35

El apartamento de Lilly quedaba en el distrito 2, en la otra orilla del Danubio, cerca de los baños Diana, en Obere Donau Strasse. Era pequeño pero acogedor y pasé con Lilly una noche relativamente apacible, con la sola interrupción de la bocina de una gabarra que bajaba por el canal hacia el río. Por la mañana, Lilly parecía sorprendida y a la vez complacida de no tener que satisfacer más que mis ganas de desayunar.

– Esto es nuevo -dijo mientras preparaba café-. Debo de estar perdiendo aptitudes. O eso o lo que te va son los marineritos.

– Ni lo uno ni lo otro -dije-. ¿Te gustaría ganarte otros cien?

Parecía menos reticente que por la noche, porque aceptó enseguida. No era mala chica. En absoluto. Sus padres habían muerto en 1944, cuando sólo tenía quince años, y todo lo que tenía se lo había ganado ella sola. Su historia no tenía nada de extraordinario, ni siquiera la violación a manos de una pareja de Ivanes. De hecho era consciente de que, guapa como era, había tenido suerte de que sólo fueran dos. En Berlín yo había conocido mujeres que habían sido violadas cincuenta o sesenta veces durante los meses de la ocupación. Lilly me caía bien. Me gustaba porque no protestaba ni hacía preguntas. Era lo bastante lista para saber que seguramente estaba huyendo de la policía, y lo bastante lista también para no preguntar por qué.

De camino al trabajo -la zapatería se llamaba Fortschritt y se encontraba en Kärntnerstrasse- me indicó una barbería donde podrían afeitarme, pues había tenido que dejar la navaja y todo lo demás en el hotel. Me llevé la bolsa conmigo. He dicho que me caía bien, pero nada me garantizaba que no estuviera dispuesta a robarme veinticinco mil chelines austríacos. Me afeité y me corté el pelo. En una tienda de ropa de caballero, en el interior del Ring, compré una camisa limpia, algo de ropa interior, unos pares de calcetines y un par de botas. Era importante tener un aspecto presentable. Me proponía ir a la Kom mandatura rusa, en lo que antaño fuera la Jun ta de Educación, con el objeto de examinar los expedientes de los criminales en busca y captura. Hay que admitir que alguien que, como yo, ha estado en las SS, ha escapado de los soviéticos tras haber sido apresado yha matado a un soldado ruso -por no hablar de dos docenas de NKVD- corría un riesgo considerable por el simple hecho de entrar en la Kom mandatura. De todos modos, según mis cálculos, el riesgo era ligeramente menor que el de realizar la misma consulta en el cuartel de la PI. Ade más, mi ruso era bueno, conocía el nombre de un importante coronel del MVD y tenía aún en mi poder la tarjeta del inspector Strauss. Si todo eso fallaba, lo intentaría con un soborno. La experiencia me decía que todos los rusos de Viena, y para el caso también los de Berlín, eran fácilmente sobornables.

El Palacio de Justicia, en Schmerlingplatz, en el distrito 8, era el punto de encuentro de la Co mandancia Interaliada de Viena y la sede de la Pat rul la In ternacional. Las banderas de las cuatro naciones ondeaban en la fachada de ese imponente edificio, con la del país que ostentaba en cada momento el control de la ciudad -en este caso, la francesa- algo más alta. Frente al Palacio de Justicia se encontraba la Kom mandatura rusa, fácil de identificar por las consignas comunistas y una gran estrella roja iluminada que le daba un tono rosado y como húmedo a la nieve acumulada frente al edificio. Entré en un gran vestíbulo y le pregunté a uno de los centinelas del Ejército Rojo dónde estaba la oficina para la investigación de los crímenes de guerra. Bajo su gorra se distinguía una cicatriz que le penetraba la frente casi hasta el cráneo, como si un día hubiera decidido rascarse con algo más letal que las uñas. Me sorprendió que me respondiera con tanta amabilidad. Me explicó cómo llegar a una sala del último piso y, con el corazón pendiente de un hilo, empecé a subir los grandes escalones de piedra.

Como todos los edificios públicos de Viena, la Jun ta de Educación había sido edificada en una época en que el emperador Francisco José gobernaba un imperio de 51 millones de almas y 675.000 kilómetros cuadrados. En 1949 en Austria vivían tan sólo seis millones de personas y el mayor imperio de Europa se había derrumbado hacía tiempo, aunque nadie lo hubiera dicho a la vista de las escaleras de aquel formidable edificio. En el piso dearriba había un letrero de madera con los nombres de los departamentos garabateados de mala manera en cirílico. Rodeé la balaustrada hasta el otro lado del edificio, donde encontré la sala que andaba buscando. En un atril de madera junto a la puerta había un letrero en alemán en el que estaba escrito: «Comisión soviética para los crímenes de guerra, Austria. Para la investigación e inspección de los crímenes de los invasores fascistas y sus cómplices en el marco de las monstruosas atrocidades del gobierno alemán». Como descripción era completa, todo hay que decirlo.

Llamé a la puerta y entré en un pequeño despacho. A través de un cristal se veía una sala más grande con varias estanterías y aproximadamente una docena de armarios archivadores. En la pared del despacho colgaba un retrato de Stalin de gran tamaño y otro menor de un hombre rechoncho y con gafas que tal vez fuera Beria, el director de la policía secreta soviética. Una raída bandera soviética colgaba vertical de un mástil. En la pared de detrás de la puerta había una serie de fotografías de Hitler, una concentración nazi en Núremberg, campos de concentración liberados, pilas de cuerpos de judíos muertos, los juicios de Núremberg y varios criminales de guerra ya sentenciados en pie sobre la trampilla de la horca. Lo más parecido a un ejemplo de razonamiento inductivo que pueda encontrarse fuera de los manuales de lógica. Una mujer delgaducha, uniformada y de semblante serio levantó la mirada de la máquina de escribir, dispuesta a tratarme como el invasor fascista que yo era. Tenía los ojos tristes y hundidos, la nariz rota, el flequillo pelirrojo, las mandíbulas apretadas y unos pómulos como los de una bandera pirata. Las hombreras del uniforme eran azules, lo cual indicaba que pertenecía al MVD. Me pregunté qué habría hecho ella con la Ley de Amnistía de la Re pública Federal. Con mucha educación, y en correcto alemán, me preguntó qué deseaba. Le enseñé la tarjeta del inspector Strauss y, como si de una audición para una obra de Chéjov se tratara, empecé a hablarle en mi mejor velikorruskij.

– Lamento molestarla, camarada -dije-. No se trata de una investigación formal, no estoy de servicio. Todo esto para evitar que me pidiera la placa que no tenía-. ¿Le dice algo el nombre de Poroshin, del MVD?

– Conozco a un general Poroshin -contestó, cambiando casi imperceptiblemente de tono-. Destacado en Berlín.

– Es posible que ya le haya telefoneado -continué-. Para explicarle el objeto de mí visita.

– Me temo que no -dijo negando con la cabeza.

– No importa -dije-. Estoy realizando una investigación sobre un criminal de guerra, un fascista austriaco. El general me recomendó que pasara por este despacho porque la encargada del archivo era una de las más eficaces de la Co misión Especial del Estado. Dijo que si alguien podía ayudarme a seguirle el rastro a ese cerdo nazi, ésa era ella.

– ¿Eso dijo el general?

– Con esas mismas palabras, camarada -dije-. Mencionó su nombre, pero me temo que lo he olvidado, sabrá disculparme.

– Primera secretaria jurídica Khristotonovna.

– Sí, eso era. Le reitero mis disculpas por haberlo olvidado. Mi investigación está relacionada con dos miembros de las SS. Uno es vienés. Se llama Gruen, Eric Gruen. G-R-U-E-N. El otro es Heinrich Henkell. Henkell, como el champán. Por desgracia no sé su lugar de nacimiento.

La mujer se levantó ágilmente de la silla, impelida sin duda por el nombre de Poroshin. No era de extrañar. Las dos veces que lo vi, primero en Viena y después en Berlín, daba auténtico miedo. Abrió una puerta de cristal y me condujo hasta una mesa en la que me invitó a sentarme. Se dirigió a un gran fichero y abrió un cajón tan largo como su brazo entre cuyas fichas estuvo rebuscando. Era más alta de lo que me había parecido en un principio. La blusa, abotonada hasta el cuello, era de color pardo, y la falda negra y brillante como un lago. En el brazo derecho de la blusa llevaba un galón que indicaba que había resultado herida en combate, y a la izquierda, dos medallas. Los rusos llevaban medallas de verdad, y no sólo las cintas como los estadounidenses, como si el orgullo no les permitiera mutilarlas.

Khristotonovna sacó dos fichas, se acercó a uno de los archivos y empezó a buscar en él. Luego se excusó y salió de la sala por una puerta situada en la parte de atrás. Pensé que quizás habría ido a comprobar lo que lehabía dicho con la policía austriaca o incluso con Poroshin en persona, y que tal vez regresaría con un Tokarev o incluso con una pareja de centinelas. Me mordí los labios y me quedé donde estaba, pensando de nuevo en todas las mentiras que me habían contado Gruen y Henkell, para matar la espera.

En cómo se habían ganado mi confianza. En cómo Jacobs había fingido sorpresa por volver a verme. En cómo había aparentado desconfiar de mí. En cómo «Britta Warzok» me había hecho perder el tiempo sin más motivo que el de hacerme creer que la amputación de mi dedo era consecuencia directa de mis incómodas pesquisas sobre la Com pañía.

Khristotonovna regresó al cabo de diez minutos con dos expedientes en las manos. Los dejó sobre la mesa frente a mí. Hasta me trajo un bloc de notas y un lápiz.

– ¿Sabe leer ruso? -preguntó.

– Sí.

– ¿Dónde lo aprendió? -preguntó-. Lo habla francamente bien.

– Fui oficial de Inteligencia en el frente ruso -dije.

– También yo -dijo-. Ahí aprendí alemán. Pero su ruso es mejor que mi alemán, creo.

– Muy amable por su parte -dije.

– Quién sabe si…

Pero fuera lo que fuera lo que iba a decir, pareció considerarlo mejor, así que lo dije yo por ella.

– Si, quién sabe si éramos adversarios. Pero ahora estamos del mismo lado, espero. Del lado de la justicia.

Tal vez me quedó un poco cursi. Es raro, pero cuando hablo ruso siempre me sale la vena sentimental.

– Los expedientes están en alemán y ruso -dijo-. Otra cosa: según el reglamento, cuando haya terminado tendrá que firmarme un documento conforme al cual usted los ha examinado. Dicho documento debe quedarse en el archivo. ¿Está de acuerdo, inspector?

– Por supuesto.

– Bien. -Intentó sonreír. Tenía los dientes con mal color. Le hacía tanta falta un dentista como a mí un pasaporte nuevo-. ¿Le apetece un té ruso? -preguntó.

– Sí, gracias. Si no es molestia. Muy amable.

– No es molestia.

Se marchó. Sus enaguas hacían ruido de hojas secas. Me supo mal haber desconfiado de ella. Había resultadoser mucho más amable de lo que habría cabido esperar.

Abrí el expediente de Gruen y empecé a leer.

Allí constaba todo y más. Su afiliación a las SS. Su tarjeta de miembro del Partido Nazi: se había afiliado en 1934. Su cargo. Su valoración en las SS: «Ejemplar». Lo primero que me chocó fue que Gruen nunca había pertenecido al Cuerpo Panzer de las SS. Ni nunca había servido en Francia, ni en el frente ruso. De hecho, ni siquiera había pisado el frente. Según el historial médico, que incluía detalles como el del dedo, no había resultado herido. Su última revisión médica tenía fecha de marzo de 1944. No se había pasado nada por alto, ni un leve caso de eccema. Ni una palabra sobre el bazo ni de daños en la columna. Al leer esto noté que las orejas me empezaban a arder. ¿Era posible que hubiera simulado su enfermedad? ¿Que no hubiera perdido el bazo? Si era así, me habían embaucado como a un memo. Tampoco había sido suboficial, como había asegurado. El expediente contenía copias de sus certificados de promoción. El último, fechado en enero de 1945, revelaba que al terminar la guerra Eric Gruen era Oberführer -general de brigada- de las Waffen-SS. Pero lo que más me turbó fue lo que leí a continuación, a pesar de que ya me lo esperaba tras averiguar que no había pertenecido al Cuerpo Panzer.

Nacido en el seno de una rica familia vienesa, ya de joven Eric Gruen había sido considerado un médico brillante. Tras licenciarse en la Fa cultad de Medicina, había pasado una temporada en Camerún y Togo, donde había elaborado dos influyentes artículos sobre enfermedades tropicales que se publicaron en la Re vista Alemana de Medicina. A su regreso, en 1935, se había unido a las SS como miembro del Departamento Nacional de Salud, donde se sospecha que experimentó con niños discapacitados. Al estallar la guerra, había sido enviado como médico a Lemberg-Janowska, a Majdanek y finalmente a Dachau. Se sabe que en Majdanek infectó con el tifus y la malaria a ochocientos prisioneros de guerra rusos y que estudió con ellos la evolución de la enfermedad. En Dachau había sido ayudante de Gerhard Rose, brigadier general del servicio médico de la Luf twaffe. Había alguna que otra referencia a Rose. Profesor en el Instituto Robert Koch de Medicina Tropicalen Berlín, Rose había llevado a cabo experimentos letales con internos del campo de Dachau en el curso de sus investigaciones sobre vacunas para la malaria y el tifus. Más de mil doscientos reclusos de Dachau, muchos de ellos niños, habían sido infectados con la malaria mediante el uso de mosquitos o jeringas contaminadas.

Los detalles de los experimentos eran de lectura extremadamente desagradable. En el juicio contra los médicos de Dachau, en octubre de 1946, un sacerdote católico, un tal padre Koch, testificó que había sido trasladado al pabellón de malaria de Dachau, en el que cada tarde se le colocaba una caja de mosquitos entre las piernas por espacio de media hora. A los diecisiete días abandonaba el pabellón, y al cabo de ocho meses padecía el primer ataque de malaria. Otros sacerdotes, así como niños, prisioneros rusos y polacos y, por supuesto, multitud de judíos, no tuvieron tanta suerte, y varios cientos murieron a lo largo de los tres años que se prolongaron dichos experimentos.

Siete de los llamados médicos nazis fueron ahorcados por estos crímenes en Landsberg en junio de 1948. Rose fue uno de los cinco sentenciados a cadena perpetua. Otros cuatro médicos fueron condenados a penas de prisión de entre diez y veinte años. Siete fueron absueltos. En el juicio, Gerhard Rose justificó sus actos argumentando que el sacrificio de «unos centenares» era razonable, teniendo en cuenta los fines, la elaboración de una vacuna profiláctica capaz de salva decenas de miles de vidas.

Rose había tenido varios ayudantes, entre ellos Eric Gruen y Heinrich Henkell, y una enfermera kapo llamada Albertine Zehner.

Albertine Zehner. Eso sí que me dejó anonadado. Por fuerza tenía que ser ella, lo cual explicaría también muchas cosas que hasta entonces me habían parecido un misterio. Engelbertina Zehner había sido una prisionera judía convertida en kapo y ayudante de enfermería en los pabellones médicos de Majdanek y Dachau. Jamás había trabajado en el burdel del campo. Había sido enfermera kapo.

El expediente de Gruen lo registraba como criminal de guerra en busca y captura. Una investigación anteriora cargo del secretario jurídico del 1.er Frente Ucraniano y otros dos secretarios de la Co misión Especial del Estado no había dado frutos. Se tomó declaración a reclusos de los tres campos y a F. F. Bryshin, experto en medicina forense del Ejército Rojo.

La última página del expediente era el protocolo de consultas, en el cual encontré una nota que me deparaba una última sorpresa: «El presente expediente ha sido examinado por las fuerzas de ocupación estadounidenses destacadas en Viena en octubre de 1946, en la persona del mayor J. Jacobs, del ejército de Estados Unidos».

Khristotonovna volvió con un vaso de té ruso caliente sobre una bandejita de estaño en la que había también una cucharilla larga y un cuenco con terrones de azúcar. Le di las gracias y seguí con el expediente de Henkell. Contenía menos detalles que el de Gruen. Antes de la guerra, había formado parte del Aktion T4, el Programa Nazi de Eutanasia, en una clínica psiquiátrica de Hadamar. Durante la guerra, como Sturmbannführer de las Waffen-SS, había sido subdirector del Instituto Alemán de Investigación Científica Militar y había servido en Auschwitz, Majdanek, Buchenwald y Dachau. En Majdanek había sido ayudante de Gruen en sus experimentos sobre el tifus y, más tarde, en Dachau, sobre la malaria. En el curso de su carrera médica, había llegado a reunir una gran colección de cráneos humanos de distintas razas. Se creía que Henkell había sido ejecutado por los soldados estadounidenses en Dachau en el momento de la liberación del campo.

Me dejé caer hacia atrás en la silla y dejé escapar un suspiro tan sonoro que Khristotonovna acudió a mi lado.

– ¿Va todo bien? -preguntó, sin darse cuenta de que el nudo que se me había hecho en la garganta era por miedo a lo que pudiera sucederme a mí.

Asentí con la cabeza, incapaz de articular palabra. Me terminé el té, firmé el protocolo, le di las gracias por la ayuda y me marché. Fue un alivio volver a respirar aire fresco y puro. El alivio duró hasta que vi a cuatro policías militares que salían del Ministerio de Justicia y montaban en un camión para ir a patrullar la ciudad. Les siguieron otros cuatro. Y luego otros cuatro. Me quedé donde estaba, a una distancia prudencial, fumando un cigarrillo hasta que se hubieron alejado.

Había oído hablar acerca del juicio contra los médicos nazis, sin duda. Recordé que me había extrañado que los Aliados consideraran procedente ahorcar al presidente de la Cruz Ro ja alemana, por lo menos hasta que me enteré de que había experimentado métodos de esterilización y había dado de beber agua de mar a los judíos. Mucha gente -la mayoría, Kirsten incluida- se había negado a dar crédito a las pruebas aportadas en el juicio. Kirsten había dicho que las fotografías y los documentos presentados a lo largo de los cuatro meses de proceso eran falsas y que lo único que perseguían era humillar aún más a Alemania. Que los testigos y víctimas supervivientes habían mentido. A mí mismo me costaba hacerme a la idea de que nosotros, acaso la nación más civilizada de la tierra, hubiéramos podido cometer aquellas barbaridades en el nombre de la ciencia médica. Sin duda, se hacía difícil asimilarlo, pero no creerlo. Tras mi experiencia personal en el frente ruso, me di cuenta de que el ser humano es capaz de llegar a unos extremos de inhumanidad que no conocen límites. Quizá sea eso – nuestra propia inhumanidad- lo que en realidad nos hace humanos. Empezaba a entenderlo todo. Me quedaba por resolver todavía una duda acerca de los planes de Gruen, Jacobs y Henkell, pero sabía dónde buscar la respuesta.

Cuando el último vehículo de la PI hubo arrancado del edificio del ministerio, me dirigí a Heldenplatz, la gran plaza ajardinada que se abre frente al Ring. Ante mí estaba el Palacio Nuevo, ocupado también por el ejército ruso y decorado con un gigantesco retrato de Tío Joe. Atravesé unos pórticos hasta la plaza adoquinada en la que se levantaba la Es cuela Española de Equitación, por entonces vacía -los caballos habían sido puestos a salvo de los rusos-, y la Bib lioteca Nacional. Entré en la biblioteca. Un hombre estaba encerando el suelo de madera, extenso como un campo de fútbol. Hacía frío y no había prácticamente nadie. Me acerqué al mostrador principal y esperé a que la bibliotecaria, que estaba muy ocupada rellenando una ficha del catálogo, me prestaraatención. En el letrero de la pared ponía «Información», pero también podía haber puesto «Cave canem». Pasaron un par de minutos hasta que se dignó a reparar en mi presencia mirándome con unos ojos que parecían querer fulminarme a través de las gafas.

– ¿Sí?

Su pelo gris tenía un reflejo azulado y la boca era estrecha como el ángulo de un cartabón. Vestía blusa blanca y chaqueta cruzada azul marino. En cierto modo me recordaba al almirante Dönitz. Llevaba un audífono enganchado al bolsillo. Me acerqué a él y señalé una de las estatuas de mármol.

– Creo que iba antes que yo -dije.

Enseñó un poco los dientes. Los tenía mejor que la rusa. Además se la veía sana. Alguien debía de procurarle buenos filetes.

– Señor -dijo con voz resuelta-. Esto es la Bib lioteca Nacional de Viena. Si quiere divertirse, le sugiero que vaya a un cabaret. Si lo que quiere es un libro, tal vez pueda ayudarle.

– En realidad estoy buscando una revista -dije.

– ¿Una revista? -preguntó como si fuera algo venéreo.

– Sí, una revista estadounidense. ¿Tienen de ésas?

– Sí, por desgracia sí. ¿Qué revista está buscando?

– Life -dije-. El número del 4 de junio de 1945.

– Sígame, por favor -dijo levantándose de su reducto de madera.

– Gracias.

– Casi todo lo que tenemos aquí procede de la colección de Eugenio de Saboya -me explicó-. No obstante, para complacer a nuestros lectores estadounidenses recibimos también la revista Life. En confianza, es lo único que piden.

– O sea que estoy de suerte.

– Ya puede usted decirlo.

Cinco minutos más tarde estaba sentado a una mesa de refectorio leyendo la revista que el mayor Jacobs me había arrebatado de las manos. Al echarle una ojeada, no era difícil entender por qué. En la portada había una carta abierta de los jefes del Estado Mayor Conjunto estadounidense dirigida a sus compatriotas. Al ir pasando páginas, vi que abundaban las alusiones patrióticas a la guerra, las sonrisas postizas y los anuncios de la Ge neral Electric, Iodent y Westinghouse. Había también una bonita foto de la boda de Humphrey Bogart y LaurenBacall, y una todavía mejor de Himmler tomada minutos antes de envenenarse. Me gustó más ésta que la de Bogart. Pasé unas cuantas páginas. Imágenes de un centro de vacaciones en la costa inglesa. Al fin, en la página 43, di con lo que creía que andaba buscando. Un breve artículo sobre ochocientos presos de cárceles estadounidenses que se habían ofrecido voluntarios para ser infectados de malaria para fines médicos. Con razón Jacobs se había mostrado tan susceptible. Lo que el Departamento de Investigación y Desarrollo Científico estadounidense había llevado a cabo en cárceles de Georgia, Illinois y Nueva Jersey era muy parecido a lo que los médicos de las SS habían hecho en Dachau. Por lo visto, los norteamericanos habían ahorcado a gente por lo que ellos mismos estaban haciendo en las prisiones de su país. De acuerdo, aquellos convictos se habían ofrecido voluntariamente, pero Gruen y Henkell podían haber aducido esa misma justificación sin problemas. Engelbertina, o Albertine, era la prueba. El artículo hizo que me picara la curiosidad. No es que me picara como pica ver a alguien con una caja de mosquitos infectados abierta sobre su abdomen -imagen curiosamente medieval, al estilo de los primitivos remedios con abejas-, sino más bien como cuando uno empieza a sospechar que algo terrible está a punto de ocurrir. Y cuando la curiosidad pica tanto, no hay más remedio que rascar.

Encontré un ejemplar del diccionario médico Lange y, al buscar los síntomas de la malaria y los de la meningitis vírica, descubrí que ambas enfermedades producían síntomas casi idénticos. En los Alpes bávaros, donde los mosquitos no es que sean muy corrientes, habría sido muy fácil hacer pasar por brotes de meningitis vírica varias docenas de muertes por malaria. ¿Quién iba a sospechar nada? Todos aquellos prisioneros de guerra alemanes habían sido utilizados en experimentos médicos. Por no hablar de los presos de Dachau y Majdanek. Costaba creerlo, pero los experimentos con seres humanos, por los que siete médicos nazis habían sido ahorcados en Landsberg, seguían llevándose a cabo bajo los auspicios de la CIA. Tan ta hipocresía me dejaba estupefacto.

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