Había una Oficina de Telefonía y Telégrafos de Ultramar en la planta baja del Edificio de la Ali anza, en Aiserstrasse, en el distrito 9. Me acerqué a un operador. Tenía la nariz como una manga de viento y el pelo como los tejones, gris por fuera y más oscuro en las raíces. Le di el número de Garmisch, compré un kilo de monedas y entré en la cabina que me indicó. No tenía muchas esperanzas de conseguirlo, pero creí que valía la pena intentarlo. Mientras esperaba la conexión, estuve pensando qué decir, con la esperanza de que sabría contenerme y no usar las palabras que solíamos emplear en el frente ruso. Llevaba alrededor de diez minutos esperando allí sentado cuando el teléfono sonó al fin y el operador me dijo que estaban llamando. Entonces alguien descolgó y se oyó una voz distante. Garmisch quedaba a menos de quinientos kilómetros, pero seguramente la llamada se desviaba por Linz, en la zona ocupada por Rusia, y después por Salzburgo, en la zona estadounidense, e Innsbruck, en la francesa. Francia era tenida por la menos eficiente de las cuatro potencias, y con toda probabilidad la mala calidad de la línea era por su culpa. Cuando reconocí la voz de Eric Gruen introduje un puñado de monedas de diez groschen en el teléfono, y pasados quince o veinte segundos pudimos hablar. Gruen parecía realmente contento de hablar conmigo.
– Bernie -dijo-. Esperaba tu llamada. Quería disculparme por haberte metido en una situación tan comprometida. Lo siento de veras.
– ¿Comprometida? -dije-. ¿Así llamas a amarrarle una soga al cuello de alguien en vez del tuyo?
– Me temo que no hay alternativa, Bernie -contestó-. No puedo empezar una nueva vida en Estados Unidos hasta que Eric Gruen esté oficialmente muerto o en prisión por esos supuestos crímenes de guerra. Detodos modos, la culpa es de Jacobs, dice que la CIA no permitirá que se haga de otra manera. Si se supiera que han dejado entrar en el país a un médico nazi, se armaría una buena. Es tan simple como eso.
– Hasta aquí lo entiendo -dije-. Pero ¿por qué asesinar a dos mujeres inocentes si sólo querías que yo mordiera el anzuelo? Tú o Jacobs o quién sea que hace el trabajo sucio aquí en Viena podríais haber hecho que me detuvieran en el hotel.
– ¿Y entonces qué hubiera pasado? Piensa, Bernie. Hubieras dicho que te llamas Bernie Gunther, y a pesar de no llevar pasaporte seguramente las autoridades aliadas hubieran comprobado tu versión de los hechos y hubieran averiguado tu identidad. No, teníamos que asegurarnos de que Bernie Gunther tampoco tuviera escapatoria. Ahora ya lo hemos conseguido, Bernie, así que más vale que pienses bien cuál será tu próximo movimiento. La pena por homicidio, sobre todo en casos tan viles como el tuyo, es la muerte. Cuando cojan a Bernie Gunther, lo colgarán. Pero, según quien atrape a Eric Gruen, tal vez te salves y te caiga una perpetua. Tal y como están las cosas en la Re pública Federal, tal vez salgas en menos de diez años. Puede que incluso cinco. Al salir, tendrías un dinero en el banco. Si lo piensas bien, Bernie, verás que he sido muy generoso. Tienes el dinero, ¿no? Veinticinco mil chelines no está nada mal para alguien que sale de Landsberg. No me costaba nada dejarte sin un groschen.
– Has sido muy generoso -dije mordiéndome los labios a la espera de que se le escapara algo, algo que pudiera servirme para escapar de Viena.
– Mira, yo en tu lugar me entregaría. Como Eric Gruen, desde luego. Mejor que lo hagas antes de que alguien atrape a Bernie Gunther y lo cuelgue en la horca.
Eché unas cuantas monedas más en el teléfono y solté una carcajada.
– No creo que las cosas puedan empeorar más -dije-. Tú ya te has ocupado de eso.
– Pues podrían empeorar -contestó-. Créeme. Viena es una ciudad cerrada, Bernie. No es fácil salir de ella. Dadas las circunstancias, no creo que los escuadrones israelíes tarden en dar contigo. ¿Cómo se hacen llamar? ¿El Nakam? ¿O es el Brichah? El caso es que es uno de esos malditos nombres judíos. ¿Sabías que tienen un cuartel en Austria? No, seguramente no. En realidad, Linz y Viena son su centro de operaciones. El mayor Jacobs los conoce bien, por algo también es judío. Y por algo hay tantos judíos que trabajan tanto para el Nakam como para la CIA. Es más, fue un circunciso de la CIA el que mató a la auténtica frau Warzok. No me sorprende, después de lo que hizo en Lemberg-Janowska. Cosas terribles. Lo digo con conocimiento de causa, yo estuve allí. Era una verdadera bestia esa mujer. Mataba a los judíos por deporte.
– Tú en cambio sólo los matabas en aras del progreso científico -dije.
– Ahora te me pones sarcástico, Bernie -dijo-. No te culpo. Sin embargo, es verdad. Nunca maté a nadie por placer. Soy médico. Ninguno de nosotros mataba por gusto.
– ¿Y Vera? ¿Cómo justificas su asesinato?
– Yo no estaba de acuerdo -dijo Gruen-. Pero Jacobs pensó que serviría para darte una lección.
– Puede que después de todo me entregue como Bernie Gunther -dije-. Sólo por estropearos la jugada.
– Podrías hacerlo, en efecto -dijo-. Pero Jacobs tiene amigos muy poderosos en Viena. De alguna manera lograrían hacer ver que eres Eric Gruen. Hasta tú verás que es lo mejor una vez caigas en manos de la policía.
– ¿De quién fue la idea de todo esto?
– Oh, de Jacobs. Menudo zorro, este mayor Jacobs. Se le ocurrió el día que apareció con Wolfram Romberg para cavar en tu jardín de Dachau. En cuanto te vio, advirtió nuestro parecido. En principio iba a volver a Dachau para preparar allí toda la trama, pero resultó que te habías trasladado a Múnich y habías vuelto a tu antiguo oficio. Fue entonces cuando ideamos el plan para que le siguieras la pista a Friedrich Warzok. La intención era que pensaras que te habías cruzado en el camino de la Com pañía, eso justificaría la paliza y nos permitiría hacer el traje a la medida. Me refiero a cortarte el dedo. Esos expedientes de las SS son exhaustivos hasta la exasperación, aparece uno descrito hasta los últimos detalles. Una maniobra muy hábil por parte de Jacobs, ¿no te parece? El dedo es lo primero que buscaría un investigador de crímenes de guerra aliado o un escuadrón de la muerte judío.
– ¿Y la mujer que me contrató?
– Mi esposa. La primera vez fue a verte a Dachau, pero no estabas. Luego pasó por tu despacho para echarte un vistazo, para ver si Jacobs tenía razón con lo del parecido. Cuando nos lo confirmó, empezamos a urdir el plan, lo cual, todo sea dicho, fue la parte más divertida. Era como escribir una obra de teatro, como inventar personajes y asegurarse de que todas las partes encajaban correctamente. A partir de ahí, todo lo que había que hacer era traerte a Garmisch para conocernos mejor.
– Pero era imposible saber lo de la muerte de tu madre -dije-. ¿O no?
– Llevaba tiempo enferma -contestó-. Podía morir en cualquier momento. Digamos que en un momento dado propiciamos el óbito. No es difícil matar a alguien en un hospital, y menos si está en una habitaciónprivada. ¿Sabes una cosa? Fue un acto de misericordia.
– Hiciste que la mataran -dije introduciendo más monedas en el teléfono-. A tu propia madre…
– Nadie la mató -insistió Gruen-. No. Fue eutanasia. Selección preventiva. La mayoría de los médicos alemanes lo considerarían una muerte misericordiosa. Es una práctica muy extendida, mucho más de lo que te imaginas. Es imposible alterar todo el sistema sanitario en un santiamén. La eutanasia forma parte de la rutina hospitalaria alemana y austriaca desde 1939.
– Mataste a tu propia madre para salvar la piel.
– Muy al contrario, Bernie, lo hice por un bien mayor. El fin justifica los medios en este caso. Creía que Heinrich ya te había explicado lo importante que es la investigación. Una vacuna para la malaria justifica todo lo que se haga en su nombre. Pensaba que lo entendías. ¿Qué significan unos cientos de vidas, quizás un par de miles, al lado de los millones que se salvarían con esa vacuna? Tengo la conciencia muy tranquila, Bernie.
– Lo sé. Eso es lo que lo hace tan trágico.
– Para seguir con nuestra labor necesitamos trabajar con infraestructura estadounidense. Laboratorios, equipos, fondos…
– Más prisioneros para seguir experimentando -añadí-. Como los de Garmisch-Partenkirchen. ¿Quién iba a imaginar que habían muerto de malaria en los Alpes? He de admitirlo, Eric, fue muy astuto. ¿Y adonde os trasladáis? ¿A Atlanta? ¿A Nueva Jersey? ¿A Illinois? ¿A Rochester?
Gruen vaciló un instante.
– ¿Qué te hace pensar que nos vamos a alguno de esos lugares? -preguntó con cautela.
– Tal vez sea mejor detective de lo que crees.
– No intentes venir a por mí, Bernie. Para empezar, ¿quién iba a creerte? Tu palabra, la de un criminal deguerra, contra la de alguien como yo, que cuento con el respaldo de la CIA, nada más y nada menos. Créeme: Jacobs lo tiene todo atado y bien atado, amigo mío. Ha encontrado unas fotografías muy interesantes en las que se te ve con Himmler, el general Heydrich y Arthur Nebe. Hasta hay una en la que estás con Hermann Goring. No tenía ni idea de que estuvieses tan bien relacionado. A los judíos les hará mucha gracia. Pensarán que eres su hombre y que la influencia de Eric Gruen en el Reich fue mayor que la que tuvo en realidad.
– Te encontraré -dije-. Os encontraré a todos. Y pienso mataros. A ti, a Henkell, a Jacobs y a Albertine.
– Ah, ¿conque también has averiguado lo suyo? Veo que has hecho los deberes, Bernie. Felicidades. Qué lástima que tus facultades detectivescas no te asistieran antes. Y bien, ¿qué debo contestar a tan estéril amenaza?
– De estéril nada.
– Como he dicho antes, mis amigos son muy poderosos. Si vienes a por mí, no serán sólo los judíos quienes se te echen encima, sino también la CIA.
– Olvidas la Odes sa -dije-. No los dejes fuera. Rió.
– ¿Qué crees saber acerca de la Odes sa?
– Lo suficiente para saber que me vendieron. Ellos y tu amigo, el padre Gotovina.
– Entonces no sabes tanto como crees. En realidad, el padre Gotovina no tuvo nada que ver con lo que te ocurrió. Ni siquiera forma parte de la Odes sa. No querría que le hicieras daño. Tiene las manos limpias, de verdad.
– ¿No? ¿Y entonces por qué fue a verlo tu mujer a la iglesia del Santo Espíritu de Munich?
– Bueno, no me extrañaría que el padre Gotovina estuviera mezclado con la Com pañía. -Gruen rió otra vez -. No me extrañaría en absoluto. Pero no forma parte de la Odes sa ni tiene relación alguna con la CIA, eso seguro. El padre Gotovina va mucho por la prisión de Landsberg, es el capellán de los católicos de Landsberg. De vez en cuando le confío mensajes para un amigo, uno que cumple condena perpetua por supuestos crímenes de guerra. Le lleva revistas médicas y cosas así. Para no olvidar los viejos tiempos.
– Gerhard Rose -dije-. Supongo que te refieres a él.
– Exacto. Has hecho los deberes pero que muy bien. Te había subestimado… al menos en ese sentido. En eso voy a emplear también el dinero de mi madre, Bernie, en pagar un recurso de apelación contra su sentencia. Saldrá dentro de cinco años, créeme lo que te digo. Deberías, porque también a ti te interesa.
– ¿Eric? -dije-. Tengo que dejarte. Se me han acabado las monedas. Pero te encontraré.
– No, Bernie. No volveremos a vernos. Al menos no en esta vida.
– Entonces en el infierno.
– Sí, puede que en el infierno. Adiós, Bernie.
– Auf Wiedersehen, amigo mío. Auf Wiedersehen.
Colgué el teléfono y me quedé mirando mis botas nuevas mientras pensaba en todo lo que acababa de averiguar. Casi se me escapa un suspiro de alivio. Era la Odes sa y no la Com pañía la que estaba detrás de todo lo que me había ocurrido. Aún no había salido de la jungla vienesa, todavía no, ni mucho menos. Pero si, como dijo Fritz Gebauer cuando fui a visitarlo en su celda de Landsberg, la Odes sa y la Com pañía no estaban relacionadas, sólo tenía que preocuparme por la CIA y la Odes sa. Nada me impedía solicitar la ayuda de la Com pañía. Les pediría a mis viejos compañeros de las SS que me ayudaran a escapar de Viena. Acudiría a la Te laraña. Como una rata nazi cualquiera.