– Es una locura -dijo Eric Gruen, cuando acabé de explicarle mi sugerencia-. La mayor locura que he oído jamás.
– ¿Por qué? Dices que nunca conociste al abogado de la familia. No sabe qué vas en silla de ruedas. Le enseño mi pasaporte y ve una versión mayor y más gruesa de la persona de la fotografía. Firmo los papeles, tú consigues tus propiedades. ¿Qué hay más fácil que eso? Siempre que no haya nadie que te recuerde de verdad.
– Mi madre era una mujer muy difícil -comentó Gruen-. Con muy pocos amigos. No sólo tenía problemas conmigo, ni siquiera mi padre la soportaba, ella ni siquiera fue a su funeral. No, sólo está el abogado. Pero mira, saben que soy médico. ¿Y si te hacen una pregunta médica?
– Voy a recoger una herencia -dije-. No a pedir trabajo en un hospital.
– Es cierto. -Gruen estudió el contenido de su pipa-. De todos modos, hay algo que no me gusta. Es fraudulento.
Engelbertina le ajustó la manta encima de las piernas.
– Bernie tiene razón, Eric. ¿Qué hay más fácil que eso?
Gruen miró a Henkell y le dio su pasaporte. Henkell todavía no se había pronunciado sobre mi plan.
– ¿Tú qué crees, Heinrich?
Henkell estudió la fotografía un rato.
– Creo que no cabe duda de que Bernie podría pasar por una versión mayor de ti sin problemas, Eric. Y está claro que el dinero nos sería útil para nuestra investigación. El comandante Jacobs tiene dificultades para comprar ese microscopio de electrones que le pedimos. Dice que tendremos que esperar hasta la primavera del año que viene, cuando su departamento reciba nuevos presupuestos.
– Lo había olvidado -dijo Gruen-. Tienes razón. El dinero nos sería muy útil, ¿verdad? El dinero de mi madre podría financiar nuestro trabajo. -Soltó una amarga carcajada-. Dios mío, ella lo odiaría.
– Yo he invertido bastante dinero, Eric -dijo Henkell-. No es que me importe, ya lo sabes. Haré lo quehaga falta para aislar la vacuna, pero Jacobs se está convirtiendo en un incordio. Si tuviéramos acceso a nuevos fondos, podríamos permitirnos deshacernos de él y de los yanquis. Lo convertiría en un esfuerzo científico exclusivamente alemán. Como antes.
– Si Bernie fuera en mi lugar, realmente resolvería muchos problemas, ¿no? -dijo-. En realidad, no tengo intención de ir. En eso teníais razón.
– La cuestión es -intervino Henkell- si tú estás dispuesto a hacerlo, Bernie. Acabas de recuperar la salud, y dices que te cansas con mucha facilidad.
– Estoy bien -comenté para calmar sus preocupaciones-. Estaré bien.
En muchos sentidos, mi estancia en casa de Henkell me había sentado muy bien. Estaba ganando algo de peso. Incluso mi ajedrez había mejorado gracias a los sabios consejos de Gruen. Aparentemente, una chinche en la crin del caballo favorito del emperador Caligula no estaría más cómoda que yo. Pero tenía ganas de ir a Viena. Uno de los motivos era que había estudiado las hojas en blanco que me había llevado de la libreta del comandante Jacobs y encontré el contorno de una dirección de Viena. Horlgasse, 42, apartamento 3. Distrito 9. Curiosamente, era la misma que me habían dado para Britta Warzok. Pero otra razón era Engelbertina.
– Entonces estoy de acuerdo -dijo Gruen, y chupó la pipa para darle vida de nuevo-. Acepto, pero con un par de condiciones, y no se pueden obviar. La primera, Bemie, es que tienes que recibir un sueldo. Mi familia es rica y siempre estaré en deuda contigo, así que tiene que ser una cantidad decente. Creo que mil chelines austríacos serían una cantidad adecuada por ejecutar un servicio tan valioso.
Empecé a protestar que era demasiado, pero Gruen sacudió la cabeza.
– No voy a admitir objeciones. Si no aceptas mi tarifa, yo no aceptaré que vayas.
Me encogí de hombros.
– Si insistes… -cedí.
– Y no sólo la tarifa, también todos tus gastos -añadió-. Tienes que alojarte en el tipo de hotel que me alojaría yo, ahora que soy rico.
Asentí, no tenía ganas de discutir ante tal generosidad.
– Mi tercera condición es más delicada -anunció-. Creo que probablemente recordarás que te hablé de que dejé a una chica en apuros en Viena. Es un poco tarde, lo sé, pero me gustaría compensarla. Y a su hija. Mi hija debe de tener veintiún años. Me gustaría darles a las dos algo de dinero, pero preferiría que no supieran que es mío. Así que me gustaría que fueras a verlas fingiendo ser un detective privado contratado por un cliente que prefiere mantener el anonimato. Algo así, no sé. Estoy seguro de que sabrás cómo hacerlo, Bernie.
– Suponte que están muertas -dije.
– Si están muertas, muertas están. Tengo una dirección, podrías comprobarla.
– Iré a buscar a Jacobs para que nos ayude con los papeles pertinentes -dijo Henkell-. Necesitarás un permiso de las fuerzas aliadas para pasar por las zonas británica, francesa y americana. Y un pase gris para atravesar la zona rusa de ocupación. ¿Cómo vas a ir?
– Prefiero ir en tren -dije-. Así llamaré menos la atención.
– Hay una agencia de viajes que yo utilizo, en la estación principal de Múnich -dijo Henkell-. Haré que te compren un billete. ¿Cuándo irás?
– ¿Cuánto tardará Jacobs en conseguir la documentación?
– No mucho, creo -dijo Henkell-. Tiene buenos contactos.
– Eso suponía.
– ¿Veinticuatro horas?
– Entonces me iré pasado mañana.
– ¿Pero a nombre de quién lo reservo? -preguntó Henkell-. ¿Al tuyo o al de Eric? Tenemos que pensarlo con calma. Suponte que te registran y descubren que llevas otro pasaporte. Deducirán que uno es falso y que eres un refugiado de la zona rusa. Te entregarán a ellos y te enviarán a un campo de trabajo. -Frunció el ceño-. un riesgo importante, Bernie. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
– Sería raro que mi justificación de viaje estuviera a un nombre y mi reserva de hotel a otro -dije-. El abogado de tu familia podría descubrirlo fácilmente. No, por coherencia, todo, los billetes, los justificantes del viaje, las reservas de hotel, tienen que hacerse a nombre de Eric Gruen. Y yo dejaré mi pasaporte en mi piso de Múnich. -Me encogí de hombros-. Por si acaso, será mejor que no utilice mi pasaporte en Viena. Puede que los Ivanes hayan marcado mi nombre. La última vez que estuve en Viena tuve un roce con un coronel del MVD, el Ministerio de Asuntos Interiores ruso, llamado Poroshin.
– ¿Y el funeral? -preguntó Gruen.
– Sería arriesgado ir -dijo Henkell.
– Resultaría extraño que no fuera -dije yo.
– Estoy de acuerdo -dijo Gruen-. Enviaré un telegrama a los abogados para hacerles saber que voy. Haré que abran una cuenta en el banco de mi madre, así tendrás el dinero en cuanto llegues. Y los gastos, por supuesto. Por no hablar del dinero para Vera y su hija. -Sonrió avergonzado-. Vera Messmann, así se llama. La que dejé en apuros, en Viena.
– Ojalá fuera a Viena -dijo Engelbertina, haciendo un mohín infantil.
Sonreí para intentar parecer indulgente, pero la pura verdad era que el otro motivo por el que tenía ganas de ir a Viena era para alejarme de Engelbertina. Por lo menos una temporada. Y empezaba a entender por qué su segundo marido, el yanqui, había huido a Hamburgo. He conocido a mujeres que se han acostado con muchos hombres. Mi mujer, por ejemplo, aunque tal vez no con cuatrocientos. Y cuando era policía, en Berlín, siempre había rameras que entraban y salían de la comisaría Alex. También les cogí cariño a un par. No era tanto la historia de promiscuidad de Engelbertina lo que me incomodaba como la multitud de otras rarezas que habíanotado en ella.
Por ejemplo, me di cuenta de que siempre se levantaba cuando Gruen o Henkell entraban en una habitación. Me resultaba un poco extraña la deferencia que mostraba hacia ellos, que rayaba en lo servil. También me percaté de que nunca les miraba a los ojos. Siempre que uno de los dos miraba hacia ella, ella bajaba la vista, y a veces incluso inclinaba la cabeza. Bueno, tal vez no fuera tan poco común en una relación entre patrón y empleado alemanes. Sobre todo teniendo en cuenta que ellos eran médicos y ella enfermera. Los médicos alemanes pueden ser unos tiranos, algunos, y bastante intimidantes, como descubrí cuando Kirsten se estaba muriendo.
Algunas de las otras rarezas que había notado en Engelbertina también las encontraba irritantes, como hilos de una telaraña que me iba apartando de la cara a medida que avanzaba nuestra relación. Como su tendencia al infantilismo. Su habitación estaba repleta de juguetes blandos que le habían comprado Henkell y Gruen. La mayoría ositos de peluche, debía de haber tres o cuatro docenas. Hombro con hombro, con los ojos redondos, brillantes y atentos, la boca estrecha y cosida con fuerza, parecía que planearan un golpe de Estado para adueñarse de la habitación. Y, por supuesto, sospechaba que yo sería la primera víctima de la purga urgente que se sucedería a su asalto. Los ositos de peluche y yo no nos entendíamos. Excepto en una cosa, tal vez. Era muy probable que la segunda víctima de la purga fuera su radiofonógrafo de mesa Philco, un regalo de boda de su americano desaparecido. Y si no era el fonógrafo, seguro que la única grabación que parecía tener. Era una balada más bien melancólica, del musical Blue Paradise de Sigmund Romberg, y en su version cantada por Lale Andersen. Engelbertina la ponía una y otra vez, y pronto hizo que me subiera por las paredes.
Luego estaba la devoción a Dios de Engelbertina. Todas las noches, incluso cuando había hecho el amor conmigo, salía de la cama y, arrodillada al lado, con las manos juntas con la misma fuerza con que cerraba los ojos, oraba en voz alta, como si se entregara a la clemencia de un juez prusiano. Y mientras rezaba, a veces, las noches en que yo estaba demasiado cansado para levantarme e irme de su habitación, la oía y me impresionaba descubrir que las esperanzas y aspiraciones de Engelbertina para sí misma y el mundo eran tan banales que habrían dejado a un panda disecado anonadado del aburrimiento. Después de la oración, siempre abría la Bib lia y literalmente hojeaba las páginas en busca de la respuesta de su Dios. La mayoría de las veces su elección aleatoria del capítulo y el verso le permitía llegar a la conclusión improbable de que en efecto había obtenido una respuesta.
Pero lo más extraño e irritante de Engelbertina era su idea de que poseía el don de las manos curativas. A pesar de su formación médica, que era real, a veces se ponía una toalla con té en la cabeza, con bastante naturalidad, y colocaba las manos sobre su víctima/paciente y a continuación entraba en una especie de trance que la hacía respirar de forma llamativa por la nariz y sufrir violentas convulsiones, como alguien que está en una silla eléctrica. Una vez lo hizo conmigo, me colocó las manos en el pecho y entró en su rutina de madame Blavatsky, y de lo único de lo que logró convencerme es de que era una loca de remate.
Por entonces el único momento en que disfrutaba de su compañía era cuando estaba arrodillada delante de mí, con las manos agarradas a la sábana como si esperara que todo acabara pronto. Y normalmente así era. Quería alejarme de Engelbertina del mismo modo que un gato quiere escapar de los pegajosos tentáculos de un niño cariñoso pero torpe. Y lo antes posible.