12

El domingo, Raylan descubrió que la ciudad tenía calles comerciales y barrios residenciales detrás de la fachada de postal construida para los turistas. Las ilustraciones en la Guía de Rapallo que compró en el hotel mostraban palmeras datileras y parterres en la Vía Veneto, coleos en flor y tiestos con otras palmeras jóvenes de una especie desconocida, pero también había autobuses, tráfico, y aquella enorme estación de ferrocarril de color rosa a la que había llegado anoche.

Raylan recorrió el puerto deportivo -la guía lo denominaba la bahía turística- y pasó por delante de la estatua de Cristóbal Colón antes de dejar atrás la playa para ir a la plaza Cavour que, a su juicio, debía de estar en pleno centro dado que era la plaza de la catedral. (Sólo Nashville, pensaba, tenía más iglesias que las ciudades de Italia.) Y una vez más se encontró en la playa, en el extremo sur de la bahía de postal. Comenzaban a escasear los cafés y el gentío allí donde la guía afirmaba que «las playas eran famosas por sus elegantes casas de baños». No las había visto. El libro añadía que «en el casco antiguo» podías «sumergirte en el ambiente de los talleres de artesanos». Tampoco los había visto, o quizás es que no abrían los domingos.

Hoy confiaba en encontrar a Harry, aunque cuando preguntó en el hotel si por casualidad un tal Harry Arno se alojaba allí, el recepcionista le respondió que no, que el señor Arno se había ido el viernes. Raylan se sorprendió tanto que le preguntó si lo decía en serio, y el recepcionista le miró asombrado. Se enteró de que Harry se había hospedado en el Liguria durante dos semanas, precisamente hasta anteayer. El empleado no sabía adónde había ido. No, no había dicho nada de dejar la ciudad. Raylan se dedicó a llamar a los hoteles y descubrió que Joyce Patton se alojaba en el Astoria, pero no aparecía ningún Harry Arno en el registro. La telefonista, creyendo que deseaba hablar con ella, le pasó con la habitación. Raylan escuchó a Joyce decir: «¿Hola?» en voz baja y con un tono de duda, y colgó. Entonces se preguntó si debía volver a llamarla, decirle que vigilara por si aparecía el Zip. Seguro que el Zip ya estaba aquí. Pero cuando volvió a llamar a los hoteles no encontró a ningún Tomasino Bitonti o a un Nicky Testa en los registros. No recordaba que este tipo de situación se estudiara en el centro de entrenamiento de Glencoe.

Raylan paseó por la ciudad con la esperanza de cruzarse con Harry, encontrarle comprando The New York Times o desayunando en alguna parte. Pero no tuvo suerte. Así que ahora no le quedaba más que caminar por la Vía Vittorio Veneto, la parte bonita de la ciudad, donde todo el mundo se daba un garbeo o tomaba un café sentado en las terrazas con el abrigo puesto. Hacía fresco, apenas si había sol, la temperatura rondaba los quince grados y no había nadie en el agua, sólo unos pocos valientes en la playa.

Llegó a un jardín, un parterre de salvia roja flanqueado por un par de cañones negros y un par de bancos. Una placa decía que era el jardín Ezra Pound y Raylan se sintió más animado, convencido de que Harry estaría por allí, pues le recordaba hablando de Ezra Pound en Atlanta, como parte de su historia. El poeta era una de las causas por las que Harry estaba allí, Raylan no lo dudaba. Había buscado un libro de poesía de Pound en la biblioteca después de haber estado con Harry en aquella ocasión y había intentado leerlo, se había esforzado, pero no había entendido ni jota. Cantos, con números diferentes. Todavía hoy se preguntaba si Harry los había comprendido.

Encontró otra placa en la entrada del Alle Rustico, un pasaje a través de un edificio, con la siguiente inscripción, en inglés e italiano:


aquí vivió ezra pound,

poeta americano

desde 1924 a 1945,


y una estrofa que parecía tomada de uno de sus poemas. Algo sobre «Confesar el mal sin perder la virtud» y algo más que tenía aún menos sentido. Raylan pensó: «No lo sé, quizá sea yo el que no lo entiende.»

Se sentía inerme en campo abierto, fácil de ver. Harry podía verle primero y esconderse, era ducho en escabullirse. Pero si tenía que estar donde estaba la gente, mirar en lo que parecían los cafés más concurridos, debía arriesgarse. Miró en el Vesuvio y después en el Gran Caffé Rapallo, sin apartarse de la sombra de los edificios de postal. Deseó haberse puesto la gabardina, la beige. El viento que soplaba desde la bahía era húmedo y Raylan se detuvo, volvió la cabeza, y se encasquetó el Stetson. Fue cuando se disponía a seguir cuando vio a Joyce Patton sentada a una mesa, unas cuantas filas más atrás, debajo de la marquesina. Allí estaba más oscuro, pero era Joyce. Contemplaba los coches que avanzaban a paso de tortuga. Joyce giró la cabeza y se quedó mirando a Raylan. Pasaron los segundos sin que dejara de mirarlo. Era como si él la tuviera atrapada en el haz de un reflector y la mujer fuera incapaz de moverse.


Aquel mismo domingo por la mañana, Robert Gee le dijo a Harry que si iba a vivir aquí, en la cima del mundo, lo que necesitaba, aparte de la comida, era un teléfono.

– Si nadie sabe dónde estoy, no me llamarán -afirmó Harry-. Y si quiero llamar a alguien puedo hacerlo desde la ciudad.

– Excepto que si esta vez bajas para llamar -señaló Robert Gee-, podrías acercarte al hotel a verla. -Esperó mientras Harry se lo pensaba antes de añadir-: O bien si estás seguro que quieres hacerlo, arriésgate: yo subiré a tu amiga.

Estaban en la biblioteca de la casa de Harry, tres paredes de libros en italiano; la cuarta eran puertas ventanas que se abrían al jardín: una vista de setos de ligustros y plantas en macetas decoradas, algunos naranjos jóvenes, y sólo cielo más allá del balcón de cemento. Harry, vestido con una gabardina, se paseaba de arriba abajo.

– Dijiste que nadie te siguió.

– Dije que no vi que nadie me siguiera. Había coches detrás nuestro desde que salimos de Milán. Para no preocuparse, uno piensa: «Bueno, eso es lo que se hace en la autopista, ir de aquí para allá, sin que nadie siga a nadie.»

Con las manos en los bolsillos de la gabardina, Harry se acercó a las puertas ventanas abiertas. Robert Gee no le perdía de vista.

– Lo mejor sería traerte un teléfono móvil. Podrías llamar a cualquier parte del mundo sin moverte de aquí. Mientras tanto -dijo Robert Gee-, ¿recojo a Joyce o no?

Harry contempló su jardín y el cielo cubierto de nubes blancas, atento a cualquier atisbo del sol. Sabía que el tiempo afectaba a su estado de ánimo, y no estaba dispuesto a permitirlo.

– Ella estará en el Caffé Rapallo a mediodía. En el jardín Ezra Pound a las tres, en el Vesuvio a las cinco. Es lo que establecimos. -Robert Gee miró su reloj-. Es casi mediodía. Si quieres que la vaya a buscar, tendrás que decírmelo ya.

– He tardado cuarenta y siete años -replicó Harry-, en decidir si quería vivir aquí. Y ahora no estoy seguro.

– Otra vez con lo mismo -dijo Robert Gee-. O tal vez sea una cuestión general: antes de probar una cosa, dices que no es como pensabas que sería. -Robert Gee miró el techo-. No veo ninguna gotera. Por la mancha quizá hubo una hará cien, doscientos o trescientos años, pero ahora está seco. Esto es vivir en una villa, tío. Tienes que mentalizarte. Aprender cosas de arquitectura, historia, arte, y un montón de gilipolleces como ésas. ¿Entiendes lo que digo?

Harry estaba en el jardín. Robert Gee le siguió hasta el mirador desde donde Harry contemplaba el panorama: allá abajo, en la bahía, estaba Rapallo, a unos diez minutos en el funicular; en el medio se extendía la campiña verde salpicada de puntos marrones que eran las villas y las granjas, y ondulaban las colinas, horadadas por pares de agujeros negros semejantes a cañones de una escopeta, que eran los túneles de la autopista.

– Me imaginaba a mí mismo sentado aquí al atardecer -dijo Harry-, mirando la puesta de sol, el resplandor rojo hundiéndose en el mar.

– ¿Eso es de Ezra?

– No escribía esa clase de poesía. -Harry se volvió para mirar la casa-. ¿De qué color dirías que es?

– ¿Tu casa? Mostaza fuerte con el techo de tejas rojas. Si no te gusta, cámbialo. Pero deja la piedra blanca alrededor de las ventanas, es guay.

– Alquilé la casa el año pasado. El domingo, cuando intentaste venderme el paraguas, ya llevaba dos semanas aquí.

– Si no recuerdo mal creo que te dije que no lo comprarías.

– Dos semanas en un hotel teniendo esta casa -añadió Harry-. ¿Sabes por qué? Me daba la impresión de estar todo el tiempo con la primera metida, sin acabar de arrancar.

– Porque no podías hablar con la gente a tu manera -opinó Robert Gee.

– Eso en parte -asintió Harry.

– A mí me pareciste legal.

– Sí, vale, aquello me animó, hablar contigo, pero ahora… no consigo habituarme a esta casa.

– Llevas aquí dos días.

– Es húmeda, fría.

– Porque hoy hace un poco de fresco. Tendré que encender la calefacción, encender la chimenea en la sala. Tío, se puede pasear por dentro de esa chimenea.

– Es fría en otro sentido -replicó Harry-. Todos esos muebles viejos. Necesito una cama, un sillón cómodo. Algunas lámparas. Es oscura.

– Haz que la decoren a tu gusto -le dijo Robert Gee-. Sin embargo, la cocina está bien. Es grande y bonita. Tienes provisiones para un tiempo. El congelador está a tope. -Robert Gee vaciló-. Si te gusta cómo cocino, eso al menos está resuelto.

Esperó el comentario de Harry, que dijera algo sobre la pasta a la carbonara que le había preparado, bien surtida de salchichas y cebolla, la primera comida de Harry en la casa.

– No te lo dije -comentó Harry, tocándose el estómago-. Tengo una hernia de hiato. Es como si te quemara algo aquí adentro y tienes que vigilar lo que comes. Nada muy picante. Pero por lo demás, la pasta estaba buena.

Robert Gee miró a Harry, que le dio la espalda para volver a su panorámica.

– ¿Joyce cocina bien?

– Pasable, nada del otro mundo.

– Quizá por eso la echas de menos.

Harry contemplaba Rapallo, allá abajo junto a la bahía, las agujas de las iglesias en primer plano, la rada llena de barcos.

– Ojalá supiera si la siguieron -dijo Harry-. Es posible, pero ¿lo hicieron? Seguro que el Zip tiene amigos en Italia que le pueden ayudar. Quizá no está aquí, pero descubrió que Joyce venía, y llamó a uno de sus amigos para que la siguiera cuando bajara del avión. ¿La vigilan? ¿El Zip está aquí? Si lo supiera… La cuestión es que durante cuarenta y siete años planeé, trabajé y soñé con venir aquí, y ahora que todo está en marcha tengo que decidir algo en dos minutos. -Miró a Robert Gee-. ¿Lo entiendes?

– Quieres decir que no quieres que te pase nada hasta estar bien seguro de que esto te gusta.

Harry le miró durante unos segundos.

– Sí, algo así.


– Ya sabe lo que le voy a preguntar -le dijo Raylan a Joyce Patton. Estaban sentados debajo de la marquesina del Gran Caffé Rapallo, a cinco filas de la acera. La guía de Raylan estaba sobre la mesa. Joyce vestía un abrigo de lana azul marino y sostenía la taza con las manos enguantadas.

– Todavía no sé dónde está -contestó Joyce-. Ni siquiera estoy segura de que esté aquí.

– Pero espera tener noticias suyas.

Joyce le comentó que tampoco lo tenía claro y le preguntó a Raylan cómo había descubierto que Harry vendría a Rapallo. Cuando él le respondió: «Quizá no me crea, pero Harry me contó una vez una historia…», Joyce le interrumpió para acabar ella misma la frase: «Una historia que jamás le contó a nadie más. Le creo.»

Raylan pidió un café, y después se frotó las manos. Comentó que parecía hacer más frío que lo que decía el termómetro. Añadió que aquí medían en grados centígrados. Para convertirlos a Fahrenheit tenías que multiplicar por uno coma ocho y sumarle treinta y dos.

– ¿Es esto lo que piensa hacer? -le preguntó Joyce-. ¿Hablar del tiempo?

Raylan abrió la guía y le leyó la parte que decía: «Rapallo ofrece a sus visitantes unos alrededores magníficos y diversas instalaciones para las actividades recreativas en cualquier época del año.» Le preguntó a Joyce qué entendía ella por «diversas instalaciones». Joyce encogió los hombros dentro del abrigo azul. Raylan le mostró la ilustración correspondiente al nuevo auditorio. El pie de foto decía: «dispone de trescientas cuarenta butacas».

Al ver que ella no sonreía, Raylan cerró el libro y lo dejó sobre la mesa junto al bolso de Joyce.

– Quiero hablar con Harry -le dijo-. Quiero que regrese conmigo. Es por su propio bien.

– No lo hará -afirmó Joyce, meneando la cabeza-. No si tiene que ir a la cárcel.

– Mejor eso a que te peguen un tiro.

– ¿Tanto aprecia su trabajo? ¿Le pegaría un tiro?

– Odio tener que decírselo -respondió Raylan, y le habló de Tommy Bucks, el Zip, y de otro tipo que le acompañaba en el vuelo a Milán, siguiendo el mismo itinerario que ella.

Joyce permaneció callada durante un minuto, arrebujada en el abrigo. Miró la calle y después a Raylan. Le preguntó si estaba seguro de que ellos se encontraban aquí.

– Sospecho que sí. Ojalá usted supiera dónde está Harry.

Joyce no dijo nada, con la mirada puesta una vez más en la calle. Un Mercedes azul oscuro interrumpía el tráfico, y los conductores de los coches detenidos hacían sonar los cláxones. Raylan echó una ojeada por encima del hombro.

– No sé qué hace más ruido -comentó-, la manera en que la gente de aquí le da al claxon, o todas esas motos que van que se las pelan. Dios, qué ruido meten.

Observaron a un chico de unos doce años que salió de los arbustos y palmeras que separaban la calle del paseo marítimo. El chico se agachó detrás del Mercedes para encender una cerilla al abrigo del viento. El chico acercó la cerilla a una cosa que tenía en la mano, la soltó sobre la tapa del maletero, y echó a correr mientras explotaban los petardos de una traca. A Raylan le sonaron como disparos de un arma de poco calibre.

– Acabo de leer en mi libro que la gente de aquí se pirra por los fuegos artificiales. Organizan competiciones pirotécnicas entre las peñas de los barrios para ver quién ilumina mejor el paseo marítimo. ¿Qué le parece?

Joyce no contestó. Raylan se volvió una vez más para mirar el Mercedes. Se abrió la puerta trasera de este lado y se bajó un tipo joven con cazadora de cuero. El Mercedes no se movió; continuó el escándalo de los bocinazos mientras el joven cruzaba la calle en dirección al café.

– Pensé que ese tipo perseguiría al chico -dijo Raylan-. ¿Usted no? -Vio cómo un tipo fornido en mangas de camisa, una camisa blanca, dejaba el volante y se bajaba del Mercedes para ir hacia el maletero. Los bocinazos aminoraron hasta cesar del todo.

El tipo joven llegó al pasillo que separaba las mesas; miraba hacia ellos. Raylan se fijó en cómo sus hombros llenaban la cazadora de cuero que, cerrada, le llegaba casi hasta las caderas. Ahora se dirigía hacia ellos, hacia su mesa, con la vista fija en Joyce, las manos colgando a los costados, unas manos grandes. Se fue aproximando hasta colocarse muy cerca de ellos, y posó los dedos en la mesa que se hallaba junto a Raylan.

– ¿En qué podemos servirle? -le preguntó éste.

El tipo no se molestó en mirarle. Se dirigió a Joyce.

– Hay un amigo suyo en el coche que quiere verla. En aquel Mercedes.

– ¿Sí? -respondió Joyce, mirando hacia la calle-. ¿Cómo se llama mi amigo?

– Quiere que venga al coche -contestó el joven.

– Primero dígame quién es.

– Ya lo sabrá. -El tipo hizo un ademán-. Venga, vamos.

– La señora quiere saber quién es su amigo -intervino Raylan-. ¿No lo entiende?

– No hablo con usted -dijo el tipo joven mirando a Raylan por primera vez.

– De todos modos, la señora quiere saber quién es.

– No se meta donde no le llaman -le advirtió el joven, y se volvió hacia Joyce-. Venga, o la llevo en brazos.

Joyce miraba hacia la calle. Cuando de pronto se levantó, Raylan exclamó:

– Espere un momento -y tendió una mano para retenerla. Pero ella siguió adelante, pasó junto al joven, y Raylan insistió-: ¡Joyce!

Un coche gris aparcó junto al bordillo, impidiéndole ver el Mercedes. Raylan intentó levantarse, llamando a Joyce, y el joven le sentó de un empujón y le mantuvo en el sitio con una mano, apretado contra la mesa. Raylan no movió nada excepto la mano derecha, que deslizó por su pierna debajo de la mesa y metió dentro de la bota hasta tocar la culata del Smith calibre 38. Entonces hizo una pausa, atento a los movimientos de Joyce. La vio caminar hacia el coche gris y pensó que lo rodearía para seguir hasta el Mercedes. Pero no lo hizo. No. La puerta delantera derecha del coche gris se abrió, Joyce entró de un salto, y el coche se alejó antes de que la puerta se cerrara.

Entonces siguió otra pausa. Raylan estaba sorprendido y se tomó unos segundos antes de acabar su jugada: cuando el tipo le soltó y se volvía ya para marcharse sacó el revólver y le metió el cañón en la entrepierna. El otro gruñó.

– Ahora me toca a mí -dijo Raylan, y le invitó a sentarse.

Los bocinazos volvieron a sonar en la Vía Veneto. El Mercedes había arrancado e intentaba cambiar de sentido en la calle estrecha: hizo marcha atrás sobre la acera, entre los arbustos y las flores, dispuesto a salir lanzado, pero ahora el tráfico ocupaba todo este lado de la calle y le cerraba el paso. El Mercedes trató de abrirse camino tocando el claxon durante un rato y desistió. Se abrió una puerta.

Raylan vio que el Zip salía del coche y caminaba hacia el café, vestido con su traje oscuro y las gafas de sol. Por fin estaba aquí; le resultaba extraño verle venir y sentir una sensación de alivio, como si estuviera complacido de verle, o complacido de verle a la luz del día, a campo abierto. Parecía que el Zip miraba a Raylan, hasta que llegó a la mesa y se detuvo con las manos apoyadas en el respaldo de una silla. Entonces miró al joven, sin preocuparse de Raylan.

– ¿Qué pasa contigo?

– ¿Qué? -replicó el joven, sorprendido.

– ¿Qué haces aquí sentado?

– Se lo pedí yo -intervino Raylan, bien arrimado a la mesa, con las manos fuera de la vista.

El Zip le miró con el mismo desinterés de antes, y se volvió una vez más hacia el otro.

– Viste cómo la chica se marchaba. ¿Por qué no fuiste tras ella?

– Te puedo dar la versión larga o la corta -contestó el joven-. La corta es que el cabrón tiene un arma y ahora probablemente te tiene encañonado. Así que dime tú qué quieres hacer. Ni siquiera sé quién coño es.

El Zip no dijo una palabra, hasta que apartó la silla y se sentó; ahora se desentendió del joven.

– Veamos, ¿qué piensas hacer con Harry? -le preguntó directamente a Raylan-. ¿Estás aquí para extraditarlo?

– Estoy de vacaciones -respondió Raylan-. ¿Y tú qué? ¿Habías estado antes aquí? -El Zip mantuvo la mirada fija en Raylan pero no le contestó, parecía cansado, quizá por la diferencia horaria. Iba muy arreglado pero no se le veía demasiado feliz-. Pierdes el tiempo -añadió Raylan-. Lo único que conseguirás es meterte en problemas. -Miró al joven-. Tú debes de ser Nicky Testa, también conocido por Joe Macho. Prefiero Nicky. Leí tu expediente. -Raylan se encogió de hombros-. Los he visto peores. Lo único que te puedo decir es que no metas las narices en esto o vendrán a por ti espadas en ristre. Te lo digo en serio. Date una vuelta por el cuartel de los carabinieri, me parece que está en la Vía Salvo D’Acquisto, y verás lo que quiero decir.

– ¿Quién coño es este tipo? -le preguntó Nicky al Zip.

– ¿Quieres saber quién soy? Te lo diré. Soy la ley, eso es lo que coño soy, un oficial de policía de los Estados Unidos. Si quieres ver mi estrella te la enseño. Pero él lo sabe, tu jefe. Os recomiendo a los dos que regreséis a casa y os olvidéis de lo que tenéis contra Harry Arno, porque no es verdad. Aquella historia de que os estaba robando es una mentira que nos inventamos para que hicierais alguna estupidez y os pudiéramos cazar. Os digo la verdad. No hay ningún motivo para que insistáis, porque Harry nunca os hizo nada. -Raylan guardó un breve silencio-. Bueno, aparte de cargarse a aquella sabandija que enviasteis para que lo matara. Pero no le podéis culpar por eso, ¿verdad? Todavía tiene que ir a juicio por aquella muerte y es aquí donde entro yo. En otras palabras, podéis descansar tranquilos, olvidaos de Harry. ¿Qué os parece?

El Zip le miró durante lo que pareció una eternidad. Por fin tomó una decisión y dio su respuesta.

– Actúas como si Harry fuera tu amigo y le quisieras proteger. Eso es lo que me estás diciendo, que tú y él estáis del mismo lado. Sólo que tú tampoco sabes dónde está él, ¿verdad? No me engañas. -El Zip cabeceó-. ¿Quién crees que lo encontrará primero?

Se levantó, miró a Nicky, dio la vuelta y se marchó. Raylan observó cómo Nicky lo miraba largamente con aire bravucón, como diciendo «Me las pagarás».

– Si quieres tener pinta de malvado, entorna los párpados un poco más -le recomendó Raylan, con una sonrisa-. Lárgate, chico, no te haré daño, a menos que me obligues.

Raylan le observó marcharse antes de advertir que Joyce se había dejado el bolso sobre la mesa junto a la Guía de Rapallo.


Recorrieron las calles buscando el Lancia gris. Benno, que conducía el Mercedes, no paraba de charlar mirando de reojo a Tommy, instalado junto a él en el asiento delantero. Según Nicky, Benno se estaba inventando algún rollo para justificar por qué no había reconocido el coche después de haberlo seguido durante todo el camino desde Milán. El otro italiano auténtico, Fabrizio, que compartía el asiento trasero con Nicky, se inclinaba hacia delante para poder escuchar y meter baza; los tres hablaban en italiano a toda pastilla. Benno había venido desde Nápoles. Fabrizio era de Milán. Nicky le había preguntado por la mañana qué significaba stronzo y se enteró de que no significaba «fuerte». Les escuchó mientras el coche avanzaba lentamente por las calles, hasta que se hartó de tanto italiano, de no entender lo que decían, y gritó:

– ¡Eh, tíos! ¡A ver si habláis en inglés, coño! -Funcionó. Reinó el silencio mientras el Zip y Benno cruzaban una mirada. Nicky añadió-: ¿Queréis que me baje del coche? Si queréis, me voy a casa. Decidlo y me las piro. Pero os diré una cosa. Antes de irme me cargaré a ese tipo, al federal. Averiguaré dónde se aloja y me lo cargaré. -Miró directamente el perfil del Zip-. Os lo digo ahora para que lo sepáis.

El Zip le dijo algo en italiano a Benno, que aparcó el Mercedes delante de un bloque de apartamentos. El Zip se volvió para mirar a Nicky. Benno y Fabrizio le observaron.

– Dices que quieres cargarte a ese tipo -le dijo el Zip a Nicky-. Te diré una cosa, Joe Macho. Si aquel tipo me hubiera apuntado a mí, o a Benno o a Fabrizio, no estaríamos en el coche diciendo que nos lo íbamos a cargar. ¿Sabes por qué? Porque estaría muerto. Ninguno de nosotros habríamos salido de aquel café dejándole sentado tan tranquilo. Le habríamos pegado un tiro y disparado otro en la cabeza, aquí -el Zip se tocó la sien-, cuando estuviera tendido en el suelo, para asegurarnos. ¿Vale? Entonces está todo claro, y no hay nada más que decir. -Nicky vio que Benno asentía mientras el Zip hablaba-. Quizá no entiendes una cosa, la razón por la cual los jefes nos llaman. Benno y Fabrizio ya han estado en los Estados Unidos. Yo fui y me quedé. Nos llaman porque los tipos que tienen en casa para hacer los trabajos son unos cagados que no tienen cojones. Maricas, no se atreven a usar la pipa. Se sientan en el bar y hablan de lo que harán, pero no lo hacen. Lo que tú haces, Macho, es insultarnos. Estamos en Italia, en mi país, y quieres que hablemos en inglés. Después esperas que te escuchemos mientras nos dices que te cargarás al tipo que te apuntó, y se supone que debemos creernos que lo harás. -El Zip se dirigió a Benno-. ¿Me equivoco? -Miró a Fabrizio. Ambos asintieron.

– Lo haré -afirmó Nicky, con mucho cuidado porque intentaba mantener la calma-. Te doy mi palabra.

Benno comentó algo en italiano. Fabrizio se rió, el Zip sonrió y le dijo a Nicky:

– Benno quiere saber si podemos mirar. Quizás aprendamos algo.

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