Ninguno de los dos era especialmente corpulento y, de no ser por las pistolas, no me hubiera costado abrirme paso a través de ellos como si fueran puertas de vaivén. Parecían algo más inteligentes que el típico matón, pero sólo un poco. Tenían esa clase de rostro que se resiste a una descripción inmediata, como un campo de hierba o un camino de grava. De los que hay que observar a conciencia para retenerlos en la mente. Los miré desafiante, como miro a todo aquel que me apunta con una pistola, aunque no por ello dejé de poner las manos en alto. Me da por observar las buenas maneras cuando la gente me saluda pistola en mano.
– ¿Cómo se llama? ¿Y qué está haciendo aquí?
El que había hablado primero intentaba impostar un tono severo, como si se esforzara por dejar a un lado la buena educación con el fin de acongojarme. Tenía el pelo entrecano y la barba y el bigote formaban un heptágono perfecto en torno a la boca, confiriéndole a su delicado rostro cierta virilidad artificial. Detrás de la montura ligera de las gafas, había unos ojos grandes, con demasiado blanco alrededor del iris de color miel, como si no estuviera del todo seguro de sus acciones. Vestía un traje oscuro, un abrigo corto de piel y un pequeño sombrero de fieltro que parecía una cesta de pan en equilibrio sobre su cabeza.
– Soy el doctor Eric Gruen -dije.
Cualquiera que fuera el crimen que Eric Gruen había cometido, llevaba un pasaporte con su nombre en el bolsillo y no me quedaba más opción que hacerme pasar por él. Además, por lo que Medgyessy me había dicho, era la policía aliada la que iba tras de mí, no la austriaca, y aquéllos eran policías austriacos, de eso estaba seguro. Ambos llevaban el mismo modelo de pistola, flamantes Mauser automáticas, la clase de arma que llevaban todos los agentes del cuerpo de policía vienés, una vez purgado de nazis.
– Papeles -dijo el segundo policía.
Me llevé la mano al bolsillo lentamente. Entre los dos debían de acumular tanta experiencia policial como un jefe de boyscouts, y a mí no me apetecía recibir un tiro por culpa de los nervios de un poli novato. Les alargué elpasaporte de Gruen con cuidado y volví a levantar las manos.
– Soy amigo de frau Warzok -dije olisqueando el ambiente. Aquella habitación no era lo único que olía mal; la situación en sí apestaba. Si la policía estaba allí era porque algo grave había ocurrido-. Díganme, ¿está bien? ¿Dónde está?
El segundo policía seguía inspeccionando el pasaporte. No me preocupaba tanto que no creyera que era mío como que estuviera al tanto de lo que Gruen hubiera hecho.
– Aquí pone que es usted vienés -dijo-. Pero no tiene usted acento de Viena.
Iba vestido igual que su colega, excepto por el sombrero de panadero. Los labios sonreían hacia el lado contrario al que se torcía la nariz. Tal vez pensara que le daba un aire irónico o escéptico, pero en realidad sólo daba impresión de estar torcido y distorsionado. Todos los genes recesivos parecían haberse concentrado donde debería haber estado la barbilla. En la frente, bajo el nacimiento del pelo, tenía una cicatriz en forma de ese. Me devolvió el pasaporte.
– Antes de la guerra viví diez años en Berlín -dije.
– Conque médico, ¿eh?
Empezaban a relajarse.
– Así es.
– ¿Su médico?
– No. Oigan, ¿quiénes son ustedes? ¿Y dónde está frau Warzok?
– Policía -dijo el del sombrero, enseñándome la placa-. Deutchmeister Platz.
Parecía razonable. El Komissariat de Deutchmeister Platz quedaba a menos de cien metros del piso.
– Está ahí dentro -dijo el de la cicatriz.
Enfundaron las armas y me hicieron pasar a un baño alicatado.
Había sido construido en aquella época en que un cuarto de baño no se consideraba tal a menos que cupiera en él todo un equipo de fútbol. En la bañera había una mujer. A excepción de una media de nailon, estaba desnuda. La media estaba anudada alrededor del cuello. No era la clase de nudo que pudiera entretener mucho rato a Alejandro Magno, pero era efectivo, porque la mujer estaba muerta. Estrangulada. Aparte del hecho de que nunca antes la había visto, no sabría decir más sobre ella porque la fetidez no permitía permanecer allí. Tanto cuerpo como el agua habían adquirido un tono verdusco. Y había moscas. Resulta curioso que siempre haya moscas en torno a los cadáveres, aunque haga tanto frío como hacía entonces.
– Santo cielo -dije, saliendo del cuarto de baño como si no hubiera visto un cadáver desde los años de facultad, cuando en realidad había visto otro apenas media hora antes.
Esta vez lo que me lleve a la nariz fue la mano. Por el momento, las bragas seguirían a buen recaudo en el bolsillo. El efecto del hedor no era fingido. Fui directo a la ventana y me asomé en busca de aire fresco. Por suerte, el olor me hacía venir arcadas, de lo contrario quizás hubiera dicho alguna estupidez, como que el cuerpo de la bañera no era el de Britta Warzok. Eso lo hubiera estropeado todo, a la vista de lo que dijo a continuación el policía del sombrero.
– Lamento que se haya enterado de esta manera -dijo, siguiéndome a la ventana. Quedaba claro que la habían abierto ellos-. Para mí también ha sido un golpe. Frau Warzok me daba clases de piano de pequeño. – Señaló un piano que había tras la puerta-. Cuando usted ha llegado, acabábamos de encontrarla. El vecino de abajo ha sido quien ha avisado del olor y del correo amontonado en el buzón.
– ¿De qué la conoce? -preguntó el otro policía, mirando la bolsa que había traído conmigo y preguntándose por su contenido.
Improvisé una historia sobre la marcha, intentando hilvanar una cadena causal plausible. El cadáver tenía aspecto de llevar en la bañera casi una semana. Ése sería mi punto de partida aproximado.
– Conocía a su marido -dije-. Friedrich. De antes de la guerra. Antes de que… -Me encogí de hombros -. Hará una semana recibí una carta de ella en mi casa de Garmisch. Decía que estaba en peligro. Tardé unos días en poderme ausentar de la consulta y he llegado a Viena hace un rato. He venido aquí directamente.
– ¿Tiene esa carta? -preguntó el policía de la cicatriz.
– No, me temo que me la he dejado en Garmisch.
– ¿Qué clase de problemas? -preguntó-. ¿Se lo dijo?
– No, pero Britta no es… no era de las que dice las cosas a la ligera. Era una carta muy breve. Sólo decía que viniera a Viena lo antes posible. La telefoneé antes de salir de Garmisch, pero no lo cogió. Sin embargo, he preferido venir de todos modos.
Empecé a caminar en círculos como habría hecho una persona normal, agitada por la pena. En parte lo estaba, desde luego, todavía tenía fresco en la retina el cadáver de Vera Messmann. Había algunas alfombras de buena calidad y sillas y mesas elegantes, porcelana fina de Nymphenburg, un jarrón con unas flores que parecían llevar muertas tanto tiempo como la mujer de la bañera, y un aparador lleno de fotografías enmarcadas. Me acerqué para verlas mejor. Muchas eran de la mujer. Una de ellas era de su boda con alguien cuya cara me resultaba conocida. Era Friedrich Warzok. Estaba seguro de que era él porque llevaba el uniforme de las SS. Levanté la cabeza como si todo me diera vueltas, y de hecho era así porque todo lo que me estaba ocurriendo desde que aquella supuesta Britta Warzok entró en mi oficina me daba muy mala espina.
– ¿Quién ha podido hacer algo así? -pregunté-. A no ser…
– ¿A no ser?
– No es ningún secreto que Friedrich, su marido, está en busca y captura por crímenes de guerra -dije-. Y claro, uno oye cosas sobre brigadas de revanchistas judíos. Quién sabe si venían buscando al marido y la mataron a ella en su lugar.
El policía del sombrero meneó la cabeza.
– Buena hipótesis -dijo-. Pero resulta que creemos saber quién la ha matado.
– ¿Tan rápido? Increíble.
– ¿Le suena el nombre de Bernard Gunther?
Intenté contener mi desconcierto y fingí pensar unos instantes.
– Gunther, Gunther -dije como registrando el fondo del cajón de mi memoria. Si quería sonsacarlos, antes tendría que ofrecerles algo-. Sí, sí, creo que sí. Pero no en relación con Britta Warzok. Hace unos meses, se presentó un hombre en mi casa de Garmisch. Creo que se llamaba Gunther. Dijo que era detective privado y que buscaba testigos para la apelación de un compañero al que conocí tiempo atrás. Un tal Von Starnberg quecumple pena en el presidio de Landsberg por crímenes de guerra. ¿Qué aspecto tiene su Gunther?
– No lo sabemos -admitió el policía de la cicatriz-, pero por lo que ha dicho, hablamos del mismo hombre. Un detective privado con despacho en Múnich.
– ¿Puede decirnos algo sobre él? -preguntó el otro.
– Sí. ¿Les importa si me siento? Estoy un poco aturdido.
– Por favor.
Me siguieron hasta un gran sofá de piel. Me senté, saqué la pipa y empecé a llenarla. Vacilé.
– ¿Les molesta si fumo?
– Adelante -respondió el del sombrero-. Ayudará a disimular el olor.
– No era muy alto -dije-. Iba bien vestido, quizás incluso demasiado. Pelo castaño, ojos pardos. Yo diría que no era de Múnich, tal vez de Hamburgo. O de Berlín.
– Es berlinés -dijo el de la cicatriz-. Ex policía.
– ¿Policía? Bueno, ya me dio esa impresión. Engreído, pero servicial. -Hice una pausa-. Sin ánimo de ofender. Lo que quiero decir es que fue muy correcto. Debo decir que no me dio la impresión de ser un asesino. No es por decirlo, pero desde que ejerzo he conocido a varios psicópatas, y herr Gunther no es uno de ellos. – Me recosté en el sofá y di una chupada a la pipa-. ¿Qué les hace pensar que la ha matado él?
– Hemos encontrado su tarjeta en la repisa de la chimenea -dijo el del sombrero-. Estaba manchada de sangre. Y también un pañuelo ensangrentado con sus iniciales.
Recordé que había usado el pañuelo para cortar la hemorragia cuando me habían amputado el meñique.
– Pero, señores, la han estrangulado -dije con cautela-. No creo que la sangre demuestre nada.
– El pañuelo estaba en el suelo del cuarto de baño -dijo el de la cicatriz-. Creemos que la mujer golpeó al agresor antes de morir. En cualquier caso, hemos informado a la PI de Kärntnerstrasse. Por lo visto, los americanos tienen un expediente del tal Gunther y uno de ellos ya está en camino desde la Stif tskaserne. De hecho, creíamos que era usted hasta que hemos oído que llamaba a frau Warzok y hemos visto la bolsa.
Al oír ese nombre se me puso la carne de gallina. La Stif tskaserne era el cuartel general de la Po licía Militar de Estados Unidos en Viena, en Mariahilferstrasse. Pero también era la base de su Departamento de Inteligencia en la ciudad. Ya había estado allí antes, cuando la CIA se llamaba OSS.
– Es mi ropa -dije-. Pensaba quedarme un par de días.
Había algo que no encajaba en lo que decían los agentes, pero en ese momento no tenía tiempo de seguir indagando. Si los americanos tenían un expediente sobre mí, era muy posible que tuvieran también una fotografía. Tenía que salir de allí, y rápido. Pero ¿cómo? Si hay algo a lo que los policías se aferran, es a los testigos. Aunque si hay algo que detestan es a los forenses aficionados, los civiles convencidos de poder colaborar.
– La Stif tskaserne -dije-. El 796º Regimiento de Policía Militar estadounidense, ¿verdad? Y la CIA, no la PI. De be de ser un caso para los de Inteligencia, aparte de un homicidio. Me pregunto en qué andaría metida Britta que pueda interesar a la CIA.
Los policías intercambiaron miradas.
– Nadie ha mencionado a la CIA.
– No, pero por lo que acaban de decirme es evidente que está implicada.
– ¿Ah, sí?
– Claro -dije-. Estuve en la Ab wehr durante la guerra, así que sobre estas cosas sé un poco. Tal vez pueda serles de ayuda cuando llegue el americano. Después de todo, he visto al tal Bernie Gunther. Y conocía a Britta Warzok. Si algo puedo hacer para atrapar a su asesino, me gustaría colaborar. Además, soy médico y hablo inglés, esto también podría ser útil. Ni que decir tiene que sabré ser discreto si todo esto tiene que ver con algún asunto de alto secreto de la CIA o la policía austriaca.
Por su expresión, se veía que los agentes no veían el momento de deshacerse de mí lo antes posible.
– Quizá más tarde pueda sernos de ayuda, doctor -dijo el del sombrero-. En cuanto hayamos examinado detalladamente el escenario.
Cogió la bolsa y la llevó por mí hacia la puerta.
– Estaremos en contacto -dijo el otro policía, cogiéndome por el brazo para que me levantara.
– Pero no saben dónde me alojo -dije-. Y no sé sus nombres.
– Llámenos más tarde a Deutschmeister Platz y háganoslo saber -dijo el del sombrero-. Yo soy el inspector Strauss, y mi compañero el Kriminalassistent Wagner.
Me levanté fingiendo reticencia a abandonar el apartamento y me dejé conducir hasta la puerta.
– Me alojo en el hotel de France -mentí-. No está lejos de aquí. ¿Lo conocen?
– Sabemos dónde está -dijo el del sombrero con impaciencia al tiempo que me acercaba la bolsa.
– De acuerdo -dije-. Les llamaré más tarde. Esperen, ¿cuál es el número?
El del sombrero me tendió una tarjeta.
– Sí, por favor, llame más tarde -dijo procurando disimular una mueca.
Sentí su mano en la espalda y en cuanto quise darme cuenta ya estaba en el descansillo y la puerta se había cerrado. Satisfecho de mi actuación, bajé rápidamente las escaleras y me paré ante la puerta del piso inferior, desde el cual, por lo visto, habían llamado informando sobre el hedor y el correo. Desde allí, parecía poco probable. Para empezar, no se notaba el olor, y para seguir no había vecino metomentodo asomado al rellano para ver qué hacía la policía. Ambos elementos hubieran estado presentes si los agentes me hubieran dicho la verdad.
Me disponía a marcharme cuando oí pasos en el vestíbulo de la escalera y, al asomarme por la ventana, vi un Mercury negro aparcado en la calle. Pensé que lo más inteligente sería no cruzarse con el americano, así que llamé a la puerta del vecino.
Tras unos agónicos segundos, la puerta se abrió y apareció un hombre vestido con pantalones y chaleco. Un hombre velludo. Parecía que hasta al vello le crecía vello. A su lado, Esaú tenía la piel más lisa que el cristal de una ventana. Le enseñé la tarjeta del policía y eché una mirada nerviosa a mi espalda. Los pasos se acercaban.
– Siento molestarlo, señor -dije-. ¿Me permite entrar y hablar con usted un minuto?