Mientras iba por la Mar stallstrasse hacia Maximilianstrasse, ya pensaba en lo que iba a hacer al día siguiente. Iba a ser un día sin criminales de guerra nazis, camisas pardas, curas croatas corruptos ni misteriosas viudas ricas. Iba a pasar la mañana con mi esposa, disculpándome por mi desatención anterior. Por fin iba a llamar a herr Gartner, el de las pompas fúnebres, y le iba a proporcionar las palabras que quería que figuraran en la placa conmemorativa de Kirsten. También iba a hablar con Krumper para decirle que bajara el precio del hotel. Otra vez. Tal vez hiciera buen tiempo en el cementerio. No creía que a Kirsten le molestara si, mientras estaba en el jardín del recuerdo donde se esparcirían sus cenizas, tomaba un poco el sol en la cara. Luego, por la tarde, tal vez volvería a aquella galería de arte, la de al lado del edificio de la Cruz Ro ja, para ver si me podía matricular en un curso intensivo de crítica de arte. De esos en los que una mujer joven, delgada pero atractiva, te agarra de la oreja y te acompaña a unos cuantos museos y te dice qué sí y qué no, y cómo averiguar cuándo un chimpancé pintó un cuadro y otro lo hizo un tipo con una pequeña boina negra. Y si eso no resultara, iría al Hofbrauhaus con mi diccionario de inglés y un paquete de tabaco y pasaría la tarde con una bonita morena. Probablemente muchas morenas, de esas silenciosas, con la cabeza bonita y cremosa y sin una historia de desgracia, todas alineadas en la barra del bar. Fuera lo que fuera lo que acabara haciendo, iba a olvidarme de todo lo que ahora me molestaba de Britta Warzok.
Había dejado el coche aparcado unas manzanas al este del Vier Jahreszeiten, orientado al oeste hacia Ramersdorf, por si me atraía la idea de comprobar la dirección que me había dado. No me apetecía mucho, con dos Gibsons encima. Por lo menos Britta Warzok tenía razón en eso. En el Vier Jahreszeiten servían cócteles excelentes. Cerca del coche, Maximilianstrasse se amplía en una plaza alargada llamada el Forum. Supongo que alguien pensó que la plaza le recordaba a la antigua Roma, probablemente porque hay cuatro estatuas con un ligero aire clásico. Me atrevería a decir que se parece más al antiguo foro romano que antes, porque el MuseoEtnográfico, a la derecha de la plaza en dirección al río, es una ruina bombardeada. Y el primero vino de esa dirección. Corpulento como una atalaya y con un traje de lino beige muy arrugado, se acercó a mí haciendo eses con los brazos extendidos, como un pastor que intenta atrapar a una oveja que ha escapado.
No tenía ganas de que nadie me atrapara, mucho menos alguien de las dimensiones de ese tipo, así que giré enseguida hacia el norte, en dirección a santa Anna, y me encontré a un segundo hombre que venía hacia mí por Seitzstrasse. Llevaba un abrigo de piel, un bombín y bastón. Había algo en su rostro que no me gustaba. Era simplemente su cara. Tenía los ojos de color cemento y la sonrisa de sus labios agrietados me recordaba a un alambre de espino. Los dos hombres echaron a correr cuando giré rápido sobre mis talones y volví corriendo por Maximilianstrasse, directo hacia un tercer hombre que avanzaba hacia mí desde la esquina con Herzog-Rudolf- Strasse. Tampoco parecía una hermanita de la caridad.
Agarré la pistola del bolsillo unos cinco segundos demasiado tarde. No había seguido el consejo de Stuber de dejar una bala en el cañón, y habría tenido que abrir el cargador para poner una en la punta y tenerla lista para disparar. Lo más seguro es que no hubiera servido de nada. En cuanto la tuve en la mano, el hombre del bastón me alcanzó y me dio un golpe en la muñeca con él. Por un instante pensé que me había roto el brazo. La pequeña pistola chocó inofensiva contra el pavimento y yo casi me desplomo con ella del dolor que sentía en el antebrazo. Por suerte tengo dos brazos, y el otro le clavó el codo en el estómago. Fue un golpe duro y contundente, lo bastante bueno para cortarle un poco la respiración a mi atacante del bombín. Lo oí pasar silbando por la oreja, pero no fue suficiente para tirarlo al suelo.
Para entonces los otros dos ya estaban encima de mí. Levanté las zarpas, me puse en guardia, le di fuerte a uno en la cara y al otro le encajé un gancho de derecha muy decente en la barbilla. Sentí que su cabeza se movíacontra los nudillos como un globo atado a un palo y esquivé un puño del tamaño de una montañita de los Alpes. Pero fue inútil. El bastón me dio un golpe fuerte en los hombros, y se me soltaron las manos como los brazos de un batería. Uno me bajó la chaqueta de los hombros para inmovilizarme los brazos a los lados, y luego otro me dio un puñetazo en el estómago que rozó la columna vertebral y me hizo caer sobre las rodillas y vomitar los restos de la cena de cebolla del cóctel en la pequeña Beretta.
– Oh, mira qué pistolita -dijo uno de mis nuevos amigos, y luego la apartó de una patada, por si era tan estúpido para intentar recogerla. No lo hice.
– Ponlo en pie -ordenó el del bombín.
El más grande me agarró de las solapas del abrigo, me levantó y me colocó en una posición que guardaba un remoto parecido con estar de pie. Me quedé colgado de él un momento, como un hombre que ha perdido el norte, con el sombrero deslizándose poco a poco de la cabeza. Un gran coche se detuvo con un chirrido de neumáticos. Alguien agarró con cuidado mi sombrero y, por fin, me lo quitó de la cabeza. Luego el que me tenía cogido de las solapas metió los dedos bajo el cinturón y me movió hacia el bordillo. No tenía mucho sentido pelear, sabían lo que hacían. Lo habían hecho muchas veces, eso seguro. Ahora formaban un triángulo perfecto a mi alrededor. Uno de ellos abrió la puerta del coche y lanzó el sombrero al asiento trasero, otro me sostenía como un saco de patatas, y el otro tenía el bastón en la mano, por si cambiaba de opinión en lo de ir de picnic con todos ellos. De cerca tenían aspecto y olían como si fueran sacados de un cuadro de Hyeronymus Bosch… mi cara pálida, dócil y sudorosa rodeada de una tríada de estupidez, bestialidad y odio. Narices rotas. Dientes ausentes. Miradas lascivas. Sombras a las cinco. Aliento a cerveza. Se habían tomado unas cuantas antes de acudir a la cita conmigo. Era como ser secuestrado por un gremio de cerveceros bávaros.
– Mejor esposadlo -dijo el del bombín-. Por si intenta algo.
– Si lo hace, le daré con esto -dijo uno, y sacó una porra.
– Esposadlo igualmente -dijo el del bombín.
El grandullón que me sujetaba por el cinturón y el cuello me soltó un momento. Entonces me obligué a escapar. El único problema fue que mis piernas no obedecían órdenes. Sentía como si pertenecieran a alguien que no hubiera caminado durante semanas. Además, me habían aporreado. Me habían dado una paliza con una porra y a mi cabeza no le importaba. Así que, muy educado, dejé que el grandullón me cogiera las manos en sus zarpas y me pusiera algo de acero alrededor de las muñecas. Luego me levantó un poco, volvió a agarrarme del cinturón y me lanzó como un hombre bala.
El sombrero y el asiento del coche frenaron la caída. Cuando el grandullón entró en el coche detrás de mí, se abrió la otra puerta delante de mi cara y el primate de la porra puso su delgada cadera junto a mi cabeza y me empujó hacia el centro. No era el tipo de sándwich que me gustaba. El del bombín se acomodó en el asiento de delante y nos fuimos.
– ¿Dónde vamos? -me oí decir con voz ronca.
– No importa -dijo el de la porra, y me incrustó el sombrero en la cabeza.
Lo dejé ahí, prefería el dulce olor a loción capilar del sombrero a su aliento a cerveza y el pestazo a frito que desprendía su ropa. Me gustaba el olor de la cinta de mi sombrero. Y por primera vez logré comprender por qué un niño pequeño lleva una mantita alrededor, y por qué se dice que es calmante. El olor del sombrero me recordaba al hombre normal que era unos minutos antes y que esperaba volver a ser cuando aquellos matones hubieran acabado conmigo. No era exactamente la magdalena de Proust, pero tal vez algo parecido.
Fuimos hacia el sudeste. Lo sabía porque el coche estaba orientado al este, hacia Maximilianstrasse, cuando me metieron en él a empujones. Y poco después arrancamos, cruzamos el puente Maximilian y giramos a la derecha. El viaje terminó un poco antes de lo que esperaba. Entramos en un garaje o un almacén. Una persiana que subió delante de nosotros bajó por detrás. No necesitaba ver para saber aproximadamente dónde estaba. El olor agridulce a lúpulos molidos que desprendían tres de las cerveceras más grandes de Munich era unmonumento de la ciudad, tanto como la estatua de Baviera del parque de Theresienwiese. Incluso a través del fieltro de mi sombrero era tan fuerte y cáustico como un paseo por un campo recién fertilizado.
Se abrieron las puertas del coche. Me quitaron el sombrero de la cara y me sacaron del coche entre empujones y bandazos. Los tres del foro se habían convertido en cuatro en el coche y había dos más esperándonos en un almacén semiderruido repleto de palés rotos, barriles de cerveza y cajas de botellas vacías. En un rincón había una moto y un sidecar. Había un camión aparcado delante del coche. Encima de mi cabeza había un techo de cristal, pero la mayoría estaba bajo mis pies. Se rompía como el hielo de un lago helado mientras me hacían avanzar hacia un hombre, más prolijo que los demás, con las manos pequeñas, los pies todavía más diminutos y un bigotito. Esperaba que el cerebro tuviera tamaño suficiente para saber que decía la verdad. Aún sentía el estómago como si lo tuviera pegado a la columna vertebral.
El hombre más pequeño llevaba una chaqueta Trachten gris con solapas de color verde cazador a juego con los bolsillos, puños y codos en forma de hoja de roble. Los pantalones eran de franela gris, los zapatos marrones, parecía el Führer listo para pasar la noche en su residencia de Berchtesgaden. Tenía la voz suave y civilizada, algo que habría supuesto un cambio agradable si la experiencia no me hubiera enseñado que normalmente los más tranquilos eran los peores sádicos de todos, sobre todo en Alemania. La cárcel de Landberg estaba llena de tipos civilizados con la voz suave como el hombre de la chaqueta Trachten.
– Es usted un hombre afortunado, herr Gunther -dijo.
– A mí también me lo parece -contesté.
– De verdad estuvo en las SS, ¿no?
– Intento no hacer alarde de ello -dije.
Estaba perfectamente quieto, casi en posición de firmes, con los brazos a los lados, como si hubiera estado dirigiendo un desfile. Tenía el porte y las maneras de un oficial superior de las SS, así como la mirada y la forma de hablar. Un tirano, como Heydrich o Himmler, uno de esos psicópatas anormales que solía estar al mando debatallones de policía en los rincones más remotos del gran Reich alemán. No era un tipo para hacerse el displicente, me dije. Un auténtico nazi. El tipo de hombre que odiaba, sobre todo ahora que se suponía que nos íbamos a deshacer de ellos.
– Sí, le hemos investigado -dijo-. En nuestras listas de batallones. Tenemos listas de antiguos hombres de las SS, ya sabe, y usted figura en ellas. Por eso digo que es usted muy afortunado.
– Podría ser -repliqué-. Tengo una fuerte sensación de pertenencia desde que me cogisteis.
Durante todos aquellos años había mantenido la boca cerrada sin decir nada, como todo el mundo. Tal era el fuerte olor a cerveza y su comportamiento de nazi, pero de repente recordé a algunos hombres de las SA que entraron en un bar, dieron una paliza a un judío y yo salí fuera y les dejé hacer. Debía de ser 1934. Tendría que haber dicho algo. Y ahora que sabía que no iban a matarme, de repente quise compensar aquello. Quería decirle a ese pequeño tirano nazi lo que de verdad pensaba de él y de la gente como él.
– Yo no me lo tomaría a la ligera, herr Gunther -dijo con amabilidad-. El único motivo por el que sigue vivo es que está en esa lista.
– Es un placer saberlo, herr general.
Se estremeció.
– ¿Me conoce?
– No, pero conozco su estilo -dije-. La tranquilidad con que espera ser obedecido. Esa sensación absoluta de la superioridad de la raza elegida. Supongo que no es de extrañar, dado el calibre de los hombres que trabajan para usted. Pero siempre era así con los generales de las SS, ¿verdad? -Miré con asco a los hombres que me habían llevado hasta allí-. Buscar algunos sádicos débiles mentales para hacer el trabajo sucio o, mejor aún, a alguien de otra raza. Un letón, ucraniano, rumano, incluso un francés.
– Aquí todos somos alemanes, herr Gunther -dijo el generalito-. Todos. Todos viejos compañeros. Incluso usted, lo que convierte su reciente conducta en todavía más inexcusable.
– ¿Qué he hecho? ¿Olvidar pulir las nudilleras?
– Debería ser más inteligente y no hacer preguntas sobre la Te laraña y la Com pañía. No todos tenemos tanpoco que esconder como usted, herr Gunther. Algunos podríamos enfrentarnos a la pena de muerte.
– Dada la compañía actual, es fácil de creer.
– Su impertinencia no le hace ningún favor a usted ni a su organización -dijo, casi con tristeza-. «Mi honor es mi lealtad.» ¿Significa algo para usted?
– En lo que a mí respecta, general, sólo eran palabras inscritas en la hebilla de un cinturón. Otra mentira nazi como «Fuerza a través de la alegría».
Otro motivo por el que dije lo que dije al generalito, por supuesto, era que nunca había tenido la In teligencia suficiente para hacer de general yo mismo. Tal vez no fuera a matarme, pero quizá debería haber tenido en cuenta el hecho de que todavía podían herirme. Creo que sabía que siempre era eso lo que estaba en juego. Y en aquellas circunstancias supongo que pensé que no tenía nada que perder al dar mi opinión.
– O la mejor mentira de todas. Mi favorita. Aquella en que las SS soñaban con hacer que la gente se sintiera mejor con su situación. «El trabajo os hace libres.»
– Veo que tendremos que reeducarle, herr Gunther -dijo-. Por su propio bien, por supuesto. Para evitar más situaciones desagradables en el futuro.
– Puede disfrazarlo como quiera, general. Pero la gente como ustedes siempre prefería pegar a la gente a…
No acabé la frase. El general asintió a uno de sus hombres, el de la porra, y fue como soltar a un perro de la correa. De inmediato, sin dudarlo un segundo, el hombre dio un paso adelante y me golpeó fuerte con ella en los brazos, y luego en los hombros. Sentí que todo mi cuerpo se arqueaba en un espasmo involuntario mientras, todavía esposado, intentaba bajar la cabeza entre los omóplatos.
Disfrutando de su trabajo, se rió suavemente cuando el dolor me hizo caer sobre las rodillas, se puso detrás de mí y golpeó cerca de la parte superior de la columna, un golpe terrible que me dejó la boca con sabor a Gibson y sangre. Eran golpes de experto, diría, con el objetivo de causarme el máximo dolor.
Me desplomé sobre el costado y quedé en el suelo junto a sus pies. Pero si pensaba que sería demasiado vagopara agacharse y seguir pegándome, estaba equivocado. Se quitó la chaqueta y se la entregó al hombre del bombín. Luego empezó a golpearme de nuevo. Me pegó en las rodillas, los tobillos, las costillas, las nalgas y las espinillas. Con cada golpe la porra sonaba como si alguien azotara una alfombra con el mango de una escoba.
Incluso mientras rezaba para que cesaran los golpes alguien empezó a soltar palabrotas, como si la violencia de los golpes en mi cuerpo fuera considerable, y yo tardé muchos más segundos terribles en darme cuenta que era yo quien profería esos insultos. Ya me habían pegado antes, pero nunca tan a conciencia. Y probablemente la única razón por la que me pareció que durara tanto fue que evitó pegarme en la cara y la cabeza, lo que me habría llevado a un feliz estado de inconsciencia. Lo más angustioso de todo fue cuando empezó a repetir los golpes y me pegó donde ya lo había hecho y sólo había ya un moratón doloroso. Entonces fue cuando empecé a gritar, como si estuviera enfadado conmigo mismo por no perder la conciencia para huir del dolor.
– Es suficiente de momento -dijo el general, por fin.
El hombre que empuñaba la porra se retiró, con la respiración agitada, y se secó la frente con el antebrazo.
Luego el tipo del bombín se rió y, tras devolverle la chaqueta, dijo:
– Es el trabajo más duro que has hecho en toda la semana, Albert.
Me quedé inmóvil. Sentía el cuerpo como si me hubieran apedreado por adulterio sin el placer del recuerdo del adulterio. Tenía todo el cuerpo dolorido. Y todo por diez señoras rojas. Me habían dado mil marcos y me dije que habría otros mil marcos rojos cuando me mirara por la mañana. Suponiendo que todavía tuviera el estómago de volver a mirarme en la vida. Pero todavía no habían acabado conmigo.
– Recógelo -dijo el general-. Y tráelo aquí.
Entre bromas y maldiciones de mi peso, me arrastraron hasta donde estaba ahora, junto a un barril de cerveza. Encima había un martillo y un cincel. No me gustaba la pinta que tenían el martillo y el cincel. Y todavía me gustaron menos cuando el hombre grande los cogió con la mirada de quien está a punto de empezar trabajar una escultura. Tuve la horrible sensación de ser la pieza de mármol escogida por ese deleznable Miguel Ángel. Me levantaron hacia el barril y colocaron plana una de las manos esposadas sobre la tapa de madera. Empecé a resistirme con las fuerzas que me quedaban y ellos se rieron.
– Resiste, ¿no? -dijo el grandullón.
– Es un auténtico luchador -admitió el hombre de la porra.
– Callaos, todos -ordenó el general. Luego me agarró de la oreja y la retorció contra la cabeza, me dolió mucho-. Escúcheme, Gunther -dijo-. Escúcheme. -El tono era casi amable-. Ha estado metiendo sus enormes narices en cosas que no le incumben. Como aquel estúpido holandés que metió el dedo en el agujero de la zanja. ¿Sabe una cosa? Nunca cuentan toda la historia de lo que le ocurrió. Y, lo más importante, qué pasó con su dedo. ¿Sabe lo que pasó con su dedo, herr Gunther?
Proferí un alarido cuando alguien me sujetó la mano y la apretó contra la tapa del barril. Luego separaron el meñique de los demás con lo que parecía el cuello de una botella de cerveza. Entonces sentí el borde afilado del cincel que presionaba contra la articulación y, por un instante, olvidé el dolor del resto del cuerpo. Las enormes zarpas grasientas que me sujetaban se pusieron en tensión de la excitación. Escupí sangre por la boca y contesté al general.
– He captado el mensaje, ¿de acuerdo? -dije-. Estoy avisado, para siempre.
– No estoy tan seguro -dijo el general-. Mire, un cuento con moraleja sólo funciona si ésta se refuerza con una muestra de las consecuencias que podrían derivarse. Una especie de recordatorio intenso de lo que podría sucederle si vuelve a meter las narices en nuestros asuntos. Enseñadle de lo que hablo, señores.
Algo brillante centelleó en el aire, supuse que el martillo, y luego descendió sobre el mango del cincel. Durante un segundo sentí un dolor de una intensidad indescriptible y luego me envolvió una niebla espesa que bajaba desde los Alpes. Me quedé sin aliento y cerré los ojos.