Gloria le contó a Nicky que en realidad no fue como si él amenazara al Zip, porque no lo dijo de esa manera. Fue al estilo de: «Vete de la ciudad o te mato. ¿Vale?» No, fue: «Sal del condado», eso fue lo que dijo, «o vendré a buscarte con una pistola.»
– Con ese sombrero vaquero -continuó Gloria- inclinado sobre un ojo. No me lo podía creer. «Sal del condado, escucha bien, sal del condado antes de las dos y cuarto de mañana.» Exactamente veinticuatro horas después de decírselo.
Gloria acababa de entrar en la cocina y se lo contaba a Nicky mientras él preparaba el cubo de agua helada y las toallas, las que Gloria utilizaría para refrescar a Jimmy. Era casi la hora de su baño de sol de tres a cuatro de la tarde.
– Así que después le pregunté qué pensaba hacer.
– ¿Sí? -dijo Nicky, anhelando saberlo pero sin querer aparentar demasiado interés.
– Él va y me dice: «No voy a hacer nada al respecto.» -Gloria repitió las palabras imitando el acento del Zip-. «¿Sabes por qué? Porque no hará nada. Lo único que intenta es asustarme.»
– No lo sé -dijo Nicky, clara en su memoria la imagen del vaquero en lo alto de aquel risco diciéndole a Fabrizio que si daba otro paso adelante, le pegaba un tiro.
– Tommy dijo: «¿Alguna vez has oído que un federal se acerque a un tipo y le mate? Claro que pueden hacerlo, pero no te avisan primero, ni piden que un testigo escuche lo que dicen, como él hizo conmigo. Incluso sabe mi nombre.» Después añadió: «Ya me encargaré del vaquero más tarde.»
– Él estuvo aquí -dijo Nicky.
– Lo sé, le vi.
– Tienes razón, lo olvidé.
– No, no es verdad. Nicky, ¿qué quieres decirme?
– Nada.
– Venga, te conozco, Nicky. ¿Qué? -Como si hablara con un bebé enorme-. Le dijiste algo a Jimmy mientras el vaquero estaba aquí, ¿verdad? -Se acercaba cada vez más a la verdad-. Le diste al vaquero la dirección del Zip. Así fue como él se enteró. -Gloria hizo una pausa-. ¿Qué más? Venga, Nicky.
– Les dije a dónde habías ido tú.
– Oh, mierda.
– Se me escapó.
– Muchas gracias, capullo. Ahora tendré que inventarme alguna excusa para Jimmy.
– No lo pude evitar.
– Nicky, ¿te estás oyendo? Dices que el tipo quiere cargarse al Zip; hablas como un crío. ¿Sabes ya cómo lo harás?
– Tengo una idea.
– Caray, si quieres saber cómo se hace… -Gloria hizo una pausa efectista-. No se lo digas a nadie, pero Tommy se cargará a Harry Amo mañana.
– Venga ya, ¿cómo lo sabes?
– Es de lo que hablé con él.
No tenía sentido.
– ¿Él te dijo que lo haría?
– Quiere que le ayude.
– ¿Es coña? -No tenía sentido-. ¿Lo sabe Jimmy?
– Será una sorpresa.
– Se cagará encima.
– Es lo que le dije a Tommy, las mismas palabras.
– Se esconderá en un armario. ¿Se lo dirás?
– No, y tú tampoco. Quiero ver su cara cuando se entere.
– ¿Le ayudarás? ¿Cómo?
– Le daré el arma a Tommy.
Resultaba divertido que Joyce le preguntara dónde vivía después de haber pasado la noche juntos. Él le explicó que había comprado una casa, convencido de que su familia vendría después de haber vendido la casa de Brunswick, Georgia. Era un rancho en North Miami, en la calle 125, no muy lejos de la Broad Causeway, la misma carretera que cogía para ir a Miami Beach. Joyce dijo que le gustaría ver la casa. Cuando él le contestó que sólo tenía una cama, dos sillas de jardín de plástico, una mesa plegable y un televisor de doce pulgadas, ella preguntó: «¿Me mostrarás la casa o no?» Era demasiado pronto para hablar de matrimonio o siquiera de la posibilidad, pero Raylan tuvo la impresión de que a Joyce le gustaría volver a asumir las responsabilidades domésticas.
No sabía qué ocurriría esa noche, sábado, si irían a casa de Joyce o qué. A las seis de la tarde llegaron al apartamento de Harry con la comida china. Anoche le había dicho a Joyce que él comía de todo, aunque a la hora de escoger en el restaurante, sólo pidió chop suey y algo más. No conocía ninguno de los platos que llevaban en la bolsa. Esperaban de pie en la puerta del apartamento de Harry, sin dejar de hablar y de sonreírse el uno al otro. Después de un minuto llamaron otra vez y esperaron un poco más. Por fin se abrió la puerta.
– Harry… -dijo Raylan.
– Adivinen con quién acabo de hablar -le interrumpió Harry, muy satisfecho de sí mismo.
Dijo que aquellos tipos nunca admitirían haber cometido un error. Lo que seguramente pasaba es que habían puesto a dirigir el negocio de las apuestas a algún cretino que no estaba al tanto del sistema, de quién pagaba y quién no, y que lo había embarullado todo. Así que habían decidido que el Zip le llamara para proponerle un encuentro, como si tuvieran que discutir un malentendido. Era la manera en que estos tipos hacían las cosas. El Zip se refirió al asunto diciendo, escuchen esto, «la disputa entre nosotros».
– No has visto a Raylan desde Rapallo -le dijo Joyce.
– Le he saludado. Perdona, pero tengo que centrarme en una cosa. -Harry miró a Raylan-. ¿Cómo está? -y eso fue todo.
Joyce le miró, preocupada, y Raylan se encogió de hombros. Se dispusieron a cenar sirviéndose de las cajas. A Raylan le gustó el aspecto de la carne al estilo mongol. Harry dijo:
– Siéntense dónde quieran -y se fue con su plato al sofá donde tenía una copa preparada en la mesa del centro.
Joyce se sentó a su lado, mirando la bebida. Raylan se quedó en la mesa con las cajas de comida. Intentó usar los palillos pero cogió un tenedor. Prefería ver a Joyce utilizando los suyos a tener que escuchar lo que decía Harry. Al parecer éste se asignaba el mérito de la llamada y presumía de sí mismo. Era difícil saber cuánto había bebido. Joyce había estado con él durante la tarde y lo había encontrado normal.
– Me entraron ganas -afirmó Harry- de decirle: «Imbécil, esto no es una disputa. Alguien me tendió una trampa y ustedes se la creyeron. Prefirieron aceptar la palabra de un negro desconocido antes que la mía. ¿Y por qué? Porque no queréis aceptar la posibilidad de que alguien os robe y se quede tan ancho.» Así que me sentaré con el Zip, el matasiete siciliano, y me mostraré agradecido. Le besaré el culo delante de un centenar de personas y el tema estará olvidado. Y si quiero llevar otra vez el negocio, cojonudo. En otras palabras, que si quiero puedo robarles otra vez a partir del lunes. Cabalgando de nuevo. ¿Conoce el refrán, Tex?
– Allí donde un amigo es un amigo -contestó Raylan.
– ¿Dónde está su sombrero?
– Esta tarde no lo llevo.
– ¡Ah! Por eso no le reconocí. Entró y yo pensé: «¿Quién es el tipo que está con mi novia?»
Joyce, sentada junto a Harry, volvió a mirar a Raylan, preocupada.
Él lo dejó correr.
– Harry, ¿dónde se encontrará con él?
– En el Terrace, el café del Esther.
– Allí es donde vive.
– Bien. Está sólo una manzana más arriba.
– ¿A qué hora?
– A la una. Comeremos alguna cosa mientras arreglamos nuestra disputa, como dice él.
– Llámele un par de minutos después de la una -le aconsejó Raylan-, y diga que se reunirá con él en otra parte. Digamos que en Cardozo, al otro lado de la calle.
– ¿Cree que me prepara una trampa?
– ¿Por qué arriesgarse?
– Me dejó escoger el lugar de reunión.
– ¿Y escogió su hotel?
– Hablamos de diversos lugares, él mencionó ése y yo dije que sí. No escogí su hotel.
– Harry confía en él -intervino Joyce-, porque piensa que le necesitan.
– Me apuesto lo que quieras -afirmó Harry-. Yo escojo el lugar, le puedo cachear si quiero… Eso es a mi favor.
– Así que confía en él.
– Normalmente, no lo haría.
– Quiere confiar en él más que nada en el mundo -opinó Joyce.
– ¿Qué me dice de los tipos que trabajan para él? -preguntó Raylan-. ¿O de algún pistolero que haya contratado para que le mate mientras hablan? Estarán al aire libre: pueden pasar con un coche y disparar.
Harry masticó un bocado. No parecía preocupado.
– Si le telefonea al hotel y él entra para atender la llamada -añadió Raylan, imaginando la escena desde el otro lado de la calle-, puede llamar a cualquiera desde ahí dentro y decirle a sus hombres, o al pistolero, a dónde debe ir. Así que no puede llamarle. Hay que hacerlo de otro modo.
– Enviar a alguien -sugirió Joyce.
– Sí, con un mensaje para el Zip. -Raylan pensó por un momento. Joyce le miraba a él y a Harry que continuaba con su cena, distraído.
– Utilice a uno de los botones de Cardozo. Déle cinco pavos para que cruce la calle. No tardará más de dos minutos. En cuanto entregue el recado -dijo Raylan, imaginando otra vez la escena-, si el Zip entra en el hotel, desde donde puede hacer una llamada, entonces se cancela la cita. Usted regresa a casa en el acto.
– ¿Yo estoy en Cardozo? -preguntó Harry.
– Así es.
– Caray, si él está en el Esther, ¿cómo voy a saber si entra en el hotel?
– Yo se lo diré.
– ¿Sí? ¿Y a usted quién le invitó? Yo no.
– Le dije al Zip que nos veríamos. Alrededor de las dos y cuarto.
Harry les dejó para ir al baño. Raylan dijo:
– Sigue tan agrio como siempre, ¿no?
– Es tu culpa -respondió Joyce-. O la mía por hablarle bien de ti esta tarde. Noté cómo se cerraba.
– ¿Le hablaste de Robert?
– Dijo que fue una lástima.
– ¿Qué le pasa?
– No le gusta equivocarse. Escucha, ¿por qué no te marchas en seguida? Él espera que me quede a pasar la noche, así que debo explicarle qué pasa. Tú y yo… ¿qué?, ¿salimos juntos?
– Lo que tú quieras. Supongo que eso le destrozará, ¿no?
– Primero se negará a creerlo. Después se mostrará herido, lo utilizará como una excusa para beber. Lo utilizará para lo que sea. Es capaz de volver a fumar. Espérame abajo, ¿vale? ¿En el parque?
Eso fue lo que él hizo; se sentó en el muro de piedra que separaba Lummus Park de la playa y contempló el tráfico del sábado por la noche en Ocean Drive: los coches casi se tocaban en los dos carriles. Había leído que las estrellas de cine tenían apartamentos aquí, pero no había visto a ninguna. En cambio había muchos homosexuales, todos chicos bien vestidos con el pelo corto. Raylan no tenía nada en contra de los homosexuales: ni siquiera recordaba haber conocido alguno. Tanto ellos como otras personas que había por aquí vestían prendas que Raylan nunca había visto en las tiendas. ¿Dónde compraban la ropa? Alguien vestido normal, como aquel que venía por el paseo con un traje corriente, era como de otro planeta… caray, o de la delegación del FBI en Miami. El hombre que se acercaba con ese traje, la camisa deportiva con el cuello abierto, las manos en los bolsillos y con aspecto de despistado, era el agente especial McCormick. Éste miró en su dirección. Raylan no se movió. McCormick volvió a mirarle, sin dar muestras de reconocerle. Ya casi le había dejado atrás, cuando se detuvo.
– Me pareció que era usted. Creo que hace tiempo que no le veía.
– Me tomé unas vacaciones.
– ¿Cómo dijo que se llama?
Raylan se levantó mientras se lo decía.
– Exacto, el tipo del sombrero vaquero.
– Del oeste, sí.
– Quizá no esté enterado, pero hemos archivado la investigación de Capotorto. Resultó ser que Jimmy no es nadie importante. Se le puede llevar ante un gran jurado, pero, ¿para qué? Bueno -dijo despidiéndose-, voy a tomar una copa con uno de mis soplones favoritos. Pía sido un placer, Raymond.
Joyce apareció cuando McCormick se marchaba.
– ¿Quién es ése?
– Un tipo.
– Parece solitario.
– No me extrañaría.
– Tienes que ir con ojo por aquí -dijo Joyce-, nunca se sabe con quién estás hablando. -Ella le cogió del brazo y le dio un apretón-. No te preocupes. Cuidaré de ti.