Oí las pisadas de Jacobs en el piso de arriba durante un rato, y después todo quedó en silencio. Me levanté y le di una patada a la puerta, lo que me sirvió para liberar algo de la rabia y la frustración que llevaba dentro, pero no para encontrar una vía de salida. La puerta del sótano era de roble, podría haberme pasado el día dándole patadas y no le habría hecho ni un rasguño. Miré alrededor en busca de herramientas de cualquier clase.
No había ventanas ni más puerta que aquélla. Había un radiador del tamaño de una anaconda enroscada y caliente como una bombilla. El suelo era de hormigón, y también las paredes. En un rincón había amontonados unos cuantos aparatos de cocina, lo que me hizo suponer que parte del laboratorio debió de ser antes la cocina de la casa. Había varios pares de esquís, botas y bastones; un viejo trineo; patines de hielo; una bicicleta sin neumáticos. Intenté utilizar uno de los esquís a modo de pica y llegué a la conclusión de que podría resultar un arma útil en el caso de que los israelíes vinieran armados sólo con la palabra del Señor. Si traían pistolas, la cosa se complicaba. Descarté la idea de utilizar la cuchilla de los patines por la misma razón.
Junto a todos estos cachivaches había también un botellero con algunas polvorientas botellas de Riesling. Rompí el cuello de una y bebí sin muchas ganas. No hay nada peor que el Riesling caliente. A estas alturas, incluso yo tenía calor. Me saqué el abrigo y la chaqueta, me fumé un cigarrillo y me fijé en una serie de embalajes de gran tamaño que había a lado y lado del radiador. Todos iban dirigidos a la atención del mayor Jacobs y llevaban una etiqueta que ponía: «Gobierno de EE. UU. Especímenes de laboratorio urgentes». En otraetiqueta se leía: «Máxima precaución. Manipular con cuidado. Almacenar en lugar cálido. Riesgo de enfermedad infecciosa. Contiene insectos vivos. Sólo debe ser abierto por entomólogo con experiencia».
Tuve serias dudas de que un par de escuadrones de mosquitos pudieran evitar mi muerte a manos de un escuadrón de israelíes, pero a pesar de ello abrí el embalaje de uno de los paquetes. Dentro había mucha paja y, entre la paja, un insectario portátil con los amiguitos de Henkell y Gruen. En un par de folios había un inventario con el contenido. Había sido redactado por alguien de la Co misión de Ciencias Médicas del Departamento de Defensa del Pentágono, en Washington DC. Ponía lo siguiente: «El insectario contiene huevos, larvas, pupas y especímenes adultos de anofeles y Culex, tanto machos como hembras. Los adultos y los huevos van en cajas. El insectario contiene asimismo tubos de succión para extraer los mosquitos de la caja y raciones de sangre para alimentar a los insectos hasta un máximo de treinta días».
El contenido de dos de los otros embalajes era similar. El cuarto contenía «microscopios de disección y compuestos, fórceps, portaobjetos, cubreobjetos, cuentagotas, placas de Petri, solución piretrina, pipetas, unidades de ensayo biológico, redes antiinsectos y cloroformo». Esto último me hizo pensar si podría cloroformizar a alguno de los israelíes, pero una vez más caí en la cuenta de que no es fácil atacar a alguien que te encañona con una pistola.
Transcurrieron un par de horas. Bebí un poco más de vino caliente y me tendí en el suelo. Parecía que no podía hacer nada más que dormir, y a este efecto el Riesling demostró ser tan eficaz como el cloroformo.
Unos pasos en el piso de arriba me despertaron al cabo de un rato. Me incorporé. Me sentía algo mareado, notanto por el vino como por la ansiedad por ver cuál sería mi suerte. A menos que consiguiera convencer a esos hombres de que yo no era Eric Gruen, no me cabía ninguna duda de que me asesinarían, exactamente como había dicho Jacobs.
Durante la media hora siguiente no pasó nada. Oí cómo arrastraban los muebles por el suelo y olí el humo de los cigarrillos. Incluso oí risas. Luego se oyeron unos pasos pesados que bajaban por la escalera, y a continuación el sonido de la llave en la cerradura. Me puse en pie y retrocedí hasta el fondo del sótano, intentando hacerme una idea de lo que esos tipos debían de estar sintiendo: la honda satisfacción de haber apresado a uno de los más aborrecibles criminales de guerra jamás habidos. Finalmente se abrió la puerta y vi frente a mí a dos hombres. En la cara llevaban dibujado un ligero gesto de disgusto y en las manos unas relucientes automáticas del 45. Su aspecto era amenazador, como el del boxeador que espera que el contrincante oponga resistencia para darle una buena somanta de palos.
Llevaban jerséis de cuello vuelto y pantalones de esquiar. Uno era más joven que el otro. Su pelo castaño parecía rígido, como si acabara de salir del barbero; llevaba algo en él, como aceite o crema, o quizá fuera almidón. Sus cejas parecían dedos de mono y los ojos, marrones, parecían más propios de un mastín, como de hecho el resto de la cara. Su compañero era más alto, más feo, con las orejas como las de una cría de elefante y la nariz como la tapa de un piano de cola. La chaqueta le quedaba como un Cristo con dos pistolas.
Me llevaron arriba como si llevara una bomba a punto de estallar y me metieron en el despacho. Habíanmovido la mesa de modo que ahora miraba hacia las puertas de cristal del laboratorio. Había un hombre tras ella y, delante, una silla. El hombre de la mesa me invitó muy cortésmente a que tomara asiento. Tenía acento americano. Cuando me hube sentado, se inclinó con el aire de un magistrado en pleno juicio y apretó los dedos como si se dispusiera a rezar una oración antes de interrogarme. Iba en mangas de camisa y arremangado, lo que le daba un aspecto duro. Aunque también podía deberse al calor de la sala. Seguía haciendo mucho calor. El pelo, abundante y canoso, le caía sobre los ojos, y era tan delgado como los excrementos de los peces de colores cuando no se les limpia el agua. Su nariz no era tan grande como la de los otros dos, lo que no quiere decir que no lo fuera. Aunque no era precisamente el tamaño lo que llamaba la atención de su nariz, sino el color. Estaba tan llena de capilares reventados que más bien parecía una orquídea o una seta venenosa. Cogió una pluma y se preparó para tomar nota en un cuaderno en blanco.
– ¿Cómo se llama?
– Bernhard Gunther.
– ¿Cuál era su nombre anterior?
– Mi nombre ha sido siempre Bernhard Gunther.
– ¿Estatura?
– Metro ochenta y siete.
– ¿Número de pie?
– Cuarenta y cuatro.
– ¿Talla de chaqueta?
– Cincuenta y cuatro.
– ¿Cuál era su número de afiliado al NSDAP?
– Nunca fui miembro del Partido Nazi.
– ¿Cuál era su número en las SS?
– 85.437.
– ¿Fecha de nacimiento?
– Siete de julio de 1896.
– ¿Lugar de nacimiento?
– Berlín.
– ¿Qué nombre le pusieron al nacer?
– Bernhard Gunther.
Mi interrogador suspiró y soltó la pluma. Casi a desgana, abrió un cajón y sacó una carpeta. La abrió. Mealargó un pasaporte alemán a nombre de Eric Gruen. Lo abrí.
– ¿Es su pasaporte? -preguntó.
– Es mi retrato -contesté encogiéndome de hombros-. Pero nunca había visto este pasaporte antes.
Me alargó otro documento.
– Una copia de un expediente de las SS a nombre de Eric Gruen -dijo-. También aquí está su fotografía, ¿verdad?
– Es mi fotografía -admití-. Pero no es mi expediente de las SS.
– Solicitud de admisión en las SS, rellenada y firmada por Eric Gruen, con informe médico adjunto. Altura, un metro ochenta y ocho; pelo rubio; ojos azules; rasgos distintivos, al sujeto le falta el dedo meñique de la mano izquierda. -Me alargó el documento. Sin pensarlo, lo cogí con la mano izquierda-. Le falta a usted el dedo meñique de la mano izquierda. No pretenderá negar también esto.
– Es una historia muy larga -dije-. Pero no soy Eric Gruen.
– Más fotografías -dijo mi interrogador-. Una fotografía de usted dándose la mano con el mariscal del Reich Hermann Goring, tomada en agosto de 1936. Otra de usted con el Obergruppenführer Heydrich de las SS, tomada en el castillo de Wewelsburg, Paderborn, en noviembre de 1938.
– No se le habrá escapado que no llevo el uniforme -dije.
– Y otra fotografía de usted junto al Reichsführer Heinrich Himmler, tomada supuestamente en octubre de 1938. Tampoco él lleva uniforme. -Sonrió-. ¿De qué estaban hablando? ¿Eutanasia, tal vez? ¿Aktion T4?
– Le conocí, es verdad -dije-. Pero eso no significa que nos mandáramos felicitaciones por Pascua.
– Una fotografía de usted con el Gruppenführer Arthur Nebe de las SS. Tomada en Minsk, en 1941. Aquí sí lleva uniforme. ¿O no? Nebe capitaneaba un Grupo de Acción Especial que asesinó… ¿a cuántos judíos, Aaron?
– Noventa mil judíos, señor.
El acento de Aaron era más inglés que americano.
– Noventa mil. Exacto.
– No soy quien cree que soy.
– Hace tres días estaba usted en Viena, ¿no es así?
– Sí.
– Ya nos vamos entendiendo. Prueba número ocho. Declaración jurada de Tibor Medgyessy, ex mayordomo de la familia Gruen, en Viena. Al mostrarle su fotografía, la que figura en su expediente de las SS, lo identificó positivamente como Eric Gruen. Tenemos también el testimonio del recepcionista del hotel Erzherzog Rainer. Se alojó usted allí tras la muerte de su madre, Elisabeth. También lo identificó como Eric Gruen. Fue muy estúpido por su parte acudir al funeral, Gruen. Estúpido, pero comprensible.
– Verá -dije-, esto es una encerrona que me ha tendido el mayor Jacobs. El verdadero Eric Gruen abandonará el país esta noche a bordo de un avión que despegará de una base norteamericana. Trabajará para la CIA, Jacobs y el gobierno estadounidense para producir una vacuna contra la malaria.
– El mayor Jacobs es un hombre de una integridad libre de toda sospecha -dijo mi interrogador-. Un hombre que ha antepuesto los intereses del estado de Israel a los de su propio país, aun con riesgo para su persona. -Se reclinó en la silla y encendió un cigarrillo-. Vamos a ver, ¿por qué no admite ser quién es? Admita los crímenes que cometió en Majdanek y Dachau. Admita lo que hizo y todo será más fácil para usted, se lo prometo.
– Para usted, querrá decir. Me llamo Bernhard Gunther.
– ¿De dónde ha sacado este nombre?
– Es mi nombre -insistí.
– El verdadero Bernhard Gunther está muerto -dijo mi interrogador y me tendió otro documento-. Ésta esuna copia de su certificado de defunción. Fue asesinado por la Odes sa o alguna otra organización pro nazi en Munich, hace dos meses. Presuntamente para que usted usurpara su identidad. -Hizo una pausa-. Con este pasaporte tan bien falsificado.
Me tendió mi propio pasaporte, el que había dejado en Mönch antes de salir para Viena.
– No está falsificado -dije-. Es auténtico. Es el otro que es falso. -Suspiré y sacudí la cabeza-. ¿Importa algo de lo que pueda decir, si estoy muerto? Van a matar a la persona equivocada. Aunque seguro que no es la primera vez. Vera Messmann no era ninguna criminal de guerra, como dijo Jacobs. Además, yo puedo demostrar que soy quien digo ser. Hace doce años, en Palestina…
– Cabrón -gritó el tipo grande de las orejas de elefante-. Asesino hijo de puta.
Se abalanzó sobre mí y me golpeó con algo que llevaba en el puño. Me dio la impresión de que el más joven hubiera querido detenerlo, pero sin éxito. El grandullón no era de esos tipos que dejan que otro los retenga a no ser que sea con una ráfaga de ametralladora. El puñetazo me derribó de la silla. Me sentía como si cincuenta mil voltios me hubieran atravesado el cuerpo. Todo mi ser temblaba, a excepción de la cabeza, que parecía envuelta en una gruesa toalla empapada para que no pudiera oír ni ver nada. Mi voz sonaba amortiguada. Luego alguien me enrolló la cabeza con otra toalla y todo quedo en silencio y penumbra, todo había desaparecido, todo menos una alfombra mágica que me recogía y me llevaba volando hacia un lugar inexistente. Un lugar en el que Bernie Gunther -el verdadero Bernie Gunther- se sintió como en su casa.