Todo estaba blanco. Privado de visiones beatíficas, pero purificado del pecado, me encontré yaciendo en un lugar transitorio a la espera de algún modo de que alguien decidiera qué hacer conmigo. Esperaba que se decidieran pronto porque hacía frío. Frío y humedad. No había sonidos, pero debía ser así. La muerte es silenciosa. Aunque también debería ser más cálida. Curiosamente, uno de los lados de mi cara parecía estar mucho más frío que el otro y, por un terrible instante, pensé que la decisión ya había sido tomada y me encontraba en el infierno. Una nubecilla me ocupaba el pensamiento como si quisiera comunicarme algo; tuvo que pasar un rato para que me diera cuenta de que se trataba de mi propia respiración. Mi tormento terrenal no había terminado todavía. Levanté la cabeza despacio de la nieve y vi a un hombre cavando en la tierra, a pocos metros de mi cabeza. Extraña cosa cavar de aquella manera en un bosque en pleno invierno. Me pregunté por qué lo haría.
– ¿Por qué tengo que cavarlo yo? -protestó.
Parecía el único verdaderamente alemán de los tres.
– Porque tú lo has golpeado, Shlomo -dijo una voz-. Si no le hubieras pegado, podría haber cavado la fosa él mismo.
El que cavaba tiró la pala al suelo.
– Con esto debería bastar -dijo-. La tierra está helada. Pronto nevará lo suficiente para cubrirlo y aquí terminará todo para él hasta la primavera.
La cabeza empezó a dolerme terriblemente. Arrastré el brazo hasta la frente y dejé escapar un gruñido.
– Ya vuelve en sí -dijo la voz.
El que había estado cavando salió de la fosa y me jaló por los pies. Era el grande. El que me había golpeado. Shlomo. El judío alemán.
– Por el amor de Dios -dijo la voz-, no vuelvas a pegarle.
Aún débil, eché un vistazo alrededor. No había ni rastro del laboratorio de Gruen. Me hallaba en el límite de una arboleda en la ladera que quedaba encima de Mönch. Lo supe por el escudo de armas pintado en la pared de la casa. Me llevé la mano a la cabeza. Tenía un bulto del tamaño de una pelota de golf. Una que se hubiera pasado un centenar de metros del hoyo. Obra de Shlomo.
– Levantad al prisionero.
Era la voz de mi interrogador. Aquel frío no le hacía ningún bien a su nariz. Parecía el personaje de una canción que por entonces ponían en la radio a todas horas: Rudolph, the red nose reindeer.
Shlomo y Aaron -el más joven- me agarraron cada uno por un brazo y me pusieron en pie. Sus dedos parecían tenazas. Estaba disfrutando. Intenté hablar.
– Silencio -bramó Shlomo-. Hablarás cuando te toque, nazi hijo de puta.
– Que el prisionero se desnude -dijo el interrogador.
No me moví. Por lo menos no mucho, pues no podía dejar de balancearme a causa del golpe en la cabeza.
– Desnudadlo -ordenó.
Shlomo y Aaron procedieron de malas maneras, como si estuvieran buscándome la cartera, y arrojaron mi ropa a la fosa delante de mí. Estaba temblando y me abracé como si me envolviera en un manto de piel, aunque el efecto no era comparable. El sol se había ocultado tras las montañas y empezaba a levantarse viento.
Una vez desnudo, el interrogador volvió a hablar.
– Eric Gruen. Se le condena a muerte por crímenes contra la humanidad. La sentencia se ejecutará de forma inmediata. ¿Desea decir unas últimas palabras?
– Sí.
Aquélla no parecía mi voz. Por lo que respectaba a ellos, así era en verdad, pues creían que era la de Eric Gruen. Esperaban sin duda que soltara alguna proclama desafiante como «Larga vida a Alemania» o «Heil Hitler», pero nada más lejos de mi mente en ese momento que la Ale mania nazi o Hitler. Pensaba en Palestina. Quizá Shlomo me hubiera golpeado por no llamar la Is rael. Sea como fuere, disponía de muy poco tiempo si lo que quería era convencerlos de que no me dispararan un tiro en la nuca. Shlomo ya estaba inspeccionando el cargador de su gran Colt automático.
– Por favor, escúchenme -dije con los dientes castañeteándome-. Yo no soy Eric Gruen. Ha habido un error. Mi verdadero nombre es Bernie Gunther. Soy detective privado. Hace doce años, en 1937, hice un trabajo en Israel para la Ha ganah. Espié a Adolf Eichmann por encargo de Fievel Polkes y Eliahu Golomb. Nosconocimos en un café de Tel Aviv, el Kaplinsky's, o Kaplinsky, o Kapulsky, no recuerdo bien. Estaba cerca de un cine en Lilienblum Strasse. Si llama a Golomb, él se acordará de mí. Responderá por mí, estoy seguro. Se acordará de que Fievel me prestó su pistola. Y del consejo que le di.
– Eliahu Golomb murió en 1946 -dijo mi interrogador.
– Entonces llamen a Fievel Polkes. Pregúntenle.
– Me temo que no lo conozco.
– Me dio una dirección, por si conseguía información para la Ha ganah, pero no podía ponerme en contacto con él -dije-. Polkes era el hombre de la Ha ganah en Berlín. Era una dirección de Jerusalén. Un tal señor Mendelssohn. Creo que era de Bezalel Workshops. No recuerdo la calle, pero sí recuerdo que debía encargar un artículo de latón damasquinado con plata y una fotografía del hospital Sesenta y Cinco. No tengo la menor idea de lo que esto significa, pero me dijo que sería la señal para que alguien de la Ha ganah se pusiera en contacto conmigo.
– Tal vez conoció a Eliahu Golomb -dijo Shlomo malhumoradamente al interrogador-. Sabemos que mantuvo contacto con altos cargos del SD, incluido Eichmann, ¿y qué? Ya has visto las fotografías, Zvi. Sabemos que se codeaba con Heydrich y Himmler. Cualquiera que le estrechara la mano a ese hijo de puta de Göring se merece una bala en la cabeza.
– ¿Mataron a Eliahu Golomb? -pregunté-. ¿Por darle la mano a Eichmann?
– Eliahu Golomb es un héroe del Estado de Israel -comentó Zvi con frialdad.
– Me alegro de saberlo -dije, temblando de pies a cabeza-. Pero pregúntese una cosa, Zvi. ¿Por qué me habría dado un nombre y una dirección si no hubiera confiado en mí? Piénsenlo, y de paso piensen también esto: si me matan, jamás averiguaran dónde se esconde Eichmann.
– Ahora sí que estoy seguro de que miente -dijo Shlomo, tirándome en la fosa-. Eichmann está muerto. -Escupió a mi lado en el hoyo y cerró el cerrojo de la automática-. Lo sé porque lo matamos nosotros mismos.
La fosa no tenía ni medio metro de profundidad, por lo que la caída no me dolió. Por lo menos no sentíningún dolor. Tenía demasiado frío y estaba intentando salvar la vida con mis palabras, e incluso a gritos, si era necesario.
– Entonces mataron al hombre que no era -comenté-. Lo sé porque hablé con Eichmann ayer. Puedo llevarlos hasta él. Sé dónde se esconde.
Shlomo me apuntó a la cabeza con la pistola.
– Maldito nazi embustero -dijo-. Dirías lo que fuera para salvar el pellejo.
– Baja la pistola, Shlomo -ordenó Zvi.
– ¿No te habrás creído toda esta mierda, verdad, jefe? -protestó Shlomo-. Diría lo que fuera para que no le pegáramos un tiro.
– No lo dudo -dijo Zvi-. Pero como oficial de Inteligencia de esta célula, es mi deber sopesar todas las informaciones. -Le recorrió un escalofrío-. Pero no pienso hacerlo en la ladera de una montaña en pleno invierno. Nos lo llevaremos a la casa y seguiremos con el interrogatorio. Luego decidiremos qué hacer con él.
Cargaron conmigo hasta la casa, que por supuesto estaba vacía. Supuse que la habían alquilado. Eso o a Henkell le traía sin cuidado lo que fuera de ella. Por mi parte, sabía que los documentos que había firmado en Viena, en el despacho de Bekemeier, transferían la fortuna de Gruen a Estados Unidos. Eso les daría para vivir bien a los dos durante una buena temporada.
Aaron preparó café, y todos bebimos agradecidos. Zvi me echó una manta sobre los hombros. Era la misma que cubría las piernas de Gruen cuando iba en la silla de ruedas, fingiéndose tullido.
– De acuerdo -dijo Zvi-. Hablemos de Eichmann.
– Permítame que haga yo las preguntas -dije.
– Está bien -dijo Zvi echando un vistazo a su reloj-. Tiene exactamente un minuto.
– El hombre al que dispararon -dije-, ¿cómo lo identificaron?
– Nos dieron un soplo -dijo Zvi-. No pareció sorprendido al vernos. Y tampoco negó ser Eichmann. Supongo que lo hubiera negado de haber sido otra persona, ¿no cree?
– Tal vez. O tal vez no. ¿Le inspeccionaron la dentadura? Eichmann tenía dos dientes de oro, de antes de la guerra. Seguro que constaban en su ficha médica de las SS.
– No tuvimos tiempo -admitió Zvi-. Además, estaba oscuro.
– ¿Recuerdan dónde dejaron el cuerpo?
– Claro. Hay un laberinto de túneles subterráneos que las SS planeaban utilizar para el asesinato en secreto de treinta mil judíos del campo de concentración de Ebensee. Lo dejamos bajo una pila de rocas en uno de los túneles.
– ¿Ebensee dice?
– Sí.
– Y el soplón era Jacobs, ¿me equivoco?
– ¿Cómo lo sabe?
– ¿Alguna vez ha oído hablar de Friedrich Warzok?
– Sí -dijo Zvi-. Era el subcomandante del campo de concentración de Janowska.
– Miren, estoy prácticamente seguro de que el hombre al que mataron no era Eichmann sino Warzok -dije -. Es fácil de comprobar. Sólo tienen que volver a Ebensee y examinar el cuerpo, entonces sabrán que estoy diciendo la verdad y que Eichmann sigue vivo.
– ¿Y por qué Warzok no negó ser Eichmann? -preguntó Zvi.
– ¿Para qué? -respondí-. Si negaba ser Eichmann hubiera tenido que demostrar que era Warzok y lo hubieran matado de todos modos.
– Cierto. Pero ¿por qué querría Jacobs darnos gato por liebre?
– No lo sé. Lo que sé es que Eichmann se encuentra a cien kilómetros de aquí en este momento. Sé dónde se esconde. Puedo llevarlos.
– Miente -dijo Shlomo.
– Cualquiera diría que no quiere encontrar a Eichmann, Shlomo.
– Eichmann está muerto -dijo Shlomo-. Yo mismo le disparé.
– ¿Pueden arriesgarse a estar equivocados sobre algo como esto? -pregunté.
– Es posible que se trate de una trampa -dijo Shlomo-. Sólo somos tres. Y aunque diéramos con Eichmann, ¿qué haríamos con él?
– Me alegro de oírle decir eso, Shlomo -dije-. Dejarme ir, eso es lo que deberían hacer. Si se lo preguntan como es debido, Eichmann les dirá hasta mi verdadero nombre y confirmará parte de lo que les he dicho. Lo de Palestina antes de la guerra. Dejar libre a un inocente a cambio de ayudarles a encontrar a Eichmann me parece un precio bastante modesto.
– ¿Y qué hay de las fotografías? -dijo Aaron-. Usted estuvo en las SS y conoció a Heydrich y Himmler. Y a Nebe. ¿O lo niega?
– No, no lo niego. Pero no es lo que parece. Miren, es largo de explicar. Antes de la guerra yo era policía yNebe era el jefe de la brigada criminal. Yo era detective. Eso es todo.
– Déjame cinco minutos a solas con él, Zvi -dijo Shlomo-. Veremos si dice o no la verdad.
– ¿Al menos admite la posibilidad?
– ¿Por qué cree que el cuerpo que hay en el túnel debe de ser el de Friedrich Warzok? -preguntó Zvi.
– Conozco a un sacerdote que trabaja para la Com pañía. Él fue quien me dijo que Warzok había desaparecido en una casa franca cerca de Ebensee. Tenía que ir a Lisboa y desde allí embarcarse para Sudamérica. Igual que Eichmann. Creen que mataron a Warzok igual que mataron a Willy Hintze.
– Bien, eso es cierto -afirmó Zvi-. Por entonces yo trabajaba para la CIA. O la OSS, que es como la llamábamos. Y Aaron, que trabajaba para el servicio de Inteligencia del ejército británico. Efectivamente, matamos a Willy Hintze. Fue en un bosque cerca de Thalgau, unos meses después de Eichmann. O, en cualquier caso, del hombre que creíamos que era Eichmann. El hermano de Eichmann tenía por costumbre ir a un pequeño pueblo de las colinas de Ebensee, y también su esposa. Fuimos de noche y pusimos el lugar bajo vigilancia. En total había cuatro personas en un chalé del bosque a las afueras del pueblo. El hombre al que matamos encajaba con la descripción que teníamos de Eichmann.
– ¿Sabe lo que creo? -dije-. Creo que la familia de Eichmann intentaba ponerlos tras una pista falsa para que él pudiera escapar.
– Sí -dijo Zvi-. Eso parece.
Había cumplido. Estaba exhausto. Pedí un cigarrillo. Zvi me dio uno. Pedí más café. Aaron me sirvió una taza. Empezábamos a entendernos.
– ¿Qué hacemos, jefe? -preguntó Aaron.
Zvi soltó un bufido de irritación.
– Encerradlo mientras pienso.
– ¿Dónde? -preguntó Aaron mirando a Shlomo.
– En el cuarto de baño -dijo Shlomo-. No hay ventanas y la puerta tiene llave.
Sentí que el corazón me daba un brinco en el pecho. En el cuarto de baño era donde había escondido la pistola que Engelbertina me había entregado, la que quería que me quedara por si a Eric Gruen le daba pordispararse. Pero ¿seguiría allí?
Los dos judíos me condujeron al cuarto. Esperé hasta oír que sacaron la llave de la cerradura del otro lado de la puerta antes de abrir el armario y palpar tras el tanque del agua caliente. Al principio la pistola parecía eludirme, pero no tardé en tenerla en las manos.
El cargador de una Mauser no es mucho mayor que un mechero. Le di la vuelta a la pistola y, con los dedos helados y temblando de los nervios, extraje el cargador. Las balas de ocho milímetros son aproximadamente del mismo tamaño que el plumín de una estilográfica decente y no parecen mucho más peligrosas. Pero como decíamos en la KRI PO: la cuestión no es con qué pegas, sino dónde. Había siete balas en el cargador y una en la recámara. Esperaba no tener que usar ninguna, pero sabía que, si me veía obligado a hacerlo, contaría con el factor sorpresa de mi parte. Nadie se espera que un hombre desnudo, cubierto apenas con una manta, lleve una pistola. Volví a introducir el cargador, la amartillé y saqué el seguro. Lista para disparar. No había motivo para preocuparse por un disparo accidental. Aquellos hombres eran asesinos profesionales, y sabía que, en caso de tiroteo, tendría suerte si mataba aunque sea a uno. Bebí un poco de agua, hice mis necesidades y luego me escondí la pistola debajo del lugar donde mi otra mano sujetaba la manta en torno al cuello. Por lo menos no moriría como un perro. Había visto a suficientes hombres morir tirados en la cuneta como para saber que me pegaría un tiro antes de permitir que eso me sucediera. Transcurrió una media hora, durante la cual pensé mucho en Kirsten y en sus asesinos. Si lograba escapar de los israelíes, me decía, iría en su busca. Aunque para ello tuviera que seguirlos hasta Estados Unidos. No obstante, antes tendría que seguirlos hasta la base. ¿Qué base? Había bases estadounidenses por toda Alemania. Entonces recordé la carta que había visto en la guantera de Jacobs, la carta del Rochester Strong Memorial Hospital en la que se inventariaba el equipo médico enviado a Garmisch-Partenkirchen vía la base aérea de Rin-Meno. Parecía plausible, pues, que se dirigieran a ella. Eché unvistazo a mi reloj de pulsera. Ya casi eran las seis. El avión para Virginia partía a las doce de la noche. Por fin oí el ruido de la llave en la cerradura de la puerta del cuarto de baño. Aunque Zvi no me hubiera estado apuntando con su pistola, su cara presagiaba lo peor.
– De modo que no.
– Lo siento -dijo-. Pero su versión es poco verosímil. Aunque no fuera quien creemos que es, estuvo en las SS. Eso sí que lo ha admitido. Y además están las fotografías con Himmler y Heydrich, que son enemigos declarados de mi pueblo.
– En el lugar equivocado, en el momento equivocado -dije-. Supongo que es la historia de mi vida.
Se apartó de la puerta y con la pistola hizo un gesto hacia el corredor que conducía hasta la puerta.
– Vamos -dijo con voz grave-. Acabemos con esto.
Con la pistola bien sujeta bajo la manta, salí del cuarto y empecé a caminar delante de él. Aaron nos esperaba ante la puerta principal. Shlomo estaba fuera. Por el momento, Zvi era el único que tenía la pistola en la mano, lo que significaba que tendría que dispararle a él primero. Había oscurecido, pero Shlomo encendió la luz de fuera para poder ver lo que hacían. Subimos la cuesta hasta los árboles y la fosa que me esperaba. Ya había decidido en qué momento pasar a la acción.
– Supongo que ésta es su idea de la justicia poética -dije-. Esta ejecución humillante. -Mi voz denotaba valor, pero tenía un nudo en el estómago-. Para mí esto es ponerse a la altura de los Grupos de Acción Especial.
Esperaba que por lo menos uno de ellos, Aaron tal vez, se sintiera mal consigo mismo y apartara la vista. Primero dispararía a Zvi y luego a Shlomo. Shlomo era el único de los tres al que me apetecía matar. La cabeza me seguía doliendo una barbaridad. Me detuve junto al borde de la fosa y eché una mirada alrededor. Los tres estaban a menos de diez metros de mí, lo que los convertía en un blanco fácil. Llevaba tiempo sin matar a nadie, pero no iba a dudar. En caso necesario, los mataría a los tres.