38

Abandoné Viena al día siguiente. Mi conductor era un tipo llamado Walter Timmermann. Era vienés pero vivía en Pfungstadt, cerca de Darmstadt. Conducía un camión para el ejército estadounidense en el que llevaba The Stars and Stripes, la revista del ejército, desde la imprenta de Griesheim a Salzburgo y Viena. El camión era un Dodge de tres toneladas con el compartimento de carga cubierto por una lona y con los distintivos del ejército, lo que en la práctica implicaba que las policías militares de las cuatro potencias nunca lo registraban. El camión se dirigía a Alemania con los excedentes de la edición anterior, para hacer con ellos pasta de papel y reutilizarlos. Al cruzar de una zona de ocupación a otra me escondí entre las revistas; el resto del tiempo lo pasé en la cabina, escuchando a Timmermann, a quien le encantaba hablar porque, según decía, pasaba la mayor parte del tiempo conduciendo y a veces se sentía solo. A mí no me importaba porque yo poco o nada tenía que contarle a nadie. Me dijo que durante la guerra había servido en la Luf twaffe, en Griesheim. Allí lo pilló el final de la guerra, y así fue como empezó a hacer de chofer para los estadounidenses dos años después.

– No se trabaja mal con ellos -dijo-, una vez los conoces. La mayoría lo único que quieren es volver a casa. De las cuatro potencias, son los más agradables, pero seguramente también los peores como soldados. En serio te lo digo. Todo les importa una mierda. El día que los rusos ataquen, se comerán Alemania. En las bases no hay vigilancia de ninguna clase, por eso puedo hacer lo que hago. Menudo tinglado tienen montado: alcohol, tabaco, revistas guarras, medicinas, lencería de mujer, lo que quieras, les consigo de todo. Créeme, no eres la única mercancía ilegal que llevo en el camión.

No me dijo cuál era la mercancía en esa ocasión, y yo tampoco se lo pregunté. Por quien sí pregunté fue por el padre Lajolo.

– Yo soy católico, ¿sabes? -dijo-. El padre Lajolo ofició mi boda durante la guerra. Entonces estaba enotra parroquia, en San Ulrico, en el distrito 7. Mi mujer, Giovanna, es medio italiana, ¿sabes? Medio austriaca, medio italiana. Su hermano estaba en las SS, y el padre Lajolo nos ayudó a sacarlo de Austria al terminar la guerra. Ahora vive en Escocia. ¿Tú te crees? Escocia… Dice que se pasa el día jugando al golf. La Com pañía le consiguió un nuevo nombre, una casa y un empleo. Es ingeniero de minas en Edimburgo. A nadie se le ocurriría ir a buscarlo a Edimburgo. Desde entonces ayudo al padre Lajolo a trasladar a los compañeros lejos de las garras de los rojos. Si quieres que te diga la verdad, Viena está acabada. Y con Berlín pasará lo mismo, fíjate en lo que te digo. Un día sacarán los tanques a la calle y nadie moverá un dedo para detenerlos. Nada de esto habría ocurrido si hubieran firmado la paz con Hitler en vez de forzar una rendición incondicional. Europa todavía parecería Europa, y no la penúltima república soviética.

El viaje fue largo. En la carretera de Viena a Salzburgo el límite de velocidad era de 65 kilómetros por hora. A las pocas horas de escuchar las opiniones de Timmermann sobre los rojos y los yanquis me entraron ganas de meterle una de las revistas por el gaznate.

En Salzburgo cogimos la autopista de Múnich y aumentamos la velocidad. Al poco llegamos a la frontera alemana. Seguimos hacia el norte y después hacia el este, por Múnich. No tenía ningún sentido que me bajara en Múnich, ya que sin duda Jacobs se habría asegurado de que la policía me estuviera esperando. Hasta que la Com pañía me consiguiera una nueva identidad y un pasaporte, parecía que lo mejor era ir al lugar al que me habían destinado. Continuamos hasta Landsberg, y desde allí nos dirigimos al sur, hacia Kempten, a los pies de los Alpes, en la región de Algovia, al sureste de Baviera. El trayecto terminó en un antiguo monasterio benedictino en las colinas de las afueras de Kempten. Según Timmermann estábamos a apenas cien kilómetros este de Garmisch-Partenkirchen, lo cual era toda una tentación. Sabía que no tardaría mucho en sucumbir a ella.

El monasterio era una hermosa construcción gótica con muros de ladrillo rojo y dos campanarios en forma de pagoda desde los que se dominaban kilómetros y kilómetros de nevado paisaje. Sólo al traspasar la puerta principal se tomaba conciencia de las verdaderas dimensiones del lugar y, de paso, de la riqueza y el poder de la Ig lesia católica romana. El que hubiera un monasterio católico tan grande en un lugar tan pequeño y tan a trasmano como Kempten me hizo caer en la cuenta de la clase de recursos económicos y humanos con los que contaba el Vaticano y, por extensión, la Com pañía. Lo que me hizo preguntarme qué interés podía tener la Ig lesia en proporcionar rutas de escape a los nazis y criminales de guerra como yo.

El camión se detuvo y bajé. Estábamos en un patio interior del tamaño de una plaza de armas. Timmermann me llevó a través de una puerta hasta una basílica del tamaño de un hangar con un altar que sólo habría parecido modesto a los ojos del emperador del sacro Imperio romano. Se me antojó ostentoso como un pastel de Navidad polaco. Alguien tocaba el órgano y se oía la dulce voz de un coro de muchachos del lugar. Exceptuando el potente olor a cerveza que impregnaba el aire, todo tenía un gran aire de santidad. Seguí a Timmermann hasta un pequeño despacho, donde un monje vino a nuestro encuentro. El padre Bandolini era un hombre corpulento con una gran panza y manos de carnicero. Tenía el pelo corto y cano, a juego con sus ojos grises. Sus facciones eran tan duras que parecía un tótem esculpido en madera. Traía pan, queso, fiambre, pepinillos, un vaso de cerveza elaborada en el propio monasterio y unas cálidas palabras de bienvenida. Me hizo acercarme al fuego y nos preguntó si el viaje había sido dificultoso.

– Ningún problema, padre -dijo Timmermann, que no tardó en excusarse diciendo que quería llegar a Griesheim aquella misma noche.

– El padre Lajolo me ha dicho que es usted médico -dijo el padre Bandolini cuando Timmermann se hubo marchado-. ¿Es eso cierto?

– Así es -contesté, arriesgándome a que me solicitara algún favor que evidenciara toda la farsa-. Aunque no ejerzo desde antes de la guerra.

– Pero es usted católico -dijo.

– Por supuesto -dije, pensando que lo mejor era aparentar el credo de mis benefactores-. Aunque no muy bueno.

– Quién sabe lo que significa ser bueno -dijo encogiéndose de hombros.

– Por alguna razón siempre pensé que los monjes eran buenos católicos -dije encogiéndome de hombros también yo.

– Es fácil ser un buen católico cuando se hace vida monacal -comentó-. Por eso vivimos aquí. La tentación no existe en un sitio como éste.

– No estoy muy seguro -dije-. La cerveza es excelente.

– ¿Verdad que sí? -Sonrió-. Hace cientos de años que se elabora siguiendo la misma receta. Acaso sea por eso que muchos nos quedamos aquí.

Su voz era queda y cadenciosa, lo que me hizo pensar que tal vez no le había oído bien cuando, tras haber comido, me explicó que el monasterio -y en particular la comunidad de San Rafael que en él habitaba- venía ayudando a los exiliados católicos alemanes desde 1871, muchos de los cuales eran católicos no arios.

– ¿Ha dicho usted «católicos no arios»?

Hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

– ¿Es alguna clase de término eclesiástico para referirse a los italianos? -pregunté.

– No, no. Es como llamábamos a los judíos a los que ayudábamos. Muchos de ellos se convertían al catolicismo, desde luego, pero a otros sólo los llamábamos católicos para conseguir que países como Brasil y Argentina los acogieran.

– ¿Y eso no era peligroso? -pregunté.

– Oh, sin duda. Mucho. La Ges tapo de Kempten nos tuvo bajo vigilancia durante casi una década. Incluso hubo uno de los hermanos que murió en un campo de concentración por prestar auxilio a los judíos.

Me pregunté si se daría cuenta de lo irónico que resultaba que estuviera ayudando a Eric Gruen, uno de los criminales de guerra más deleznables. No tardé en saber que sí.

– Es la voluntad de Dios que la comunidad de San Rafael ayude a quienes fueran sus perseguidores en el pasado -dijo-. Además, en estos momentos el enemigo es otro, aunque no menos peligroso. Un enemigo que ve en la religión el opio que envenena las mentes del pueblo.

Con todo, eso no era nada en comparación con lo que seguiría.

Mi celda no se encontraba en el claustro, como las de los monjes, sino en la enfermería, donde, según me aseguró el padre Bandolini, estaría mucho más cómodo.

– Créame -dijo acompañándome a través del claustro-, ahí tendrá menos frío. En esas celdas se permite encender fuego, disponen de cómodos sillones y los baños son más modernos que los del claustro. Se le llevará la comida a la celda, y si quiere, puede asistir a misa en la basílica con los demás hermanos. Y si busca absolución, no tiene más que decírmelo y le haré mandar un sacerdote. -Abrió una pesada puerta de madera y me condujo a través de la sala capitular hasta la enfermería-. No estará solo -añadió-. Tenemos otros dos huéspedes alojados con nosotros en estos momentos. Caballeros como usted. Ellos le explicarán cómo funciona todo. Ambos esperan para emigrar a Sudamérica. Enseguida se los presento, aunque no por su verdadero nombre, por razones obvias. Si me permite, lo presentaré con su nuevo nombre, el que figurará en su pasaporte cuando lo envíen desde Viena.

– ¿Cuánto suele tardar? -pregunté.

– Puede que unas semanas -dijo-. Una vez lo tenga, necesitará un visado. Es posible que lo destinen a Argentina. Últimamente, todo el mundo va allí, según creo. Su gobierno se ha solidarizado con la emigración alemana. Y por último, naturalmente, necesitará el pasaje para el barco. La Com pañía se encargará también de eso. -Sonrió como para darme ánimos-. Me temo que tendrá que hacerse a la idea de pasar con nosotros unmes o dos por lo menos.

– Mi padre vive cerca -dije-. En Garmisch-Partenkirchen. Me gustaría verlo antes de abandonar el país. Me parece que no habrá otra ocasión.

– Efectivamente, Garmisch no queda lejos. Unos ochenta o noventa kilómetros en línea recta. Nosotros enviamos cerveza a la base que los americanos tienen allí. Hay que ver lo que les gusta la cerveza a los americanos. Tal vez pueda ir con el camión del próximo reparto. Veré qué puedo hacer.

– Gracias, padre, se lo agradezco de veras.

Desde luego, en cuanto dispusiera de mi nueva identidad y el pasaporte me dirigiría a Hamburgo. Siempre me ha gustado Hamburgo. Además, es el lugar que queda más alejado de Munich y Garmisch sin salir de Alemania. Lo último que me pasaba por la cabeza era terminar en un barcucho con destino a alguna república bananera como los compañeros que estaban a punto de presentarme.

El padre Bandolini llamó a la puerta con delicadeza y la abrió. Entramos en un saloncito acogedor en el que había dos hombres sentados en sendas butacas. Sobre la mesa había una botella de Three Feathers y un paquete de Regents abierto. Buen augurio, pensé. En la pared había un crucifijo y un retrato del papa Pío XII con algo parecido a una colmena sobre la cabeza. Tal vez sea por las gafas sin montura y el semblante ascético, pero ese Papa tiene algo que me hace pensar invariablemente en Himmler. La cara del Papa también se parecía bastante a la de uno de los dos hombres del salón. La última vez que lo había visto era enero de 1939 y estaba entre Himmler y Heydrich. Recuerdo haber pensado en él como un tipo simple e intelectualmente insignificante, e incluso en ese momento, al reencontrarlo, me costó creer que fuera el hombre más buscado de Europa. A simple vista no se percibía en él nada extraordinario: rostro anguloso, ojos rasgados, orejas algo prominentes y, sobre un bigotito al estilo de Himmler -de por sí una mala elección-, una larga nariz sobre la que descansaban unasgafas de montura negra. Parecía un sastre judío, descripción que, por lo que se me alcanza, le hubiera fastidiado bastante, pues el tipo en cuestión era Adolf Eichmann.

– Caballeros -dijo el padre Bandolini dirigiéndose a los dos hombres sentados en la sala de invitados del monasterio-, quisiera presentarles a alguien que pasará una temporada con nosotros. El doctor Hausner, Carlos Hausner.

Hete aquí mi nuevo nombre. El padre Lajolo me había explicado que cuando se le concede una nueva identidad a alguien destinado a Argentina la Com pañía recomienda algún nombre que refleje la doble nacionalidad sudamericana y alemana. Así es como acabé llamándome Carlos. No tenía ninguna intención de terminar en Argentina, pero teniendo dos cuerpos de policía tras mi rastro, no estaba en disposición de discutir sobre mi nombre.

– Herr Hausner -dijo el padre Bandolini llevando la mano en la dirección de Eichmann-, herr Ricardo Klement -y volviéndose hacia el segundo hombre, añadió-: y herr Pedro Geller.

Eichmann no dio muestras de haberme reconocido. Inclinó la cabeza con un gesto seco y me estrechó la mano que yo le había extendido. Parecía más envejecido de la cuenta. Calculé que tendría unos cuarenta y dos, pero la alopecia, las gafas y el rostro cansado y atormentado como el de un zorro que oyera los perros a su espalda le hacían parecer mucho mayor. Llevaba un traje tupido de tweed, una camisa a rayas y una pequeña pajarita que le daba un aspecto algo más elegante. De elegante su apretón de manos tenía más bien poco. Yo ya me había dado la mano con Eichmann en el pasado, cuando sus manos eran suaves, casi delicadas, pero ahora parecían las de un obrero, como si, desde la guerra, se hubiera visto obligado a ganarse la vida con duros trabajos de fuerza física.

– Un placer conocerlo, doctor Hausner -dijo.

El otro hombre era mucho más joven, tenía mejor aspecto e iba mejor vestido que su infame compañero.Llevaba un reloj de aspecto caro y gemelos de oro. Tenía el pelo rubio, los ojos azul claro y los dientes parecían robados a una estrella de película americana. Al lado de Eichmann se veía alto como un mástil y por el porte parecía una extraña especie de grulla. Le di la mano y noté que, al contrario que la de Eichmann, la tenía bien cuidada y suave como la de un escolar. Cuando me fijé mejor, pensé que no debía de pasar de los veinticinco, por lo que se me hacía extraño pensar qué clase de crimen podía haber cometido con dieciocho o diecinueve años para verse obligado a cambiar de nombre y poner rumbo a Sudamérica.

Geller llevaba un diccionario español-inglés bajó el brazo y había otro abierto sobre la mesa frente al sillón de Eichmann-Ricardo Klement.

– Estábamos repasando un poco de vocabulario -dijo el joven sonriendo-. A Ricardo se le dan mejor los idiomas que a mí.

– ¿De veras? -dije.

Estuve a punto de mencionar que Ricardo también sabía yidish, pero luego me lo pensé mejor. Eché una mirada en torno a la salita, fijándome en el tablero de ajedrez, la caja de Monopoly, los anaqueles repletos de libros, los periódicos, las revistas, la radio General Electric último modelo, la tetera, las tazas, el cenicero lleno de colillas y las mantas, una de las cuales había estado cubriendo las piernas de Eichmann. Era evidente que aquellos dos hombres pasaban mucho tiempo sentados en aquella estancia. Refugiados. Escondidos. A la espera de algo. Un pasaporte nuevo, un pasaje para Sudamérica.

– Por suerte, hay un monje de Buenos Aires en el monasterio -dijo el padre-. El padre Santamaría les ha enseñado algo de español a nuestros amigos y les ha explicado algunas cosas sobre Argentina. Todo es distinto cuando uno viaja a un país conociendo el idioma.

– ¿Ha tenido buen viaje? -preguntó Eichmann. Si estaba nervioso de verme, no se le notaba-. ¿De dónde viene?

– Viena -contesté encogiéndome de hombros-. El viaje ha sido soportable. ¿Conoce Viena, herr Klement?-pregunté sacando el tabaco y ofreciendo cigarrillos a los presentes.

– No, la verdad es que no -dijo parpadeando. Había que admitir que era bueno-. No conozco Austria. Yo soy de Breslau. -Cogió uno de mis cigarrillos y me dejó que le diera lumbre-. Claro que ahora está en Polonia y se llama Wroclaw o algo por el estilo. ¿Se imagina? ¿Y es usted vienés, herr…?

– Hausner -dije.

– Ha dicho que era doctor, ¿verdad? -preguntó Eichmann con una sonrisa. Comprobé que sus dientes no habían mejorado. Sin duda le hacía gracia saber que en verdad no era médico-. Será interesante tener a un médico a mano, ¿no es así, Geller?

– Ya lo creo -dijo Geller, dando una calada a uno de mis Lucky-. Yo siempre quise ser médico. Me refiero a antes de la guerra. -Esbozó una sonrisa triste-. Supongo que ya nunca llegaré a serlo.

– Usted es joven -dije-. Cuando uno es joven todo es posible. Créame. Yo también he sido joven.

– Eso era verdad antes de la guerra -dijo Eichmann negando con la cabeza-. Todo era posible en Alemania. Y lo demostramos ante el mundo entero. Pero ahora ya no es así, me temo. Ahora media Alemania está en manos de esos bárbaros ateos, ¿no es verdad, padre? ¿Quieren saber lo que significa en realidad eso de República Federal de Alemania, caballeros? No somos más que una trinchera en el frente de la guerra que se avecina. Una guerra promovida por los…

Eichmann se reprimió y sonrió. La vieja sonrisa de Eichmann. Me miró como si le disgustara mi corbata.

– Pero ¿qué estoy diciendo? Nada de eso importa a estas alturas. Ya no. Nada de esto significa nada. Para nosotros, el hoy y el ayer no existen. Para nosotros, sólo existe el mañana. El mañana es todo lo que nos queda. -Por un instante la sonrisa perdió algo de su amargura-. Como dice la canción: El mañana me pertenece. El mañana me pertenece.

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