Salí de Munich por el oeste y conduje en dirección a la ciudad medieval de Landsberg. Con su ayuntamiento, su puerta bávara gótica y su famosa fortaleza, aquél era un lugar histórico además de bien conservado ya que, durante la guerra, los Aliados lo habían evitado a fin de no aniquilar a miles de trabajadores extranjeros y judíos repartidos por nada menos que treinta y un campos de concentración de los alrededores. Después de la guerra, los americanos utilizaron aquellos mismos campos para albergar a la población desplazada. El mayor de todos ellos aún contenía a más de mil desplazados judíos. Aunque mucho más pequeña que Múnich y Núremberg, el Partido Nazi había considerado a Landsberg como una de las tres ciudades más importantes de Alemania. Antes de la guerra había sido el lugar de peregrinación de los jóvenes alemanes. Y no por razones arquitectónicas o religiosas -a no ser que se considerara el nazismo una religión- sino porque a la gente le atraía visitar la celda de Landsberg en que Adolf Hitler, encarcelado allí durante casi un año tras el frustrado golpe de estado de 1923 en la cervecería de Múnich, había escrito Mein Kampf. Sin lugar a dudas, Hitler se sintió muy cómodo en la cárcel de Landsberg. Construida en 1910 dentro de los muros de la fortaleza medieval, la cárcel fue una de las más modernas de Alemania y, al parecer, Hitler recibió el trato de un invitado de honor y no el de un revolucionario peligroso. Las autoridades le permitieron ver a sus amigos y escribir su libro. De no haber pasado aquella temporada en Landsberg, es probable que el mundo no hubiera oído hablar de Hitler.
En 1946 los americanos le cambiaron el nombre de Prisión Landsberg por el de Prisión de Criminales de Guerra Número Uno y, después de los de Spandau y Berlín, era el centro penitenciario más importante de Alemania, con más de mil criminales de guerra procedentes de los juicios de Dachau, casi cien de los juicios de Núremberg, y más de una docena de los juicios de prisioneros de guerra japoneses en Shangái. En aquella cárcel se había ahorcado a más de doscientos criminales de guerra, cuyos cuerpos habían sido enterrados en el cementerio cercano de Spottingen Chapel.
No resultaba sencillo entrar en Landsberg y visitar a Fritz Gebauer. Había tenido que telefonear a ErichKaufmann y tragarme mis buenas dosis de humildad a fin de persuadirlo para que se pusiera en contacto con los abogados de Gebauer y los convenciera de que yo era un tipo de confianza.
– Oh, yo estoy seguro de que podemos confiar en usted, herr Gunther -me había dicho Kaufmann-. He oído que hizo un buen trabajo para el barón Von Starnberg.
– Lo poco que hice me fue compensado -respondí-. Y de manera generosa, además.
– Seguro que disfruta un trabajo bien hecho, ¿no?
– Hasta cierto punto, a veces sí. Aunque en aquel caso no mucho. Ni la mitad de lo que disfruté trabajando en su caso.
– ¿Cuando tuvo que demostrar que el soldado Ivanov no era de fiar? Creí que como usted también había pertenecido a las SS le gustaría ver a uno de sus viejos compañeros fuera de la cárcel.
Aquél era el pie que había estado esperando.
– Cierto -había admitido, tratando de expurgar la charla que me había dado en su oficina-. Estuve en las SS. Pero eso no implica que no me interese la justicia, herr doctor. Los hombres que matan a mujeres y a niños merecen estar en la cárcel. La gente tiene que saber que las malas acciones son castigadas. Ésa es mi idea de una Alemania sana.
– Mucha gente le respondería que la mayoría de esos hombres se limitaron a cumplir con su obligación, herr Gunther.
– Lo sé. Soy un poco obstinado. Nado a contracorriente.
– Eso suena muy poco sano.
– Tal vez. Además, resulta fácil ignorar a alguien como yo. Aunque tenga razón. Pero ignorar al obispo Neuhausler ya no es tan sencillo. Aunque se equivoque. Imagínese cómo me estropea la satisfacción leer en el periódico sus declaraciones sobre los camisas pardas. Como si nadie le hubiera dicho que Ivanov era un estafador, un ladrón movido por un interés personal.
– Neuhausler es producto de gente mucho más inescrupulosa que yo, herr Gunther. Espero que se dé cuenta de que no he tenido nada que ver con todo eso.
– Lo intento.
– Gente como Rudolf Aschenauer, por ejemplo.
Había oído ese nombre en alguna otra ocasión. Aschenauer era un destacado abogado de Nuremberg, y el asesor legal de casi setecientos prisioneros de Landsberg, entre ellos el infame Otto Ohlendorf y un miembro del Partido Alemán de derechas.
– En realidad -continuó Kaufmann-, tendré que hablar con Aschenauer para conseguir que entre enLandsberg a ver a Gebauer. Es su abogado. Y fue el abogado de todos los acusados de la matanza de Malmedy.
– ¿Es Gebauer uno de ellos?
– Por eso queremos sacarlo de una prisión americana -dijo Kaufmann-. Podrá imaginar el porqué.
– Sí. En este caso en particular lo imagino perfectamente.
Aparqué el coche y caminé por la explanada del castillo en dirección a la torre de entrada de la fortaleza, donde le mostré al americano negro de turno mi documentación y la carta del despacho de Aschenauer. Mientras esperaba a que encontrara mi nombre en la lista en que constaban las visitas del día, sonreí con amabilidad y traté de poner en práctica mi inglés.
– Bonito día, ¿sí?
– Que de ten por el culo, alemán de mierda.
Seguí sonriendo. No tenía muy claro qué me acababa de decir, pero su expresión delataba que no intentaba ser amable. Cuando encontró mi nombre en la lista me devolvió los documentos y señaló en dirección a un edificio blanco de cuatro plantas que tenía un tejado abuhardillado cubierto por tejas rojas. De lejos parecía una escuela. De cerca, sin embargo, parecía lo que era: una cárcel. Por dentro no era distinto. Todas las cárceles huelen a lo mismo. A comida pésima, cigarrillos, sudor, orina, aburrimiento y desesperación. Otro policía militar de expresión petrificada me acompañó a una habitación desde la que se veía el valle de Lech. Tenía un aspecto verde y exuberante, rebosante de aquellos últimos días de verano. Era un día espantoso para estar en la cárcel, si es que algún día podía ser bueno para estar allí metido. Me senté en una silla hortera a una mesa hortera y arrastré hacia mí un cenicero hortera. Entonces el americano salió y cerró la puerta tras de sí, lo cual me provocó una dulce sensación en la boca del estómago. Y comencé a imaginar cómo me sentiría si fuera un miembro de la Uni dad de Malmedy, en la Pri sión de Criminales de Guerra Número Uno.
Malmedy era una zona del bosque de las Ardenas de Bélgica, en la que, en el invierno de 1944, durante la Ba talla del Bulge, una unidad de las Waffen-SS asesinó a ochenta y cuatro prisioneros de guerra. Prisioneros de guerra americanos. Los integrantes de aquella unidad de las SS -setenta y cinco de ellos, en realidad-, se encontraban ahora en Landsberg, cumpliendo largas condenas de cárcel. Muchos de esos hombres despertaban mi compasión. No siempre es posible capturar a rivales en medio de una batalla. Y si dejas que alguien se escape es probable que más adelante vuelvas a encontrarte luchando contra él. La guerra no era ningún juego entre caballeros en el que se intercambiaran palabras de honor. Al menos no la guerra que nos tocó a nosotros. Y teniendo en cuenta que aquellos hombres habían participado en algunas de las contiendas más salvajes de la Se gunda Guerra Mundial, no me parecía que tuviera sentido acusarlos de crímenes de guerra. Hasta ahí le daba la razón a Kaufmann. De lo que no estaba ya tan seguro era que mi compasión se hiciera extensiva a Fritz Gebauer. Antes de servir en primera línea con las Waffen-SS, el Obersturmbannführer Gebauer había sido el comandante de Lemberg-Janowska. Supongo que en algún momento debió decidir ofrecerse voluntario para luchar en el frente occidental, para lo cual hacía falta mucho valor, tal vez incluso algo de rechazo por el trabajo que realizaba en el campo de trabajos forzados.
Una llave arañó la cerradura y la puerta metálica se abrió. Volví la cabeza y me encontré con un hombre de asombroso atractivo que rozaría los cuarenta. Alto y ancho de espaldas, Fritz Gebauer tenía cierto aire aristocrático y conseguía, de algún modo, que su chaqueta roja de prisionero pareciera más bien un esmoquin. Me saludó con una leve reverencia y se sentó frente a mí.
– Gracias por acceder a esta visita -comenté, mientras colocaba un paquete de Lucky Strike y una caja de cerillas sobre la mesa, entre ambos-. ¿Un cigarrillo?
Gebauer miró al soldado que se había quedado con nosotros.
– ¿Está permitido? -preguntó en inglés.
El soldado asintió y Gebauer sacó uno del paquete y comenzó a fumárselo con fruición.
– ¿De dónde es usted? -preguntó Gebauer.
– Vivo en Múnich -respondí-. Pero nací en Berlín. Viví allí hasta hace un par de años.
– Yo también -dijo-. He pedido que me trasladen a una prisión de Berlín para que mi esposa pueda visitarme pero no parece posible. -Se encogió de hombros-. Aunque a ellos, ¿qué más les da? A los yanquis. Para ellos no somos más que escoria. No nos ven como soldados. Sólo como asesinos, eso es lo que somos. Esjusto admitir que algunos de los que están aquí lo son. Asesinos de judíos. A mí nunca me importó demasiado ese asunto. Yo estaba en el frente occidental, y allí la matanza de los judíos tenía más bien poca importancia.
– En Malmedy, ¿no? -pregunté, mientras me encendía un cigarrillo-. En las Ardenas.
– Así es -respondió-. Fue una lucha desesperada. Estábamos acorralados. Hicimos cuanto pudimos por mantenernos a salvo, y no nos olvidemos de los cien americanos que nos rodeaban. -Dio una profunda calada y clavó la vista en el techo verde. Alguien se había esmerado en que la pintura conjuntara con la de las paredes y el suelo-. Por supuesto los americanos no tienen en cuenta nuestra falta de recursos para capturar prisioneros. Y nadie se plantea ni por un minuto que los hombres que se rindieron fueran cobardes. Pero nosotros no podíamos rendirnos. Ni hablar. Cosas de las SS, ¿no? «La lealtad es mi honor», ¿no decían eso? Nada de instinto de supervivencia. -Dio otra calada-. Aschenauer me ha dicho que usted también estuvo en las SS. Supongo que entenderá de qué le hablo.
Miré a nuestro guardia con inquietud. No me apetecía hablar de mi pasado en las SS delante de un policía americano.
– No sé qué decirle -respondí.
– Puede hablar con total libertad -dijo Gebauer-. No habla una palabra de alemán. Muy pocos de estos yanquis lo hacen. Incluso a los oficiales les da pereza aprenderlo. De vez en cuando te encuentras con un oficial de Inteligencia que sabe un poco, pero la mayoría de ellos no le encuentran sentido a intentarlo.
– Supongo que creen que aprender nuestro idioma restaría valor a su victoria.
– Sí, tal vez. En ese aspecto son peores que los franceses. Pero bueno, mi inglés mejora rápido.
– También el mío -respondí-. Es un híbrido extraño, ¿no le parece?
– No es de extrañar si se fija en el mestizaje que ha habido allí. Nunca había visto un grupo de gente con tanta variedad racial. -Meneó la cabeza con lentitud-. Son curiosos estos americanos. En algunos aspectos son admirables, claro. Pero en otros son de lo más estúpido. Este lugar, por ejemplo. Landsberg. Ir a meternos justo aquí, entre todos los lugares posibles. Donde el Führer escribió su gran libro. No hay uno solo de nosotros que nosienta cierto orgullo de estar aquí. Antes de la guerra vine a visitar su celda. Ahora han retirado la placa de bronce que había en la puerta de la celda del Führer, claro. Pero sabemos exactamente cuál es. Igual que un musulmán sabe en qué dirección está La Me ca. Y eso es algo que nos ayuda a seguir adelante. A mantener el ánimo.
– Yo estuve en el frente ruso -dije, mientras le mostraba algunas credenciales. No me pareció oportuno mencionarle mi colaboración esporádica con la Ofi cina Alemana de Crímenes de Guerra, en Berlín, donde habíamos investigado las atrocidades cometidas por los alemanes y los rusos-. Fui oficial de Inteligencia, bajo el ejército del general Schorner. Pero antes de la guerra era policía, en Alex.
– La conozco muy bien -respondió con una sonrisa-. Antes de la guerra yo era abogado en Wilmesdorf. Iba a Alex de vez en cuando e interrogaba a delincuentes. Cómo me gustaría volver a aquellos tiempos.
– Antes de incorporarse a las Waffen-SS, estuvo en un campo de trabajos forzados. Lamberg-Janowska.
– Así es -comentó-. Con la DAW. La fábrica alemana de armamento.
– Querría hacerle unas preguntas sobre el tiempo que pasó allí.
Al recordar aquella época su cara dibujó una mueca de disgusto.
– Era un campo de trabajos forzados construido alrededor de tres fábricas de Lvov. El campamento se llamaba así por la dirección de la fábrica: calle Janowska, 133. Llegué en mayo de 1942 para hacerme cargo de las fábricas. Del campo de judíos se ocupaba otra persona. Las cosas allí estaban muy mal, creo. Pero mi responsabilidad se limitaba a la fábrica. Entre el otro comandante y yo había cierta tensión, no nos poníamos de acuerdo sobre quién estaba al mando. En teoría, debería haber sido yo. En aquel entonces era teniente primero, y el otro tipo teniente segundo. Sin embargo, su tío era teniente general de las SS, Friedrich Katzmann, el jefe de la policía de Galitzia y un hombre muy poderoso. En parte me marché de Janowska por él. Wilhaus, así se llamaba el comandante, me odiaba. Tenía celos, supongo. Quería controlarlo todo y hubiera hecho cualquier cosa para librarse de mí. Sólo era cuestión de tiempo que moviera sus fichas y me acusara de algo que no había hecho. Así que decidí salir de allí lo antes posible. Además, no había nada por lo que mereciera la pena quedarse. Y teníaotro motivo. El lugar era espantoso. Espantoso de verdad. No creí que pudiera quedarme allí y prestar mis servicios con orgullo. Así que solicité el ingreso en las Waffen-SS. El resto ya lo conoce -dijo, y encendió otro de mis cigarrillos.
– En el campo había otro oficial. Friedrich Warzok. ¿Se acuerda de él?
– Recuerdo a Warzok. Era el hombre de Wilhaus.
– Soy detective privado -expliqué-. Su esposa me ha pedido que averigüe si está vivo o muerto. Quiere volver a casarse.
– Una mujer muy sensata. Warzok era un cerdo. Como todos. -Meneó la cabeza-. Aunque si se casó con ese cabrón, seguramente también ella sea una cerda.
– O sea, que nunca la vio por allí.
– ¿Intenta decirme que no es una cerda? -Sonrió-. Está bien, está bien. No. No la vi. Sabía que él estaba casado. De hecho, no paraba de hablar de lo atractiva que era su esposa. Pero nunca la llevó a vivir con él. Al menos no en el tiempo que yo estuve allí. A diferencia de Wilhaus, que vivía con su esposa y su hija. ¿No le parece increíble? Yo no hubiera permitido que mi mujer ni un hijo mío se acercaran a menos de veinte kilómetros de un lugar como aquél. Diría que todo lo desagradable que pueda haber oído sobre Warzok es verdad. -Dejó el cigarrillo en el cenicero, se llevó las manos a la nuca y echándose hacia atrás preguntó-: ¿En qué puedo ayudarle?
– En marzo de 1946 Warzok vivió en Austria. Su esposa cree que tal vez se sirvió de la red de viejos compañeros para escapar. Desde entonces no sabe nada de él.
– Debería sentirse afortunada.
– Es católica. El cardenal Josef Frings le ha dicho que no puede volver a casarse a menos que logre demostrar que Warzok está muerto.
– El cardenal Frings, ¿eh? Un buen hombre, ese cardenal Frings. -Sonrió-. No encontrará aquí a nadie que le hable mal de Frings. Él y el obispo Neuhausler se están esforzando mucho para sacarnos de este lugar.
– Eso parece -respondí-. En cualquier caso, esperaba que pudiera darme alguna información que me permitiera averiguar qué fue de él.
– ¿Información de qué tipo?
– No lo sé. Qué clase de hombre era. Si alguna vez hablaron sobre qué sucedería después de la guerra. Sialguna vez mencionó qué planes tenía.
– Ya se lo he dicho. Warzok era un cerdo.
– ¿Puede decirme algo más?
– ¿Quiere detalles?
– Por favor. Del tipo que sean.
Se encogió de hombros.
– Como ya le he dicho, mientras estuve allí, Lemberg-Janowska era como cualquier otro campo de trabajos forzados. En la fábrica sólo podía trabajar un cierto número de hombres, porque si eran más se molestaban los unos a los otros. Sin embargo, siguieron mandándome más y más. Miles de judíos. Al principio enviamos el excedente de judíos a Belzec, pero pasado un tiempo nos dijeron que debíamos dejar de hacerlo y lidiar con ellos como pudiéramos. Enseguida tuve muy claro qué significaba aquello y si le digo la verdad no quise implicarme en el asunto. Así que me ofrecí voluntario para servir en primera línea. Pero incluso antes de salir de allí, Warzok y Rokita, otra de las criaturas de Wilhaus, ya habían comenzado a convertir el lugar en un campo de exterminio. Aunque no tenía nada que ver con la escala industrial de otros lugares, como Birkenau. En Janowska no había cámaras de gas. Así que los cabrones como Wilhaus y Warzok se encontraron con un pequeño problema. Cómo acabar con el excedente de judíos del campo. Pues bien, los llevaban a unas montañas que había detrás del edificio y les disparaban. Desde la fábrica se oían los disparos del pelotón de fusilamiento. A todas horas del día, y a veces también de la noche. Y aquéllos fueron los más afortunados. Los que murieron fusilados. Wilhaus y Warzok no tardaron en darse cuenta de que disfrutaban matando gente. Así que, además de formar parte de los pelotones y disparar contra judíos, aquellos dos empezaron a matar por diversión. Hay gente que se levanta por la mañana y hace ejercicio. Pues bien, la idea de ejercicio que tenía Warzok consistía en pasearse por el campo con una pistola y disparar de manera indiscriminada. A veces colgaba a mujeres por el pelo y las utilizaba como blanco para practicar su puntería. Para él matar era como encender un cigarrillo, tomar un café o sonarse la nariz. Algo de lo más normal. Era un animal. Me odiaba. Los dos me odiaban, él y Wilhaus. Wilhaus le pidió a Warzok que pensara en nuevas tácticas para acabar con los judíos. Y Warzok obedeció. Pasado un tiempo cada uno deellos tenía ya su forma favorita de matar judíos. Una vez me hube marchado, creo que montaron un hospital para hacer experimentos médicos en los que utilizaron a mujeres judías como conejillos de indias en la investigación de varios procedimientos.
»En fin, esto es lo que oí decir. El campo quedó vacío hacia las últimas semanas de 1943. El Ejército Rojo no liberó Lvov hasta julio de 1944. La mayoría de los que estaban en Janowska fueron trasladados al campo de concentración de Majdanek. Si quiere saber qué fue de Warzok tendrá que hablar con los otros hombres que trabajaron en Janowska. Hombres como Wilhelm Rokita. También había uno que se apellidaba Wepke, pero no recuerdo su nombre, sólo que era Kommissar de la Ges tapo y que se llevaba bien con Warzok. Warzok también hizo buenas migas con dos tipos del SD. El Scharführer Rauch y el Oberwachtmeister Kepich. Aunque no tengo ni idea de si están vivos o muertos.
– Warzok fue visto por última vez en Ebensee, cerca de Salzburgo. Su esposa dice que los compañeros lo ayudaron a escapar. La Odes sa.
Gebauer negó con la cabeza.
– No, no sería la Odes sa. La Odes sa y la Com pañía son cosas muy distintas. La Odes sa es una organización que dirigen los americanos. En los niveles más bajos, sí, ahí trabajan muchos de la Com pañía, pero a niveles más altos, es la CIA. La CIA ayudó a algunos nazis a escapar cuando ya no le servían como agentes anticomunistas. Pero no me imagino a Warzok trabajando como agente de la CIA. Pa ra empezar, no sabía nada de asuntos de Inteligencia. Si logró escapar lo hizo ayudado por la Com pañía, o la Te laraña, como también se la conoce. Tendrá que preguntarle a alguna de las arañas dónde puede haber ido.
Elegí mis palabras con mucha cautela.
– A mi difunta esposa le daban mucho miedo las arañas. Muchísimo. Cada vez que se encontraba con una me llamaba para que me hiciera cargo de ella. Lo curioso es que ahora que mi esposa ya no está, he dejado de ver arañas. No sabría dónde encontrarlas. ¿Y usted?
Gebauer sonrió.
– En serio, no habla una palabra de alemán -dijo en referencia al guardia-. Está bien. -Meneó la cabeza -. Aquí dentro se oyen muchas cosas sobre la Com pañía. Pero si le digo la verdad no sé si son de fiar. Al fin y al cabo, ninguno de los que estamos aquí dentro hemos logrado escapar. Nos atraparon y nos encerraron en estelugar. Estoy pensando que lo que se propone puede ser peligroso, herr Gunther. Muy peligroso. Una cosa es aprovecharse de una ruta secreta para escapar y otra muy distinta hacer preguntas al respecto. ¿Ha considerado el riesgo que corre? Sí, incluso usted, un hombre que estuvo en las SS. Después de todo, no sería el primer miembro de las SS que colabora con los judíos. Hay un tipo en Linz, un tal Simon Wiesenthal, que se dedica a dar caza a nazis sirviéndose de un informador de las SS.
– Acepto los riesgos -respondí.
– Si quiere desaparecer en Alemania -dijo muy despacio-, lo mejor que puede hacer es acudir a los expertos. La Cruz Ro ja de Baviera es muy eficaz encontrando a personas desaparecidas. Y creo que también tiene mucha experiencia en conseguir el efecto contrario. Las oficinas están en Munich, ¿no?
Asentí.
– En Wagmullerstrasse -respondí.
– Allí tendrá que encontrarse con un sacerdote llamado padre Gotovina y mostrarle un billete de tren con destino a cualquier población local que contenga dos eses seguidas. Peissenberg, tal vez. O Kassel, si le queda más cerca. O Essen, no lo sé. Entonces deberá tachar las otras letras de modo que en el billete sólo se lea «SS». La primera vez que hable con el sacerdote o con cualquier miembro de la Com pañía debe entregarle ese billete. Además tendrá que pedirle que le recomiende un lugar en el que hospedarse en la población que figure en el billete. Esto es cuanto sé. Y otra cosa: le harán preguntas en apariencia inocentes. Si le preguntan cuál es su himno favorito, debe responder Cuán Grande es Él. No conozco el himno, pero sí la tonada. Es muy parecida a la canción de Horst Wessel.
Comencé a darle las gracias pero Gebauer se zafó de ellas.
– Puede que necesite su ayuda algún día, herr Gunther.
Deseé que no fuera así. Pero bueno, lo mío era sólo un trabajo, de modo que era probable que le prestara mi ayuda si alguna vez me la pedía. Aquel hombre había tenido mala suerte. Para empezar, al mando de la unidad Waffen-SS en Malmedy hubo también otro oficial, el teniente coronel Peiper, de las SS. Fue Peiper quien dio la orden de ejecutar a los prisioneros, no Gebauer. Además, según había leído en los periódicos, la unidad estabamuy mermada y se encontraba bajo una enorme presión. Habida cuenta de las circunstancias, la cadena perpetua me parecía, como poco, una condena severa. Gebauer tenía razón. ¿Qué opciones tenían? Rendirse en un escenario de guerra como las Ardenas hubiera sido como pedirle a un ladrón que vigilara tu casa mientras estabas de vacaciones. En el frente ruso desconfiábamos de la idea de «prisioneros». Nosotros disparábamos a los suyos y ellos a los nuestros. Yo había tenido suerte. Gebauer no. Y no había más. La guerra era así.
Salí de Landsberg sintiéndome como Edmundo Dantès tras haber pasado mis buenos trece años en el castillo de If, y conduje de vuelta a Munich como si en mi oficina me aguardara un cofre lleno de oro y joyas. Así me dejan las prisiones. Un par de horas entre el cemento y ya busco una lima como un loco. No hacía mucho que había llegado cuando sonó el teléfono. Era Korsch.
– ¿Dónde has estado? -preguntó-. Llevo toda la mañana llamándote.
– Hace buen día -respondí-. Se me ocurrió ir al jardín inglés. Tomar un helado. Recoger flores. – Aquello era lo que me apetecía. Algo normal, inocente y al aire libre en un lugar en el que no se respirara olor a humanidad. Seguía pensando en Gebauer, más joven que yo y condenado a toda una vida en la cárcel a menos que el obispo y el cardenal lograran sacarlo, a él y a los demás. ¿Qué no habría dado Gebauer por un helado y un paseo hasta la pagoda china?-. ¿Qué has averiguado de los americanos? -le pregunté a Korsch, mientras me colocaba un cigarrillo entre los labios y frotaba una cerilla contra la parte inferior del escritorio-. ¿Alguna novedad acerca de Janowska y Warzok?
– Parece que los soviéticos han iniciado una comisión investigadora sobre el campo.
– ¿No es un tanto inusual? ¿Por qué motivo?
– Porque aunque el campo estaba dirigido por oficiales y suboficiales alemanes, casi todos los prisioneros de guerra que se ofrecieron voluntarios para colaborar con las SS eran rusos, y fueron ellos quienes cometieron la mayoría de los crímenes. Y la mayoría significa la mayoría. Ellos le daban una gran importancia a las cifras. Recibieron la orden de liquidar a cuantos más mejor en el menor tiempo posible, so pena de muerte, y así lo hicieron. En cambio, con nuestros viejos compañeros, los oficiales, el tema fue bien distinto. Para ellos, matarera un placer. El informe de Warzok detalla muy poco. La mayor parte de las declaraciones de los testigos están relacionadas con el comandante de la fábrica del campo, Fritz Gebauer. Y queda como un auténtico cabrón, Bernie.
– Cuéntame más cosas sobre él -comenté, con un nudo en el estómago.
– A este encanto le gustaba estrangular a mujeres y niños con sus propias manos -dijo Korsch-. Y le gustaba atar a la gente, meterla en barreños de agua y dejarla dentro toda la noche, en pleno invierno. La única razón por la que está condenado a cadena perpetua por lo sucedido en Malmedy es que los Ivanes no permitirán que los testigos acudan a la zona americana durante el juicio. Pero por lo que hizo habría de ser colgado como Weiss, Eichelsdorfer y otros tantos.
Martin Weiss había sido el último comandante de Dachau y Johann Eichelsdorfer había estado al mando de Kaufering IV, el campo más grande, cercano a Landsberg. El descubrimiento de que el hombre con quien había pasado la mañana, un hombre al que había considerado más o menos decente, era en realidad tan atroz como los otros dos me causó una honda decepción, no sólo hacia él, sino también hacia mí mismo. No sabía de qué me sorprendía. Si algo había aprendido durante la guerra era que los hombres de familia, decentes y cumplidores, eran capaces de los actos más brutales y salvajes.
– ¿Estás ahí, Bernie?
– Aquí estoy.
– Después de que Gebauer se marchara de Janowska en 1943, el campo quedó en manos de Wilhaus y Warzok, momento en el que se acabó la pantomima de que aquello fuera un campo de trabajos forzados. Exterminios en masa, experimentos médicos… en Janowska se hizo de todo. A Wilhaus y a algunos otros los colgaron los rusos. Y además filmaron la ejecución. Los sentaron en un camión con las sogas al cuello y después arrancaron. Warzok y algunos otros aún andan sueltos. Los rusos también buscan a la mujer de Wilhaus, Hilde. Y a un capitán de las SS, un tal Gruen. A un Kommissar de la Ges tapo llamado Wepke y a un par de suboficiales, Rauch y Kepich.
– ¿Qué hizo la mujer de Wilhaus?
– Mataba a prisioneros para distraer a su hija. Cuando los rusos ya estaban cerca Warzok y los demás se largaron a Plaszow y después a la cantera de Gross-Rosen, un campo de trabajos forzados. Otros fueron aMajdanek y Mauthausen. Y después, ¿quién sabe? En mi opinión, Bernie, buscar a Warzok es como buscar una aguja en un pajar. Yo en tu lugar me olvidaría del asunto y buscaría otra clienta.
– Entonces tiene suerte de haber acudido a mí y no a ti.
– Debe de oler muy bien.
– Mejor que tú. Y que yo.
– No hace falta que te diga, Bernie, que el gobierno federal prefiere que estemos a bien con los americanos. A fin de no estropear la nueva inversión que van a hacer aquí. Por eso quieren que las investigaciones sobre los crímenes de guerra terminen cuanto antes. Para que podamos seguir con nuestras vidas y hacer algún dinero. Estoy pensando que podría conseguirte trabajo aquí en el periódico, Bernie. No les iría mal un buen investigador privado.
– ¿Para descubrir información que no le amargue a nadie el desayuno? ¿Para eso?
– Comunistas -dijo Korsch-. Sobre ellos quiere leer la gente. Historias de espías. Historias sobre la vida en la zona rusa, lo dura que resulta. Las tramas que pretenden desestabilizar el nuevo gobierno federal.
– Gracias, Friedrich, pero no -respondí-. Si de verdad quieren leer sobre eso, seguiré con mis investigaciones.
Colgué el auricular y encendí un cigarrillo con la punta del que estaba terminando de fumar, para considerar la situación con detenimiento.
Es lo que hago cuando el caso en que trabajo se vuelve interesante, no sólo para mí, sino también para otra gente. Gente como Friedrich Korsh, por ejemplo. Hay quienes fuman para relajarse. Otros lo hacen para estimular su imaginación o para concentrarse. Yo lo hacía por las tres cosas a la vez. Y cuantas más vueltas le daba, mi imaginación más me decía que me acababan de advertir de lo complicado de un caso, pero que además a esa advertencia la había seguido un intento de comprarme con una oferta de trabajo. Di otra calada al cigarrillo y lo apagué en el cenicero. La nicotina era una droga, ¿no? Fumaba demasiado. Aquello era una locura. ¿Korsch primero me advertía y después trataba de comprarme? Debía de ser efecto de la droga, no había otra explicación.
Salí a tomar un café y un coñac. También eran drogas. Tal vez me ayudaran a ver las cosas de otro modo. Valía la pena intentarlo.