo en voz baja algo que sonaba a «compre usted» y esperaban que la gente se fijara en ellos.
Harry miró la bahía, las lanchas rápidas que pasaban junto al castillo del siglo xvi que se levantaba más allá del rompeolas y estaba unido a la playa por una rampa de cemento, como una calzada. Era mucho más pequeño de lo que Harry creía que eran los castillos. A las cuatro y media de una tarde de domingo había muy poca gente en la playa, sólo unos cuantos viejos jugando a la petanca. Harry se había quitado la chaqueta y la llevaba sobre los hombros. Pensaba que quizá le tomarían por un italiano. Tal vez era el momento de comenzar a aprender el idioma.
A unos tres metros de él, uno de los norteafricanos había extendido una estera y ahora colocaba un montón de paraguas plegables de diversos colores. El negro hizo una pausa, dejó de sacar los paraguas de una bolsa de basura negra, le miró, y Harry se sintió evaluado, juzgado; el tipo parecía dispuesto a hacerle víctima de alguna estafa mediterránea.
El hombre era delgado, la camiseta le iba holgada; llevaba bigote, perilla, calzaba sandalias y lucía varios anillos y un pendiente de oro. En realidad no tenía mala pinta y ahora sonreía. El negro le dijo en inglés:
– Hoy no le venderé un paraguas, ¿no es así? Ha decidido que no lo necesita.
Su acento era del Caribe, británico colonial.
– ¿De dónde se supone que es, de las Bahamas, Jamaica o Túnez?
– Me ha calado, ¿eh? -Habló ahora en inglés americano, sin una pizca de acento-. No se me nota cuando hablo con italianos, no se dan cuenta, ya sabe, de los matices. Debí darme cuenta de que un tío como usted me calaría.
– Sigo sin necesitar un paraguas -dijo Harry-. Con un día como éste, ¿quién iba a comprar uno?
– Lo que hago es mirar el cielo. ¿Lo ve? -Levantó la vista mientras Harry le observaba-. Como si supiera con mi inteligencia nativa, con mis genes, cuándo lloverá.
– Es decir que piensan que es de África del Norte, o del Sáhara, y por eso sabe todo lo referente a la lluvia.
– No llegan a tanto. Puede haber sol, no importa. Huelo el aire. Así, huelo el tiempo que hará. ¿Lo ve?, sabía que no le vendería un paraguas. También sé cuándo no debo engañar a una persona.
– ¿No me tomó por italiano?
– ¡No!, ni aunque lleve la chaqueta de esa manera, como Fellini. Es de algún lugar de la Costa Este. ¿Nueva York?
– Miami. He vivido en Miami Beach casi toda mi vida.
– Podría pasar por italiano, sí, pero no de por aquí, con esa manera de vestir. Bueno, podría ser de Milán, supongo, o de por allí. Pero para parecer un italiano auténtico, tío, necesita un traje con las hombreras anchas y unos zapatos puntiagudos con la suela muy fina. ¿Pasa aquí las vacaciones?
– Tengo una casa -contestó Harry, y después añadió inmediatamente-: Una villa. Estoy tratando de decidir si quiero vivir aquí.
– ¿Rapallo? Tío, no hay más que lo que ve. ¿Se está ocultando?
– ¿Tengo pinta de fugitivo?
– Por aquí me he encontrado a montones de gente que se ocultaba de algo, por eso le pregunto. No me importa, ¿lo comprende? Veo a un hombre como usted que viene a un lugar como éste, que es casi únicamente para los lugareños, y me da que pensar, eso es todo.
– Vive por aquí, ¿verdad? ¿O vino de África con los paraguas?
– Vine aquí desde Houston, Texas. Hace mucho tiempo de eso, tío, fue después de estar en Vietnam. Volví a casa y no me gustó cómo estaban las cosas por allí: lleno de gente del norte que había venido a probar suerte en el negocio del petróleo. Vine al Mediterráneo, recorrí Marruecos, las islas griegas, Egipto. Durante un tiempo me convertí en hermano musulmán, adopté el nombre de Jadal Radwa, que es el de una montaña en Arabia Saudí. Después ¿sabe lo que hice? Fui a Marsella y me alisté en la Legión Extranjera. Lo hice, no es coña, con el nombre de Robert Gee. No me cree, ¿verdad?
– Claro que sí, ¿por qué? -replicó Harry encogiéndose de hombros.
– La culpa la tuvo en parte un ex legionario -dijo Robert Gee- que conocí en Saigón, un francés que llevaba allí desde los cincuenta, ¿sabe a qué me refiero?, se casó con una mujer del lugar y se integró en el ambiente oriental. Insistía en que debía quedarme y buscarme una mujer bonita como hizo él… Pero no me veía a mí mismo como un asiático. ¿Entiende? Así que preferí venirme aquí y alistarme en la Legión Extranjera francesa, llena de cabrones mercenarios que habían peleado en las guerras de África, por dinero y también por la oportunidad de disparar contra sus hermanos. Y allí estaba yo, con el mismo uniforme, durmiendo y marchando con esos racistas.
– Y si resulta que yo también soy racista…, peor para usted.
– Quizás. Aunque no creo que tenga usted ideas extremistas o que le importe una mierda lo que pienso.
Harry le dejó creer lo que quisiera.
– ¿Cuánto tiempo estuvo en la Legión?
– Los cinco años, llegué a cabo y conseguí las alas de paracaidista. Serví en Córcega, donde entrenan, y en Yibuti en el golfo de Aden, en África oriental. Me licencié y pasado un tiempo me encontré en Kuwait, antes de la operación Tormenta del Desierto, y conseguí un trabajo como guardaespaldas y chófer de un jeque. Yo era el único en el que confiaba en sus viajes por las capitales de Europa. Sin embargo, muy pronto acabé harto del jeque y de sus hábitos. Dejé de ser Jabal Radwa y recuperé el nombre de Robert Gee por segunda vez.
– Yo tengo un par de nombres -comentó Harry.
Esto provocó la sonrisa de Robert Gee.
– Me lo imaginaba. Se montó un negociete y le pillaron, ¿no?
– Estoy retirado -replicó Harry.
– Bueno, yo a medias. Unos días vendo paraguas, otros le puedo conseguir lo que necesite, o lo que le pida su imaginación. ¿Quiere cigarrillos americanos, whisky escocés? ¿Una pistola, una escopeta? Para cazar o para lo que se le antoje. Puedo proporcionarle un hachís muy decente. Fúmelo mirando las telecomedias americanas: Andy Griffith hablando italiano. La cocaína, tendrá que buscarla en otra parte.
– ¿Qué clase de pistola? -preguntó Harry.
Esto arrancó otra sonrisa de Robert Gee.
– Beretta. Estamos en Italia, tío.
– ¿Usted se contrata?
– ¿Para hacer qué?
– Estar cerca. Ver si ocurre algo.
– Suena a guardaespaldas.
– Ir a Milán y recibir a una señora que llega en un vuelo. Traerla aquí.
– Podría hacerlo. Dígame cuánto paga por estos servicios.
– ¿Por qué no guarda los paraguas? Vamos al Vesuvio’s o al Gran Caffé y hablemos del asunto. ¿Por casualidad sabe cocinar?