Gruen y yo nos llevábamos bastante bien. Pasados unos días incluso me gustaba, hacía bastantes años que no tenía un amigo. Era una de las cosas que más echaba de menos de Kirsten. Durante una época había sido mi mejor amiga, además de mi esposa y amante. No fui consciente de lo mucho que añoraba tener un amigo hasta que empecé a hablar con Gruen. Había algo en aquel hombre que me llegaba, en positivo. Tal vez era el hecho de que estuviera en silla de ruedas y aun así se las arreglara para estar alegre. Más que yo, en todo caso, lo que no era mucho decir. Tal vez fuera el hecho de que se mantuviera de buen humor pese a su mal estado de salud, algunos días estaba demasiado enfermo para salir de la cama, así que me quedaba a solas con Engelbertina. A veces, cuando se encontraba bien, iba con Henkell al laboratorio de Partenkirchen. Antes de la guerra también era médico y le gustaba ayudar a Henkell con el trabajo de laboratorio. Entonces también me quedaba a solas con Engelbertina.
Cuando empecé a encontrarme un poco mejor, sacaba a pasear a Gruen, es decir, lo llevaba de un lado a otro del jardín un rato. Henkell tenía razón. Mönch era un lugar ideal para recuperar la salud. El aire era fresco como el rocío matutino sobre la genciana, y siempre hay algo en la vista de una montaña o un valle que al final penetra en la dura membrana de la propia visión general de las cosas. La vida parece mejor en los prados alpinos, sobre todo cuando el alojamiento es de primera clase.
Un día estaba paseando a Gruen por un camino trazado en la ladera de la montaña cuando me di cuenta de que me miraba la mano en el asidero de la silla de ruedas.
– Acabo de darme cuenta -dijo.
– ¿Darte cuenta de qué? -pregunté.
– Tu dedo meñique. No lo tienes.
– De hecho, sí. Pero hubo una época en que tenía dos, uno en cada mano.
– Y tú te llamas detective -me regañó, y levantó la mano izquierda para revelar que le faltaba la mitad del dedo meñique. Igual que a mí-. Vaya una capacidad de observación. De hecho, empiezo a dudar de si alguna vez fuiste detective, amigo. Y si lo fuiste, no podías ser muy bueno. ¿Qué era lo que le decía Sherlock Holmes al doctor Watson? Ves pero no observas.
Sonrió y se retorció un extremo del bigote, al parecer disfrutaba de mi sorpresa y turbación momentánea.
– Eso es una chorrada y lo sabes -dije-. La idea de venir aquí surgió para que desconectara un poco. Y eso es lo que intento hacer.
– No busques excusas, Gunther. Lo siguiente que dirás es que has estado enfermo, o alguna tontería así. Que no te diste cuenta de que me faltaba un dedo porque la paliza hizo que se te desprendiera la retina. Por eso tampoco has notado que Engelbertina está enamoriscada de ti.
– ¿Qué?
Paré la silla de ruedas, le di un golpe al freno y me coloqué enfrente de él.
– Sí, de verdad, es bastante evidente. -Sonrió-. Y tú dices ser detective.
– ¿Qué quieres decir con que está sólo enamoriscada de mí?
– No digo que esté locamente enamorada de ti -dijo-. Sólo enamoriscada. -Sacó su pipa y empezó a llenarla-. Bueno, ella no lo ha dicho. Pero, al fin y al cabo, la conozco bastante bien. Lo suficiente para saber que sólo es capaz de estar enamoriscada, pobre corderito. -Se palpó los bolsillos-. Creo que me he dejado las cerillas en la casa. ¿Tienes una?
– ¿Qué pruebas tienes?
Le lancé una caja de cerillas.
– Es demasiado tarde para hacerse el detective serio -contestó-. El daño ya está hecho. -Utilizó dos cerillas para hacer que saliera humo y luego me lanzó la caja-. ¿Pruebas? Bueno, no lo sé. La manera de mirarte. La chica es todo un Rembrandt cuando se trata de ti, chaval. Te sigue con la mirada por toda la habitación. La manera de tocarse el pelo todo el rato cuando habla contigo, de morderse los labios cuando te vas de la habitación, como si ya te echara de menos. Hazme caso, Bernie. Conozco las señales. Hay dos cosas en lavida para las que tengo buen olfato: los neumáticos de caucho y los idilios. Lo creas o no, era un hombre bastante mujeriego, puede que esté en una silla de ruedas, pero no he perdido mi percepción de las mujeres. – Dio una chupada a la pipa y me sonrió-. Sí, está enamoriscada de ti. Increíble, ¿verdad? De hecho, a mí también me sorprende un poco. Estoy sorprendido y algo celoso, no me importa confesarlo. Aun así, supongo que es un error bastante común dar por supuesto que sólo porque una chica es muy atractiva también tendrá buen gusto para elegir a los hombres.
Me reí.
– Se habría enamorado de ti si no llevaras esa madeja de alambre en la cara -dije.
Se tocó la barba con afectación.
– ¿Crees que debería quitármela?
– Si fuera tú, la tiraría a un saco con piedras pesadas y luego buscaría un bonito río profundo. Sólo estarías sacando a la pobre criatura de su miseria.
– Pero me gusta esta barba. Tardó mucho en crecer.
– Igual que una calabaza, y no por eso te llevarías una a la cama.
– Supongo que tienes razón -dijo, con su buen humor de siempre-. Aunque se me ocurren motivos mejores que una barba para que no se interese por mí. No sólo perdí el uso de las piernas en la guerra, ya sabes.
– ¿Cómo ocurrió?
– En realidad no hay mucho que contar. Se podría explicar igual de bien cómo funciona una bala perforante. Una bala de manganeso sólido revestida con una estructura fuerte de acero. No hay carga explosiva. La bala de manganeso depende de la energía cinética para penetrar en el armazón del tanque, luego simplemente rebota en el interior del tanque como una bola de goma, mata y mutila todo lo que toca hasta que se queda sin vapor. Sencillo pero eficaz. Fui el único del interior de mi tanque que sobrevivió. Aunque no como me habrías visto en aquella época. Fue Heinrich quien me salvó la vida. Si él no hubiera sido médico, ahora no estaría aquí.
– ¿Cómo os conocisteis?
– Nos conocemos de antes de la guerra -contestó-. Nos conocimos en la escuela médica, en Fráncfort, en 1928. Yo habría estudiado en Viena, donde nací, si no hubiera tenido que marcharme a toda prisa. Dejé a una chica atrapada. Ya sabes cómo son esas cosas. Un momento deshonroso, me temo. Aun así, o eso pasa, ¿eh? Después de la escuela médica, conseguí trabajo una temporada en un hospital en África occidental. Luego Bremen. Cuando empezó la guerra ni a Heinrich ni a mí nos interesaba salvar vidas, me temo. Así que nos unimos a las SS. A Heinrich le interesaban los tanques, igual que le interesa casi todo lo que tenga motor. Yo me dejaba llevar, por así decirlo. A mis padres no les gustó mucho mi elección del servicio militar. No les gustaba Hitler ni los nazis. Ahora mi padre está muerto, pero mi madre no me habla desde la guerra. De todos modos, las cosas nos fueron bien hasta las últimas semanas de la guerra. Entonces me hirieron. Eso es todo. Ésa es mi historia. Sin medallas, ni gloria. Y sin duda sin lástima, si no te importa. Sinceramente, lo veía venir. Una vez hice algo mal. Y no me refiero a esa pobre chica a la que dejé inflada. Me refiero en las SS. La manera en que pasamos por Francia y Holanda matando a gente sin más cuando se nos ocurría la idea.
– Todos hicimos cosas de las que no nos sentimos orgullosos -comenté.
– Tal vez -contestó-. A veces me cuesta mucho creer que todo aquello ocurriera de verdad.
– Es la diferencia entre la paz y la guerra, eso es todo -le dije-. Lo que hace que matar parezca factible y natural. En tiempos de paz, no lo es. No de la misma manera. En tiempos de paz todo el mundo se preocupa sólo de que matar a alguien dejará la alfombra hecha un desastre. Preocuparse de la alfombra sucia y de si importa es la única verdadera diferencia entre la guerra y la paz. -Le di una calada al cigarrillo-. No es Tolstoi, peroestoy trabajando en ello.
– No, me gusta -dijo-. Por lo menos es mucho más breve que Tolstoi. En aquella época me quedaba dormido leyendo cualquier cosa que fuera más extensa que un billete de autobús. Me gustas, Bernie. Lo suficiente para darte un buen consejo respecto de Engelbertina.
– Tú también me gustas, Eric. Pero no hace falta que me digas que la deje en paz porque pienses en ella como en una hermana. Lo creas o no, no soy de los que se aprovechan.
– Exacto -dije-. No podrías aprovecharte de Engelbertina aunque tu apellido fuera Svengali y quisiera firmar en el Regina Palace Hotel. No, si alguien se aprovecha será ella. Créeme. Eres tú el que debes andarte con cuidado. Jugará contigo como con un Stenway si dejas que se siente en el taburete del piano. A veces es divertido que jueguen contigo. Pero sólo si lo sabes y no te importa. Sólo te lo digo para que no caigas en sus redes. Concretamente: no es de las que se casan. -Se quitó la pipa de la boca y estudió la cazoleta al detalle. Volví a lanzarle las cerillas-. La pura verdad es que ya está casada.
– Lo capto -dije-. Su marido desapareció en un campo de concentración.
– No, en absoluto. Es un soldado americano destinado en Oberammergau. Se casó con él y luego desapareció. Lo más probable es que desertara, de ella y del ejército. Sería una pena que te dejaras embaucar para que la aceptaras como cliente, para buscar al chico. No es bueno, y sería mejor que siguiera desaparecido.
– Eso depende de ella, ¿no? Ya es mayorcita.
– Sí, veo que te has dado cuenta. Tómatelo como quieras, sabueso. Pero no digas que no te lo advertí.
Tiré el cigarrillo y luego solté el freno de la silla.
– Espera y verás -le dije-. Soy experto en rubias y maridos desaparecidos. Fue la búsqueda de un marido desaparecido lo me costó el maldito dedo. Soy fácil de educar de esa manera, como el perro de Pavlov. Un amade casa sospecha que su viejo marido llega tarde de una partida de cartas y tal vez iría a buscarle, pero buscaré un par de guantes de cemento. Eso o una armadura. -Sacudí la cabeza-. Me hago viejo, Eric. No me reboto con tanto ímpetu como antes cuando me dan una paliza.
Llevé a Gruen de vuelta a la casa. Se sentía cansado, así que se acostó, y yo fui a mi habitación. Pasados unos segundos llamaron a la puerta. Era Engelbertina. Tenía una pistola en la mano. Una Mauser. Estaba hecha para disparar a cosas más grandes que ratones. Por suerte no me apuntaba.
– Me preguntaba si podías cuidar de esto por mí -dijo.
– No me digas que has matado a alguien.
– No, pero me temo que Eric podría suicidarse con ella. Ya ves, es su pistola. Y, bueno, a veces se deprime. Lo suficiente para usarla contra sí mismo. Pensé que sería mejor que estuviera en algún lugar seguro.
– Ya es mayorcito -dije, tomé la pistola y comprobé que llevara el seguro. No lo llevaba. Lo puse-. Tiene que ser capaz de cuidar de su pistola. Además, no me parece de los que se suicidan.
– Todo es puro teatro -dijo ella-. Su alegría. En realidad no es así, por dentro está muy deprimido. Mira, iba a tirarla, pero luego pensé que no era buena idea. Alguien podría encontrarla y tener un accidente. Y luego pensé que como tú eras detective, sabrías qué hacer con una pistola. -Me agarró de la mano presurosa-. Por favor. Si tiene que pedírtela, no será capaz de hacer nada sin hablar con alguien antes.
– Está bien -accedí.
Cuando se fue, escondí la pistola tras el depósito de agua caliente del lavabo.
Como de costumbre, algo delicioso se estaba preparando en la cocina. Me pregunté qué había para cenar, y me pregunté si lo que Gruen había dicho de Engelbertina podía ser cierto. No tuve que esperar mucho para resolver las dudas al respecto.