18

Era de día. La luz del sol se colaba por las ventanas. Las motas de polvo flotaban en brillantes haces de luz como diminutos personajes de un proyector celestial. Tal vez sólo eran ángeles enviados para guiarme hacia la idea de cielo de alguien. O pequeños hilos de mi alma, deseosa de alcanzar la gloria, que exploraban intrépidos el camino hacia las estrellas por delante del resto de mí, intentando darse prisa. Entonces el haz de luz se movió, casi de forma imperceptible, como las agujas de un reloj gigante, hasta que rozó la parte inferior de la cama e, incluso a través de la sábana y las mantas que la cubrían, calentó los dedos de los pies, como si me recordara que todavía no había hecho mis tareas mundanas.

El techo era rosa. Un gran bol de cristal colgaba de él con una cadena de latón. En el borde inferior del bol había cuatro moscas muertas, como un escuadrón de combatientes abatidos en una espantosa guerra de insectos.

Cuando acabé de observar el techo, miré las paredes. Eran del mismo tono rosa. En una de ellas había un botiquín lleno de botellas y gasas. Al lado había un escritorio con una lámpara, donde a veces se sentaban las enfermeras. En la pared opuesta había una enorme fotografía del castillo de Neuschwanstein, el más famoso de los tres palacios reales construidos para Luis II de Baviera. A veces se le llamaba «el Rey Loco», pero, desde que ingresé en este hospital, creo que lo comprendo mejor que la mayoría de la gente. Sobre todo porque había estado delirando durante una semana o más. En multitud de ocasiones me encontré encerrado en la torre más alta de aquel castillo, aquella con la veleta y una vista panorámica de cuento de hadas. Incluso había recibido visita de los siete enanitos y un elefante con las orejas grandes. Rosa, por supuesto.

Nada de eso era de extrañar, en absoluto. O eso me dijeron las enfermeras. Tenía neumonía porque miresistencia a la infección había sido baja debido a la paliza recibida, y porque era un fumador empedernido. Se manifestó como una gripe muy fuerte y, durante un tiempo, eso pensaban que tenía. Lo recuerdo porque me pareció muy irónico. Luego empeoró. Durante unos ocho o nueve días estuve a 42 grados, que debió de ser cuando me fui a Neuschwanstein. Desde entonces he tenido una temperatura casi normal. Digo casi normal, pero, a juzgar por lo que sucedió después, debía de estar de cualquier manera menos normal. Por lo menos ésa es mi excusa.

Pasó otra semana, un largo fin de semana en Kassel, durante el cual no sucedió nada en absoluto y no había nada que mirar. Ni siquiera mis enfermeras eran entretenidas. Eran macizas amas de casa alemanas, con maridos, niños, papada, antebrazos imponentes, piel de naranja y el pecho como una almohada. Con sus delantales y gorras blancos y rígidos, tenían aspecto y se comportaban como si estuvieran blindadas. No es que hubiera cambiado mucho de haber sido más atractivas. Me sentía débil como un recién nacido. Y la libido de un hombre se frena cuando el objeto de su atención es quien va a buscar, lleva y, era de suponer, vacía su orinal. Además, reservaba toda mi energía mental para pensamientos que no tenían nada que ver con el amor. La venganza era mi constante preocupación. La única pregunta era: ¿vengarse de quién?

Aparte de la certeza de que los hombres que me hicieron picadillo eran enviados del padre Gotovina, no sabía nada de ellos. Excepto que eran antiguos miembros de las SS como yo, y posiblemente policías. El cura era mi única pista real y, poco a poco, decidí vengarme en la persona del padre Gotovina.

Sin embargo, no subestimaba la gravedad y dificultad de dicha tarea. Era un hombre grande y poderoso y, en mi estado de extrema debilidad, sabía que no era capaz de acometer la tarea de eliminarlo. Una niña de cincoaños con una bolsa de caramelos en el puño y un buen derechazo hubiera limpiado el suelo de la guardería conmigo. Pero, aunque hubiera sido lo bastante fuerte para enfrentarme a él, seguro que me reconocería y luego les diría a sus amigos de las SS que me matasen. No me parecía el tipo de cura con escrúpulos para algo así. Así que, fuera lo que fuera a hacerle al cura, requeriría un arma de fuego y, en cuanto lo comprendí, también me di cuenta de que tenía que matarlo. No parecía haber alternativa. Una vez apuntara la pistola hacia él, no habría lugar para medias tintas. Lo mataría o seguro que lo haría él.

Matar a un hombre porque ha instado a otros hombres a hacerme daño puede parecer desproporcionado, y tal vez lo fuera. Mi equilibrio mental podía haberse visto perjudicado por todo lo sucedido. Pero tal vez había otro motivo. Después de lo que había visto y hecho en Rusia, tenía menos respeto a la vida humana que antes, la mía incluida. Tampoco había sido nunca un cuáquero. En tiempos de paz maté a muchos hombres. No disfruté con ello, pero una vez has matado, luego resulta más fácil volver a hacerlo. Incluso a un cura.

Una vez resuelto quién, las preguntas se centraron en el cuándo y el cómo. Y eso me llevó a percatarme de que si lograba matar al padre Gotovina, me convendría irme de Múnich una temporada. Tal vez para siempre. Por si uno de sus amigos cortadedos de la Com pañía sumaban dos más dos y me atrapaban. Fue mi médico, el doctor Henkell, quien me ofreció una solución al problema de dónde ir si me iba de Múnich.

Henkell era alto como una farola, con el pelo gris propio de la Weh rmacht y la nariz como las charreteras de un general francés. Tenía los ojos de un tono azul lechoso, con el iris del tamaño de puntos de lápiz. Parecían bolitas de caviar sobre platos de porcelana Meissen. Tenía una arruga en la frente tan pronunciada como los raíles de una vía, y un hoyuelo hacía que el mentón pareciera la insignia de un Volkswagen. Era un rostro solemne e imponente que podría perfectamente pertenecer a un duque de bronce del siglo XV, montado sobre un caballo hecho de cañones fundidos y colocado frente a un palacio con salas de tortura de frío y calor. Llevaba unas gafas con la montura de acero que la mayoría del tiempo estaban en la frente y pocas veces en la nariz y, alrededor del cuello, una llave Evva del botiquín de mi habitación y muchas otras como ésa para otros lugares del hospital. Se robaban medicamentos con frecuencia en el hospital estatal. Estaba bronceado y tenía un aspecto saludable, algo que no era de extrañar, ya que tenía un chalé cerca de Garmisch-Partenkirchen al que acudía casi todos los fines de semana: en verano para hacer senderismo y alpinismo, en invierno para esquiar.

– ¿Por qué no va y se queda ahí? -dijo, mientras hablaba de aquel lugar-. Es justo lo que necesita para recuperarse de una enfermedad como la suya. Un poco de aire puro de la montaña, buena comida, paz y tranquilidad. Volvería a recobrarse enseguida.

– Es usted muy generoso, ¿no? -comenté-. Para ser médico, me refiero.

– Tal vez usted me guste.

– Lo sé. Es fácil cogerme cariño. Duermo durante todo el día y la mitad de la noche. En realidad, ha visto mi mejor cara, doctor.

Me enderezó la almohada y me miró a los ojos.

– Puede ser que haya visto más de Bernie Gunther de lo que él se cree -dijo.

– Oh, ha encontrado mi cualidad oculta -contesté-. Después de todas las molestias que me tomé para esconderla.

– No está tan bien escondida -dijo-. Siempre que uno sepa lo que busca.

– Está empezando a preocuparme, doctor. Al fin y al cabo, me ha visto desnudo. Ni siquiera llevomaquillaje, y debo de llevar el pelo hecho un desastre.

– Tiene suerte de estar tumbado boca arriba, débil como un gatito -dijo, meneando el dedo hacia mí-. Otro comentario como ése y mis atenciones en el hospital pueden convertirse en cuidados de cuadrilátero. Sepa que en la universidad me consideraban un boxeador con mucho futuro. Créame, Gunther, puedo abrir un corte con la misma rapidez que lo coso.

– ¿Eso no iría en contra del juramento hipocrático, o como lo llaméis vosotros, los administradores de pastillas, cuando os hacéis los importantes? En cualquier caso, algo griego.

– Quizás haga una excepción en su caso y lo estrangule con mi estetoscopio.

– Entonces no llegaría a saber por qué le gusto -dije-. ¿Sabe? Si de verdad le gustara me conseguiría un cigarrillo.

– ¿Con sus pulmones? Olvídelo. Si sigue mi consejo, jamás volverá a fumar. Es muy probable que la neumonía haya dejado una cicatriz en el pulmón. -Se detuvo un momento y añadió-: Una cicatriz tan pronunciada como la que tiene bajo el brazo.

Fuera de la habitación alguien empezó a perforar. Estaban de reformas en el hospital, igual que en el hospital femenino donde murió Kirsten. A veces parecía que no hubiera un solo lugar en Múnich donde no hicieran obras. Sabía que el doctor Henkell tenía razón. Un chalé en Garmisch-Partenkirchen sería mucho más apacible y tranquilo que el depósito de obreros donde me encontraba ahora. Lo que ordenara el médico, aunque éste empezara a sonar sospechosamente como un viejo compañero.

– Tal vez nunca llegué a hablarle de los hombres que me pusieron las garras encima -dije-. Ellos también tienen cualidades ocultas. Ya sabe, como el honor y la lealtad. Y solían llevar sombrero negro con unas señalespequeñas muy divertidas porque querían parecer piratas y asustar a los niños.

– De hecho, me dijo que eran policías -intervino-. Los que le dieron la paliza.

– Policías, detectives, abogados y médicos -dije-. Una lista interminable de profesiones a las que los viejos compañeros pueden dedicarse.

El doctor Henkell no me contradijo.

Cerré los ojos. Estaba cansado, hablar me agotaba. Todo me hacía sentir exhausto. Parpadear y respirar al mismo tiempo me cansaba. Dormir me agotaba, pero nada me extenuaba tanto como los viejos compañeros.

– ¿Qué era usted? -pregunté-. ¿Inspector de campos de concentración? ¿O sólo otro tipo que obedecía órdenes?

– Yo estaba en la 10ª División Panzer SS Frundsberg -respondió.

– ¿Cómo demonios acaba un médico en un tanque? -pregunté.

– ¿Sinceramente? Pensé que estaría más seguro dentro de un tanque. Y, en la mayoría de casos, era cierto. Estuvimos en Ucrania de 1943 hasta junio de 1944, cuando nos enviaron a Francia. Entonces estuvimos en Arnhem y Nimegen. Luego Berlín, después Spremberg. Yo fui afortunado. Conseguí entregarme a los yanquis, en Tangermünde. -Se encogió de hombros-. No me arrepiento de haberme unido a las SS. Los hombres que sobrevivieron conmigo serán mis amigos para el resto de mis días. Haría cualquier cosa por ellos. Cualquier cosa.

Henkell no me preguntó por mi servicio en las SS. Sabía que era mejor no preguntar. Era algo de lo que hablabas o no. Yo nunca quería volver a hablar de eso. Me daba cuenta de que sentía curiosidad, pero eso sólo reforzaba mi determinación de no decir nada. Que pensara lo que quisiera, en realidad no me importaba.

– De hecho -dijo-, me haría un gran favor. Si fuera a Mönch, es el nombre de mi casa en Sonnenbichl. Un amigo mío está viviendo allí ahora, podría hacerle compañía. Está en silla de ruedas desde la guerra y tiende a deprimirse. Podría ayudarle a mantenerse con la moral alta. Sería bueno para ambos, ya ve. Hay una enfermera y una mujer que va a cocinar. Estaría muy cómodo.

– Ese amigo suyo…

– Eric.

– No será también un antiguo compañero, ¿verdad?

– Estuvo en la 9ª División Panzer SS -contestó Henkell-. Hohenstaufen. También estuvo en Arnhem. Su tanque fue atacado por una pistola de 77 milímetros británica en septiembre de 1944. -Henkell hizo una pausa -. Pero no es un nazi, si es eso lo que le preocupa. Ninguno de los dos fuimos jamás miembros del Partido.

Sonreí.

– Para lo que importa -dije-, yo tampoco lo fui. Pero déjeme que le dé un consejo: jamás le diga a la gente que nunca fue miembro del Partido. Pensarán que tiene algo que esconder. No logro entender adonde huyeron todos esos nazis. Supongo que los tendrán los Ivanes.

– Nunca lo he pensado así -dijo.

– Yo sólo fingiré no haber oído lo que ha dicho y luego no me sentiré tan decepcionado cuando resulte ser el hermano listo de Himmler, Gebhard.

– Le gustará -dijo Henkell.

– Seguro que sí. Nos sentaremos junto al fuego y nos cantaremos el uno al otro la canción de Horst Wessel antes de acostarnos por la noche. Le leeré algunos capítulos de Mein Kampf y él me deleitará con Treinta artículos de guerra para el pueblo alemán del doctor Goebbels. ¿Qué le parece?

– Que he cometido un error -dijo Henkell en un tono grave-. Olvide que lo he mencionado, Gunther. Acabo de cambiar de opinión. Al fin y al cabo, no creo que usted le hiciera ningún bien. Está usted incluso más amargado que él.

– Levante el pie del acelerador Panzer, doctor -dije-. Iré. Cualquier sitio será mejor que éste. Necesitaré un sonotone si me quedo aquí.

Загрузка...