La labor de un detective se parece un poco a entrar a ver una película que ya ha comenzado. No sabes qué ha sucedido y, mientras intentas encontrar tu butaca en medio de la oscuridad, inevitablemente pisas algunos pies e interfieres de algún modo. En ocasiones la gente te insulta, pero la mayoría de las veces se limita a suspirar, chasquear la lengua y a apartar las piernas y los abrigos, en un intento por hacer como si no estuvieras allí. Plantearle una pregunta a la persona que está sentada junto a ti puede resultar bien en una descripción detallada del argumento y el reparto, bien en un golpe seco en la boca con el programa enrollado. Tú pagas y corres tus riesgos.
Correr riesgos es una cosa. Tentar a la suerte es otra muy distinta. No tenía intención de ir por ahí haciendo preguntas sobre viejos compañeros sin la protección de un buen amigo. Los hombres que pueden ser condenados a la horca suelen mostrarse un poco celosos de su intimidad. No había tenido pistola desde que salí de Viena. Decidí que ya iba siendo hora de ir vestido para todas las ocasiones.
Según la ley que el nacionalsocialismo pasó en 1938, sólo podían comprarse pistolas previa presentación de un Permiso de Adquisición de Armas, y muchos de mis conocidos contaban con algún tipo de arma de fuego. Sin embargo, terminada la guerra el general Eisenhower ordenó que en la zona americana se confiscaran todas las armas de uso personal. En la zona soviética el reglamento era aún más estricto: cualquier alemán que fuera descubierto con un simple cartucho tenía muchas probabilidades de ser fusilado de inmediato. En Alemania era tan difícil hacerse con una pistola como con un plátano.
Conocía a un tipo llamado Stuber, Faxon Stuber, que conducía un export taxi y era capaz de conseguir todo tipo de cosas, en particular de los soldados americanos. Identificados con las iniciales ET, los export taxis estaban reservados para el uso exclusivo de los que dispusieran de cupones de moneda extranjera o FEC. No sabía muy bien cómo los habría conseguido, pero el hecho es que encontré algunos FEC en la guantera del Hansa del padre de Kirsten. Supuse que los habría estado guardando para comprar gasolina en el mercado negro. Utilicé algunos para pagarle a Stuber por una pistola.
Stuber era un hombre pequeño, de poco más de veinte años, que llevaba un bigotito parecido a una carrera de hormigas y una gorra negra de oficial de las SS a la que había quitado la insignia y el cordón. Ningún americano que subiera al ET de Stuber sería capaz de reconocer la gorra. Pero yo sí. No en vano había estado a punto de llevar una de aquellas malditas gorras negras. A mí me obligaron a lucir la versión gris que formaba parte del uniforme M37, introducido después de 1938. Pensé que Stuber habría encontrado la gorra, o que alguien se la habría dado. Era demasiado joven para haber pertenecido a las SS. Parecía demasiado joven para conducir un taxi. Empuñada por su pequeña mano blanca, el arma que me había conseguido daba la impresión de ser de fuego, pero colocada en mi funda de medio kilo parecía una pistola de agua.
– Te pedí un arma de fuego, no una lanzadora de ventosas.
– ¿Pero qué dice? Es un Beretta, calibre 25. Una pistola pequeña pero estupenda. Cargador de ocho, le he traído una cajita con sus pastillas. Corredera en el lomo, así que puede meter la primera o sacarla con facilidad. Trece centímetros de longitud y poco más de trescientos gramos de peso.
– He visto chuletas de cordero más grandes.
– Con su cartilla de racionamiento lo dudo, Gunther -dijo Stuber. Me sonrió, como si él comiera filete todas las noches. Aunque con los clientes que tenía era probable que lo hiciera-. Éste es el tipo de pistola quenecesita en una ciudad, a menos que tenga previsto un viaje al O.K. Corral.
– Me gustan las pistolas que se ven. El tipo de pistolas que hacen que la gente se detenga y reflexione. Con este juguete nadie me tomará en serio a menos que le dispare. Lo cual va en contra de lo que le acabo de decir.
– Esa pistolita causa más impresión de la que usted imagina -insistió-. Mire, si quiere una más grande se la puedo conseguir. Pero llevará más tiempo. Y me dio la sensación de que le corría prisa.
Dimos una vuelta en coche y aproveché para pensar en ello. Tenía razón en una cosa. Me corría prisa. Por fin, suspiré y dije:
– Está bien, me la quedo.
– Créame, es la pistola perfecta para la ciudad -dijo-. Profesional. Práctica. Discreta.
Aquella descripción sonaba más apropiada para el carné de afiliado al Herrenklub que para la pipa de una fulana. Porque eso es lo que era. La pistolera en la que venía no dejaba lugar a dudas. Lo más probable era que algún soldado americano se la hubiera confiscado al agujero que se había estado trabajando. Puede que ella le hubiera tendido una trampa y amenazado para sacarle algunos marcos más, y que él se la hubiera arrebatado. Sólo esperaba que no fuera una pistola que los chicos de balística del Presidium anduvieran buscando. Lancé la pistolera a las piernas de Stuber y me apeé del taxi en Schellingstrasse. Pensé que llevarme gratis a mi siguiente parada era lo mínimo que podía hacer por mí después de haberme vendido la pistolita de una fresca.
Crucé las puertas del Die Neue Zeitung y le pedí a la pelirroja de cara chupada de recepción que llamara a Friedrich Korsch. Mientras esperaba a que bajara, ojeé la primera página de un periódico. Había un artículo sobre Johann Neuhausler, el obispo protestante auxiliar de Múnich que colaboraba con varios grupos que trataban de liberar a los camisas pardas de Landsberg. El obispo declaraba que «el sadismo de los americanos notiene nada que envidiar al de los alemanes», y hablaba de un guardia de prisiones americano (cuyo nombre no mencionaba) que describía unas condiciones de vida en Landsberg «difíciles de creer». Me hacía una idea de quién podía ser aquel americano y me indignaba que precisamente un obispo se dedicara a repetir las mentiras y medias verdades que contaba el soldado de primera clase John Ivanov. Evidentemente, mis esfuerzos a favor de Erich Kaufmann no habían servido de nada.
Friedrich Korsch había sido un joven Kriminalassistent en la KRI PO cuando yo trabajaba de Kommissar en Alex, Berlín, en 1938-1939. Llevaba por lo menos diez años sin verlo cuando, un día de diciembre, lo encontré saliendo de Spöckmeier, una Bierkeller de Rosenstrasse. No había cambiado nada, salvo por el parche en el ojo. De barbilla prominente y con aquel bigote a lo Douglas Fairbanks, tenía la pinta de intrépido bucanero, lo cual debía serle útil a un periodista que trabajaba para un periódico americano.
Fuimos al Osteria Bavaria -el que fuera el restaurante favorito de Hitler-, y discutimos sobre quién pagaría la cuenta mientras recordábamos los viejos tiempos y pasábamos lista a los que habían muerto y a los que todavía seguían con vida. Pero cuando le dije que tenía la sospecha de que la fuente del obispo Neuhausler en la prisión de Landsberg era una mentirosa y una granuja, se acabó la discusión sobre quién se haría cargo de la cuenta.
– A cambio de una historia como ésa, el periódico paga la comida.
– Pues lo lamento -le dije-. Esperaba que tú me dieras información. Estoy buscando a un criminal de guerra.
– ¿No lo es todo el mundo?
– Éste se llama Friedrich Warzok.
– No me suena.
– Durante algún tiempo fue comandante de un campo de trabajos forzados situado cerca del gueto de Lvov.Un lugar llamado Lemberg-Janowska.
– Suena a un tipo de queso.
– Está en el sureste de Polonia, cerca de la frontera con Ucrania.
– Un país de mierda -dijo Korsch-. Allí perdí el ojo.
– ¿Cómo se hace algo así, Friedrich? ¿Por dónde comienzo a buscar a ese hombre?
– ¿Qué te interesa saber?
– Su esposa es mi clienta. Quiere volver a casarse.
– ¿Y no puede obtener una declaración de la Weh rmacht? Son bastante serviciales, en serio. Incluso en casos de ex miembros de las SS.
– En marzo de 1946 seguía vivo.
– Así que quieres saber si se ha llevado a cabo alguna investigación.
– Eso es.
– Todos los crímenes de guerra cometidos por nuestros amigos y superiores están siendo investigados por los Aliados. Aunque se dice que dentro de poco la oficina del fiscal se hará cargo de las investigaciones. Sin embargo, hoy por hoy, te conviene comenzar por el Registro Central de Criminales de Guerra y de Sospechosos de atentar contra la Se guridad, creado por el SHAEF. Los registros CROWCASS. Hay unos cuarenta. Aunque no se puede acceder a ellos. La responsabilidad de la investigación está ahora en manos de la Jun ta Directiva de Servicios Legales del Ejército, que se ocupa de los delitos cometidos en cualquier ámbito militar durante la guerra. También está la CIA. El los tienen una especie de registro central. Pero mucho me temo que ni los Servicios Legales del Ejército ni la CIA se pondrán a disposición de un particular como tú. Y por supuesto, también tienes el Centro de Documentación Americana, en Berlín Occidental. Creo que allí cualquiera puede consultar los documentos. Siempre y cuando el general Clay dé su permiso, eso sí.
– No, gracias -respondí-. Puede que el bloqueo ya haya terminado, pero prefiero mantenerme lejos de Berlín. Es por los rusos. Tuve que salir de Viena para perder de vista a un coronel de la In teligencia rusaempeñado en reclutarme para la MVD, o como llamen hoy en día a la Po licía Secreta soviética.
– Se llama MVD -aclaró Korsch-. Si no quieres ir a Berlín, puedes acudir a la Cruz Ro ja. Tienen un servicio de localización internacional, aunque sólo para los desplazados. Puede que sepan algo. Y están también las organizaciones judías. La Bric hah, por ejemplo. Comenzó siendo una organización que sacaba del país a refugiados de manera clandestina, pero desde la formación del Estado de Israel se han movilizado para dar caza a viejos compañeros. Al parecer, no confían en los alemanes ni en los Aliados para eso. Y la verdad es que no me extraña. Ah, sí, y hay un tipo en Linz que ha montado su propio grupo de búsqueda de nazis, con dinero americano. Un tal Wiesenthal.
Meneé la cabeza.
– No creo que vaya a importunar a ninguna organización judía. No con el pasado que tengo.
– Supongo que haces bien. Al fin y al cabo, no me imagino a un judío queriendo ayudar a alguien que estuvo en las SS, ¿verdad? -dijo, y se echó a reír.
– Verdad. Por ahora me ceñiré a los Aliados.
– ¿Estás seguro de que Lvov está en Polonia? Diría que estaba en Polonia pero que ahora es parte de Ucrania. Ya sabes, para complicarlo todo un poco más.
– ¿Qué me dices del periódico? Tú debes de tener acceso de algún tipo a los americanos. ¿No podrías averiguar algo?
– Supongo que sí -respondió Korsch-. No te preocupes, mantendré los ojos abiertos.
Escribí el nombre de Friedrich Warzok en un pedazo de papel y debajo el del campo de trabajos forzados de Lemberg-Janowska. Korsch lo dobló y se lo metió en el bolsillo.
– ¿Qué fue de Emil Becker? -preguntó-. ¿Te acuerdas de él?
– Los americanos lo ahorcaron en Viena, hará un par de años.
– ¿Por crímenes de guerra?
– No. Aunque en realidad, si hubieran investigado, hubieran encontrado evidencias de más de uno.
Korsch negó con la cabeza.
– Si te acercas lo suficiente, resulta que todos tenemos las manos manchadas.
Me encogí de hombros. No le pregunté qué había hecho durante la guerra. Sólo sabía que había llegado a Kriminalinspektor de la RSHA, lo cual significaba que había tenido algo que ver con la Ges tapo. No me pareció oportuno estropear una comida distendida con preguntas por el estilo. Él tampoco mostró ninguna curiosidad por saber qué había hecho yo.
– ¿Entonces por qué? -preguntó-. ¿Por qué lo colgaron?
– Por asesinar a un oficial americano. He oído que estaba muy metido en el mercado negro.
– Eso no me extraña. Que estuviera implicado en el mercado negro, quiero decir. -Korsch alzó la copa de vino-. Por él, de todos modos.
– Sí -comenté, levantando mi copa-. Por Emil, el pobre cabrón. -Añadí, y apuré hasta la última gota-. Por curiosidad, ¿cómo termina una bestia parda como tú trabajando de periodista?
– Salí de Berlín justo antes del bloqueo. Un tal Ivan que me debía un favor me echó una mano. Y vine aquí. Me ofrecieron trabajo como periodista de sucesos. Trabajo las mismas horas pero el sueldo es mucho mejor. He aprendido inglés. Tengo mujer e hijo. Y una bonita casa en Nymphenburgo. -Hizo un gesto de negación-. Berlín se acabó. Que los Ivanes se hagan con ella es sólo cuestión de tiempo. Parece como si la guerra hubiese sido hace mil años. Y si te digo la verdad, todo este tema de los crímenes de guerra muy pronto no importará un carajo. Tú espera a que pongan en marcha la amnistía. Eso es lo que quiere todo el mundo, ¿no?
Asentí. ¿Quién era yo para discutir algo que quería todo el mundo?