13

Wagmullerstrasse desembocaba en Prinzregentenstrasse, entre el Museo Nacional y la Ca sa de Arte. En la parte que daba al jardín inglés, la Ca sa de Arte albergaba el Club de Oficiales Americanos. Tras una larga restauración, acababan de reabrir el Museo Nacional, de modo que, de nuevo quedaban a la vista los tesoros de la ciudad que en realidad nadie quería mirar. Wagmullerstrasse estaba en un distrito de Munich llamado Lehel, que abundaba en tranquilas calles residenciales construidas para las familias acaudaladas durante la revolución industrial de Alemania. Lehel seguía siendo tranquilo, pero sólo porque la mitad de las casas estaban en ruinas. La otra mitad habían sido o estaban siendo reconstruidas y en ellas habitaban los nuevos ricos. Aun sin uniforme, era fácil reconocer a los nuevos ricos por sus cortes de pelo modernos, sus bocas llenas de chicle, sus cacareos de júbilo, sus pantalones anchos imposibles, sus bonitas cigarreras, sus elegantes zapatos ingleses, sus cámaras Kodak Brownie y sobre todo su aire aristocrático, ese efluvio de importancia que emanaba de todos ellos como colonia barata.

La Cruz Ro ja ocupaba un edificio de cuatro pisos de piedra caliza amarillenta situado entre una tienda un tanto extravagante que vendía porcelana de Nymphenburg y una galería de arte privada. En su interior todo estaba en movimiento. Las máquinas de escribir tecleaban, los archivadores se abrían y cerraban con estrépito, se rellenaban impresos, había gente bajando por las escaleras y gente subiendo en ascensores de rejas. Hacía ya cuatro años que se había terminado la guerra y la Cruz Ro ja seguía ocupándose de las víctimas. Para que todo fuera aún más interesante, el edificio había abierto sus puertas a un grupo de pintores, y no me hizo falta levantar la vista al techo para saber que lo estaban pintando de blanco, pues bastaba fijarse en las manchas que salpicaban el suelo marrón de linóleo. Detrás de un mostrador que parecía más bien la barra de una taberna, una mujer con trenzas y el rostro sonrosado como un lechón intentaba librarse de un hombre que tanto podría haber sido judíocomo no. Nunca fui capaz de identificarlos.

El principal problema que tenía con él era que sólo la mitad de las palabras que pronunciaba eran en alemán. El resto, que soltaba mirando al suelo por si la mujer entendía las blasfemias, era ruso. Me ceñí la armadura, subí a mi caballo blanco y enarbolé la lanza hacia el lechón.

«Tal vez pueda ayudar», le dije antes de dirigirme al hombre en ruso. Resultó que estaba buscando a su hermano, que había estado en el campo de concentración de Treblinka y después en el de Dachau, antes de acabar en uno de los campos Kaufering. Se había quedado sin dinero y tenía que ir al campo de desplazados de Landsberg. Y había acudido a la Cruz Ro ja con la esperanza de que lo ayudaran. La forma en que el lechón lo miraba me hizo pensar que no lo harían, así que le di cinco marcos y le dije cómo llegar a la estación de trenes de Bayernstrasse. Me dio las gracias con entusiasmo y me dejó a merced del lechón.

– ¿De qué iba todo eso? -preguntó.

Se lo expliqué.

– Desde 1945 a la Cruz Ro ja han llegado un total de dieciséis millones de peticiones para localizar a desaparecidos -dijo, en respuesta a la mirada acusatoria que le dediqué-. Uno coma nueve millones de personas retornadas han sido entrevistadas acerca de desaparecidos. Aún nos quedan por localizar sesenta y nueve mil prisioneros de guerra, uno coma uno millones de miembros de la Weh rmacht y casi doscientos mil civiles alemanes. Eso significa que debemos seguir un procedimiento estricto. Si diéramos cinco marcos a todos los granujas que entran contando historias melodramáticas nos quedaríamos sin blanca en un abrir y cerrar de ojos. Le sorprendería saber cuántos dicen venir buscando a su hermano desaparecido cuando en verdad lo que quieren es que alguien les pague un trago.

– Pues menos mal que se los he dado yo y no la Cruz Ro ja. Yo me los puedo permitir -dije con una sonrisa que no sirvió para que suavizara el gesto.

– ¿En qué le puedo ayudar? -preguntó con tono indiferente.

– Estoy buscando al padre Gotovina.

– ¿Tiene cita?

– No -respondí-. Pero pensé que podría ahorrarle las molestias de quedar conmigo en el Presidium.

– ¿El Presidium de la Po licía? -Como la mayoría de los alemanes, el lechón sentía aprensión cuando se mencionaba a la policía-. ¿En Ettstrasse?

– Sí, con el león de piedra en la entrada -respondí-. ¿Ha estado allí?

– No -dijo, con evidentes ganas de librarse de mí-. Coja el ascensor hasta el segundo piso. El padre Gotovina está en la Sec ción de Pasaportes y Visados. Sala veintinueve.

Al primer golpe de vista, el encargado del ascensor no parecía mucho mayor que yo. Era necesario un segundo golpe para observar que le faltaba una pierna y que tenía una cicatriz en la cara para concluir, al tercer golpe, que probablemente no tuviera más de veinticinco años. Subí con él, dije «segundo» y se puso manos a la obra con el aire resuelto y la fría determinación de un hombre que manejara un Flak 38 de 20 mm, la pistola con pedales y asiento abatible.

Cuando me apeé en el segundo piso sentí la tentación de mirar hacia arriba para comprobar que no había disparado contra nada. Y menos mal que no lo hice porque hubiera tropezado con el hombre que pintaba la tira de zócalo colocada a lo largo del pasillo, tan ancho como la pista de una bolera.

La Sec ción de Pasaportes y Visados era como un Estado dentro de un Estado. Más máquinas de escribir, más archivadores, más impresos por rellenar y más mujeres cebadas. Todas tenían el aspecto de zamparse un paquete de la Cruz Ro ja, cinta adhesiva y cordeles incluidos, cada mañana para desayunar. Un tipo rondaba junto a una cámara con objetivo de 50 mm, montada sobre un trípode. La ventana ofrecía una buena vista del Ángel de la Paz, al otro lado del río Isar. Erigida en 1899 para conmemorar la guerra Franco-Prusiana, la estatua no había significado demasiado en aquel momento y, por supuesto, seguía sin significar nada entonces.

Como buen detective, identifiqué al padre Gotovina nada más entrar por la puerta. Había muchas pistas que lo delataban. El traje negro, la camisa negra, el crucifijo que le colgaba del cuello, el halo que emanaba delalzacuello blanco. Su rostro no me recordó más la imagen de Jesús que la de Poncio Pilato. Las cejas, espesas y negras, constituían la única porción de pelo que tenía en la cabeza, muy similar a la cúpula giratoria del Observatorio Göttingen, y sus orejas desprovistas de lóbulos tenían el aspecto de alas de demonio. Tenía los labios tan gruesos como los dedos, y una nariz ancha y ganchuda como el pico de un pulpo gigante. Su mejilla izquierda estaba adornada con un lunar del color y el tamaño de una moneda de cinco peniques y tenía los ojos marrón nuez, como la nuez del disparador de una Walter PPK. Me los clavó como un punzón y se acercó, tal vez oliendo de lejos al poli que había en mí. Eso o mi aliento a coñac. Aunque no creí que le importara; tenía tanta pinta de abstemio radical como de niño cantor de Viena. Si los Médici hubieran continuado engendrando papas, éstos se habrían parecido al padre Gotovina.

– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó con una voz viscosa como el barniz, mientras estiraba los labios por encima de los dientes, blancos como el alzacuello, y dibujaba una mueca que, al menos la San ta Inquisición, habría catalogado de sonrisa.

– ¿Padre Gotovina? -pregunté.

Asintió de manera apenas perceptible.

– Voy a Peissenberg -le dije, y le enseñé el billete de tren que había comprado antes de entrar-. Me preguntaba si conocía usted allí a alguien con quien pudiera quedarme.

Echó un rápido vistazo al billete pero no se le escapó que el nombre «Peissenberg» había sufrido alguna modificación.

– Creo que hay un buen hotel -dijo-. El Berggasthof Greitner. Pero es probable que esté cerrado. Llega pronto a la temporada de esquí, ¿herr…?

– Gunther, Bernhard Gunther.

– Aunque también hay una iglesia que, además, goza de una bonita vista panorámica sobre los Alpes bávaros. Da la casualidad de que el sacerdote es buen amigo mío. Tal vez pueda ayudarle. Si se pasa por la iglesia del Espíritu Santo sobre las cinco de esta tarde, le entregaré una carta de presentación. Pero debo advertirle que es un fanático de la música. Si se queda en Peissenberg el tiempo suficiente, estoy seguro de queintentará captarlo para el coro de la iglesia. Unos cuantos himnos a cambio de la cena, podríamos decir. ¿Tiene algún himno favorito, herr Gunther?

– ¿Un himno favorito? Sí, tal vez Cuán Grande es Él. Creo que es el que más me gusta.

Cerró los ojos con gesto de afectada piedad y añadió:

– Sí, es un himno precioso, ¿verdad? -Asintió-. Nos vemos a las cinco.

Me despedí y salí del edificio. Caminé hacia el sur y después hacia el oeste hasta llegar al centro, más o menos en dirección de la iglesia del Espíritu Santo pero más concretamente en dirección de la Hof brauhaus, en Platzl. Necesitaba una cerveza.

Con su tejado abuhardillado, sus paredes rosa, ventanas en forma de arco y pesadas puertas de madera, la Hof brauhaus tenía un aire tradicional, casi fantástico, y cada vez que pasaba por delante esperaba encontrarme al jorobado de Notre Dame colgado del techo y columpiándose para rescatar a alguna desventurada gitanilla de una plaza adoquinada (suponiendo que en Alemania quedara algún gitano). Aunque también cabía imaginar al judío Süss, columpiándose sobre la plaza del mercado medieval. Múnich es esa clase de ciudad. Cerrada de miras. Incluso un tanto rústica y primitiva. No es por casualidad que Adolf Hitler comenzara aquí su andadura, en otra cervecería, la Bur gerbraukeller, a tan sólo unas calles de la Hof brauhaus de Kaufingerstrasse. Pero el eco de Hitler no era el único motivo por el que apenas iba a la Bur gerbrau. La razón principal era que no me gustaba la Löwen bräu. Prefería la cerveza más oscura que servían en la Hof brauhaus. La comida también era mejor. Pedí una sopa de patata al estilo bávaro, codillo con patatas guisadas y ensalada de beicon y col. Había estado ahorrando mis cupones para la carne.

Varias cervezas y un pudin de levadura dulce más tarde, comencé a caminar hacia la iglesia del Sagrado Corazón, en Tal. Al igual que el resto de Múnich, había recibido lo suyo. El techo y la bóveda habían quedado destruidos y la decoración interior había desaparecido. Sin embargo habían vuelto a levantar las columnas, y eltecho que habían colocado permitía retomar los oficios religiosos. Cuando entré en la iglesia, medio vacía, se estaba celebrando uno. Un sacerdote que no era Gotovina estaba de pie en el todavía impresionante altar mayor, hablando con una vocecilla aflautada que resonaba en el desnudo interior de la iglesia como la de Pinocho atrapado en la ballena. Noté que la nariz y los labios se me fruncían en señal de aversión protestante.

No aprobaba la idea de un Dios que permitiera ser adorado en aquel soniquete católico y aflautado. Y no es que yo fuera protestante. No desde que aprendí a deletrear «Friedrich Nietzsche».

Encontré al padre Gotovina debajo de lo que quedaba de la galería del órgano, junto a la losa del sepulcro del duque Fernando de Baviera. Lo seguí hasta un confesionario de madera que parecía una cabina para hacer fotografías. Descorrió la cortina gris y entró. Hice lo mismo del otro lado, me agaché y me arrodillé frente a la pantalla, tal y como a Dios le gustaba, supuse. La poca luz que había tan sólo me permitía verle la parte superior de la bola de billar que tenía por cabeza. O al menos un trozo, un pedacito de piel brillante que parecía la tapa de una tetera de cobre. En la penumbra, y confinada en las paredes del confesionario, su voz tenía un tono todavía más infernal. Probablemente la colocara sobre una parrilla engrasada y la dejara ahumar sobre una fogata todas las noches antes de irse a dormir.

– Hábleme de usted, herr Gunther.

– Antes de la guerra era Kommissar en la KRI PO. Así fue como entré en las SS. Fui a Minsk como miembro del grupo de acción especial dirigido por Arthur Nebe. -Decidí no mencionar mi trabajo en la Ofi cina de Crímenes de Guerra y la temporada como oficial de Inteligencia con el Abwehr. Las SS nunca simpatizaron con el Abwehr-. Ostenté el rango de Oberleutnant de las SS.

– En Minsk se hizo un buen trabajo -dijo el padre Gotovina-. ¿A cuántos liquidó?

– Formé parte del batallón policial -respondí-. Nuestra responsabilidad consistía en ocuparnos de loscrímenes de la NKVD.

Gotovina chasqueó la lengua.

– No tiene por qué mostrarse evasivo conmigo, Oberleutnant. Estoy de su parte, y poco me importa si mató a cinco o a cinco mil. Como fuere, usted servía a Dios. Los judíos y los bolcheviques siempre serán lo mismo. Sólo los americanos son lo bastante estúpidos como para no darse cuenta.

Al otro lado del confesionario, en la iglesia, el coro comenzó a cantar. Los había juzgado con demasiada severidad. Eran mucho más agradables al oído que la voz del padre Gotovina.

– Necesito su ayuda, padre -dije.

– Por supuesto. Por eso está aquí. Pero antes de correr hay que aprender a andar. Tengo que asegurarme de que es lo que dice ser, herr Gunther. Bastarán unas pocas preguntas sencillas. Sólo para quedarme tranquilo. Por ejemplo, ¿podría recitar el juramento de lealtad como miembro de las SS?

– Podría -respondí-. Pero jamás tuve que prestarlo. Como miembro de la KRI PO, mi ingreso en las SS fue más o menos automático.

– Dígalo, de todos modos.

– De acuerdo. -Aquellas palabras estuvieron a punto de atragantárseme en la garganta-. «Te prometo Adolf Hitler como Führer y canciller del Reich, lealtad y valor. Te prometo, y a los que has designado para mandarme, obediencia hasta la muerte. Que Dios me ayude.»

– Lo recita muy bien, herr Gunther. Como una oración. ¿Y dice que nunca tuvo que hacer ese juramento?

– Las cosas en Berlín funcionaban de manera algo diferente al resto de Alemania -respondí-. Esos asuntos se vivían con menos intensidad. Pero supongo que no soy el primer hombre de las SS que le dice que nunca ha hecho el juramento.

– Tal vez lo esté poniendo a prueba. Para comprobar hasta qué punto es honesto. La honestidad es siempre mejor, ¿no cree? Además, estamos en una iglesia. No estaría bien mentir aquí dentro. Piense en su alma.

– Hoy en día prefiero no pensar en ella. A menos que sostenga una copa en la mano -dije.

Al fin y al cabo, me pedía honestidad.

– Le absolvo, herr Gunther. ¿Se siente mejor?

– Como si me hubiera quitado un peso de los hombros. Caspa, tal vez.

– Eso está bien. El sentido del humor le irá bien en su nueva vida.

– Yo no quiero una nueva vida.

– ¿Ni siquiera a través de Cristo? -Se rió. O tal vez sólo se aclarara la garganta de sentimientos más elevados-. Cuénteme más acerca de Minsk -dijo, con tono distinto. Menos divertido. Más profesional-. ¿Cuándo cayó la ciudad en manos de las fuerzas alemanas?

– El 28 de junio de 1941.

– ¿Qué sucedió entonces?

– ¿Lo sabe o quiere saberlo?

– Quiero saber qué sabe usted. Quiero indagar en su persona para saber si es grata o non grata. Minsk.

– ¿Quiere los detalles o sólo unas cuantas pinceladas?

– Pinte el cuadro entero, hágame el favor.

– Está bien. Horas después de la ocupación de la ciudad, cuarenta mil hombres y niños fueron detenidos y llevados a un campo, donde los vigilaban metralletas y reflectores. Estaban todas las razas. Judíos, rusos, gitanos, ucranianos. Tras unos días, los médicos judíos, abogados y académicos tuvieron que identificarse. Miembros de la In teligencia los llamaban. Dos mil así lo hicieron. Y creo que esos mismos dos mil fueron conducidos a un bosque cercano, donde los fusilaron.

– Y naturalmente usted no tuvo nada que ver con aquello -dijo el padre Gotovina, como si hablara con un llorica.

– A decir verdad, yo seguía en la ciudad, investigando otra atrocidad, en esa ocasión cometida por los Ivanes.

En el oficio que tenía lugar en la iglesia, el sacerdote dijo «Amén» y yo musité la misma palabra. Por alguna razón me pareció que encajaba en el relato de Minsk.

– ¿Cuánto hacía que había llegado cuando se estableció el gueto de Minsk?

– Menos de un mes. El 20 de julio.

– ¿Y cómo se creó ese gueto?

– Lo formaban unas tres docenas de calles, creo, además del cementerio judío. Estaba cercado por gruesas hileras de alambre de espino y varias torres de vigilancia. Trajeron a cien mil personas procedentes de lugares tan alejados como Bremen o Fráncfort.

– ¿Diría que en ese sentido el gueto de Minsk era algo fuera de lo normal?

– No sé si entiendo la pregunta, padre. Nada de lo que sucedió allí fue normal.

– Lo que intento preguntarle es dónde encontraron la muerte la mayoría de los judíos de aquel gueto. ¿En qué campo?

– Ah, ya entiendo. No. Creo que la mayoría de los que estaban en Minsk murieron en Minsk. Sí. Eso era poco habitual. Cuando el gueto fue desmantelado, en octubre de 1943, sólo quedaban ocho mil. De los cien mil que habían llegado. No tengo ni idea de qué ocurrió a aquellos ocho mil.

Aquello resultaba mucho más difícil de lo que había previsto. La mayor parte de lo que le contaba acerca de Minsk lo sabía por mi servicio en la Ofi cina de Crímenes de Guerra y, en particular, por el caso de Wilhelm Kube. En julio de 1943 Kube, comisario general de las SS en la Ru sia Blanca, a la que pertenecía Minsk, había presentado una queja formal en la Ofi cina alegando que Eduard Strauch, comandante del SD en la zona, había asesinado a setenta judíos que trabajaban para Kube y se había apropiado de sus pertenencias. Y me tocó a mí hacerme cargo de la investigación. Strauch, culpable de aquellos asesinatos -entre muchos otros-, había presentado a su vez una queja contra Kube en la que afirmaba que su superior había permitido que más de cinco mil judíos eludieran la muerte. Resultó que Strauch decía la verdad, pero no se quedó tranquilo hasta que se hubo vengado. Así que lo más probable es que fuera él quien colocara una bomba debajo de la cama de Kube en septiembre de 1943, sin darme tiempo a sacar ninguna conclusión. Pese a mis esfuerzos se inculpó del asesinato a la sirvienta rusa de Kube, que fue ahorcada de inmediato. Como sospechaba de la implicación de Strauch en el asesinato de Kube inicié una investigación, pero la Ges tapo se apresuró a ordenarme que abandonara el caso. Me negué. Y poco después me mandaron al frente ruso. Pero no podía contarle nada de aquello al padre Gotovina. Seguro que no le gustaría oír que simpatizaba con el pobre Kube. Menos mal que Dios era misericordioso.

– Aunque ahora que lo pienso -dije-, sí recuerdo qué sucedió con esos ocho mil judíos. Seis mil fuerontrasladados a Sobibor. Y dos mil fueron agrupados y asesinados en Maly Trostinec.

– Y desde entonces vivimos en paz -dijo Gotovina entre risas-. Para haberse ocupado sólo de los crímenes de la NKVD está muy informado de todo lo que sucedió en Minsk, herr Gunther. ¿Sabe qué me parece? Me parece que se hace el modesto. Creo que ha tenido que esconder la lámpara debajo de una vasija, tal y como dice Lucas en el capítulo once del versículo treinta y tres al treinta y seis.

– De modo que usted sí ha leído la Bib lia -dije con admiración.

– Por supuesto -respondió-. Y ahora estoy dispuesto a hacer de buen samaritano. Para ayudarle. Con dinero. Con un pasaporte. Con un arma, si la necesita. Y con un visado para escapar a donde quiera, siempre y cuando sea a Argentina. Casi todos nuestros amigos están allí.

– Como ya le he dicho, padre, no quiero una nueva vida.

– Entonces, ¿qué quiere exactamente, herr Gunther? -dijo con tono de evidente tensión.

– Se lo diré. Ahora soy detective privado. Trabajo para una mujer que está buscando a su marido. Un hombre de las SS. A día de hoy debería haber recibido ya una postal de Buenos Aires, pero hace más de tres años y medio que no sabe nada de él. Así que me ha contratado para que descubra qué le ha sucedido. Lo vio por última vez en Ebensee, cerca de Salzburgo, en marzo de 1946. Aún estaba en la Com pañía, escondido en un lugar seguro a la espera de documentación y billetes. No quiere nada de él. Sólo pretende descubrir si está vivo o muerto. En el segundo de los casos, volverá a casarse. En el primero, no. Ya lo ve, el problema es que ella es como usted, padre. Una buena católica.

– Una historia muy bonita -dijo.

– A mí me gustó.

– No, me lo diga. -Soltó una carcajada que parecía de otra persona. Como la de un desequilibrado-. Usted es el botarate con quien se quiere volver a casar.

Esperé a que dejara de reírse. Tal vez fuera por la impresión. Uno no se encuentra a diario con un sacerdote que pliega los labios hacia atrás y los suelta de golpe como Peter Lorre.

– No padre, es tal y como se lo he contado. Al menos en eso soy como un sacerdote. La gente llega a mí consus problemas y yo trato de solucionarlos. La única diferencia es que a mí no me ayuda el tipo del altar mayor.

– ¿Tiene un nombre esta esposa?

– Se llama Britta Warzok. Y su marido Friedrich Warzok.

Le conté todo lo que sabía sobre él.

– Me cae bien ese hombre -dijo el padre Gotovina-. ¿Tres años sin noticias? Es muy probable que esté muerto.

– Si le digo la verdad, no creo que ella quiera escuchar buenas noticias.

– ¿Entonces por qué no le dice lo que quiere escuchar?

– Eso no sería ético, padre.

– Hace falta mucho valor para contarme todo esto -dijo con calma-. Y eso es algo que admiro en un hombre. Podría decirse que la Com pañía se alarma con facilidad. Todo lo que está ocurriendo en Landsberg con los camisas pardas no ayuda. Hace ya cuatro años que terminó la guerra y los yanquis siguen intentando colgar a la gente, como si se creyeran estúpidos sheriffs de películas del oeste chapuceras.

– Sí, imagino que eso debe de poner nerviosos a unos cuantos compañeros. Nada como la horca para hacer que un hombre se trague sus escrúpulos.

– Veré qué puedo averiguar. Acuda a la galería de arte que hay junto a la Cruz Ro ja pasado mañana. A las tres en punto. Si llego tarde, al menos allí estará distraído.

Comenzaron a oírse pasos junto al confesionario. El padre Gotovina descorrió la cortina y se mezcló con los fieles. Esperé un minuto y salí santiguándome únicamente para no llamar la atención. Me parecía una estupidez. Otro comportamiento peculiar de los humanos que incluir en los textos de antropología. Como mecerse frente a una pared, arrodillarse en la dirección de una ciudad de Oriente Medio o levantar el brazo al frente y gritar «Sieg Heil». Ninguno de aquellos gestos significaba nada más que problemas para otra gente. Si algo me ha enseñado la historia es que resulta peligroso creer en algo con demasiado fervor. Sobre todo en Alemania. Nuestro problema es que nos tomamos las creencias demasiado en serio.

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