Alcé la vista hacia el plomizo cielo austriaco del cual caía ahora nieve sobre el tejado del vehículo de la Pat rul la In ternacional, que iba a la deriva como una capa de nata batida. De los cuatro elefantes de dentro del vehículo, probablemente sólo el cabo ruso sentía nostalgia al ver la nieve. Los otros tres solamente parecían tener frío y estar hartos. Incluso los diamantes de una joyería colindante parecían un poco fríos. Me subí el cuello del abrigo, me coloqué el sombrero sobre las orejas y caminé rápido por el Graben, pasando por el monumento barroco erigido en memoria de los cien mil vieneses fallecidos con la plaga de 1679. A pesar de la nieve, o tal vez incluso gracias a ella, en el Café Graben había mucho ajetreo. Mujeres bien vestidas y fornidas se apresuraban a atravesar la puerta giratoria con sus compras. Como tenía media hora libre antes de mi reunión con los abogados de la familia Gruen, corrí tras ellas.
En la sala de atrás había un escenario preparado para una pequeña orquesta, y unas cuantas mesas donde algunos peces muertos disfrazados de hombres jugaban al dominó, sostenían tazas de café vacías en la mano o leían el periódico. Cuando encontré una mesa vacía junto a la ventana, me senté, me desabroché el abrigo, miré a una morena guapa y luego pedí un café negro en un vaso alto con sólo un centímetro de crema encima. También pedí un coñac largo por el frío, o eso me dije, en cualquier caso. Pero sabía que tenía más que ver con el primer encuentro con los abogados de los Gruen. Los abogados me incomodan, como la idea de contraer la sífilis. Me bebí el coñac, pero sólo la mitad del café. Tenía que pensar en mi salud. Luego volví a salir.
Ubicada en la parte más alta de Graben, Kohlmarkt era una típica calle vienesa, con una galería de arte en un extremo y un pastelero de lujo en el otro. Kampfner y Asociados ocupaban tres plantas del número 56, entre una tienda que vendía productos de piel y otra relicarios antiguos. Cuando atravesé la puerta, casi sentí la tentación de comprarme un par de rosarios, por aquello de la suerte.
Tras el mostrador de recepción de la primera planta había una pelirroja sentada con todos los adornos. Le dije que iba a ver al doctor Bekemeier. Me pidió que tomara asiento en la sala de espera. Caminé hacia una silla, no le hice caso y me quedé mirando la nieve por la ventana, igual que cuando te preguntas si tus zapatos están preparados para eso. Había un buen par de botas en Breschneider que mis gastos y yo estábamos pensando en adquirir. Siempre que las cosas salieran bien con el abogado. Observé la nieve hasta la ventana de la tienda de bordados de enfrente, donde Fanny Skolmann, según el nombre que estaba pintado en la ventana, y sus muchos empleados daban puntadas con una luz que prometía volverles ciegos en muy poco tiempo.
Oí un discreto carraspeo por detrás y me di la vuelta para encontrar a un hombre que llevaba un prolijo traje gris con un cuello de camisa de esmoquin que parecía confeccionado por Pitágoras. Debajo de las polainas blancas, sus zapatos negros brillaban como el metal de una bicicleta nueva. O tal vez sólo era más crema encima de más café negro. Era un hombre bajo, y, cuanto más bajo, más empeño parece que pones en su atuendo. Éste estaba sacado de un escaparate. Me lanzó una mirada intensa. No medía más de metro y medio y aun así tenía la mirada de una criatura que mataba ratas con los dientes. Era como si su madre hubiera rezado para tener un cachorro de terrier y hubiera cambiado de opinión en el último momento.
– ¿Doctor Gruen? -preguntó.
Por un instante tuve que recordar que me hablaba a mí. Asentí. Me hizo un gesto de cortesía con la cabeza.
– Soy el doctor Bekemeier -dijo. Me hizo entrar en el despacho tras él y siguió hablando con una voz que chirriaba como la puerta de un castillo de Transilvania-. Por favor, doctor, pase por aquí.
Entré en su despacho, donde ardía un fuego comedido tranquilamente, como siempre son los fuegos en un despacho de abogados por miedo a que los extingan.
– ¿Le cuelgo el abrigo?
Se lo entregué con un gesto de resignación y vi que lo colgaba en un sombrerero de caoba. Luego nossentamos frente a frente en un escritorio de socio, yo en una silla acolchada de cuero que era la hermana pequeña de la que él ocupaba.
– Antes de empezar -dijo-, me perdonará que le moleste para comprobar su identidad, doctor. Me temo que la sola envergadura de las propiedades de su difunta madre requiere una precaución extra. Dadas las circunstancias, poco habituales, estoy seguro de que entenderá que me corresponde estar seguro de su identidad. ¿Me deja ver su pasaporte, por favor?
Ya estaba buscando el pasaporte de Gruen. Los abogados, bajo esa piel blanca de librería, son todos iguales. No proyectan sombras y duermen en ataúdes. Se lo entregué sin decir palabra.
Abrió el pasaporte y lo examinó, pasó todas las páginas antes de volver a la fotografía y la descripción de su titular. Dejé que me observara el rostro y luego la fotografía sin mediar palabra. De haber dicho algo hubiera levantado sospechas. La gente siempre se pone habladora cuando intenta jugársela a alguien y pierde los nervios. Contuve la respiración, disfruté de los aromas del coñac todavía dentro de mi cuerpo, y esperé. Al final asintió y me devolvió el pasaporte.
– ¿Ya está? -pregunté-. ¿Y la identificación formal del cuerpo y todo eso?
– No del todo. -Abrió un archivador en el escritorio, consultó algo mecanografiado en el folio de encima y volvió a cerrar el archivador-. Según mi información, Eric Gruen sufrió un accidente en la mano izquierda en 1938. Perdió las dos falanges superiores del meñique. ¿Puedo ver su mano izquierda, doctor?
Me incliné hacia delante y coloqué la mano izquierda encima de su carpeta. Tenía una sonrisa en el rostro cuando, tal vez, debería haber una arruga, ya que ahora me parecía extraño que la herida en la mano de Gruen se hubiera producido hacía tanto tiempo, y que no le hubiera dado más importancia para el procedimiento de mi identificación por él. De algún modo me había dado la impresión, ahora al parecer equivocada, de que había perdido el meñique durante la guerra, cuando perdió el bazo y la sensibilidad en las piernas. También estaba hecho de que el abogado, el doctor Bekemeier, fuera tan preciso con la herida del meñique de Gruen. Y ahora se me ocurría que si no fuera por ese detalle, no me podrían haber identificado como Eric Gruen.
En otras palabras, mi dedo, o su ausencia, era más importante de lo que suponía.
– Todo parece estar en orden -dijo, sonriente por fin. Fue cuando noté por primera vez que no tenía cejas, y que el pelo de la cabeza parecía una peluca-. Por supuesto, tiene que firmar algunos papeles, como familiar, herr Gruen. Y también para que pueda establecer la línea de crédito con el banco hasta que se administre el testamento. No es que espere que haya ningún problema, yo mismo lo redacté. Como sabrá, su madre trabajó con el banco Spaengler toda la vida, y por supuesto esperan que vaya y se ocupe de retirar fondos tal y como usted especificó en su telegrama. Encontrará al director, herr Trenner, de lo más servicial.
– Estoy seguro -dije.
– ¿Es cierto que se aloja en el Erzherzog Rainer, doctor?
– Sí. Habitación 325.
– Una sabia elección, si me lo permite. El director, herr Bentheim, es amigo mío. Háganoslo saber si podemos hacer algo para hacer que su estancia en Viena sea más agradable.
– Gracias.
– El funeral se celebrará mañana a las once en punto, en Karlskirche. Está a sólo unas manzanas al noreste de su hotel, al otro extremo de Gusshausstrasse. Y el entierro justo después en el panteón familiar del Cementerio Central, en el sector francés.
– Sé dónde está el Cementerio Central, doctor Bekemeier -dije-. Y ahora que lo recuerdo, gracias por encargarse de todo. Como sabe, mi madre y yo no nos llevábamos bien, precisamente.
– Ha sido un honor y un privilegio hacerlo -dijo-. Fui abogado de su madre durante veinte años.
– Supongo que se había distanciado de todos los demás -dije, con frialdad.
– Era una anciana -contestó él, como si ésa fuera explicación suficiente para lo que había entre Eric Gruen y su madre-. Aun así, en cierto modo su muerte fue inesperada. Pensaba que todavía viviría muchos años.
– Entonces no sufrió en absoluto -afirmé.
– En absoluto. De hecho, yo la vi el día anterior a su muerte. En el Hospital General de Viena, en Garnisongasse. Parecía bastante sana. Postrada en cama, pero bastante animada, de verdad. Muy curioso.
– ¿El qué?
– La manera en que llega la muerte a veces, cuando no la esperamos. ¿Asistirá al funeral, doctor Gruen?
– Por supuesto -respondí.
– ¿De verdad?
Parecía un poco sorprendido.
– Lo pasado, pasado está, digo yo.
– Sí, bueno, es un sentimiento admirable -dijo él, como si no se lo creyera mucho.
Saqué una pipa y empecé a llenarla. Había empezado a fumar en pipa en un esfuerzo por parecerme y sentirme más como Eric Gruen. No me gustaban mucho las pipas, ni toda la parafernalia que las acompañaba, pero no se me ocurría una manera mejor de convencerme de que yo era Eric Gruen, aparte de comprar una silla de ruedas.
– ¿Viene alguien más al funeral que yo conozca? -pregunté, inocente.
– Vienen uno o dos antiguos criados -contestó-. No estoy seguro de si les conoce o no. Habrá otros, claro. El apellido Gruen todavía resuena en Viena, es lógico. Supongo que no querrá ir al frente del cortejo fúnebre, herr doctor Gruen.
– No, eso sería demasiado -dije-. Yo debería permanecer en el fondo durante la ceremonia.
– Sí, sí, probablemente eso sería lo mejor -admitió-. Teniendo en cuenta las circunstancias. -Se reclinó en la silla y, con los codos en los apoyabrazos, unió las puntas de los dedos como si fueran tentáculos-. En su telegrama decía que tenía la intención de liquidar su participación en Azúcares Gruen.
– Sí.
– ¿Puedo sugerirle que retrase ese anuncio hasta que se haya ido de la ciudad? -dijo, con cuidado-. Es que una venta así sería un gran revuelo. Y como usted es un hombre reservado, por fuerza esa atención podría resultarle desagradable. Viena es una ciudad pequeña, la gente habla. El mero hecho de su presencia aquí ocasionará tal vez ciertos comentarios. Me atrevo a decir que incluso cierta mala reputación.
– De acuerdo -dije yo-. No me importa retrasar el anuncio unos días, como usted dice.
Juntó los dedos, nervioso, como si mi presencia en el despacho lo alterara.
– ¿Puedo preguntarle si tiene intención de quedarse en Viena mucho tiempo?
– No mucho -contesté-. Tengo un asunto privado que solucionar, nada que le incumba. Después probablemente volveré a Garmisch.
Sonrió de una manera que me hizo pensar en un pequeño Buda de piedra.
– Ah, Garmisch -dijo-. Es una ciudad antigua preciosa. Mi esposa y yo fuimos a los juegos olímpicos de invierno, en el 36.
– ¿Vio a Hitler? -pregunté, cuando por fin conseguí encender la pipa.
– ¿Hitler?
– Seguro que lo recuerda. ¿En la ceremonia de inauguración?
La sonrisa permanecía, pero dejó escapar un suspiro, como si hubiera ajustado una pequeña válvula de las polainas.
– Nunca fuimos muy políticos, mi esposa y yo -dijo-. Pero creo que le vimos, aunque a mucha distancia.
– Así es más seguro -repuse.
– Parece que haya pasado mucho tiempo -dijo-. Como otra vida.
– Dr. Jekyll y Mr. Hyde -comenté-. Sí, sé exactamente a lo que se refiere.
Se produjo un silencio y al final la sonrisa de Bekemeier se evaporó como una mancha en un cristal.
– Bueno -dije yo-, será mejor que firme esos papeles, ¿no?
– Sí, sí, por supuesto. Gracias por recordármelo. Con todas estas agradables reminiscencias, me temo que casi me había olvidado del asunto principal.
Lo dudaba. No me imaginaba a Bekemeier olvidándose de nada, excepto tal vez de la Na vidad, o del cumpleaños de su hija pequeña, siempre suponiendo que una criatura con sólo un par de cromosomas pudiera producir algo más que una muestra gelatinosa de vida legal.
Abrió un cajón y sacó un estuche de pluma estilográfica, del que extrajo una Pelikan de oro y me la entregó con ambas manos, como si me regalara un bastón de mando de mariscal de campo. Siguieron unas dos o tres docenas de documentos, donde dibujé una perfecta imitación de la firma de Eric Gruen. La había practicado en Garmisch para que coincidiera con la firma del pasaporte. Algo que, por cierto, Bekemeier se acordó decomprobar. Luego le devolví la pluma y, una vez concluidos nuestros asuntos, me levanté y recogí el abrigo del sombrerero.
– Ha sido un placer, doctor Gruen -dijo, con una nueva reverencia-. Siempre intentaré servir a los intereses de su familia. Puede contar con ello, señor. Y también puede contar mi más absoluta discreción en cuanto a su lugar de residencia. Sin duda me preguntarán cómo ponerse en contacto con usted. Le aseguro que me negaré con toda mi energía habitual, señor. -Sacudió la cabeza en un gesto despectivo-. Estos vieneses. Habitan en dos mundos: uno el de los hechos, el otro el de los rumores y las habladurías. Cuanto mayor riqueza, mayor el rumor correspondiente, supongo. Pero ¿qué se puede hacer, doctor?
– Le estoy muy agradecido por todo -dije-. Y le veré mañana, en el funeral.
– ¿Entonces asistirá?
– Eso he dicho, ¿no?
– Sí, es cierto, lo siento. Sinceramente, señor, mi memoria ya no es lo que era. Es terrible para un abogado admitirlo ante un cliente, pero es así. En Viena vivimos una situación dura después de la guerra. Todos tuvimos que meternos en el mercado negro, sólo para seguir vivos. A veces me parece haber olvidado mucho, otras que es mejor así. Sobre todo al ser abogado. Debo tener cuidado, por mi reputación, el prestigio de esta empresa. Vivo en el sector ruso, ya lo sabe. Seguro que me comprende.
Volví caminando al hotel, sólo sabía que había algo en el doctor Bekemeier que no había entendido. Me sentía como si hubiera intentado tratar con una anguila escurridiza. Siempre que pensaba que lo había atrapado, se me volvía a escapar. Decidí comentarle nuestra curiosa conversación a Eric Gruen cuando le llamara con las buenas noticias de que la reunión con el abogado había pasado sin problemas, y que su herencia esperaba en el banco.
– ¿Qué tiempo hace en Viena? -preguntó. Gruen no parecía muy interesado en el dinero-. Aquí nevó mucho anoche. Heinrich ya está encerando los esquís.
– Aquí también nieva -le informé.
– ¿Cómo es tu hotel?
Miré a mí alrededor en la habitación. Gruen me trataba a cuerpo de rey.
– Todavía estoy esperando que la partida de rescate vuelva del baño y me diga cómo es -contesté-. Y aparte del eco, todo está bien.
– Engelbertina está aquí -dijo-. Dice que te dé recuerdos, y que te echa de menos.
Me mordí un poco de piel del interior del labio.
– Yo también la echo de menos -mentí-. Escucha, Eric, esta llamada te está costando una fortuna, así que mejor que vaya al grano. Como te he dicho, me reuní con Bekemeier, y todo fue bien. Es decir, parece bastante convencido de que soy tú.
– Bien, bien.
– Pero tiene algo extraño. Algo que no me ha dicho y a lo que no paraba de darle vueltas. No he podido deducir de qué puede tratarse. ¿Se te ocurre algo?
– Sí, creo que sí. -Soltó una risa burlona y luego la voz parecía incómoda, como la de alguien que ha tomado prestado tu coche sin decírtelo-. Hubo una época, hace años, en que se decía que el viejo Bekemeier y mi madre eran, ya sabes, amantes. Si te pareció que se sentía incómodo, puede que ése sea el motivo. Supongo que pensaba que lo sabías y estaba avergonzado. Fui un estúpido al no mencionártelo.
– Bueno -dije-, supongo que es lógico. Esta tarde voy a ver a tu antigua novia. La que dejaste abandonada en apuros.
– Recuerda lo que te dije, Bernie. No debe saber que el dinero es mío, de lo contrario no lo aceptará.
– Me lo dijiste. Un benefactor anónimo.
– Gracias, Bernie. De verdad te lo agradezco.
– Olvídalo -contesté y colgué el auricular.
Pasado un rato, salí de nuevo y subí a un autobús número 1 alrededor de la avenida Ring en el sentido de las agujas del reloj hasta el hotel de France, en busca de un lugar para comer. Era de entrada libre, aunque todavía estaba requisado por el ejército de ocupación francés. Eso era un punto en contra. Por otra parte, la comida, según el conserje de mi hotel, era la mejor de la ciudad. Además, estaba al lado de mi siguiente parada.