Llegué a Liechtensteinstrasse, en el centro del distrito 9, cuando la luz empezaba a desvanecerse, que siempre es el mejor momento del día en Viena. Los daños por las bombas, que no eran mucho comparado con Munich, y nada comparado con Berlín, dejan de ser evidentes y es fácil imaginar la ciudad como la gran capital imperial que era. El cielo había adquirido un tono gris púrpura y por fin había dejado de nevar, aunque eso no mermaba el entusiasmo de la gente que compraba botas de esquiar en Moritz, que colindaba con el edificio de pisos donde vivía Vera Messmann.
Entré en el edificio y empecé a subir los peldaños. Me hubiera resultado fácil si no me estuviera recuperando de una neumonía y no hubiera disfrutado de una comida tan estupenda. Su piso estaba en el ático, y tuve que parar varias veces para recobrar el aliento, o por lo menos para verlo salir de mi boca en aquellas bajísimas temperaturas. La barandilla metálica estaba pegajosa del frío. Cuando llegué arriba, había empezado a nevar de nuevo y los copos golpeaban la ventana del hueco de la escalera como suaves balas de hielo del rifle de un francotirador celestial. Me recliné en la pared y esperé a que se me calmara la respiración hasta recuperar el habla. Luego llamé a la puerta de fräulein Messmann.
– Me llamo Gunther, Bernie Gunther -dije, me quité el sombrero con educación y le ofrecí una de mis tarjetas de Munich-. Tranquila, no vendo nada.
– Eso es bueno -dijo-. Porque no voy a comprar nada.
– ¿Es usted Vera Messmann?
Ella leyó por encima la tarjeta y luego me miró.
– Depende -contestó.
– ¿De qué, por ejemplo?
– De si cree que lo hice yo o no.
– ¿Hacer qué?
No me importaba que jugara conmigo. Una de las ventajas del oficio es que una morena atractiva te tome el pelo.
– Oh, ya sabe. Asesinar a Roger Ackroyd.
– Nunca he oído hablar de él.
– Agatha Christie -dijo ella.
– Tampoco he oído hablar de ella.
– No lee libros, herr… -Volvió a leer la tarjeta, seguía riéndose de mí-. Gunther.
– Nunca -respondí-. Es muy malo para el negocio parecer que sé más de lo que me cuentan mis clientes. La mayoría quiere a alguien que no sea policía pero que se comporte como tal. No quieren a alguien que cite a Schiller.
– Bueno, por lo menos ha oído hablar de él -dijo ella.
– ¿De Schiller? Claro. Es el tipo que decía que la verdad sobrevive en medio de la decepción. Tenemos esa cita en la puerta del despacho. Es el santo patrón de los detectives de todo el mundo.
– Será mejor que pase, herr Gunther -dijo ella, y se apartó a un lado-. Al fin y al cabo, el que es demasiado precavido consigue poco. Eso también es de Schiller, por si no lo sabía. Además de los detectives privados, también es el patrón de las mujeres solteras.
– Cada día se aprende algo nuevo -dije yo.
Entré en el piso y disfruté de su perfume cuando pasé al lado de su cuerpo.
– No, no todos los días -dijo ella, y cerró la puerta-. Ni siquiera cada semana. En Viena no, por lo menos últimamente no.
– Tal vez tendría que comprar el periódico -sugerí.
– Perdí la costumbre -contestó-. Durante la guerra.
Le lancé otra mirada. Me gustaban sus gafas, hacían que pareciera que había leído todos los libros de las estanterías que flanqueaban la entrada a su piso. Si algo hay que me gusta, es una mujer que empieza pareciendo poco agraciada y se vuelve más guapa cuanto más la miras. Vera Messmann era de ese tipo de mujeres. Pasado un rato me daba la impresión de que era una mujer bastante guapa. Una mujer guapa que resultaba que llevaba gafas. Ella no tenía muchas dudas sobre nada de eso, tenía una seguridad serena en la manera de comportarse y de hablar. Si hubiera un concurso de belleza de bibliotecarias, Vera Messmann lo hubiera ganado de sobras. Ni siquiera tendría que quitarse las gafas y soltarse el pelo castaño.
Nos quedamos, un poco incómodos, en el pasillo de la entrada. Aún tenía que darle una alegría, aunque, por lo que decía, mi sola presencia era una agradable novedad.
– Como no he matado a nadie, ni cometido adulterio, en cualquier caso no desde el verano pasado, me intriga saber qué puede querer de mí un detective privado.
– No trabajo con asesinatos -contesté yo-. Desde que dejé de ser poli. Sobre todo me piden que busque a personas desaparecidas.
– Debe de tener mucho trabajo que le mantenga ocupado.
– Es un cambio agradable ser el portador de buenas noticias -comenté-. Mi cliente, que quiere permanecer en el anonimato, desea que tenga usted un dinero. No tiene que hacer nada para recibirlo. Sólo ir mañana por la tarde a un banco Spaengler a las tres y firmar un recibo del dinero en efectivo. Y eso es casi todo lo que puedo decirle, aparte de la cantidad. Veinticinco mil chelines.
– ¿Veinticinco mil chelines? -Se quitó las gafas, y evidenció que tenía toda la razón. Era un bombón-. ¿Está seguro de que no hay ningún error?
– No, si es usted Vera Messmann -contesté-. Necesitará algo que la identifique para demostrar quién es en el banco. Los banqueros son menos confiados que los detectives. -Sonreí-. Sobre todo los bancos como el Spaengler. Está en Dorotheengasse, en la zona internacional.
– Mire, herr Gunther, si es una broma, no es muy divertida. Veinticinco mil chelines para alguien como yo. Para cualquiera, es mucho dinero.
– Puedo irme ahora mismo, si lo prefiere -dije yo-. No volverá a verme nunca. -Me encogí de hombros -. Escuche, entiendo que le ponga nerviosa que venga así. Tal vez yo lo estaría en su lugar. Así que quizá debería irme, pero prométame que irá al banco a las tres. Al fin y al cabo, ¿qué tiene que perder? Nada.
Me volví y toqué el pomo de la puerta.
– No, por favor, no se vaya todavía. -Se dio la vuelta y fue hacia el salón-. Quítese el sombrero y elabrigo y pase.
Obedecí. Me gusta obedecer cuando hay una mujer decente por en medio. Había un piano de media cola con la tapa levantada y una pieza de Schubert en el atril. Enfrente de la ventana francesa había un par de sillas plateadas de color delfín con tapicería almohadillada azul. Contra una pared había un sofá de diseño floral y bordes dorados con apoyabrazos. Había un par de pedestales negros que parecían inmunes al frío y un gran armario tallado con cabezas de Cupido en la puerta, muchos cuadros antiguos y un espejo de pared de cristal de Murano que parecía caro y me presentaba mirando a mí alrededor fuera de lugar, como un elefante en una cacharrería. Vi un reloj de mármol francés con un petimetre de bronce leyendo un libro. Supuse que no era un libro de Agatha Christie. Era de esas habitaciones donde se discutía con más frecuencia de libros que de fútbol, y las mujeres se sentaban con las rodillas juntas y escuchaban música plañidera de cítara en la radio. Me dije que Vera Messmann no necesitaba tanto el dinero como las gafas. Se las volvió a poner y se colocó frente a una bonita mesa auxiliar bajo la ventana.
– ¿Una copa? -preguntó-. Tengo aguardiente, coñac y whisky.
– Aguardiente, gracias -contesté.
– Por favor, fume si quiere. Yo no fumo, pero me gusta el olor.
Me dio la copa y me condujo a las sillas azules.
Me senté, saqué la pipa, la miré un momento y luego me la volví a meter en el bolsillo. Ahora era Bernie Gunther, no Eric Gruen, y Bernie Gunther fumaba cigarrillos. Encontré unos Reemtsmas y empecé a liar un cigarrillo con el tabaco de pipa.
– Me encanta ver a un hombre que se lía uno de ésos -dijo, y se inclinó hacia delante en la silla.
– Si no tuviera los dedos tan fríos, podría haberlo hecho mejor -dije.
– Lo está haciendo bien -dijo ella-. A lo mejor le doy una calada cuando haya terminado.
Acabé el proceso, encendí el cigarrillo, le di una calada y se lo pasé. Se lo fumó con auténtico placer, como fuera el manjar más selecto. Luego me lo devolvió, tras toser un poco.
– Por supuesto, sé quién es -dijo-. Mi benefactor anónimo. Es Eric, ¿verdad? -Sacudió la cabeza-. Está bien. No tiene que decir nada, pero lo sé. Resulta que vi un periódico, hace unos días. Decía algo de la muerte de su madre. No hace falta ser Hercule Poirot para deducir esa cadena concreta de causalidades. Ha puesto las garras en su dinero y ahora quiere compensarme. Siempre suponiendo que sea posible después de su terrible comportamiento. No me sorprende nada que le enviara a usted en vez de venir en persona. Supongo que no se atreve a dar la cara por miedo, sea lo que sea lo que asusta a alguien como él. -Se encogió de hombros y dio un sorbo a su copa-. Sólo para su información, cuando me abandonó en 1928, sólo tenía dieciocho años. Supongo que él no era mucho mayor. Di a luz a una niña, Magda.
– Sí, iba a preguntarle por su hija -dije-. Tengo que darle la misma cantidad que a usted.
– Bueno, no puede -dijo ella-. Magda está muerta. Murió durante un ataque aéreo, en 1944. Una bomba cayó en su escuela.
– Lo siento -dije.
Vera Messmann se quitó los zapatos y colocó los pies con calcetines bajo su bonito trasero.
– Para lo que sirve, no le reprocho nada de eso. Comparado con lo que ocurrió durante la guerra, no es un gran crimen, ¿no? ¿Abandonar a una chica en apuros?
– No, supongo que no -dije.
– Pero me alegra que le enviara -dijo-. No me gustaría volver a verle. Sobre todo ahora que Magda está muerta, sería demasiado desagradable. Además, sería mucho más reticente a aceptar su dinero si estuviera él en persona. Pero veinticinco mil chelines… no puedo decir que no me vayan bien. Pese a lo que ve, no tengo mucho ahorrado. Todos estos muebles son bastante valiosos, pero eran de mi madre, y este piso es el único recuerdo quetengo de ella. Era suyo, tenía un gusto excelente.
– Sí -dije, y miré a mi alrededor con educación-. Es cierto.
– Pero no tiene sentido vender nada -dijo-. Ahora mismo no. No hay dinero para este tipo de cosas. Ni siquiera los americanos lo quieren. Todavía no, estoy esperando a que vuelva el mercado. Pero ahora -brindó conmigo, en silencio-, quizá no tendré que esperar al mercado. -Bebió un poco más-. ¿Y lo único que tengo que hacer es ir a ese banco y firmar un recibo?
– Eso es todo. Ni siquiera tiene que mencionar su nombre.
– Es un alivio -confesó.
– Sólo atraviese la puerta y la estarán esperando. Iremos a una sala privada y yo le haré entrega del dinero. O un cheque bancario, como prefiera. Así de sencillo.
– Sería bonito pensar así -dijo ella-. Pero nada que implique dinero es sencillo.
– A caballo regalado no le mires los dientes. Es mi consejo.
– Es un mal consejo, herr Gunther -repuso ella-. Piénselo. Todos esos recibos de veterinarios si el jamelgo no es bueno. Y no olvidemos lo que les pasó a esos pobres troyanos ingenuos. Tal vez si hubieran escuchado a Casandra en vez de a Sinón, lo hubieran evitado. Y si le hubieran mirado «el dentado» al caballo regalado de los griegos, hubieran visto a Odiseo y a sus amigos griegos hacinados dentro. -Sonrió-. Es la ventaja de recibir una formación clásica.
– En parte tiene razón -dije yo-. Pero cuesta ver cómo podría hacerlo en este caso concreto.
– Eso es porque usted es un policía que no lo es -dijo ella-. Oh, no quiero ser maleducada, pero tal vez si tuviera un poco más de imaginación podría pensar una manera de echarle un vistazo más a fondo al poni que ha traído hasta aquí.
Me quitó el cigarrillo de los dedos y le dio una breve calada antes de apagarlo en un cenicero. Luego se quitó las gafas y se inclinó hacia mí hasta que sólo unos centímetros separaban nuestras bocas.
– Ábrala bien -dijo, abrió los labios y los dientes y presionó su seductora boca contra la mía.
Estuvimos así un rato. Cuando se apartó, tenía miel en los ojos.
– Entonces, ¿qué has descubierto? -le pregunté-. ¿Algún indicio de héroe griego?
– Todavía no he acabado de mirar -contestó-. Aún no.
Se levantó, me cogió la mano y me levantó de un tirón.
– ¿Dónde vamos ahora? -le pregunté.
– Helena te va a llevar a su tocador de palacio -contestó.
– ¿Estás segura? -Me quedé quieto un instante y encorvé los dedos para agarrarme mejor a la alfombra-. A lo mejor me toca a mí hacer de Casandra. Tal vez si tuviera un poco más de imaginación podría pensar que soy lo bastante guapo para merecer este tipo de hospitalidad. Pero los dos sabemos que no lo soy. Tal vez deberíamos aplazarlo hasta que tengas tus veinticinco mil.
– Agradezco tus palabras -dijo ella, todavía cogida de mi mano-. Pero no estoy precisamente en la flor de la vida, herr Gunther. Déjame que te hable de mí. Fabrico corsés, soy buena. Tengo una tienda en Wasagasse. Todas mis clientas son mujeres, por supuesto. La mayoría de los hombres que he conocido están muertos, o mutilados. Eres el primer hombre sano y de aspecto razonable con quien hablo en seis meses. El último hombre con quien intercambié más de dos docenas de palabras fue mi dentista, y hace tiempo que debería hacerme una revisión. Tiene sesenta y siete años y un pie deforme, que probablemente es la única razón por la que todavía está vivo. Yo cumpliré treinta y nueve años dentro de dos semanas, y ya estoy en las clases nocturnas de solteronas. Incluso tengo un gato. Está fuera, claro. Tiene una vida mejor que la mía. Hoy cierro antes la tienda, pero la mayoría de tardes llego a casa, hago la cena, leo una historia de detectives, me tomo un baño, leo un poco más y luego me voy a la cama, sola. Una vez por semana voy a la iglesia Maria am Gestade, y de vez en cuandobusco la absolución por lo que yo llamo en broma mis pecados. ¿Te haces una idea? -Sonrió, me pareció que con cierta amargura-. Tu tarjeta dice que eres de Munich, lo que significa que cuando acabes tus asuntos en Viena, volverás allí. Eso nos da como máximo tres o cuatro días. ¿Qué te he dicho sobre Schiller? No estoy siendo demasiado precavida. Lo decía totalmente en serio.
– Tienes razón en lo de mi vuelta a Munich -le dije-. Creo que probablemente serías una detective bastante buena.
– Me temo que tú no serías un gran fabricante de corsés.
– Te sorprendería lo que sé de corsés de mujer -contesté.
– Oh, eso espero. En cualquier caso pretendo descubrirlo. ¿Me he explicado bien?
– Muy bien. -La volví a besar-. ¿Llevas corsé?
– No por mucho tiempo -dijo ella, y miró el reloj-. Me lo vas a quitar dentro de cinco minutos. Sabes quitar un corsé de mujer, ¿no? Sólo tienes que tirar de los ganchos de todos los agujeritos hasta que se te seque la boca y empieces a oírme respirar. También podrías intentar arrancármelo, claro, pero mis corsés están bien hechos. No se rompen con tanta facilidad.
La seguí a su dormitorio.
– Esa formación clásica tuya… -dije.
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿Qué le pasó a Casandra?
– Los griegos la sacaron a rastras del templo de Atenea y la violaron -dijo ella y cerró la puerta de una patada-. Yo estoy perfectamente dispuesta.
– Perfectamente dispuesta me suena perfecto -dije.
Se quitó el vestido por los pies y yo retrocedí para mirarla mejor. Llámalo cortesía profesional, si quieres. Tenía una bonita figura bien proporcionada. Me sentía como Kepler admirando su sección dorada, aunque sabía que me lo iba a pasar mejor que él. Probablemente nunca miró a una mujer que llevara un corsé bien confeccionado. De haberlo hecho, igual hubiera sido mejor en matemáticas en el colegio.