Una semana más tarde regresó. La alta. Las mujeres altas son mejores que las bajas, sobre todo el tipo de mujeres altas que los hombres bajos parecen preferir, que en realidad no lo son tanto, sólo lo parecen. Ésta no es que fuera alta como un aro de baloncesto, sino todo pelo, sombrero, tacones y altivez. De eso le sobraba. Parecía necesitar tanto mi ayuda como Venecia la lluvia. Eso es algo que valoro en un cliente. Me gusta que me suelte su rollo alguien que no está acostumbrado a palabras como «por favor» y «gracias». Hace salir al tipo de cuarenta y ocho años que hay en mí. En ocasiones, incluso al espartaquista.
– Necesito su ayuda, herr Gunther -dijo, mientras se sentaba con cuidado en el borde de mi chirriante sofá verde de piel.
Levantó el maletín y lo abrazó contra su amplio pecho, como si llevara un peto.
– Vaya. ¿Qué le hace pensar eso?
– Es detective privado, ¿no?
– Sí. Pero ¿por qué yo? ¿Por qué no recurre a Preysings, en Frauenstrasse, o a Klenze, en Augustinerstrasse? Ambos son más conocidos que yo.
Pareció desconcertada, como si le hubiera preguntado de qué color llevaba la ropa interior. Sonreí con calidez y me dije que, si no se movía del borde del sofá, no me quedaría más remedio que imaginármelo.
– Lo que trato de averiguar, fräulein, es si alguien me ha recomendado. En este negocio interesa saber ese tipo de cosas.
– Nada de fräulein. Frau Warzok. Britta Warzok. Y sí, alguien le recomendó.
– Ah. ¿Quién?
– Si no le importa, prefiero no decírselo.
– Usted es la señorita que visitó a herr Krumper la semana pasada. A mi abogado. ¿Para informarse sobre mi hotel? Sólo que entonces se hizo llamar Schmidt, creo.
– Sí. No fui muy original, ya lo sé. Pero no estaba segura de contratar sus servicios. Vine en un par de ocasiones, pero usted no estaba y no me apetecía dejarle un mensaje en el buzón. El conserje me dijo que creía que usted tenía un hotel en Dachau. Pensé que tal vez lo encontraría allí. Vi el cartel de «en venta» y fui a laoficina de Krumper.
Era probable que parte de aquello fuera verdad, pero decidí no insistir más. Además, disfrutaba demasiado de su inquietud y de sus elegantes y largas piernas como para ahuyentarla. Pero no vi nada de malo en provocarla un poco.
– Sin embargo, cuando vino la otra noche dijo haber cometido un error.
– He cambiado de opinión -respondió-. Eso es todo.
– Cambió de opinión una vez y puede volver a hacerlo. Y dejarme en la estacada. En este negocio, eso no es agradable. Tengo que saber que se compromete con el asunto, frau Warzok. Esto no es como comprar un sombrero. Una vez se ha iniciado una investigación, uno no puede echarse atrás. No puede devolverla a la tienda y decir que no le gusta.
– No soy estúpida, herr Gunther -respondió-. Y por favor no me hable como si no hubiera considerado lo que estoy haciendo. No ha sido fácil venir hasta aquí. No tiene ni idea de lo difícil que resulta. Si la tuviera, tal vez no sería tan paternalista. -Hablaba con frialdad, sin pizca de emoción-. ¿Es el sombrero? Me lo puedo quitar, si le molesta.
Por fin soltó el maletín y lo dejó en el suelo, junto a sus pies.
– Me gusta el sombrero -sonreí-. Por favor, déjeselo. Y siento que mis modales la hayan ofendido. Pero la verdad es que en este negocio se ve a mucha gente que sólo hace perder el tiempo, y para mí, mi tiempo es oro. Me dedico en exclusiva, por lo que si trabajo para usted no lo haré para nadie más. Y alguien podría necesitar mis servicios más que usted. Así son las cosas.
– Dudo que haya alguien que lo necesite más que yo, herr Gunther -dijo, con el temblor justo en la voz para tirar del lado más blando de mi aorta.
Le ofrecí un cigarrillo.
– No fumo -respondió, meneando la cabeza-. Mi… médico dice que es malo para la salud.
– Lo sé. Pero como yo lo veo, es uno de los medios más elegantes de matarse. Además, te da tiempo de sobra para poner en orden tus asuntos. -Encendí el cigarrillo y tragué una bocanada de humo-. Y bien, ¿cuál es el problema, frau Warzok?
– Parece que habla en serio -dijo-. Cuando habla de matarse.
– Estuve en el frente ruso, querida. Después de algo así, cada día es un día extra. -Me encogí de hombros -. Así que comamos, bebamos y seamos felices, porque mañana pueden invadirnos los Ivanes, y si eso sucede desearemos estar muertos pese a no estarlo, aunque sin duda lo estaremos, porque ahora vivimos en un mundo atómico y se tarda seis minutos y no seis años en matar a seis millones de personas. -Agarré el cigarrillo entre los dedos y le sonreí-. ¿Qué son unos cuantos pitillos comparados con una humareda en forma de seta?
– Entonces, ¿pasó por aquello?
– Claro. Todos pasamos por aquello. -No las veía pero sabía que estaban ahí. La pequeña redecilla negra que le colgaba del sombrero le cubría las tres cicatrices de la mejilla-. También usted, por lo que se ve.
Se llevó la mano a la cara.
– En realidad, tuve mucha suerte -respondió.
– Sí, ésa es la única forma de pensar en ello.
– El 25 de abril de 1944 hubo un ataque aéreo. Según dicen, cuarenta y cinco explosivos y cinco mil bombas incendiarias cayeron sobre Múnich. Una de las bombas destrozó una cañería de agua de mi casa. Recibí el impacto de tres anillos de cobre incandescentes que saltaron de la caldera. Fácilmente podrían haberme dado en los ojos. Es increíble lo que podemos llegar a soportar, ¿no cree?
– Si usted lo dice…
– Herr Gunther, quiero casarme.
– ¿No estamos yendo un poco deprisa, querida? Acabamos de conocernos.
Sonrío con elegancia.
– Sólo hay un problema. No sé si el hombre con el que me casé sigue vivo.
– Si desapareció durante la guerra, frau Warzok, debería acudir a la Ofi cina de Información del Ejército. La Weh rmacht Dienststelle está en Berlín, Eichborndamm, 179. Teléfono 41904.
Sabía el teléfono porque cuando el padre de Kirsten murió traté de averiguar si su hijo seguía con vida. La noticia de que su hermano había sido asesinado en 1944 no hizo mucho por el deteriorado estado mental de Kirsten.
Frau Warzok meneaba la cabeza.
– No, no es eso. Al final de la guerra seguía vivo. En la primavera de 1946 estuvimos en Ebensee, cerca de Salzburgo. Lo vi sólo un rato, ya me entiende. No vivíamos como marido y mujer. No desde el fin de la guerra.
Sacó un pañuelo de la manga de su chaqueta entallada y lo aplastó contra la palma de la mano con expectación, como si estuviera planeando echarse a llorar.
– ¿Ha hablado con la policía?
– La policía alemana dice que es asunto de Austria. La policía de Salzburgo dice que debería dejarlo en manos de los americanos.
– Los yanquis no saldrán en su busca -dije.
– En realidad, puede que sí. -Tragó un bolo de emoción contenida y soltó un profundo suspiro-. Sí, es muy probable que les interese salir a buscarlo.
– ¿Y eso?
– No es que les haya dicho nada sobre Friedrich. Así se llama. Friedrich Warzok. Es de Galitzia. Galitzia fue parte de Austria hasta la guerra Austro-Prusiana de 1866, al término de la cual obtuvo su autonomía. Entonces, después de 1918, pasó a formar parte de Polonia. Friedrich nació en Cracovia en 1903. Era un polaco muy austriaco, herr Gunther. Y después muy alemán, cuando Hitler resultó elegido.
– ¿Y por qué los americanos habrían de estar interesados en él? -pregunté, aunque comenzaba a hacerme una idea.
– Friedrich era un hombre ambicioso, pero no fuerte. Al menos no intelectualmente. Físicamente sí lo era, muy fuerte. Antes de la guerra era picapedrero. Bastante bueno. Era un hombre muy viril, herr Gunther. Supongo que eso fue lo que me enamoró de él. Con dieciocho años, yo también era muy vigorosa.
No me cabía la menor duda. Resultaba muy sencillo imaginarla con una combinación corta de color blanco, una corona de laurel en el pelo y haciendo interesantes ejercicios con un aro en una bonita película de propaganda del doctor Goebbels. El vigor femenino jamás tuvo un aspecto tan rubio y saludable.
– Seré honesta con usted, herr Gunther. -Se llevó la punta del pañuelo al ojo-. Friedrich Warzok no era unbuen hombre. Durante la guerra hizo cosas terribles.
– Después de Hitler nadie puede decir que tenga la conciencia limpia -repuse.
– Está muy bien que piense así. La gente hace cosas para sobrevivir, pero también hace cosas que nada tienen que ver con la supervivencia. La amnistía de la que se trata en el Parlamento… no creo que mi marido goce de ella, herr Gunther.
– Yo no estaría tan seguro. Si alguien de la calaña de Erich Koch está dispuesto a arriesgarse a salir de su escondite para pedir la protección de la nueva Ley Básica, entonces cualquiera puede hacer lo mismo. Haya hecho lo que haya hecho.
Erich Koch había sido el Gauleiter de Prusia Oriental y el Comisionado del Reich en Ucrania, donde tuvieron lugar terribles acciones. Lo sabía porque había visto unas cuantas. Koch contaba con poder ampararse en la nueva Ley Básica de la Re pública Federal, que prohibía la pena de muerte y la extradición en los casos de crímenes de guerra. En aquel momento permanecía en una cárcel de la zona británica. El tiempo diría si había tomado la decisión acertada.
Comenzaba a vislumbrar el derrotero que iban a tomar aquel caso y mi recién establecido negocio. El marido de frau Warzok era el tercer nazi consecutivo del que me ocupaba. Y gracias a tipos como Erich Kaufmann y el barón Von Starnberg, que me había hecho llegar una carta de agradecimiento, parecía como si fuera a convertirme en el hombre al que acudir cuando el problema guardaba relación con un camisa parda o un criminal de guerra fugado. Y no es que me gustara demasiado. No había vuelto a ejercer de detective privado para eso. Es probable que me hubiera librado de frau Warzok si hubiera intentado convencerme de que su marido no tenía nada personal en contra de los judíos, o que no era más que una víctima de los «juicios de valor históricos». Pero, de momento, no decía nada de eso. Al contrario, como no tardó en señalar.
– No, no. Friedrich era un hombre malvado. No puede ser que le concedan la amnistía a un hombre como él. No después de lo que hizo. Merece todo lo que le venga encima. Nada me haría más feliz que saber que estámuerto. Créame.
– Le creo, le creo. ¿Por qué no me cuenta qué hizo?
– Antes de la guerra estuvo en el Freikorps, y después en el Partido. Entonces se unió a las SS y se convirtió en Hauptsturmführer. Lo destinaron al campo Lemberg-Janowska de Polonia. Y allí dejó de ser el hombre con el que me había casado.
Negué con la cabeza.
– No he oído hablar de Lemberg-Janowska.
– Alégrese de ello, herr Gunther -respondió-. Janowska no era como los otros campos. Empezó como una red de factorías que formaban parte de la fábrica de armamento alemán, en Lvov. Había judíos y polacos que hacían trabajos forzados. Unos seis mil en 1941. Friedrich llegó a principios de 1942 y, al menos durante unos días, estuve con él. El comandante era un hombre llamado Wilhaus, y Friedrich se convirtió en su ayudante. Habría unos doce o quince oficiales alemanes como mi esposo. Pero la mayoría de los miembros de las SS, los guardias, eran rusos que se habían ofrecido como voluntarios para servir a las SS y eludir así los campos de prisioneros de guerra. -Hizo un gesto de negación y apretó el pañuelo con fuerza, como si tratara de escurrir recuerdos dolorosos del pedazo de algodón-. Después de que Friedrich llegara a Janowska, el campo comenzó a llenarse de judíos. De muchos judíos. Y los valores del campo, si es que puede utilizarse una palabra así para hablar de Janowska, empezaron a cambiar. Obligar a los judíos a fabricar munición se volvió mucho menos importante que acabar con ellos. Y no los mataron de manera sistemática, como en Auschwitz-Birkenau. Nada de eso. Aquello consistía en matarlos de uno en uno, tal y como le apeteciera al oficial de las SS de turno. Y cada uno de ellos tenía su forma favorita de acabar con los judíos. Y cada día alguien era baleado, ahorcado, ahogado, empalado, destripado, crucificado… sí, crucificados, herr Gunther. Cuesta creer, ¿verdad? Pues es cierto. Las mujeres eran apuñaladas hasta morir, o mutiladas con hachas. Utilizaban a los niños para practicar puntería. Oídecir que apostaban si podrían partir a un niño por la mitad de un solo hachazo. Cada oficial de las SS estaba obligado a llevar la cuenta de cuántos había matado a fin de elaborar una lista. Trescientas mil personas murieron de ese modo, herr Gunther. Trescientas mil personas asesinadas brutalmente, a sangre fría, por sádicos que se carcajeaban. Y mi marido fue uno de ellos.
Mientras hablaba no me miraba a mí sino al suelo, y no pasó mucho tiempo antes de que una lágrima recorriera la fina línea de su nariz y se perdiera en la alfombra. Y después otra.
– En algún momento, no sé exactamente cuándo porque pasado un tiempo dejó de escribirme, Friedrich asumió la dirección del campo. Y le aseguro que no introdujo ningún cambio. Una vez me escribió para contarme que Himmler lo había visitado, y que estaba feliz por lo bien que iban las cosas en Janowska. El campo fue liberado por los rusos en 1944. Wilhaus está muerto. Creo que los rusos lo mataron. Fritz Gebauer, el comandante del campo antes que Wilhaus, fue juzgado en Dachau y condenado a cadena perpetua. Está en la cárcel de Landsberg. Pero Friedrich escapó a Alemania, donde permaneció hasta el fin de la guerra. Durante aquel tiempo mantuvimos el contacto. Pero el matrimonio se había terminado, y si no fuera porque soy católica, me hubiera divorciado de él.
»A finales de 1945 desapareció de Munich y no supe nada más de él hasta marzo de 1946. Estaba huyendo. Contactó conmigo y me pidió dinero para escapar. Estaba en contacto con una asociación de antiguos compañeros… Odessa. Y estaba a la espera de una nueva identidad. Tengo dinero, herr Gunther, así que acepté. Lo quería fuera de mi vida, para siempre. En aquel momento no se me ocurrió que me querría volver a casar. Entonces las cicatrices que usted ve no tenían este aspecto. Un cirujano hizo un buen trabajo para que mi rostro estuviera más presentable. Y tuve que invertir mucho de lo que me quedaba en pagarle.
– Mereció la pena -observé-. Hizo un buen trabajo.
– Muy amable por su parte. Y ahora he conocido a alguien. Un hombre decente con el que me gustaría casarme. Así que tengo que saber si Friedrich está vivo o muerto. Verá, dijo que me escribiría cuando llegara a Sudamérica. Es allí donde se dirigía. Es allí donde van la mayoría de ellos. Pero no lo hizo. Otros de los que escaparon con él se pusieron en contacto con sus familias y ahora viven seguros en Argentina y en Brasil. Pero no mi marido. He hablado con el cardenal Josef Frings, de Colonia, y me dice que la Ig lesia católica no acepta un nuevo matrimonio a menos que presente pruebas de la muerte de Friedrich. Y creí que, por el hecho de haber formado parte de las SS, usted tendría más posibilidades de averiguar si está vivo o muerto. Si está en Sudamérica.
– Está bien informada -dije.
– Yo no -respondió-. Mi prometido. Al menos eso fue lo que me dijo.
– ¿A qué se dedica?
– Es abogado.
– Debería haberlo imaginado.
– ¿Qué quiere decir?
– Nada -respondí-. ¿Sabe, frau Warkoz?, no todos los que estuvieron en las SS son personas tan cálidas y adorables como yo. A algunos de esos antiguos compañeros no les gustan las preguntas, ni siquiera si parten de gente como yo. Lo que me pide podría ser muy peligroso.
– Soy consciente de ello. Le compensaremos. Aún me queda algo de dinero. Y mi prometido es un abogado rico.
– ¿Hay algún abogado que no lo sea? Tengo la sensación de que en el futuro todos serán abogados. Tendrán que serlo. -Encendí otro cigarrillo-. Un caso como éste puede resultar muy costoso. Están los gastos. Y el dinero suelta las lenguas.
– ¿El dinero suelta las lenguas?
– Sí. Mucha gente no dirá nada hasta ver una foto de Europa y el toro. -Saqué un billete y le mostré la foto de la que estaba hablando-. Como ésta.
– Supongo que eso lo incluye también a usted.
– Yo funciono con monedas, como todo y todos en los días que corren. Abogados incluidos. Cobro diez marcos al día, más gastos. Sin recibos. A su contable no le hará mucha gracia, pero es inevitable. Comprarinformación no es como comprar sobres. Siempre cobro algo por anticipado. Por las molestias. Es decir, puede que no obtenga resultados, y a un cliente siempre le resulta molesto descubrir que ha pagado por nada.
– ¿Qué le parecen doscientos por anticipado?
– Doscientos son mejor que cien.
– Más una prima sustanciosa si da con alguna prueba de que Friedrich está vivo o muerto.
– ¿Cómo de sustanciosa?
– No lo sé. No he pensado mucho en ello.
– Pues no estaría mal que lo hiciera. Trabajo mucho mejor si lo sé. ¿Qué precio le pone a que llegue a descubrir algo? ¿O a casarse, por ejemplo?
– Le pagaría cinco mil marcos, herr Gunther.
– ¿Ha pensado en ofrecerle esa cantidad al cardenal? -pregunté.
– ¿Como un soborno?
– No, nada de «como un soborno», frau Warzok. Estoy hablando de un soborno en toda regla. Así de simple. Cinco mil marcos compran un montón de rosarios. Venga ya, si es así como los Borgia amasaron su fortuna. Lo sabe todo el mundo.
Frau Warzok parecía escandalizada.
– La Ig lesia ya no es así -respondió.
– ¿Ah, no?
– No podría hacerlo. El matrimonio es un sacramento indisoluble.
Me encogí de hombros.
– Si usted lo dice. ¿Tiene una fotografía de su esposo?
Sacó un sobre de la maleta y me entregó tres fotografías. La primera era un retrato de estudio de un hombre con brillo en la mirada y una amplia sonrisa. Tenía los ojos un poco juntos, pero aparte de eso nada hacía presagiar que aquélla fuera la cara de un asesino psicópata. Parecía un tipo de lo más corriente. Aquello era lo que tenían de aterrador los campos de concentración y los grupos de acción especial. Fueron los tipos corrientes -abogados, jueces, policías, granjeros de pollos y picapedreros- quienes llevaron a cabo todas esas matanzas. En la segunda fotografía la situación era ya más evidente. Un Warzok algo más rechoncho, con la papada plegada sobre el cuello de la guerrera, en posición de firmes, estrechaba la mano de un sonriente Heinrich Himmler. Warzok era unos tres centímetros más bajo que Himmler, que iba acompañado de un Gruppenführerde las SS a quien no reconocí. La tercera mostraba un plano más abierto; tomada el mismo día, aparecían en ella seis oficiales de las SS, entre ellos Warzok y Himmler. En el suelo había sombras, por lo que se diría que el sol había brillado.
– Esas dos fueron tomadas en agosto de 1942 -explicó frau Warzok-. Como puede ver, le enseñaron Janowska a Himmler. Wilhaus estaba borracho y la escena no fue tan cordial como pueda parecer. Himmler no estaba de acuerdo con la crueldad gratuita. O al menos eso me dijo Friedrich.
Buscó en su maletín y sacó una hoja mecanografiada.
– Ésta es una copia de algunos detalles de su registro en las SS. Su número de las SS. Su número del NSDAP. Sus padres están muertos, así que puede olvidarse de tirar por ahí. Tuvo una novia, una judía llamada Rebecca, a la que asesinó justo antes de que el campo fuera liberado. Tal vez Fritz Gebauer pueda decirle algo. Yo no lo he intentado.
Eché un vistazo a la hoja que había preparado. Era un informe exhaustivo, la verdad es que se había esmerado. O quizá fuera obra de su prometido, el abogado. Miré de nuevo las fotografías. Me costaba imaginarla en la cama con el hombre que estrechaba la mano de Himmler, pero parejas más improbables se han visto. Resultaba sencillo ver qué había sacado él del asunto. Era bajo, ella era alta. En eso, al menos, se ajustaba a la media. Lo que no acababa de entender era qué habría visto ella en él. Las mujeres altas solían casarse con hombres bajos porque no andaban cortos de dinero, sólo de estatura. Los picapedreros no ganaban mucho. Ni siquiera en Austria, donde las tumbas tienen más estilo que en cualquier otro lugar de Europa.
– No lo capto -dije-. ¿Por qué se casaría una mujer como usted con un mequetrefe como ése?
– Porque me quedé embarazada -respondió-. De no haber sido por eso jamás me habría casado con él. Después de la boda perdí al bebé. Y ya se lo he dicho. Soy católica. Y un matrimonio es para toda la vida.
– Está bien. Eso lo entiendo. Pero suponga que lo encuentro. ¿Qué pasará entonces? ¿Ha pensado en ello?
Arrugó la nariz y su rostro adoptó una expresión severa que no me había mostrado hasta entonces. Cerró los ojos un instante, se quitó uno de los guantes de terciopelo y me dejó ver la mano de hierro que había permanecido oculta hasta entonces.
– Usted ha mencionado a Erich Koch. Mi prometido cree que desde que en mayo abandonara la clandestinidad, los británicos, en cuya zona de ocupación está encarcelado, están considerando las peticiones de extradición de Polonia y la Uni ón Soviética, países en los que cometió sus crímenes. Pese a la Ley Bá sica y a las amnistías que la Re pública Federal pueda pasar, mi prometido cree, y sus opiniones están fundamentadas, que los británicos aprobarán su extradición a la zona rusa. A Polonia. Y si un tribunal de Varsovia lo declara culpable, no cabe duda de que tendrá que afrontar la pena máxima impuesta por las leyes polacas. Una pena que el sistema judicial alemán no aprueba. Esperamos que Friedrich Warzok corra la misma suerte.
Sonreí.
– Bueno, ahora sí. Ya veo qué tenían en común ustedes dos. Es usted una mujer cruel, ¿no? Como una de esas Borgia de las que hemos hablado. Lucrecia Borgia. Cruel y hermosa.
Se sonrojó.
– ¿A usted le importa qué pueda sucederle a un hombre como él? -preguntó, mostrándome la fotografía de su esposo.
– No especialmente. La ayudaré a encontrar a su esposo, frau Warzok. Pero no la ayudaré a ponerle un lazo al cuello, aunque merezca eso y mucho más.
– ¿Qué ocurre, herr Gunther? ¿Le impresionan este tipo de cosas?
– Tal vez. Pero si soy impresionable es porque he visto a hombres colgados y cosidos a balazos. Los he visto saltar en pedazos y morir de hambre, los he visto abrasados con lanzallamas y aplastados bajo las orugas de los Panzer. Es curioso, pero con el tiempo te das cuenta de que ya has visto demasiado. Demasiadas cosas que no puedes fingir no haber visto porque aguardan bajo los párpados y aparecen cada noche cuando te vas a dormir.Entonces te dices que será mejor que no veas nada más. No si puedes evitarlo. Y por supuesto, puedes, porque las viejas excusas ya no valen un carajo. No basta con decir que no podemos hacer nada más, que una orden es una orden, y esperar que la gente se lo trague como solía hacerlo. De modo que sí, supongo que soy un poco impresionable. Al fin y al cabo, mire dónde nos ha llevado la crueldad.
– Usted es del tipo filósofo, ¿no? Dentro de los detectives.
– Todos los detectives son filósofos, frau Warzok. Tienen que serlo. Así saben cuánto de lo que los clientes les dicen pueden tragarse sin problemas y cuánto pueden desechar. Quién de ellos está tan loco como Nietzsche y quién está sólo tan loco como Marx. A los clientes, me refiero. Mencionó doscientos por anticipado.
Se agachó sobre el maletín, sacó la cartera y contó cuatro billetes ante mis ojos.
– También he traído cicuta -dijo-. Si no aceptaba el caso estaba dispuesta a amenazarle con bebérmela. Pero si encuentra a mi marido podría dársela a él. Una especie de regalo de despedida.
Sonreí. Me gustaba sonreírle a aquella mujer. Era el tipo de cliente que necesita ver mis dientes, sólo como recordatorio de que puedo morder.
– Le haré un recibo -dije.
Concluido el encuentro se levantó y un rastro de perfume abandonó su delicioso cuerpo para meterse en mis vías aéreas. Calculé que sin los tacones y el sombrero sería tan alta como yo. Pero con ellos me hacía sentir como su eunuco favorito. Supuse que ése era el efecto que pretendía.
– Cuídese, herr Gunther -dijo, llevando la mano al pomo de la puerta.
El perfecto caballero se le adelantó.
– Siempre lo hago. Tengo mucha práctica.
– ¿Cuándo empezará a buscarlo?
– Sus doscientos dicen que ahora mismo.
– ¿Y cómo lo hará? ¿Por dónde empezará?
– Es probable que comience por reconocer el terreno. Y con seis millones de judíos asesinados, hay terreno de sobra en Alemania por donde empezar.