Al día siguiente Henry Henkell apareció para pasar el fin de semana y anunció que iba directo al laboratorio. Gruen no se encontraba muy bien y se había quedado en la cama, así que Henkell me ofreció ir con él.
– Además -añadió, como aliciente adicional para acompañarle-, en realidad no has visto Garmisch- Partenkirchen, ¿verdad, Bernie?
– No, todavía no.
– Bueno, entonces tienes que venir y echar un vistazo. Te irá bien salir de aquí un rato.
Descendimos lentamente la montaña, lo que daba igual, porque, en una curva, nos encontramos con un pequeño rebaño de ganado que cruzaba la carretera que iba paralela a la vía del tren. Un poco más adelante, Henkell me explicó lo importante que era la vía para Garmisch-Partenkirchen.
– La línea de ferrocarril proporciona la división más clara entre dos ciudades antiguas -dijo-. Garmisch, a la izquierda y al este de la vía, es un poco más moderna. Sobre todo porque ahí está el estadio olímpico de esquí. Partenkirchen, al oeste de la vía, parece mucho más antigua. También es donde se instalan la mayoría de americanos.
Mientras íbamos hacia Banhofstrasse por Zugspitzstrasse, señalaba las fachadas de las casas decoradas con las llamadas «pinturas al aire». Algunas se parecían a las elaboradas iglesias rococó de Munich. Garmisch- Partenkirchen no podría parecer más católica si el Papa tuviera un chalé de esquí ahí. Pero también parecía una ciudad próspera, y era fácil deducir por qué. Había americanos por todas partes, como si acabara de terminar la guerra. La mayoría de vehículos en la carretera eran todoterrenos y camiones del ejército de Estados Unidos, y en cada edificio colgaba la bandera de las barras y estrellas. Costaba creer que estábamos en Alemania.
– Dios, mira -exclamé-. Lo próximo será pintar frescos de Mickey Mouse en los edificios que han confiscado.
– Bueno, no está tan mal -dijo Henkell-. Y ya sabes, tienen buena intención.
– Igual que la San ta Inquisición -repliqué-. Para en el estanco, necesito comprar Lucky.
– ¿No te dije que no fumaras? -dijo, pero se detuvo de todas formas.
– ¿Con todo este aire puro a mi alrededor? -pregunté-. ¿Qué daño puede hacerme?
Salí del coche y fui al estanco. Compré cigarrillos y luego di varias vueltas a la tienda, disfrutando de la sensación de volver a comportarme como una persona normal. El estanquero me miraba suspicaz.
– ¿Desea algo más? -preguntó, al tiempo que me señalaba con la boquilla de la pipa.
– No, sólo miraba -contesté.
Se volvió a colocar la pipa en su petulante boquita y se balanceó con sus zapatos decorados con edelweiss, hojas de roble y cintas bávaras azules y blancas. Sólo les faltaba una Blue Max o una cruz de hierro para ser los zapatos más alemanes que hubiera visto jamás. Dijo:
– Esto es una tienda, no un museo.
– Pues no lo parece -contesté, y salí presuroso, con la campanita de la tienda sonando por detrás.
– Seguro que este lugar es muy acogedor en invierno -le dije a Henkell cuando volví al coche-. La gente de aquí es tan afable como una horca fría.
– En realidad son bastante simpáticos cuando los conoces -dijo.
– Es curioso. Es lo mismo que dice la gente cuando te ha mordido su perro.
Seguimos hacia el sudoeste de Partenkirchen, hacia el pie del Zugspitze, pasado el Post Hotel, el Club de Oficiales Americanos, el hotel General Patton, la oficina central del Comando de la Zo na Sudeste del ejército estadounidense y el pabellón de esquí Green Arrow. Podría estar en Denver, Colorado. Nunca he estado allí, pero me imaginaba que probablemente se parecía mucho a Partenkirchen. Patriótico, afectado, excesivamente decorado, desagradable de un modo agradable y, en última estancia, más que un pequeño absurdo.
Henkell pasó por una calle de viejas casas típicas de los Alpes y se dirigió a la entrada de una mansión de dos plantas con un estucado blanco, un balcón de madera cruzado y un tejado que sobresalía tan grande como lacubierta de un portaaviones. En la pared había un fresco de un esquiador olímpico alemán. Sabía que era alemán porque parecía que quería coger algo con el brazo derecho, pero no había manera de decir qué podía ser porque alguien había pintado sobre la mano y la muñeca. Y tal vez sólo un alemán se hubiera dado cuenta de por qué la mano derecha del esquiador estaba levantada. Todo en Garmisch-Partenkirchen parecía tan comprometido con el tío Sam y su bienestar que costaba creer que el tío Adolf hubiera estado ahí alguna vez.
Salí del Mercedes y alcé la vista hacia el Zugspitze que se cernía sobre las casas como una ola petrificada de grises aguas marinas. Era geología en estado puro.
Al oír los disparos me estremecí, probablemente incluso me agaché un poco, y luego miré hacia atrás. Henkell se rió.
– Los americanos tienen un campo de tiro al plato al otro lado del río -dijo, y fue hacia la puerta delantera -. Todo lo que ves a tu alrededor fue requisado por ellos. Me dejan utilizar este lugar para mi trabajo, pero antes de la guerra era el laboratorio científico del hospital local, en Maximilianstrasse.
– ¿El hospital ya no necesita laboratorio?
– Después de la guerra, el hospital se convirtió en la enfermería de la cárcel -contestó, mientras buscaba su llave de la puerta-. Para los prisioneros de guerra alemanes con enfermedades incurables.
– ¿Qué les pasaba?
– Casos psiquiátricos la mayoría, pobres diablos -respondió-. Neurosis de guerra, ese tipo de cosas. En realidad no era mi línea. La mayor parte moría después de un ataque de meningitis viral. Al resto los trasladaron a un hospital en Munich, hace unos seis meses. Ahora están convirtiendo el hospital en una zona de descanso y ocio para el personal americano.
Abrió la puerta y entró. Yo me quedé donde estaba, mirando un coche aparcado al otro lado de la calle. Lo había visto antes, un bonito Buick Roadmaster de dos puertas. Verde brillante, con neumáticos de banda blancaun trasero grande como una ladera alpina y una calandra delantera como el paciente estrella de un dentista.
Seguí a Henkell y entré en un estrecho pasillo que estaba muy caliente. En las paredes había muchas fotografías de campeones olímpicos de invierno: Maxi Herber, Ernst Baier, Willy Bognor haciendo el juramento olímpico, y un par de esquiadores de saltos que debieron pensar que podían llegar hasta Valhalla. En la casa el ambiente tenía un punto químico, algo así como descompuesto y botánico, como un par de guantes de jardinería.
– Cierra la puerta -gritó Henkell-. Tenemos que mantener el calor aquí dentro.
Al volverme para cerrar la puerta oí voces, y cuando me di la vuelta encontré el pasillo bloqueado por un conocido. Era el americano que le había convencido para que cavara en el jardín trasero de Dachau.
– Bueno, pero si es el cabezacuadrada con principios -dijo.
– Viniendo de usted, no es un gran cumplido -dije-. ¿Ha robado oro judío últimamente?
Sonrió.
– Últimamente no. En los últimos tiempos no hay mucho. ¿Y usted? ¿Cómo va el negocio del hotel? -No esperó mi respuesta y, sin apartar la vista, inclinó la cabeza por encima del hombro y gritó-: Eh, Heinrich. ¿Dónde has encontrado a este cabezacuadrada? ¿Y qué demonios hace aquí?
– Te lo dije. -Henkell retrocedió un paso en el pasillo-. Es el hombre que conocí en el hospital.
– ¿Quieres decir que es el detective del que hablabas?
– Sí -contestó Henkell-. ¿Os conocéis?
El americano llevaba un abrigo deportivo diferente. Este era cachemir gris. Llevaba una camisa gris, una corbata de lana gris, pantalones de franela grises y un par de zapatos negros con puntera. También llevaba unas gafas distintas, de concha. Pero todavía parecía el empollón de la clase.
– Sólo en mi vida anterior -comenté yo-. Cuando regentaba un hotel.
– ¿Tenías un hotel?
Parecía que Henkell encontraba la idea muy absurda. Que lo era, por supuesto.
– Adivina dónde estaba -dijo el americano, con un despreció burlón-. En Dachau. A medio kilómetro del viejo campo. -Soltó una sonora carcajada-. Jesús, es como abrir un balneario en un salón funerario.
– A usted y a su amigo les parecía bien -comenté-. El dentista aficionado.
Henkell se rió.
– ¿Se refiere a Wolfram Romberg? -preguntó al americano.
– Se refiere a Wolfram Romberg -contestó él.
Henkell se acercó por el pasillo y me puso una mano en el hombro.
– El comandante Jacobs trabaja para la Agen cia Central de Inteligencia -explicó, y me llevó a la siguiente habitación.
– No sé por qué no me lo imaginaba como un capellán militar -dije yo.
– Es un buen amigo mío y de Eric. Muy buen amigo. La CIA aporta este edificio y algo de dinero para nuestra investigación.
– Pero parece que nunca es suficiente -insinuó Jacobs.
– La investigación médica puede ser cara -dijo Henkell.
Entramos en una oficina con aspecto médico pulcro y profesional. Había un gran archivador en el suelo. Una librería Biedermeier con docenas de textos médicos dentro, y una calavera humana encima. Un botiquín de primeros auxilios en la pared, junto a una fotografía del presidente Truman. Un mueble bar de art déco con una amplia selección de botellas de licor y refrescos. Un escritorio rococó de nogal enterrado bajo varios centímetros de papeles y libretas, con otra calavera humana como pisapapeles. Cuatro o cinco sillas de madera de cerezo, y una figura de bronce de una cabeza humana con una plaquita que decía que era un retrato de Alexander Fleming. Henkell señaló dos juegos de puertas de cristal deslizantes y un laboratorio muy bien equipado.
– Microscopios, centrifugadores, espectrómetros, aspiradores -enumeró-. Todo cuesta dinero. A veces el comandante ha tenido que encontrar varias fuentes de ingresos no autorizadas para mantenernos. Incluido el Oberscharführer Romberg y sus ahorrillos de Dachau.
– Exacto -gruñó Jacobs. Retiró los visillos y miró con recelo el jardín trasero de la mansión por la ventana de la oficina. Una pareja de pájaros habían iniciado una ruidosa pelea. La manera en que se comporta la naturaleza da para mucho. No me hubiera importado darle un puñetazo a Jacobs. Sonreí. -Seguro que no es asunto mío lo que el comandante hizo con las pertenencias robadas de aquella pobre gente.
– Tienes razón -dijo Jacobs-. Cabezacuadrada.
– ¿En qué estás trabajando exactamente, Heinrich? -pregunté.
Jacobs miró a Henkell.
– Por el amor de Dios, no se lo digas -le rogó.
– ¿Por qué no? -dijo Henkell.
– No sabes nada de este tío -dijo él-. ¿Y te has olvidado de que tú y Eric trabajáis para el gobierno estadounidense? Utilizaría la palabra «secreto», pero no creo que sepáis ni deletrearla.
– Se aloja en mi casa -dijo Henkell-. Confío en Bernie.
– Todavía me pregunto por qué -replicó Jacobs-. ¿O sólo es cuestión de las SS? Antiguos compañeros. ¿Qué?
Yo mismo todavía me lo preguntaba un poco.
– Ya te dije por qué -contestó Henkell-. A veces Eric se siente un poco solo. Es probable que incluso tenga instintos suicidas.
– Dios, me gustaría estar tan solo como Eric -bufó Jacobs-. Esa tía que le cuida, Engelbertina, o como se llame. No entiendo cómo uno se puede sentir solo con ella cerca.
– En parte tiene razón -dije.
– ¿Ves? Hasta el cabezacuadrada está de acuerdo conmigo -aseguró Jacobs.
– Me gustaría que no usaras esa palabra -dijo Henkell.
– ¿Cabezacuadrada? ¿Qué tiene de malo?
– Es como si yo te llamara judío de mierda -dijo Henkell-. O puto judío.
– Sí, bueno, estoy acostumbrado, tío -dijo Jacobs-. Ahora los putos judíos mandan. Y vosotros los cabezacuadradas tendréis que hacer lo que os digan.
Henkell me miró y, de forma deliberada, como para irritar al comandante, dijo:
– Estamos trabajando para encontrar una cura para la malaria.
Jacobs soltó un sonoro suspiro.
– Pensaba que ya existía una cura -dije.
– No -dijo Henkell-. Hay muchos tratamientos, algunos más eficaces que otros. Quinina. Cloroquinina. Atebrina. Proguanil. Algunos tienen efectos secundarios muy desagradables. Y, por supuesto, con el tiempo, la enfermedad resistirá a esos medicamentos. No, cuando digo una cura me refiero a algo más a que eso.
– ¿Por qué no le das las llaves de la caja fuerte, de paso?
Henkell continuó, sin dejarse disuadir por el enfado del yanqui.
– Estamos trabajando en una vacuna. Será algo que realmente vale la pena, ¿no crees, Bernie?
– Supongo que sí.
– Ven a echar un vistazo.
Henkell me indicó que pasara por la primera puerta de cristal. Jacobs nos siguió.
– Tenemos dos puertas de cristal para mantener un calor adicional en el laboratorio. Puede que tengas que quitarte la chaqueta. -Cerró la primera puerta de cristal antes de abrir la segunda-. Si estoy aquí dentro mucho tiempo, normalmente llevo una camisa tropical. Realmente esto parece el trópico, es como un invernadero.
En cuanto se abrió la segunda puerta, me sorprendió el calor. Henkell no exageraba, era como entrar en una selva de Sudamérica. Jacobs ya empezaba a sudar. Me quité la chaqueta y me arremangué la camisa.
– Cada año mueren casi un millón de personas de malaria, Bernie -dijo Henkell-. Un millón. -Señaló a Jacobs con la cabeza-. Él sólo quiere una vacuna para ponérsela a los soldados americanos antes de que vayan a la parte del mundo que pretendan ocupar a continuación. El sudeste asiático, puede ser. Centroamérica, seguro.
– ¿Por qué no escribes un artículo para los periódicos? -dijo Jacobs-. Cuéntale a todo el maldito mundo lo que hacemos aquí.
– Eric y yo queremos salvar vidas -dijo Henkell, sin hacer caso a Jacobs-. Es un trabajo tan suyo como mío. -Se quitó la chaqueta y se desabrochó el cuello de la camisa-. Piénsalo, Bernie. La idea de que Alemaniapueda hacer algo que salve un millón de vidas al año. Sería un gran avance para compensar en los libros lo que Alemania hizo durante la guerra. ¿No crees?
– Podría ser -admití.
– Un millón de vidas salvadas al año -dijo Henkell-. Bueno, en seis años hasta los judíos podrían perdonarnos. Y en veinte, tal vez también los rusos.
– Quiere dársela a los rusos -murmuró Jacobs-. Qué bonito.
– Eso es lo que nos mueve, Bernie.
– Por no hablar del dinero que ganarán si logran sintetizar una vacuna -dijo Jacobs-. Millones de dólares.
Henkell sacudió la cabeza.
– No tiene ni idea de lo que realmente nos impulsa -dijo-. Es un poco cínico. ¿Verdad, Jonathan?
– Si tú lo dices, cabezacuadrada.
Miré alrededor del laboratorio-invernadero. Había dos bancos de trabajo, uno a cada lado de la sala. Uno alojaba una variedad de equipamiento científico, incluidos muchos microscopios. En el otro había alineada una docena de recipientes de cristal calientes. Bajo una ventana que daba a otra parte del prolijo jardín había tres piletas. Pero lo que me llamó la atención fueron los recipientes de vidrio. Dos de ellos estaban repletos de insectos. Incluso a través del cristal se oía el zumbido de la multitud de mosquitos, como diminutos cantantes de ópera que intentaban mantener una nota aguda. Se me ponía la piel de gallina sólo de verlos.
– Ésos son nuestros VIP -dijo Henkell-. Culex pipen. Una variedad de mosquito de aguas estancadas y, por lo tanto, la más peligrosa, ya que es portadora de la enfermedad. Intentamos criar los nuestros en el laboratorio, pero de vez en cuando necesitamos que nos envíen nuevos especímenes desde Florida. Los huevos y larvas son sorprendentemente fuertes a las bajas temperaturas del transporte aéreo de larga distancia. Son fascinantes, ¿verdad? Que algo tan pequeño pueda ser tan letal. Eso es la malaria, desde luego. Para la mayoría de la gente, en cualquier caso. Algunos estudios que he repasado demuestran que casi siempre es mortal en los niños. Pero las mujeres son más resistentes que los hombres, nadie sabe por qué.
Me estremecí y me aparté del recipiente de cristal.
– No le importan tus amiguitos, Heinrich -dijo Jacobs-. Y no puedo culparle. Odio a esos pequeños cabrones, tengo pesadillas con que uno de ellos saldrá y me morderá.
– Estoy seguro de que tienen mejor gusto -dije.
– Por eso necesitamos más dinero. Para tener mejores salas de aislamiento y un equipo para manipularlos. Un microscopio de electrones. Recipientes para los especímenes. Nuevos sistemas de tinte transparente. -Todo eso iba dirigido al comandante Jacobs-. Para evitar que ocurra un accidente de ese tipo.
– Estamos trabajando en ello -dijo Jacobs y bostezó ostentosamente, como si ya lo hubiera oído muchas veces. Sacó un paquete de cigarrillos y luego pareció que se lo pensaba mejor al ver la mirada de reproche de Henkell-. No se fuma en el laboratorio -murmuró, mientras se volvía a meter el paquete de tabaco en el bolsillo-. De acuerdo.
– Te has acordado -comentó Henkell, sonriente-. Vamos progresando.
– Eso espero -dijo Jacobs-. Me gustaría que te acordaras de mantener todo esto oculto. -Me miró de reojo al decirlo-. Como acordamos. Se supone que este proyecto es secreto.
Él y Henkell empezaron a discutir de nuevo.
Yo les di la espalda y me incliné sobre un número antiguo de la revista Life que había en el banco, junto a un microscopio. Hojeé las páginas para ejercitar un poco mi inglés. Los americanos parecen tan sanos… Como otra raza dominante. Empecé a leer un artículo titulado La cara maltrecha de Alemania. Era una serie de fotografías aéreas del aspecto de los pueblos y ciudades alemanes después de que terminaran las fuerzas aéreas británicas y la 8ª sección de las fuerzas aéreas de Estados Unidos. Mainz parecía un pueblo de ladrillos de barro de Abisinia. Julich, como si alguien hubiera estado experimentando con una primera bomba atómica. Era suficiente pararecordar las dimensiones de nuestra aniquilación.
– No importaría tanto -decía Jacobs- si no dejaras papeles y documentos por todas partes. Cosas que son delicadas y secretas.
Y al decirlo me quitó la revista y volvió por la doble puerta de vidrio a la oficina.
Yo le seguí, lleno de curiosidad, igual que Henkell.
Enfrente del escritorio, Jacobs sacó un llavero del bolsillo del pantalón, abrió un maletín y metió la revista. Luego volvió a cerrarlo. Me pregunté qué había en la revista, seguro que nada secreto. Todas las semanas la revista Life se vendía en todo el mundo, con una tirada de millones. A menos que utilizaran Life como un libro de códigos. Había oído que así se hacían esas cosas hoy en día.
Henkell cerró las puertas de vidrio con cuidado tras él y soltó una carcajada.
– Ahora cree que estás loco -dijo-. Probablemente yo también.
– Me importa un bledo lo que piense -repuso Jacobs.
– Caballeros -dije yo-. Ha sido interesante, pero creo que tengo que marcharme. Hace buen día y podría hacer algo de ejercicio. Así que, si no te importa, Heinrich, intentaré volver caminando a la casa.
– Son seis kilómetros, Bernie -afirmó Henkell-. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo?
– Creo que sí. Me gustaría intentarlo.
– ¿Por qué no te llevas mi coche? El comandante Jacobs me puede llevar cuando hayamos acabado aquí.
– No, de verdad -dije yo-. Estaré bien.
– Siento que él haya sido tan maleducado -comentó Henkell.
– No te preocupes -le dijo Jacobs-. No es personal. Me sorprendió que apareciera aquí de nuevo, nada más. No me gustan las sorpresas en mi negocio. La próxima vez nos veremos en la casa, tomaremos una copa. Así será más distendido. ¿De acuerdo, Gunther?
– Claro -contesté-. Tomaremos una copa y luego iremos a cavar al jardín. Como en los viejos tiempos.
– Un alemán con sentido del humor -dijo Jacobs-. Me gusta.