14

Pasaron dos días. Un viento del sur que había atravesado una zona de alta presión empezaba a soplar en la ciudad. Por lo menos eso decía el meteorólogo de Radio Munich. Anunció que era el Föhn, lo que significaba que el viento iba cargado de una gran electricidad estática porque ya había cruzado los Alpes antes de llegar hasta nosotros. De paseo por Munich, sentías el cálido viento deshidratado que secaba la cara y te ponía los ojos llorosos. O tal vez sólo estaba dándole demasiado a la bebida.

Los americanos eran los que más en serio se tomaban el Föhn, por supuesto, y no dejaban salir a los niños a la calle para evitarlo, casi como si portara algo más letal que unos cuantos iones con carga positiva. Quizá sabían algo que el resto ignorábamos. Todo era posible ahora que los Ivanes habían lanzado su bomba atómica hacía un mes. Probablemente el Föhn implicaba mil cosas por las que preocuparse de verdad. En cualquier caso, cumplía una función muy útil. Los habitantes de Múnich culpaban al Föhn de todo tipo de cosas, siempre estaban quejándose de él. Algunos aseguraban que agravaba el asma, otros que les provocaba dolores reumáticos, y bastantes que les causaba dolor de cabeza. Si la leche tenía un sabor raro, era por el Föhn. Y si la cerveza salía sin presión, también era culpa del Föhn. Donde yo vivía, en Schwabing, la mujer de abajo decía que el Föhn interfería en la señal de su radio sin cable. Y en el tranvía llegué a oír a un hombre explicar que se había visto envuelto en una pelea por culpa del Föhn. Supongo que después de culpar a los judíos de todo, al menos era un cambio. Era cierto que el Föhn hacía parecer a la gente más enojada e irascible de lo habitual. Tal vez al principio el nazismo echó raíces así, por culpa del Föhn. Siempre que la gente intenta derrocar un gobierno está enojada e irascible.

Así era el día cuando volví a Wagmullerstrasse y me detuve delante del escaparate de la galería de arte juntoa la oficina de la Cruz Ro ja. Había llegado antes de la hora acordada. Normalmente llego pronto. Si la puntualidad es la virtud de los reyes, entonces soy de esas personas a las que les gusta llegar una o dos horas antes para buscar una mina bajo la alfombra roja.

La galería se llamaba Oscar and Shine. La mayoría de galeristas de la ciudad estaban en el distrito de Brienner Strasse. Compraban y vendían secesionistas y postimpresionistas de Múnich. Lo sabía porque lo leí una vez en el escaparate de una galería de Brienner Strasse. Ésta en concreto parecía un poco diferente de las demás, sobre todo el interior. Por dentro parecía uno de esos edificios de la Ba uhaus tan mal vistos por los nazis. Por supuesto, no sólo la escalera abierta y las paredes autónomas le daban un aspecto futurista. Los cuadros en exposición tenían un aire moderno parecido, es decir, eran tan agradables para los ojos como una astilla afilada.

Sé lo que me gusta, y la mayoría no es arte. Me gustan los cuadros y los adornos. Una vez incluso tuve una figura francesa de zinc de una mujer con un banjo. No era una escultura, sólo un trasto que descansaba sobre el mantel junto a una fotografía de Gath, mi ciudad natal en la tierra de los filisteos. Si quiero que una imagen me hable, voy a ver a Maureen O'Sullivan en una película de Tarzán.

Mientras deambulaba por la galería, una mujer me seguía de cerca con su mirada periscópica, vestida con un traje negro de lana que, debido al Föhn, probablemente se arrepentía de haberse puesto. Era delgada, tal vez demasiado, y la alargada boquilla de marfil que usaba podía haber sido uno de sus dedos huesudos del mismo color. Tenía el pelo largo, castaño y espeso, recogido tan elegantemente hacia atrás que parecía un panecillo de veinticinco peniques. Se dirigió hacia mí, con los brazos cruzados a la defensiva, por si tenía que atravesarme con uno de esos codos puntiagudos, y señaló con la cabeza el cuadro que yo estaba evaluando con un cuidadosocriterio y buen gusto, como si fuera un entendido afeminado con mucha pluma.

– ¿Qué opina? -preguntó, al tiempo que agitaba la boquilla hacia la pared.

Ladeé la cabeza con la vaga esperanza de que una perspectiva ligeramente distinta del cuadro me permitiera mejorar la valoración inicial, como a Bernard Berenson. Traté de imaginar a ese loco hijo de puta pintándolo, pero seguía pensando en un chimpancé borracho. Estuve a punto de decir algo. Luego cerré la boca. Había una línea roja que iba en una dirección, una azul en otra, y una franja negra que pretendía figurar que no tenía mucho que ver con las otras dos. Era una típica obra de arte moderno, eso lo veía. Es más, era obvio que había sido ejecutada con la misma artesanía y destreza de alguien que hubiera estudiado con esmero cómo hacer regaliz. El hecho de colgarlo en la pared quizá daba que pensar a las moscas que huían del Föhn por la ventana abierta. Volví a mirar y descubrí que en realidad me hablaba. Decía: «No te rías, algún idiota pagará un montón de dinero por esto». Señalé la pared y dije:

– Creo que habría que hacer algo con esa humedad, antes de que se extienda.

– Es de Kandinsky -replicó ella, sin inmutarse lo más mínimo-. Fue uno de los artistas más influyentes de su generación.

– ¿Y cuáles fueron sus influencias? ¿Johnnie Walker? ¿O Jack Daniel's?

Ella sonrió.

– Así -dije yo-, sabía que podría hacerlo si lo intentaba. Es más de lo que puedo decir a favor de Kandinsky.

– A algunos les gusta -contestó.

– Bueno, ¿por qué no lo decía? Me llevaré dos.

– Me encantaría que se llevara uno -dijo-. Hoy el negocio está un poco lento.

– Es por el Föhn -le contesté.

La mujer se desabrochó la chaqueta y se abanicó con la mitad de ella. En cierto modo yo también lo disfruté. No sólo por la brisa perfumada que provocó para nosotros, también por la blusa escotada de seda que llevabadebajo. Si hubiera sido artista lo hubiera llamado inspiración. O como lo llamen los artistas cuando ven que los pezones de una chica presionan a través del tejido como dos timbres de mansión. En cualquier caso, merecía gastar un poco de papel y carboncillo.

– Supongo -dijo, y soltó una bocanada de aire y humo de cigarrillo hacia su propia frente-. Dígame, ¿ha entrado para mirar o sólo para reírse?

– Creo que ambas cosas. Al menos eso recomendaba lord Duveen.

– Para ser un bruto vulgar está usted bien informado, ¿no?

– La verdadera decadencia implica no tomarse nada demasiado en serio -dije-. Mucho menos el arte decadente.

– ¿De verdad lo piensa? ¿Que es decadente?

– Seré sincero -contesté-. No me gusta. Pero me encanta verlo expuesto sin que interfiera la gente que sabe tan poco de arte como yo. Mirarlo es como observar la cabeza de alguien que discrepa de ti en casi todo. Me hace sentir incómodo. -Sacudí la cabeza apesadumbrado y suspiré-. Supongo que eso es la democracia.

Entró otro cliente, mascaba chicle. Llevaba unos zapatos enormes y una Kodak Brownie plegable. Un auténtico entendido. Como mínimo, alguien forrado de dinero. La chica fue a escoltarle en su ronda por los cuadros. Poco después apareció el padre Gotovina y salimos de la galería al jardín inglés, donde nos sentamos en un banco junto al monumento a Rumford. Encendimos los cigarrillos sin hacer caso del cálido viento que nos daba en la cara. Una ardilla se acercó dando saltos por el camino, como una bufanda de piel fugitiva, y se paró cerca de nosotros a la espera de un bocado. Gotovina sacudió su cerilla y luego movió la punta de la bota negra y pulida hacia la oscilación peluda. Era obvio que el cura no era un amante de la naturaleza.

– He indagado un poco sobre el marido de tu clienta -dijo, sin apenas mirarme.

Bajo la clara luz vespertina, la cabeza era de color ámbar, como una buena cerveza tostada, o tal vez una Doppel. Mientras hablaba, mantenía el cigarrillo en la boca, que se movía de arriba abajo como la batuta de un director que pusiera orden en la descontrolada orquesta de hortensias, lavanda, gencianas y lirios que se desplegaba frente a él. Yo tenía la esperanza de que hicieran lo que se les ordenaba, por si intentaba darles una patada como había hecho con la ardilla.

– En la Rup rechtskirche de Viena -dijo- hay un cura que lleva a cabo una labor de beneficencia parecida para viejos compañeros como tú. Es italiano, el padre Lajolo. Se acuerda muy bien de Warzok. Al parecer, se presentó con un billete de tren para Güssing poco después de la Na vidad de 1946. Lajolo lo llevó a un piso franco en Ebensee mientras esperaban un nuevo pasaporte y visado.

– ¿Un pasaporte de quién? -pregunté por curiosidad.

– De la Cruz Ro ja. O del Vaticano, no lo sé con certeza. Uno de los dos, eso seguro. El visado era para Argentina. Lajolo o uno de los suyos fue a Ebensee, entregó los papeles, algo de dinero y un billete de tren para Génova. Allí se suponía que Warzok iba a tomar el barco para Sudamérica. Warzok y otro antiguo compañero. Pero nunca se presentaron. Nadie sabe lo que ocurrió con Warzok, pero el otro tipo fue encontrado muerto en el bosque cerca de Thalgau pasados unos meses.

– ¿Cómo se llamaba? Su nombre real.

– SS Hauptsturmführer Willy Hintze. Era el antiguo jefe adjunto de la Ges tapo en una ciudad polaca llamada Thorn. Hintze se encontraba en una fosa poco profunda, desnudo. Le habían disparado en la nuca cuando estaba arrodillado en el borde de la tumba. Le tiraron la ropa encima. Había sido ejecutado.

– ¿Warzok y Hintze estaban en el mismo piso franco?

– No.

– ¿Se conocían de antes?

– No. Su primer encuentro habría sido en el barco hacia Argentina. Lajolo imaginó que habían descubiertolos dos pisos francos y los cerró. Se decidió que a Warzok le ocurrió lo mismo que a Hintze. Nakam los había atrapado.

– ¿Nakam?

– Después de 1945 la Bri gada Judía, voluntarios de Palestina que se habían enrolado en una unidad especial del ejército británico, recibió la orden del incipiente ejército judío, el Haganah, de formar un comando secreto de asesinos. Un grupo de ellos con base en Lublin adoptó el nombre de Nakam, una palabra hebrea que significa «venganza». Su objetivo era vengar las muertes de seis millones de judíos.

El padre Gotovina se retiró el cigarrillo de los labios para lograr una mueca de desdén más eficaz que acabó por incluir las fosas nasales y los ojos. Yo diría que si hubiera existido un grupo muscular que controlara las orejas, también las habría hecho participar. La expresión despectiva del cura croata dejaba a Conrad Veidt como un mísero aprendiz y a Be la Lu gosi como un astuto novato sin cuello.

– Israel no trae nada bueno -dijo, sulfurado-. Mucho menos Nakam. Un primer plan de Nakam era envenenar los pantanos de Múnich, Berlín, Núremberg y Francfort y matar a varios millones de alemanes. Parece que no se lo cree, herr Gunther.

– Es que existen historias de judíos que envenenan los pozos de los cristianos desde la Edad Me dia – contesté.

– Le aseguro que lo digo totalmente en serio. Éste era de verdad. Por suerte para usted y para mí, el comando Haganah se enteró del plan y, tras indicar la cantidad de británicos y americanos que morirían, Nakam se vio obligado a abandonar el plan. -Gotovina soltó su risa de psicópata-. Fanáticos. Y se preguntan por qué intentamos eliminar a los judíos de la sociedad decente.

Le dio con la punta del cigarrillo a una desgraciada paloma, cruzó las piernas y se ajustó el crucifijo en el cuello musculoso antes de proseguir con la explicación. Era como tener una charla con Tomás de Torquemada.

– Pero Nakam no tenía intención de abandonar sus proyectos de envenenar a una gran cantidad de alemanes. Idearon un plan para intoxicar un campo de prisioneros de guerra cerca de Núremberg, donde estaban recluidos 36.000 oficiales de las SS. Entraron en una panadería que suministraba pan al campo y envenenaron 2.000 hogazas. Gracias a Dios, eran muchas menos de las que tenían pensado utilizar. Aun así, miles de hombres se vieron afectados y nada menos que quinientos murieron. Le doy mi palabra. Es una cuestión de archivo histórico.

Se santiguó y luego alzó la mirada mientras por un instante una nube tapaba el sol y nos sumía a ambos en un pequeño pozo de sombra, como las almas condenadas de las páginas de Dante.

– A partir de entonces se limitaron a asesinar, simple y llanamente. Con ayuda de los judíos de los servicios de Inteligencia británicos y americanos, crearon un centro de documentación en Linz y Viena y empezaron a seguir la pista de los llamados criminales de guerra, utilizando la organización de la emigración judía como tapadera. Primero siguieron a hombres cuando eran liberados de los campos de prisioneros de guerra. Eran fáciles de vigilar, sobre todo con los soplos de los Aliados. Y luego, cuando estaban preparados, iniciaban las ejecuciones. Al principio colgaron a unos cuantos. Pero un hombre sobrevivió y a partir de entonces siempre siguieron el mismo modus operandi. La fosa poco profunda, la bala en la nuca. Como si pretendieran imitar lo que aquellos batallones del orden hicieron en Europa del Este.

Gotovina se permitió una ligera sonrisa que trasmitía algo parecido a la admiración.

– Eran muy eficaces. La cantidad de viejos compañeros asesinados por Nakam es de entre uno y dos mil. Lo sabemos porque alguno de nuestros grupos de Viena logró capturar a uno de ellos y antes de morir les contó lo que le acabo de explicar. Así que ya ve, ahora debe tener cuidado con los malditos judíos, herr Gunther, no conlos británicos o americanos. Sólo les importa el comunismo, y en ocasiones incluso han ayudado a sacar a nuestra gente de Alemania. No, hoy en día quienes le deben preocupar son los chicos judíos. Sobre todo los que no lo aparentan. Al parecer, el que detuvieron y torturaron en Viena parecía el ario perfecto, ¿sabe? Como el hermano más guapo de Gustav Frölich.

– ¿Entonces dónde queda mi clienta en todo esto?

– ¿No me estaba escuchando, Gunther? Warzok está muerto. Si siguiera con vida estaría incordiando, eso es un hecho. Si estuviera allí, ella lo sabría, créame.

– Me refiero a en qué posición la deja para la Ig lesia católica.

Gotovina se encogió de hombros.

– Que espere un poco más y luego solicite un proceso judicial formal para determinar si se considera libre para contraer segundas nupcias.

– ¿Un proceso judicial? -exclamé-. ¿Quiere decir con testigos y todo eso?

Gotovina apartó la mirada, indignado.

– Olvídelo, Gunther -dijo-. El arzobispo pediría mi cabeza si supiera una décima parte de lo que le acabo de contar. Así que de ninguna manera le repetiré jamás nada de lo que le he explicado. Ni ante un tribunal canónico ni a ella. Ni siquiera a usted. -Se levantó y me miró. Con el sol a sus espaldas, parecía que no estuviera allí, como la silueta de un hombre-. Le daré un consejo gratis. Abandone ahora. Deje el caso. A la Com pañía no le gustan las preguntas ni los sabuesos, ni siquiera los que creen que pueden salir airosos porque una vez tuvieron un tatuaje bajo el brazo. La gente que hace demasiadas preguntas sobre la Com pañía acaba muerta. ¿Me he explicado, sabueso?

– Hacía mucho que no me amenazaba un cura -dije-. Ahora sé cómo se sentía Martín Lutero.

– De Lutero nada. -Gotovina empezaba a sonar más furioso-. Y no vuelva a ponerse en contacto conmigo. Ni siquiera si David Ben-Gurion le pide que cave un agujero en su jardín a medianoche. ¿Lo haentendido, sabueso?

– Como si viniera de la San ta Inquisición con un bonito lazo y un sello de plomo con la cara de san Pedro.

– Sí, ¿pero funcionará?

– Por eso es de plomo, ¿verdad? ¿Para que la gente quede advertida?

– Eso espero. Pero tiene cara de hereje, Gunther. Es una mala imagen para alguien que tiene que sacar las narices de asuntos en los que no debería meterlas.

– No es la primera persona que me lo dice, padre -dije al levantarme. Me siento en mejor posición para ser amenazado cuando estoy de pie. Pero Gotovina estaba justo encima de mi cara. Al ver su cabeza de basílica, la cruz y el cuello de la sotana me daban ganas de ir directo a casa y escribir noventa y cinco tesis para clavarlas en la puerta de su iglesia. Intenté parecer agradecido por lo que me había contado, incluso algo arrepentido, pero sabía que sólo conseguiría parecer irreverente y temerario-. Pero gracias de todos modos. Le agradezco su ayuda y buenos consejos. A todos nos va bien un poco de guía espiritual. Hasta a los no creyentes como yo.

– Sería un error no creerme -dijo con frialdad.

– No sé en lo que creo, padre -contesté. Sólo estaba siendo deliberadamente obtuso-. De verdad, no lo sé. Sólo sé que la vida es mejor que todo lo que he visto antes. Y probablemente mejor que lo que vea cuando esté muerto.

– Eso suena a ateo, Gunther, siempre es peligroso en Alemania.

– No es ateísmo, padre. Sólo es lo que los alemanes llamamos cosmovisión.

– Deje eso a Dios. Olvídese del mundo y ocúpese de sus asuntos, si sabe lo que le conviene.

Le seguí con la mirada hasta el límite del parque. La ardilla volvió, las flores se relajaron. La paloma sacudió la cabeza e intentó recobrar la compostura. La nube se desplazó y la hierba se iluminó.

– No es san Francisco de Asís, que digamos -les dije a todos-. Pero seguramente ya lo sabéis.

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