Después de una ceremonia íntima en Karlskirche, en Karlsplatz, el cortejo fúnebre que seguía el ataúd de Elizabeth Gruen atravesó Simmeringer Hauptstrasse hasta llegar al Cementerio Central de Viena. El recorrido desde la iglesia barroca, con su cúpula de cobre oxidado, al cementerio lo hice en un Cadillac Fleetwood conducido por un soldado estadounidense fuera de servicio que había instalado un servicio de choferes junto al economato de Roetzergasse. Casi todo el mundo en Viena tenía negocios aparte, a excepción quizá de los muertos. Aun así, Viena es tal vez el lugar ideal para los muertos. El Cementerio Central, en el distrito 11, es, con sus doscientas hectáreas y sus dos millones de residentes, como una ciudad dentro de la ciudad, una necrópolis de árboles y flores, elegantes avenidas, fina estatuaria y distinguida arquitectura. Si uno tiene dinero, y siempre que esté muerto, desde luego, puede pasar la eternidad rodeado de un esplendor reservado por lo común a emperadores soberbios, monarcas de rancia estirpe y sátrapas despóticos.
El panteón de la familia Gruen estaba formado por un mausoleo de mármol negro del tamaño de una torreta del Bismarck. Cinceladas en modestas letras doradas, se leían las palabras «Familie Gruen» y, cerca de la base, los nombres de los miembros que yacían en el interior, incluido el del padre de Eric, Friedrich. La fachada era escalonada y en ella había una estatua de bronce de una mujer algo ligera de ropa supuestamente postrada de dolor y que, sin embargo, parecía más bien una corista del Club Oriental tras una noche de duro trabajo. La tentación de cubrirla con algo de abrigo y llevarle una taza de café solo bien cargado era casi irresistible.
El panteón era modesto comparado con el de un faraón egipcio, aunque seguro que entre aquellas cuatro esfinges -una en cada esquina- la dinastía de los Ptolomeo se hubiera sentido como en casa. Cuando salí delinterior, tras haber presentado mis respetos a la madre de Eric, casi esperaba que el sacristán me registrara por si había intentado llevarme escarabajos de oro o incrustaciones de lapislázuli. En vez de ello, noté sobre mí multitud de miradas extrañadas y suspicaces, incluso hostiles, como si fuera Mozart resucitado en busca de su propia tumba. Creo que hasta el sacerdote que había oficiado el funeral -que con su capa púrpura parecía una de esas tartas francesas que se ven en las vitrinas de Demel's- me echó mal de ojo.
Tenía la esperanza de que, guardando las distancias respecto al cortejo y con unas gafas oscuras -el día era frío pero soleado-, me mantendría en el anonimato. El abogado Bekemeier había creído que yo era Eric, y eso, dadas las circunstancias, era lo único que me importaba. Con lo que no había contado era con la hostilidad de una de las criadas de Elizabeth Gruen, que me dijo lo que pensaba de la presencia de su hijo en el funeral.
La mujer en cuestión era una criatura rubicunda, huesuda y mal vestida, una especie de costilla de ternera envuelta en un saco; al hablar, la dentadura se le movía como si tuviera un terremoto en la cabeza.
– Qué valor, presentarse aquí de esta manera -dijo la bruja, con evidente desdén-. Después de todos estos años. Después de lo que hizo. Vergüenza sentía su madre, vergüenza y asco de que un Gruen pudiera hacer lo que hizo usted. Deshonra, esto es lo que usted le trajo a esta familia. Deshonra. Su padre lo hubiera corrido a latigazos.
Yo contesté con algún tópico sobre el tiempo que había pasado y a continuación me dirigí hacia la entrada principal, donde había dejado al chofer con el coche. Pese al frío, en el cementerio había bastante gente. A esa misma hora había otros entierros y muchas otras personas hacían el mismo camino que yo, aunque apenas les presté atención. Tampoco reparé en el Jeep de la PI que estaba aparcado a poca distancia del Cadillac. Subí alcoche y el chofer arrancó a toda velocidad, cual criminal a la fuga.
– ¿Pero qué demonios pasa? -grité en cuanto me levanté del suelo del vehículo-. Vengo de un funeral, no de atracar un banco.
El conductor, un muchacho con el pelo crespo y las orejas como las asas de un trofeo, hizo un gesto hacia el retrovisor.
– Patrul la In ternacional -dijo en un alemán aceptable.
Me di la vuelta para mirar por la ventanilla trasera. Efectivamente, el Jeep nos venía pisando los talones.
– ¿Qué quieren? -le grité, al tiempo que él pisaba a fondo y giraba por una callejuela transversal de Simmeringer.
– O le persiguen a usted, amigo -dijo-, o me persiguen a mí.
– ¿A usted? ¿Y qué ha hecho?
– Este coche lleva gasolina del economato -dijo él gritando-. Exclusiva para las tropas de ocupación, como el coche. Y como los cigarrillos y el alcohol y las medias del maletero.
– Estupendo -dije yo-. Muchísimas gracias. Es justo lo que necesitaba, vérmelas con la policía el día que entierran a mi madre.
Esto lo dije sólo para hacerle sentir mal.
– No se preocupe -dijo sonriendo de oreja a oreja-. Primero tendrán que atraparnos y este coche tiene las de ganar frente a un Jeep con cuatro elefantes a cuestas. Mientras no pidan refuerzos por radio, les daremos esquinazo seguro. Además, seguro que el que conduce es americano. Son las normas. Como el vehículo es nuestro, también el piloto. Y en general los americanos no estamos locos. Aunque si el que conduce es el Iván, tal vez tengamos problemas. Esos tipos son un peligro cuando se ponen al volante.
Yo ya había ido en coche con rusos y sabía que no exageraba.
Nos acercábamos a toda velocidad al centro desde el este. El Jeep nos siguió hasta la vía del tren, pero luego lo dejamos atrás.
– Tome -dije mientras dejaba unos cuantos billetes en el asiento trasero; estábamos ya en Am Modenapark. -. Déjeme en la esquina, seguiré a pie. Tengo los nervios de punta.
Bajé, cerré de un portazo y vi cómo el Cadillac arrancaba haciendo derrapar los neumáticos y se perdía por Zaunergasse. Caminé hasta Stalin Platz y luego bajé por Gusshausstrasse en dirección al hotel. Como mañana no estaba mal, pero el día no había hecho más que empezar.
Tomé un almuerzo ligero y luego subí a la habitación para descansar antes de la cita con Vera Messmann en el banco. No llevaba mucho tiempo en la cama cuando alguien llamó suavemente a la puerta; creyendo que sería la camarera, me levanté para abrir. El que estaba allí era un hombre al que reconocí del funeral. Por un momento pensé que iba a tener que soportar más agresiones verbales referentes al oprobio que por mi culpa había caído sobre el nombre de la familia Gruen. En vez de ello, el hombre se quitó respetuosamente el sombrero y se quedó sosteniéndolo por el ala como si fueran las riendas de una calesa.
– ¿Sí? -dije-. ¿Qué desea?
– Soy el ex mayordomo de su madre, señor -dijo con un acento que me sonaba a búlgaro-. Tibor, señor. Tibor Medgyessy, señor. ¿Me permitiría hablar con usted un instante, señor? Se lo ruego. -Echó una mirada nerviosa hacia el pasillo del hotel-. ¿En privado, señor? Sólo unos minutos, si es tan amable.
Era alto y corpulento para su edad, unos sesenta y cinco años según mis cálculos. Tal vez más. Tenía el pelo blanco y rizado como si lo hubiera esquilado del lomo de una oveja. Los dientes parecían de madera. Llevaba unas gafas gruesas de montura metálica, traje oscuro y corbata. Tenía un porte casi militar, y pensé que eso debía de ser lo que les gustaba a los Gruen.
– Está bien, pase. -Cojeaba, una cojera que parecía debida a la cadera más que a la rodilla o el tobillo. Cerré la puerta-. ¿Y bien? ¿De qué se trata? ¿Qué desea?
Medgyessy echó una mirada en torno a la habitación, evidentemente complacido.
– Qué elegante, señor -dijo-. Elegante de verdad. No le culpo por alojarse aquí en vez de en casa de su madre. Sobre todo después de lo sucedido esta mañana en el funeral. Cuánto lo lamento. Qué inconveniencia. Ya le he llamado la atención, señor. He sido el mayordomo de su madre durante quince años, señor, y es la primera vez que oigo a Klara diciendo impertinencias.
– ¿Conque Klara?
– Sí, señor. Mi esposa.
– Mire, vamos a olvidarlo -dije encogiéndome de hombros-. Cuando antes lo olvidemos, mejor, ¿de acuerdo? Le agradezco que haya venido a disculparse, pero de verdad, no tiene importancia.
– Oh, no he venido a disculparme, señor -dijo.
– Ah, ¿no? -pregunté moviendo la cabeza-. ¿Entonces a qué ha venido?
El mayordomo esbozó una extraña sonrisa. Parecía una valla de madera desgastada.
– La cuestión es la siguiente, señor -empezó-. Su madre nos dejó cierta cantidad en su testamento. Lo que pasa es que lo firmó hace bastantes años. Esa suma nos hubiera venido muy bien, si recientemente no hubiera cambiado el valor del chelín. Ella tenía intención de modificarlo, por supuesto, pero al morir tan de repente no le dio tiempo. Mi esposa y yo estamos en una situación complicada. Lo que nos dejó la señora no nos basta para retirarnos, y al mismo tiempo somos demasiado viejos para encontrar otro trabajo. Así que nos preguntábamos si podría usted ayudarnos, señor. Ahora es usted un hombre rico, y nosotros no somos codiciosos. Ni siquiera se lo pediríamos si su madre no hubiera tenido la intención de modificar el testamento. Puede preguntárselo al doctor Bekemeier si no me cree, señor.
– Entiendo -dije yo-. Si me permite que se lo diga, herr Medgyessy, no me pareció que su esposa, Klara, quisiera mi ayuda. Muy al contrario.
El mayordomo cambió el peso de pierna y relajó la postura.
– Estaba dolida, señor, eso es todo. No sólo por la repentina muerte de su madre en el hospital, sino también porque desde entonces la Pat rul la In ternacional no ha dejado de hacer preguntas sobre usted, señor. Querían saber si iba usted a venir para el funeral. Esa clase de cosas.
– ¿Y por qué iba a estar interesada en mí la policía aliada?
Mientras decía esto recordaba la huida del Cementerio Central. Empezaba a pensar que el chofer se había equivocado, y que a quien en verdad perseguía la Pat rul la In ternacional era a Eric Gruen, no a un estraperlista.
Medgyessy volvió a obsequiarme con su ladina sonrisa.
– Sería una lástima, señor -dijo-, porque mi mujer y yo no somos estúpidos, y si nunca hemos dicho nada no es porque no estemos al corriente.
Era evidente que había algo más que una muchacha con un bombo. Pero que mucho más.
– Así que, por favor, no me hable como si fuera idiota, señor. No nos beneficia a ninguno de los dos. Lo único que queremos es seguir al servicio de la familia, señor, y hacerlo de la única manera que nos es posible, dado que me imagino que no se va a quedar usted en Viena. Por lo menos, no oficialmente.
– ¿Y exactamente cómo tienen pensado servirme? -le pregunté haciendo acopio de paciencia.
– Con nuestro silencio, señor. Conozco casi todos los secretos de su madre, señor. Era una mujer muy confiada, y algo descuidada, no sé si me entiende.
– Está intentando chantajearme, ¿verdad? -pregunté-. ¿Por qué no se limita a decirme cuánto?
Medgyessy sacudió la cabeza irritado.
– No, señor. Nada de chantajes. Lamento que me haya interpretado así. Lo único que queremos es servir a la familia Gruen, señor. Nada más. Una modesta recompensa por nuestra lealtad, sólo se trata de eso. Tal vez hizo usted lo que debía hacer, no seré yo quien lo juzgue, pero debería reconocer que está en deuda con nosotros, señor. Por no revelar su paradero a la policía, por ejemplo. Garmisch, ¿verdad? Bonito lugar. Yo nunca heestado, pero me han dicho que es precioso.
– ¿Cuánto?
– Veinticinco mil chelines, señor. No es tanto, en realidad. No si se piensa bien, señor.
Apenas sabía qué decir. Había quedado claro que Eric Gruen no me había dicho toda la verdad, y que por alguna razón el hecho de que se encontrara en Viena era importante para los Aliados. ¿O quizá sí, después de todo? ¿Sería por la ejecución de aquellos prisioneros de guerra, en Francia, de los que había hablado Engelbertina? ¿Por qué no? Después de todo, los Aliados tenían a docenas de hombres de las SS encerrados en Landsberg por la masacre de Malmedy. ¿Por qué no iba a estar involucrado Eric Gruen en otra masacre? Fuera cual fuera la razón, una cosa era evidente: tenía que cerrar la boca de Medgyessy hasta hablar con Gruen en persona. No me quedaba más opción que ceder al chantaje, por el momento. Con todos mis documentos a nombre de Eric Gruen, no podía hacerme pasar por Bernie Gunther.
– De acuerdo -dije-. Pero necesitaré un tiempo para reunir el dinero. Ni siquiera se ha verificado el testamento todavía.
El semblante se le endureció.
– No me tome por estúpido, señor -contestó-. Yo nunca lo traicionaría, pero no puedo decir lo mismo de mi esposa. Tal vez ya lo ha notado en el funeral. ¿Pongamos veinticuatro horas? Mañana a esta hora. -Echó un vistazo a su reloj de bolsillo-. Las dos en punto. Tiene tiempo de sobra para ir a Spaengler y hacer los trámites necesarios.
– Está bien -dije-. Hasta mañana a las dos.
Le abrí la puerta y salió renqueando, como si bailara solo. Tenía que admitir que él y su esposa habían escogido una buena estrategia. El poli bueno y el poli malo. Y todas aquellas chorradas sobre la lealtad. Buen pretexto. Y la forma en que había dejado caer lo del banco Spaengler y Garmisch.
Cerré la puerta, descolgué el teléfono y le pedí a la operadora del hotel que me pusiera con la casa de Henkell en Sonnenbichl. Al cabo de unos minutos la operadora me llamó y me dijo que no contestaban, de modo que me puse el abrigo y el sombrero y cogí un taxi para Dorotheengasse.
La mayoría de los edificios de aquella estrecha calle adoquinada habían sido restaurados. En uno de los extremos se levantaba una iglesia de estuco blanco con una aguja como un cohete V2 y, en el otro, una fuente ornamentada con una dama que había elegido un mal día para hacer topless. La enorme puerta verde del banco Spaengler, con su portada barroca, parecía el tren de Hitler encallado en medio de un túnel. Me acerqué a un empleado que llevaba un sombrero de copa, le di el nombre de la persona a la que había ido a ver y me indicó una sala que podría haber pasado por la Gru ta del Rey de la Mon taña. Luego subí unas escaleras anchas como una autopista; mis pasos resonaban contra el techo como el tintineo de una campana resquebrajada.
Herr Trenner, el director del banco de los Gruen, me esperaba al final de la escalera. Era más joven que yo, pero parecía haber nacido con las canas, las gafas y el chaqué. Era servil como una parra japonesa. Frotándose las manos como si esperara que de las uñas le manara la leche de la amabilidad, me hizo pasar a una sala amueblada con una mesa y dos sillas. Sobre la mesa había veinticinco mil chelines y una cantidad en metálico para mis gastos, conforme a lo acordado. En el suelo, junto a la mesa, había una bolsa de piel para guardar el dinero. Trenner me entregó la llave de la sala y me informó de que, mientras estuviera en el edificio, él estaría a mi servicio, se inclinó en señal de respeto y me dejó a solas. Me guardé el dinero para los gastos en el bolsillo, cerré la puerta con llave y bajé las escaleras para esperar a Vera en la entrada. Eran las tres menos diez.