19

Una de las enfermeras era de Berlín. Se llamaba Nadine, nos llevábamos bien. Vivía en Güntzelstrasse, en Wilmersdorf, muy cerca de mi antiguo domicilio, en Trautenaustrasse. Prácticamente habíamos sido vecinos. Había trabajado en el Charité Hospital, donde la violaron veintidós Ivanes en el verano de 1945. Después de aquello, perdió el entusiasmo por la ciudad y se mudó a Munich. Tenía un rostro más bien refinado, casi noble, el cuello erguido, los hombros anchos, la espalda larga y fuerte y las piernas correctamente formadas. Era corpulenta como una yegua de Oldenburg. Era tranquila, con un temperamento agradable y, por algún motivo, yo le gustaba. Después de unos días ella también me gustaba. Nadine llevó un mensaje al pequeño Faxon Stuber, el taxista sólo de extranjeros, donde le pedía que me visitara en el hospital.

– Dios mío, Gunther -exclamó-. Pareces un chucrut de la semana pasada.

– Lo sé. Debería de estar en el hospital. Pero ¿qué puedo hacer? Uno tiene que ganarse la vida, ¿no?

– No podría estar más de acuerdo. Y espero que por eso esté yo aquí.

Sin más preámbulos, le indiqué el armario donde colgaba mi ropa, la cartera en el bolsillo interior y las diez señoras rojas que esperaban ahí.

– ¿Las has encontrado?

– Señoras rojas. Mis chicas favoritas.

– Hay diez y son tuyas.

– Yo no mato a gente -declaró.

– He visto cómo conduces y sólo es cuestión de tiempo, chaval.

– Pero que sepas que cuentas con mi ayuda.

Le conté lo que quería hacer. Tuvo que sentarse cerca de mi cama para oír lo que le decía porque a veces hablaba muy bajo. Sonaba como una rana en la garganta del Holandés Errante.

– Déjame que lo aclare -dijo-. Igual que la otra vez, te saco fuera, te llevo a donde quieras ir y te devuelvo aquí, ¿correcto?

– Será durante la hora de visitas, así que nadie sabrá que me he ido -le dije-. Además, llevaremos monos de obreros. Me lo pondré encima del pijama. Los obreros son invisibles en esta ciudad. ¿Qué ocurre? Pareces un gato dando vueltas alrededor de la leche.

– Si suena raro es porque no te veo saliendo de aquí en otra cosa que no sea una caja de madera, Gunther. Estás enfermo. He visto insectos con pinta de tener más fuerzas. No llegarías ni al aparcamiento.

– Eso ya lo he pensado -repliqué, y le enseñé una botellita de líquido rojo que tenía escondida bajo las sábanas-. Metanfetamina. La robé.

– ¿Y crees que eso te hará tenerte en pie?

– Lo suficiente para hacer lo que quiero hacer -respondí-. Se lo daban a los pilotos de la Luf twaffe durante la guerra. Cuando estaban extenuados. Volaban sin necesidad de avión.

– De acuerdo -dijo, al tiempo que se guardaba las señoras rojas-. Pero si te escapas o te caes no esperes que yo me encargue de transportarte. Enfermo o no, todavía eres un hombre grande, Gunther. Ni Josef Manger podría levantarte si su medalla de oro olímpica no dependiera de ello. Y otra cosa. Por lo que he oído, esa drogatiene tendencia a convertir a la gente en charlatana. Pero yo no quiero saber nada, ¿de acuerdo? Sea lo que sea lo que estés tramando, no quiero saberlo. Y en cuanto me lo digas, me sentiré con derecho a no hacerte caso. ¿Queda claro?

– Claro como media botella de Otto -contesté.

Stuber sonrió.

– De acuerdo -dijo-. No lo he olvidado. -Sacó medio litro de Fürst Bismarck del bolsillo y lo deslizó debajo de mi almohada-. Pero no bebas demasiado. El aguardiente y un puñado de matones no deben de ser una buena combinación. No quiero que vomites en mi taxi como un Popov apestoso.

– No te preocupes por mí, Faxon.

– No me preocupo por ti. Si parece que estoy preocupado es porque me preocupo por mí. No lo parece, pero hay una gran diferencia, ¿ves?

– Claro, lo entiendo. Es lo que los loqueros llaman Gestalt.

– Sí, bueno, tú lo sabrás mejor que yo, Gunther. Por lo que he oído hasta ahora, probablemente quieras que te examinen la cabeza.

– Todos queremos, Faxon, amigo. Todos queremos. ¿No has oído hablar de la culpa colectiva? Tú eres igual de malvado que Joseph Goebbels, y yo, igual que Reinhard Heydrich.

– ¿Reinhard qué?

Sonreí. Era cierto, Heydrich llevaba muerto más de siete años. Pero era un poco desconcertante descubrir que Stuber nunca había oído hablar de él. Tal vez fuera más joven de lo que imaginaba.

O eso, o era mucho mayor de lo que me parecía. Y eso era muy poco probable.

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