30

Me quedé a pasar la noche; suerte de ello, pues al poco de pasada la medianoche un intruso entró en el apartamento.

Después de la sesión de vísperas, Vera estaba intentando convencerme para repetir en completas, pero de repente se quedó congelada sobre mí.

– Escucha -susurró-. ¿Has oído eso? -Como yo no conseguía oír más que mis propios jadeos, añadió-: Hay alguien en el salón.

Se echó a mi lado, se cubrió con las sábanas hasta la barbilla y esperó a que yo le diera la razón.

Me quedé quieto hasta que oí pasos sobre el suelo de madera, entonces me levanté de un salto.

– ¿Esperas a alguien? -pregunté subiéndome los pantalones y pasándome los tirantes por encima de los hombros desnudos.

– Pues claro que no -dijo entre dientes-. Es medianoche.

– ¿Tienes algún arma?

– Tú eres el detective. ¿No llevas pistola?

– A veces -dije-, pero no cuando me meto en la zona rusa. Si me encontraran un arma, me mandarían a un campo de trabajo, o algo peor.

Cogí un palo de hockey y abrí la puerta de un tirón.

– ¿Quién anda ahí? -pregunté a voz en grito mientras tanteaba en busca del interruptor.

Algo se movió en la oscuridad. Oí que alguien se dirigía al vestíbulo y salía por la puerta. Percibí un vago olor a cerveza, tabaco y colonia de hombre, y entonces oí que los pasos bajaban la escalera. Corrí tras ellos, pero, como iba descalzo, en cuanto llegué al rellano del primer piso patiné y caí al suelo. Me puse en pie, bajécojeando el último tramo de escaleras y salí a la calle justo a tiempo para ver a un hombre que desaparecía tras la esquina de Turkenstrasse. De haber ido calzado podría haber ido tras él, pero con los pies desnudos y un palmo de nieve y hielo no podía hacer nada más que volver arriba.

La vecina de Vera estaba frente a la puerta de su casa cuando llegué al rellano. Me inspeccionó con ojos suspicaces e inquisitivos, lo que me puso algo nervioso, pues parecía de esa clase de mujer que hasta el monstruo de Frankenstein hubiera dejado plantada frente al altar. Llevaba un peinado a lo Nefertiti, tenía unas manos como zarpas de reptil y vestía un camisón blanco que parecía una mortaja; hasta un científico más loco que la liebre de marzo se hubiera dado cuenta de que esa especie de criatura enana y bigotuda no era exactamente una mujer.

– Fräulein Messmann -dije a media voz-. Había un intruso en su casa.

Sin decir nada, aquella horrenda criatura huesuda se estremeció como un pájaro asustado y volvió a su apartamento dando un portazo que retumbó por toda la escalera como si fuera una tumba abandonada.

Ya en el apartamento, encontré a Vera Messmann vestida con un salto de cama y con la preocupación escrita en el rostro.

– Ha escapado -dije tiritando.

Se quitó el salto de cama, me lo colgó de los hombros y, desnuda, se metió en la cocina.

– Prepararé café -dijo como si nada.

– ¿Falta algo? -pregunté yendo tras ella.

– No que yo vea -contestó-. El bolso lo tenía en el dormitorio.

– ¿Es posible que buscase algo en particular?

Cargó la cafetera y la puso sobre el fogón.

– Nada que pudiera llevarse -dijo.

– ¿Alguna vez habían entrado en tu casa?

– Nunca -contestó-. Ni siquiera los rusos. Es una zona muy segura.

Observé los movimientos distraídos de su cuerpo por la cocina y por un momento me volvió a la cabeza el destino de Casandra. Preferí no mencionar la posibilidad de que el intruso tuviera intenciones distintas al robo.

– Qué raro que haya pasado estando tú aquí -dijo.

– Has sido tú la que me ha convencido para que me quedara -repliqué-. ¿Recuerdas?

– Perdona.

– No importa.

Volví al vestíbulo para examinar la cerradura de la puerta. Era una Evva, una cerradura excelente. Entonces vi que el intruso había entrado por la puerta sin necesidad de hurgarla, forzarla o descerrajarla. La llave de la puerta colgaba de un cordel debajo del buzón.

– No ha forzado la puerta -grité-. No le ha hecho falta. Mira. -Vera se asomó a la puerta al tiempo que yo arrancaba el cordel-. No es la cosa más sensata cuando se es una mujer y se vive sola -dije.

– No -repitió ella con timidez-. Normalmente corro el cerrojo cuando me voy a la cama. Pero esta noche debía de tener otras cosas en la cabeza.

Corrí el cerrojo.

– Veo que voy a tener que darte una lección sobre prevención de delitos -dije llevándola hacia el dormitorio.

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