La cerveza del monasterio era exquisita. Era lo que se conoce como trapense, lo cual significa que está elaborada en condiciones muy estrictas y sólo por monjes benedictinos. La cerveza, a la que llamaban Schluckerarmer, era de color cobrizo y la espuma parecía helado. Tenía un sabor dulce, casi chocolatoso y una fuerza que escondía su gusto y orígenes. Parecía mucho más adecuada para los soldados estadounidenses que para unos austeros monjes temerosos de Dios. Yo, además, había probado la cerveza americana. Sólo un país que hubiera vetado el alcohol hubiera sido capaz de producir una cerveza que supiera a agua mineral enriquecida. Sólo un país como Alemania hubiera sido capaz de producir una cerveza lo bastante fuerte para que un monje se arriesgara a suscitar las iras de la Ig lesia católica romana clavando sus noventa y cinco tesis en la puerta de una iglesia en Wittenberg. O por lo menos eso es lo que decía el padre Bandolini. Decía que ésa era la razón por la que prefería el vino.
– Si quiere mi opinión, toda la Re forma puede achacarse a la cerveza -decía-. El vino es una bebida muy católica. Provoca somnolencia y complicidad. La cerveza vuelve a la gente inconformista. Vea los países que beben mucha cerveza: son sobre todo protestantes. ¿Y los que beben vino? Católicos romanos.
– ¿Qué hay de los rusos? -pregunté-. Ellos beben vodka.
– Esa es una bebida para olvidar -dijo el padre Bandolini-. No tiene nada que ver con Dios.
Pero nada de esto era tan interesante como lo que dijo a continuación. Por lo visto, el camión del monasterio salía para Garmisch-Partenkirchen aquella misma mañana y me invitaba a ir en él.
Tomé el abrigo y la pistola, pero dejé la bolsa con el dinero en la celda. Habría parecido raro que me la llevara. Además tenía la llave de la puerta, y pensaba volver a por el nuevo pasaporte. Seguí al padre hasta la cervecería, donde el camión ya estaba siendo cargado con los cajones de cerveza.
Dos monjes estaban a cargo del camión, un viejo Framo de dos cilindros. Ambos hombres eran un claro reflejo de las cualidades mesomórficas de la cerveza. El padre Stoiber, barbudo y visiblemente borrachín, teníauna panza como una piedra de molino. El padre Seehofer era fuerte como un barril secado al horno. En la cabina del camión había espacio para los tres, pero sólo si nadie respiraba hondo. Para cuando llegamos a Garmisch- Partenkirchen, me sentía tan prieto como la salchicha del bocadillo de un pastor sajón. Aunque la incomodidad no era lo peor. El pequeño motor de 490 centímetros cúbicos del Framo tenía una potencia de frenado de sólo quince caballos, y con mi peso añadido el vehículo derrapaba en algunos tramos de las carreteras heladas de la montaña. Por fortuna Stoiber, que había servido en Ucrania durante lo más crudo del invierno ruso, era un conductor excelente.
Entramos en la ciudad, no por el norte a través de Sonnenbichl, sino por el sudoeste, por Griesemer Strasse y bajo la fría sombra del Zugspitze, hasta llegar a la parte de Partenkirchen en que estaban instalados la mayoría de los estadounidenses. Los monjes me dijeron que tenían que repartir en el hotel Elbsee, el Cristal Springs, el Club de los Oficiales, el Patton y el Green Arrow. Me dejaron en el cruce de Zugspitzstrasse y Banhofstrasse, y parecieron aliviados cuando les dije que volvería al monasterio por mi cuenta.
Encontré la calle de viejas casas de estilo alpino donde Gruen y Henkell habían realizado algunos de sus últimos experimentos. No recordaba el número, pero la villa, con su mural del esquiador olímpico, era inconfundible. Oí el ruido apagado de los disparos del campo de tiro, como la otra vez. Sólo que en esta ocasión había mucha más nieve. Se amontonaba encima y alrededor de las casitas de jengibre como si fuera azúcar glas. No había rastro del Buick Roadmaster de Jacob, sólo unos excrementos de caballo en la calle donde lo había visto aparcado. Había visto varios trineos por la ciudad y contaba con hacerme con uno para llegar hasta Mönch, en Sonnenbichl, tras fisgar un poco por la villa.
No estaba seguro de qué era lo que andaba buscando. A juzgar por el tono de mi última conversación con Eric Gruen, se hacía difícil saber si él y los otros habían abandonado el lugar, aunque había muchas posibilidades de que siguieran ahí, pues poco se hubieran esperado que escapara tan rápidamente de Viena. Viena era unaciudad cerrada y no era fácil entrar ni salir de ella. En eso Gruen tenía razón. Seguramente sabía que el dinero que me había dejado, a modo de recompensa, convertía mi retorno a Garmisch, en el peor de los casos, en razonablemente posible. Si seguían allí, debían de haber tomado precauciones. Me llevé la mano al bolsillo donde guardaba la pistola y fui a la parte trasera de la casa para mirar por la ventana del laboratorio. La nieve del jardín me llegaba a las rodillas, menos mal que en Viena había comprado botas y polainas. En Mönch la nieve estaría aún más alta.
No había luz en la villa y en el laboratorio no había nadie. Acerqué la nariz a la ventana, lo bastante para ver a través de la doble puerta de cristal y distinguir el despacho. También estaba desierto. Cogí un leño de la pila que había bajo el balcón y busqué una ventana por la cual entrar. La nieve acumulada tras de mí amortiguó el ruido del cristal al romperse. La nieve alta es la mejor amiga del caco. Arranqué con cuidado los fragmentos que habían quedado en el marco, introduje la mano, saqué el seguro, abrí la ventana y trepé al interior. Los cristales crujieron bajo mis pies al pisar el suelo del laboratorio. Todo estaba como la otra vez. Nada había cambiado de sitio. Calor y silencio. Menos los mosquitos, claro. Se agitaron cuando puse la palma de la mano en el cristal de la vitrina para comprobar el calor. Estaba en su punto, es decir, más caliente que la estancia, lo que por cierto no era poco. Estaban perfectamente, pero eso tenía arreglo. Fui a la parte trasera de las vitrinas y apagué los calefactores que mantenían con vida a aquellos letales bicharracos. Con el aire frío entrando por la ventana, calculé que en unas pocas horas estarían muertos.
Atravesé la doble puerta y pasé al despacho. Enseguida me di cuenta de que no había llegado demasiado tarde. Muy al contrario. Sobre un cartapacio de la mesa de Gruen había cuatro pasaportes estadounidenses nuevecitos. Tomé uno y lo abrí. La mujer a la que había conocido como frau Warzok, la esposa de Gruen, era ahora Ingrid Hoffman. Miré los otros. Heinrich Henkell era el señor Gus Braun. Engelbertina, la señora BerthaBraun. Y Eric Gruen, el señor Eduard Hoffman. Apunté los nombres y me guardé los pasaportes. Difícilmente irían a ninguna parte sin ellos. Y sin los billetes de avión, que estaban también sobre el cartapacio. Billetes del ejército estadounidense. Comprobé la fecha, la hora y el destino. El señor y la señora Braun y el señor y la señora Hoffman dejaban Alemania aquella misma noche. Tenían reserva para un vuelo que partía a medianoche para la base de las Fuerzas Aéreas de Langley, Virginia. Sólo tenía que sentarme y esperar. Alguien – probablemente Jacobs- vendría en breve para coger los billetes y los pasaportes. Cuando viniera, le haría llevarme hasta Mönch, donde, con tres fugitivos de la justicia aliada, me la jugaría y llamaría a la policía de Múnich. Que decidieran ellos.
Me senté, saqué la pistola -la que me había dado en Viena el padre Lajolo-, saqué el seguro y la dejé sobre la mesa que tenía al lado. Pronto vería de nuevo a mis viejos amigos. Me apetecía fumar un cigarrillo, pero decidí no hacerlo. No quería que el mayor Jacobs oliera el humo al entrar por la puerta principal.
Transcurrió media hora y, como me aburría, decidí echar una ojeada al archivador; sería mejor si, cuando hablara con la policía, podía aportar pruebas documentales que sustentaran mi versión. No para probar que Gruen y Henkell hubieran experimentado con judíos en Dachau, sino para demostrar que habían continuado su experimentación con prisioneros de guerra alemanes. A la policía eso le haría tanta gracia como a mí. Si por cualquier cosa el tribunal no estuviera dispuesto a condenar a Gruen, Henkell y Zehner por los actos cometidos durante la guerra, ningún tribunal alemán pasaría por alto el asesinato de los militares.
El archivo estaba meticulosamente ordenado en escrupuloso orden alfabético. No había ningún registro sobre actividades anteriores a 1945, pero cada persona que desde entonces había sido infectada con malaria había sido objeto de un detallado conjunto de notas. El primer historial que examiné del cajón superior fue el de un tal teniente Fritz Ansbach, prisionero de guerra alemán ingresado en el hospital de Partenkirchen por histerianerviosa. Se le inyectó la malaria en los últimos días de noviembre de 1947. Al cabo de veintiún días ya había desarrollado la enfermedad y se le inyectó la vacuna, Sporovax, en la sangre. Ansbach moría diecisiete días después. Causa de la muerte: malaria. Causa oficial de la muerte: meningitis vírica. Leí unos cuantos historiales más del mismo cajón. Todos eran iguales. Los dejé sobre la mesa para llevármelos a Mönch. Tenía cuanto necesitaba. Estuve a punto de no abrir el cajón del medio; de no haberlo hecho no hubiera dado con una carpeta etiquetada como «Handlöser».
Leí el expediente despacio. Luego lo releí. Empleaba mucha jerga médica que no entendía y un par de palabras que sí. Había multitud de gráficos en los que se mostraba la temperatura y el ritmo cardíaco del «sujeto» antes y después de colocar sus brazos en una caja con un centenar de mosquitos infectados. Yo que creía que habían sido las pulgas o las chinches, y había sido Henkell, que durante todo aquel tiempo la había visitado en el hospital psiquiátrico Max Planck con su cajita de la muerte. Le inyectaron una vacuna provisional, el Sporovax IV, pero no dio resultado. Ni con ella ni con nadie. Así fue cómo murió Kirsten. Muy sencillo. Y fácil de justificar: la malaria podía hacerse pasar por gripe con la misma facilidad que por meningitis vírica, sobre todo en Alemania, en un hospital con unos medios tan deficientes. A mi mujer la habían asesinado. Sentí que el estómago me estallaba como un globo. Aquellos hijos de puta habían asesinado a mi mujer, de la misma manera que si le hubieran puesto una pistola en la cabeza y le hubieran volado la tapa de los sesos.
Releí las notas de su historial. Dado que había sido registrada como mujer soltera y erróneamente identificada como retrasada mental, habían dado por hecho que nadie la echaría en falta. Ni una palabra sobre mí. Sólo se mencionaba que la habían trasladado al hospital General, donde había «sucumbido» a la enfermedad. «Sucumbido.» Como si se hubiera sentido cansada y se hubiera echado a dormir en vez de morir. Como si no fuera posible distinguir entre lo uno y lo otro. Sin duda, ignoraban que yo era su marido, de lo contrario hubieran anotado en el historial.
Cerré los ojos. Ni pulgas ni chinches, sino picaduras de mosquito. ¿Y el insecto que me había picado durante aquella visita al Max Planck? ¿Un mosquito suelto, tal vez? Quizás eso explicara la supuesta pulmonía que había contraído después de la paliza a manos de los amigos de Jacobs de la Odes sa. Tal vez no había sido neumonía. Tal vez había sido una leve dosis de malaria. Henkell no hubiera sido capaz de distinguir entre lo uno y lo otro. No tenía motivos para sospechar que mi fiebre tenía un «vector entomológico», como ellos lo llaman, de la misma manera que no tenía motivos para sospechar que Kirsten Handlöser era mi mujer. Seguramente mejor. Me hubieran inyectado Sporovax.
Esto cambiaba mucho las cosas. Lo de dar parte a la policía parecía ahora mucho menos probable. Tenía la necesidad de asegurarme de que aquellos hombres recibirían justo castigo por sus crímenes. Y para ello tendría que castigarlos yo mismo. De repente se hacía muy fácil comprender a los escuadrones judíos. El Nakam. ¿Qué clase de castigo eran unos años de prisión para unos hombres que habían cometido crímenes tan repugnantes? Hombres como el doctor Franz Six, del Departamento de Asuntos Judíos del SD, el hombre que en septiembre de 1937 me había mandado a Palestina. O Israel, como había que llamarla ahora. No tenía la menor idea de lo que había sido de Paul Begelmann, el judío cuyo dinero codiciaba Six. Aunque recuerdo haber visto otra vez a Six en Smolensk, donde capitaneaba un Grupo de Acción Especial que había masacrado a diecisiete mil personas. Por eso fue condenado a sólo veinte años. Si el nuevo gobierno federal de Alemania se salía con la suya, le darían la condicional antes de cumplir una cuarta parte de la sentencia. Cinco años por el asesinato de diecisiete mil judíos. Nada tenía de extraño que los israelíes se sintieran en la obligación de acabar con aquellos hombres.
Oí un ruido encima de mí, abrí los ojos y me di cuenta demasiado tarde de que el sonido era el de una Smith and Wesson del calibre 38 recién amartillada. Era la pequeña 38 con mango de goma que había visto en la guantera del Buick de Jacobs, sólo que ahora la tenía él en la mano. Nunca olvido una pistola. Sobre todo cuandome apuntan a la cara con ella.
– Apártate de la mesa -dijo en voz baja-. Y las manos sobre la cabeza. Despacio. Esta 38 es muy sensible y puede que se dispare si tu mano se acerca a menos de un metro de esa Mauser. He visto tus pisadas en la nieve. Igual que el buen rey Wenceslao. Deberías tener más cuidado.
Volví a sentarme en la silla con las manos sobre la cabeza, viendo cómo se acercaba el agujero negro del cañón. Ambos sabíamos que era hombre muerto si apretaba el gatillo. Una 38 le crea un ligero problema de superventilación al cráneo humano.
– Si tuviera más tiempo -dijo-, preguntaría cómo has hecho para salir de Viena con tanta rapidez. Impresionante. Ya le dije a Eric que no te dejara el dinero. Lo utilizaste para salir de la ciudad, ¿no es así? – preguntó inclinándose con cuidado para recoger mi pistola.
– La verdad es que todavía tengo el dinero -dije.
– Ah, ¿y dónde está? -preguntó mientras desamartillaba mi automática y se la introducía en la cintura del pantalón.
– A unos sesenta kilómetros de aquí -contesté-. Si quieres, podemos ir a buscarlo.
– También podría sacártelo a punta de pistola, Gunther. Pero tienes suerte, el tiempo apremia.
– ¿Se escapa el avión?
– Exacto. Ahora dame los pasaportes.
– ¿Qué pasaportes?
– Como lo pregunte otra vez, perderás una oreja. Aunque alguien oiga el ruido, no le dará importancia. Creerá que viene del campo de tiro.
– Buena jugada -dije-. ¿Puedo bajar las manos para cogerlos? Están en el bolsillo de mi abrigo. ¿O prefieres que intente sacarlos con los dientes?
– índice y pulgar solamente.
Dio un paso atrás, cogió la pistola con ambas manos y la acercó a mi cabeza. Parecía listo para disparar. Al mismo tiempo sus ojos miraban el expediente que había estado leyendo. Yo no dije nada al respecto. No había necesidad de ponerle más en guardia de lo que ya estaba. Saqué los pasaportes del bolsillo y los lancé sobre el expediente.
– ¿Qué estabas leyendo? -preguntó cogiendo los pasaportes y los billetes y guardándoselos en su abrigo de piel.
– Las notas sobre los pacientes de tus protegidos -dije cerrando el expediente.
– Las manos sobre la cabeza -dijo.
– Me parece que como médicos son penosos. Todos sus pacientes tienen la mala costumbre de morirse – dije intentando controlar la rabia, pero las orejas me ardían.
Esperaba que él lo atribuyera al calor. Me entraban ganas de golpearle la cara hasta hacerla papilla, pero sólo podría hacerlo si él no me pegaba un tiro antes.
– Es un precio que vale la pena pagar -dijo él.
– Para quien no lo paga es fácil decirlo.
– ¿Lo dices por los prisioneros de guerra nazis? -Hizo una mueca de desdén-. No creo que nadie eche de menos a esa escoria enferma.
– ¿El tipo que trajiste a Dachau? -pregunté-. ¿Era uno de ellos?
– ¿Wolfram? Era prescindible. Y a ti te elegimos por la misma razón, Gunther. Tú también eres prescindible.
– Y cuando se acabaron las reservas de prisioneros enfermos, echaron mano de los enfermos incurables de los hospitales mentales de Munich. Como en los viejos tiempos. También eran prescindibles, ¿no?
– Eso fue una estupidez -dijo Jacobs-. No tenían por qué correr ese riesgo.
– Bueno, yo puedo entenderlo -dije-. Por algo son criminales. Fanáticos. Pero tú no, Jacobs. Sé que sabes lo que hicieron durante la guerra. He visto el expediente en la Kom mandatura rusa de Viena. Experimentos con prisioneros en los campos de concentración. Muchos de ellos eran judíos, como tú. ¿No te indigna aunque sea un poco?
– Eso forma parte del pasado -dijo-. Estamos en el presente. Y lo más importante, vamos hacia el futuro.
– Hablas como uno que yo me sé -dije-. Un nazi empedernido.
– Tal vez tarden un año o dos -dijo inclinándose contra la pared, relajándose lo suficiente para que yo pensara que tenía una mínima oportunidad. Tal vez esperaba que fuera a por él, así tendría una buena excusa para dispararme. Si es que le hacía falta una-. Pero una vacuna para la malaria es más importante que cualquier confuso sentimiento de justicia y resarcimiento. ¿Sabes lo que podría valer una vacuna para la malaria?
– No hay nada más importante que el resarcimiento -dije-. No para mí.
– Qué suerte la tuya, Gunther -dijo-, porque te ha tocado el papel estelar en una corte de justicia retributiva, aquí mismo, en Garmisch. No sé si los alemanes tenéis una palabra para eso. Nosotros lo llamamos juicio canguro. No me preguntes por qué. Se refiere a los tribunales no autorizados que se saltan el procedimiento legal habitual. Los israelíes los llaman tribunales de Nakam. Nakam significa «venganza». ¿Sabes?, entre la sentencia y su ejecución no suelen mediar más de un par de minutos. -Volvió a apuntarme con la pistola-. En pie, Gunther.
Me levanté.
– Da la vuelta a la mesa y ve al pasillo. Yo iré detrás.
Me dejó pasar. Recé para que fuera sucediera algo que le hiciera apartar la vista de mí medio segundo. Pero él lo sabía, por supuesto, y estaría listo para reaccionar llegado el caso.
– Voy a encerrarte en un lugar muy cálido -dijo, haciéndome avanzar por el pasillo-. Abre esa puerta y baja las escaleras.
Seguí haciendo exactamente lo que me decía. Podía sentir la mirilla del 38 en la nuca. A una distancia de un metro, una bala del 38 me habría atravesado dejándome un agujero del diámetro de una moneda de dos chelines.
– En cuanto estés a buen recaudo -dijo, bajando las escaleras tras de mí y encendiendo las luces según avanzaba-, voy a telefonear a unos amigos de Linz. Uno de ellos trabajó para la CIA, pero ahora está en la In teligencia israelí. Bueno, así es como les gusta llamarse. Para mí son asesinos. Y por eso voy a llamarlos.
– Supongo que son los que mataron a la verdadera frau Warzok -dije.
– No derramaría una sola lágrima por ella, Gunther -afirmó-. ¿Después de lo que hizo? Se lo merecía.
– ¿Y la ex novia de Gruen, Vera Messmann? -pregunté-. ¿También la mataron a ella?
– Exacto.
– Pero ella no era una criminal -observé-. ¿Por qué, entonces?
– Les dije que había sido celadora en Ravensbrück -aseguró-. Las SS tenían allí una base de adiestramiento para formar supervisoras. ¿No lo sabías? Los británicos colgaron a unas cuantas en Ravensbrück. Irma Grese, por ejemplo, tenía sólo veintiún años. Otras escaparon. Les dije a los del Nakam que VeraMessmann les echaba los perros a los judíos para que los despedazaran. Cosas de ésas. En general, la información que les paso es verídica, pero de vez en cuando cuelo a alguien en la lista aunque no sea nazi. Por ejemplo, a Vera Messmann. O como tú, Gunther. Estarán encantados de encontrarte. Hace tiempo que andan tras los pasos de Eric Gruen. De hecho, disponen de documentos que prueban que tú eres Gruen. Por si creías que parlamentando saldrías de ésta. Lo ideal hubiera sido entregarte a un tribunal aliado, pero el gobierno alemán no está haciendo muchos esfuerzos por condenar a los criminales de guerra. Ni siquiera los Aliados. Tenemos asuntos más importantes. Como los rojos. No, los únicos que ponen los cinco sentidos en perseguir y ejecutar a los criminales de guerra son los israelíes. Cuando den por muerto a Eric Gruen, los Aliados daremos carpetazo. Y los rusos. Y así, el verdadero Eric Gruen estará limpio. Aquí es dónde intervienes tú, Gunther. Tú pagarás por él. -Habíamos llegado al final de las escaleras-. Abre la puerta que tienes delante y entra.
Me detuve.
– Si lo prefieres, puedo pegarte un tiro en la pierna y esperar que no te desangres en las tres o cuatro horas que tardarán en venir desde Linz. Elige.
Abrí la puerta del sótano y entré. Antes de la guerra me hubiera enfrentado a él, pero entonces yo estaba más ágil. Más ágil y más joven.
– Ahora siéntate y pon las manos sobre la cabeza.
Obedecí una vez más. Oí cómo la puerta se cerraba tras de mí y por un momento me quedé en la oscuridad más absoluta. Una llave dio vuelta a la cerradura y luego Jacobs encendió la luz desde fuera.
– Te diré algo para que pienses -dijo desde el otro lado de la puerta-: para cuando lleguen, nosotros ya estaremos de camino al aeropuerto. A medianoche, Gruen, Henkell y las señoras estarán de camino a Norteamérica. Y tú estarás con la cara pegada al fondo de una fosa en alguna parte.
No dije nada. No había nada que decir. Por lo menos, no a él. Sólo esperaba que los israelíes que vinieran de Linz hablaran buen alemán.