15

Volví a la oficina y marqué el número que frau Warzok me había dado. Una voz suave, tal vez femenina y poco menos sigilosa que en la cárcel de Spandau, contestó con un gruñido y dijo que frau Warzok no estaba en casa. Dejé mi nombre y mi número. La voz me los repitió sin cometer errores. Le pregunté si hablaba con la empleada del hogar. Colgué el teléfono e intenté imaginármela, y siempre aparecía como Wallace Beery con vestido negro, con un guardapolvo de plumas en una mano y el cuello de un hombre en la otra. Había oído hablar de mujeres alemanas que se disfrazaban de hombres para evitar que los Ivanes las raparan. Pero era la primera vez que se me ocurría la idea de que un extravagante luchador pudiera disfrazarse de criada de una señora por la razón contraria.

Pasó una hora con mucho tráfico fuera de la ventana de mi oficina. Muchos coches, algunos camiones, una moto. Todos iban despacio. La gente entraba y salía de la oficina de correos, al otro lado de la calle. Tampoco nada iba muy rápido allí dentro, cualquiera que hubiera esperado una carta en Múnich lo sabía muy bien. Para el taxista de la parada de enfrente el tiempo pasaba aún más lento de lo que era. En cambio, por lo menos podía arriesgarse a ir a buscar tabaco y un periódico al quiosco. Yo sabía que si lo hacía me perdería la llamada. Un rato después decidí hacer que el teléfono sonara. Me puse la chaqueta, salí y me dirigí a los servicios. Cuando llegué a la puerta, me detuve unos segundos y sólo me imaginé haciendo lo que hubiera hecho allí dentro, y entonces el teléfono empezó a sonar. Es un viejo truco de detective, pero por alguna razón nunca aparece en las películas.

Era ella. Después de la criada, sonaba como un niño de coro. Tenía la respiración un tanto agitada, como si hubiera corrido.

– ¿Ha subido la escalera a zancadas? -pregunté.

– Estoy un poco nerviosa, eso es todo. ¿Ha averiguado algo?

– Mucho. ¿Quiere venir aquí otra vez? ¿O voy a su casa?

Tenía su tarjeta en la punta de los dedos. Me la acerqué a la nariz. Desprendía un ligero aroma a agua de lavanda.

– No -dijo con firmeza-. Prefiero que no venga, si no le importa. Tenemos a los decoradores aquí, ahora mismo resulta un poco difícil. Todo está cubierto con sábanas polvorientas. No, ¿por qué no quedamos en el Walterspiel del hotel Vier Jahreszeiten?

– ¿Está segura de que aceptan marcos? -pregunté.

– De hecho, no -contestó-. Pero pago yo, así que no se preocupe, herr Gunther. Me gusta ese sitio. Es el único lugar de Múnich donde saben hacer cócteles decentes. Y tengo la sensación de que voy a necesitar un trago fuerte, me cuente lo que me cuente. ¿Nos vemos dentro de una hora?

– Allí estaré.

Colgué el teléfono y me preocupó un poco la rapidez con que me había prohibido ir a la casa de Ramersdorf. Me inquietaba que existiera otro motivo para no quererme allí no necesariamente relacionado con lo que tenía entre manos. Tal vez me ocultaba algo. Decidí comprobar su dirección de Bad Schachener Strasse en cuanto acabara nuestra reunión. Quizá la seguiría.

El hotel estaba a sólo unas manzanas al sur, en Maximilianstrasse, cerca del Residenztheater, que todavía estaba en reformas. Por fuera era grande pero muy común, llamaba la atención porque el hotel había sido casi reducido a cenizas después de un bombardeo en 1944. Era para sacarse el sombrero ante los obreros de la construcción de Múnich. Con ladrillos suficientes y horas extra, probablemente hubieran reconstruido Troya.

Entré por la puerta principal dispuesto a dar al lugar el beneficio de mi dilatada experiencia como hotelero. Dentro había mucho mármol y madera, acorde con las caras y expresiones de los pingüinos que trabajaban allí. Un americano de uniforme se quejaba en un tono elevado muy escandaloso y en inglés al conserje, que me miró con la vana esperanza de que le diera un puñetazo en la oreja al americano y le callara la boca. A juzgar por lo que costaba una noche, pensé que no le quedaba más remedio que aguantarlo. Un tipo fúnebre con chaqué se me puso al lado con cara de merluzo y, tras una ligera inclinación desde la cadera, preguntó si podía ayudarme en algo. Es lo que los grandes hoteles llaman servicio, pero a mí me pareció una impertinencia, como si preguntara por qué alguien con unos hombros como los míos tendría el valor de pensar siquiera que podía rozarlos con la clase de gente que alojaban. Sonreí e intenté disimular el enfado en la voz.

– Sí, gracias -dije-. He quedado con una persona en el restaurante. El Walterspiel.

– ¿Un cliente del hotel?

– No creo.

– Debe saber que en este hotel se usa divisa extranjera, señor.

Me gustó que me llamara señor, fue muy amable por su parte. Supongo que lo soltó porque aquella mañana me había dado un baño. Tal vez porque yo era demasiado corpulento para vacilarme.

– Lo sé, señor. No me gusta, ya que lo menciona. Pero lo sé. La persona con la que he quedado también está al tanto. Se lo recordé cuando sugirió este lugar por teléfono. Y cuando me opuse y le dije que conocía cien sitios mejores, me dijo que no habría ningún problema. Así que supuse que dispone de divisa extranjera. En realidad todavía no he visto el color de su dinero, pero cuando llegue, ¿qué le parece si le registramos el bolso para que usted tenga la conciencia tranquila cuando nos bebamos su alcohol?

– Estoy seguro de que no será necesario, señor -comentó con frialdad.

– Y no se preocupe -dije-. No pediré nada hasta que ella aparezca.

– A partir de febrero del año que viene, el hotel aceptará marcos alemanes -aclaró.

– Bueno, esperemos que llegue antes -contesté.

– El Walterspiel está por ahí, señor. A la izquierda.

– Gracias, agradezco su ayuda. Yo también trabajaba en el negocio de la hostelería. Regenté el Adlon de Berlín una temporada. Pero, ¿sabe?, creo que este lugar le gana en eficacia. Nadie en el Adlon hubiera tenido la sensatez de preguntar a alguien como yo si se lo podía permitir o no. No se les hubiera ocurrido. Siga así, está haciendo un buen trabajo.

Me dirigí al restaurante. Había otra salida a Marstallstrasse y una fila de sillas cubiertas de seda para la gente que esperaba coches. Eché un vistazo a la carta y los precios y luego me senté en una de las sillas a esperar llegada de mi cliente con los dólares, o cupones de cambio de divisa o lo que fuera que pretendiera utilizar cuando entregara el rescate que pedían en el Walterspiel. El maître me lanzó una mirada durante un segundo y me preguntó si cenaría aquella noche. Le dije que esperaba que sí y así se acabó todo. La mayoría de la rabia que trasmitía su mirada estaba reservada para una mujer gruesa sentada en otra silla. He dicho gruesa, pero en realidad quiero decir gorda. Eso es lo que pasa cuando llevas casado un tiempo: dejas de decir lo que piensas. Es el único motivo por el que la gente sigue casada. Todos los matrimonios de éxito se basan en algunas hipocresías necesarias. Sólo en los fracasados la gente siempre se dice la verdad.

La mujer sentada enfrente estaba gorda. También tenía hambre. Lo sabía porque no paraba de comer cosas que sacaba del bolso cuando pensaba que el maître no la veía: una galleta, una manzana, una onza de chocolate, otra galleta, un pequeño bocadillo. Salía comida de su bolso igual que algunas mujeres sacan una polvera, un pintalabios y un lápiz de ojos. Tenía la piel muy pálida y blanca, y la carne rosa fláccida por debajo, parecía que la acabaran de desplumar. Unos grandes pendientes de ámbar colgaban del cráneo como dos caramelos de toffee. En caso de emergencia seguramente también se los comería. Verla comer un bocadillo era como observar a una hiena que devora una pata de cerdo. Su hocico parecía atraer la comida.

– Estoy esperando a alguien -explicó.

– Qué coincidencia.

– Mi hijo trabaja para los americanos -dijo la gorda-. Me va a llevar a cenar, pero no me gusta entrar hasta que venga. Es tan caro…

Asentí, no porque estuviera de acuerdo, sino para hacerle saber que podía hacerlo. Se me ocurrió que si dejaba de moverme un rato incluso me comería a mí también.

– Tan caro… -repitió-. Como ahora para no comer tanto cuando entre. Es malgastar el dinero, creo. Sólo por cenar. -Empezó a devorar otro bocadillo-. Mi hijo es el director de American Overseas Airlines, en Karlsplatz.

– Lo sé -dije.

– ¿A qué se dedica?

– Soy detective privado.

Se le iluminó la mirada, y por un instante pensé que me iba a contratar para buscar un pastel perdido. Así que tuve suerte de que fuera el momento que Britta Warzok eligió para atravesar la puerta de Marstallstrasse.

Llevaba una falda larga negra, una chaqueta blanca a medida ajustada en la cintura, guantes negros y largos, zapatos de tacón blancos y un sombrero que parecía prestado de un trabajador asiático bien vestido. Cubría las cicatrices de la mejilla con mucha eficacia. Iba envuelta en un collar de perlas de cinco vueltas y llevaba enganchado al brazo un bolso con el mango de bambú, lo abrió mientras todavía me estaba saludando y rescató un billete de cinco marcos. Éste fue a parar al maître, que la saludó con una sumisión digna de un miembro de la corte de la archiduquesa de Hannover. Mientras él se humillaba aún más, miré por encima de su antebrazo el contenido del bolso. Tenía la longitud suficiente para contener una botella de Miss Dior, un talonario de cheques del Hamburger Kreditbank y una automática del calibre 25 que parecía la hermana pequeña de la que llevaba yo en el bolsillo del abrigo. No sabía qué me preocupaba más, el hecho de que tuviera la cuenta en Hamburgo o la carraca cubierta de níquel que llevaba.

La seguí al restaurante dejando una estela de perfume, saludos deferentes y miradas de admiración. No culpaba a nadie por mirar. Además del Miss Dior, desprendía un aire de seguridad y elegancia, como una princesa camino de ser coronada. Supuse que era la altura lo que la convertía automáticamente en el centro de atención. Es difícil parecer majestuoso cuando apenas llegas al pomo de las puertas. Pero también podría ser su cuidadosa forma de vestir lo que llamaba la atención. Eso y su belleza natural. En efecto, no tenía nada que ver con el chico que caminaba tras ella y se agarraba al ala del sombrero como si fuera la cola del vestido.

Nos sentamos. El maître, que parecía conocerla, nos dio una carta del tamaño de la puerta de la cocina. Ella dijo que no tenía mucha hambre. Yo sí, pero por ella dije que yo tampoco. Es difícil decirle a una clienta que sumarido está muerto con la boca llena de salchicha y chucrut. Pedimos la bebida.

– ¿Viene mucho por aquí? -le pregunté.

– Bastante, antes de la guerra.

– ¿Antes de la guerra? -Sonreí-. No parece que tenga edad para eso.

– Oh, pues sí -dijo-. ¿Adula a todos sus clientes, herr Gunther?

– Sólo a los feos. Lo necesitan, usted no. Por eso no la estaba adulando, constataba un hecho. No parece mayor de treinta años.

– Tenía sólo dieciocho años cuando me casé con mi marido, herr Gunther -dijo-. En 1938. Ahí lo tiene, ya le he dicho mi edad. Y espero que se avergüence de haberme puesto un año de más, sobre todo a esta edad. Durante cuatro meses más, todavía estoy en la veintena.

Llegó la bebida. Ella tomó un coñac Alexander que combinaba con el sombrero y la chaqueta. Yo tomé un Gibson para comerme la cebollita. La dejé beber un poco de la copa antes de contarle lo que había averiguado. Se lo dije sin tapujos, sin eufemismos ni evasivas por educación, directo a los detalles sobre la brigada de asesinos judíos que obligaron a Willy Hintze a cavar su propia tumba y arrodillarse en el borde antes de dispararle en la nuca. Después de lo que me había explicado en la oficina de que ella y su prometido esperaban que si Warzok estaba vivo fuera arrestado y extraditado a un país donde colgaran a la mayoría de criminales de guerra nazis, estaba bastante seguro de que lo podía soportar.

– ¿Y cree que eso fue lo que le sucedió a Friedrich?

– Sí. El hombre con el que hablé está más o menos seguro de ello.

– Pobre Friedrich -comentó-. No es una muerte muy agradable, ¿verdad?

– Las he visto peores -contesté. Encendí un cigarrillo-. Diría que lo siento pero no parece muy adecuado. Por muchos motivos.

– Pobre, pobre Friedrich -volvió a decir.

Acabó la bebida y pidió otra ronda. Tenía los ojos llorosos.

– Lo dice casi como si lo pensara de verdad -dije-. Casi.

– Digamos que tenía sus momentos, ¿de acuerdo? Sí, al principio, no cabe duda de que tenía sus momentos. Y ahora está muerto.

Sacó el pañuelo y, con gran parsimonia, se secó el contorno de los ojos.

– Saberlo es una cosa, frau Warzok. Probarlo para convencer a un tribunal eclesiástico es muy distinto. Los de la Com pañía, la gente que intentó ayudar a su marido, no son de los que juran encima de nada excepto tal vez un puñal de las SS. El hombre que conocí me lo dejó muy claro en términos inequívocos.

– Repugnante, ¿eh?

– Como una verruga común.

– Y peligroso.

– No me sorprendería en absoluto.

– ¿Le amenazaron?

– Sí, supongo que sí -dije-. Pero yo no me preocuparía por eso. Las amenazas son gajes del oficio para alguien como yo. Casi ni me di cuenta.

– Por favor tenga cuidado, herr Gunther -rogó-. No me gustaría cargar con usted en la conciencia.

Llegó la segunda ronda de bebidas. Me acabé la primera y coloqué la copa vacía en la bandeja del camarero. La señora gorda y su hijo que trabajaba para las American Overseas Airlines entraron y se sentaron en la mesa de al lado. Me comí la cebolla rápido, antes de que me la pidiera. El hijo era alemán, pero la gabardina color burdeos que llevaba parecía sacada de la revista Esquire. O tal vez de un club nocturno de Chicago. Le iba grande, tenía las solapas amplias y hombros aún más anchos, llevaba unos pantalones holgados, con el tiro bajo y muy ajustados al tobillo, como para resaltar los zapatos marrones y blancos. La camisa era de color blanco puro y la corbata una sombra eléctrica rosa. Remataba el conjunto una cadena doble para las llaves de una longitud exagerada que colgaba de un estrecho cinturón de piel. Suponiendo que no se la hubiera comido, pensé que para su madre era la niña de sus ojos. Él no se habría dado ni cuenta, ya que repasaba a Britta Warzok con la mirada como una lengua invisible. Al instante retiró su silla, tomó la servilleta del tamaño de una funda de almohada, se levantó y se acercó a nuestra mesa como si la conociera. Sonriendo como si le fuera la vida en ello y con una vehemente reverencia, que no encajaba con el traje informal que llevaba, dijo:

– ¿Cómo está, señorita? ¿Le gusta Múnich?

Frau Warzok lo miró sin comprender. Él volvió a inclinarse casi como si esperara que aquel movimiento le refrescara la memoria.

– ¿Félix Klingerhoefer? ¿No se acuerda? Nos conocimos en el avión.

Ella empezó a sacudir la cabeza.

– Creo que me confunde con alguien, herr…

Casi suelto una carcajada. La idea de que a Britta Warzok la confundieran con alguien, excepto tal vez con una de las tres Gracias, era demasiado absurda. Sobre todo con esas tres cicatrices en la cara. Eva Braun habría sido más fácil de olvidar.

– No, no -insistió Klingerhoefer-. No me equivoco.

Por dentro estaba de acuerdo, pensé que era una torpeza por parte de ella fingir haber olvidado un nombre así, sobre todo cuando él acababa de mencionarlo. Me quedé en silencio, a la espera del desenlace.

Entonces, sin hacerle caso, Britta Warzok me miró y dijo:

– ¿De qué hablábamos, Bernie?

Me pareció raro que escogiera aquel preciso instante para utilizar mi nombre de pila por primera vez. No la miré. En cambio, mantuve la vista clavada en Klingerhoefer con la intención de que eso lo animara a decir algo más. Incluso le sonreí, creo. Sólo así descartaría la idea de que me iba a envalentonar con él. Pero se había quedado atascado como un perro en un témpano de hielo. Tras una tercera reverencia, murmuró una disculpa y volvió a su mesa con la cara del mismo color que su extravagante atuendo.

– Creo que le estaba hablando de la gente extraña con la que me pone en contacto este trabajo -dije.

– ¿Verdad que lo es? -susurró, al tiempo que lanzaba una mirada nerviosa en dirección a Klingerhoefer-. Sinceramente, no sé de dónde ha sacado la idea de que nos conocíamos. Nunca lo había visto.

Sinceramente. Me encanta cuando los clientes hablan así, sobre todo las mujeres. Todas mis dudas sobre su honestidad se disiparon al instante, claro.

– Con ese traje, creo que lo recordaría -añadió, redundante.

– Sin duda -dije, mientras observaba a aquel hombre-. Seguro que lo recordaría.

Ella abrió el bolso, sacó un sobre y me lo dio.

– Le prometí una bonificación. Aquí está.

Vi algunos billetes en el interior del sobre. Había diez, todos rojos. No eran cinco mil marcos. Aun así, era más que generosa. Le dije que era demasiado generosa.

– Al fin y al cabo, las pruebas no ayudan mucho a su causa -comenté.

– Al contrario, me ayuda mucho. -Se dio un golpecito en la frente con una uña inmaculada-. Aquí dentro. Aunque no ayude a mi causa, como dice, no tiene ni idea del peso que me quita de encima. Saber que no volverá. -Me agarró de la mano, la levantó y la besó con lo que parecía sincera gratitud-. Gracias, herr Gunther. Muchas gracias.

– Ha sido un placer -dije.

Puse el sobre en el bolsillo de dentro y lo cerré para más seguridad. Me gustó cómo me besó la mano. También me gustaba la bonificación, y el hecho de que me la pagara en billetes de cien marcos, bonitos y nuevos, con esa señora leyendo un libro junto a un globo terráqueo. Incluso me agradaba su sombrero, y las tres cicatrices de la cara. Todo en ella me gustaba bastante, excepto la pistolita del bolso.

Me desagradan las mujeres que llevan pistola casi tanto como los hombres. El arma y el pequeño incidente con herr Klingerhoefer, por no hablar de su evasiva para que no volviera a su casa, me hacían pensar que había mucha más Britta Warzok de lo que parecía a simple vista. Y como a simple vista parecía Cleopatra, eso me provocó un calambre en un músculo que de repente sentí que debía estirar.

– Es usted una católica bastante estricta, frau Warzok -dije-. ¿Tengo razón?

– Por desgracia, sí. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque hablé con un cura sobre su dilema y me recomendó que empleara el viejo recurso de la evasiva de los jesuitas -contesté-. Significa decir una cosa mientras piensa otra, por una buena causa. Al parecer lo recomendaba el fundador de los jesuitas, Ulrich Zwingli. Según este cura con el que hablé, Zwingli escribe sobre el tema en un libro llamado Ejercicios espirituales. Tal vez debería leerlo. Dice que sería un pecado más grave que la mentira en sí misma la acción malvada que resultaría de no decirla. En este caso, usted es una jovenatractiva que quiere casarse y fundar una familia. El cura cree que si se olvidara usted del hecho de que vio a su marido vivo en la primavera de 1946 sólo tendría que declarar oficialmente que estaba muerto, y así no habría necesidad de implicar a la Ig lesia. Y ahora que sabe que realmente está muerto, ¿qué tiene de malo?

Frau Warzok se encogió de hombros.

– Es interesante lo que dice, herr Gunther -dijo-. Tal vez hablemos con un jesuita para ver qué nos recomienda. Pero no podría mentir en algo así, y menos a un cura. Me temo que, para una católica, no hay atajos fáciles.

Terminó su copa y luego se dio unos toquecitos con la servilleta.

– Sólo es una sugerencia -dije.

Volvió a echar mano del bolso, dejó cinco dólares sobre la mesa y luego hizo un amago de irse.

– No, por favor, no se levante -dijo-. Me siento fatal por haberle estropeado la cena. Quédese y pida algo. Hay suficiente para pagar más o menos lo que quiera. Por lo menos acábese la copa.

Me puse en pie, le besé la mano y la vi marchar. Ni siquiera miró a herr Klingerhoefer, que volvió a ruborizarse, jugueteando con la cadena, y luego dedicó una sonrisa forzada a su madre. Una parte de mí quería seguirla. La otra quería quedarse y ver qué podía sonsacarle a Kingerhoefer. Ganó Kingerhoefer.

«Todos los clientes son unos mentirosos», me dije. Todavía no he conocido a ninguno que no tratara la verdad como algo que dosificar. Y el detective que sabe que su cliente es un mentiroso conoce toda la verdad que le corresponde, porque luego jugará con ventaja. No era asunto mío conocer la verdad absoluta sobre Britta Warzok, en caso de que existiera algo así. Como cualquier otro cliente, tendría sus motivos para no contármelo todo. Por supuesto, había perdido un poco la práctica. Era sólo mi tercer cliente desde que empecé el negocio en Múnich. Aun así, me dije, no debería haberme dejado encandilar tanto por ella. Así no me habría sorprendido tanto, no el hecho de pillarla mintiendo de forma tan flagrante, sino descubrir que mentía sin más. Era tan católica estricta como yo. Un católico estricto no necesariamente hubiera sabido que Ulrich Zwingli fue el líderdel protestantismo suizo en el siglo XVI, pero con toda seguridad sabría que fue Ignacio de Loyola quien fundó la orden de los jesuitas. Y si estaba dispuesta a mentir en lo de ser católica, me parecía dispuesta a mentir en todo lo demás. Incluido el pobre herr Klingerhoefer. Agarré los dólares y me acerqué a su mesa.

Frau Klingerhoefer parecía haber superado todas sus reservas anteriores sobre el precio de la cena en el Walterspiel y estaba dando cuenta de una pierna de cordero como un mecánico que revuelve en unas bujías oxidadas con una llave inglesa y un martillo de goma. No dejó de comer ni un momento, ni siquiera cuando les saludé. Probablemente no hubiera parado si el cordero balara para preguntar dónde estaba María. Su hijo, Felix, iba de pareja con la ternera, cortaba triangulitos ordenados como esas viñetas de periódico que siempre veíamos de Stalin cortando en rodajas un mapa de Europa.

– Herr Klingerhoefer -dije-. Creo que le debemos una disculpa. No es la primera vez que ocurre algo así. Sabe, la chica es demasiado presumida para llevar gafas. Es bastante probable que se conocieran de antes, pero me temo que veía demasiado mal para reconocerle de donde fuera que se conociesen. ¿Creo que dijo en un avión?

Klingerhoefer se levantó, educado.

– Sí -contestó-. En un vuelo desde Viena. Voy a menudo por negocios. Ahí vive, ¿no? ¿En Viena?

– ¿Eso le dijo?

– Sí -respondió, con una evidente consternación ante mi pregunta-. ¿Está en apuros? Mi madre me ha dicho que es usted detective.

– Es cierto. No, no tiene problemas. Me encargo de su seguridad personal. Como una especie de guardaespaldas. -Sonreí-. Ella vuela, yo voy en tren.

– Qué mujer más guapa -dijo frau Klingerhoefer, mientras arrancaba el tuétano del hueso de cordero con la punta del cuchillo.

– Sí, ¿verdad? Frau Warzok se está divorciando de su marido -añadí-. Por lo que yo sé, no acaba de decidir si instalarse en Viena o vivir aquí, en Múnich. Por eso me sorprendió un poco oír que le habló de vivir Viena.

Klingerhoefer parecía pensativo y sacudía la cabeza.

– ¿Warzok? No, estoy seguro de que no utilizó ese nombre -dijo.

– Supongo que usó su apellido de soltera -sugerí.

– No, seguro que era frau no sé qué -insistió-. Y no fräulein. Ya me entiende, con una mujer tan atractiva es lo primero que quieres oír, si está casada o no. Sobre todo si eres un soltero con ganas de casarse como yo.

– Encontrarás a alguien -dijo su madre, que lamía el tuétano del cuchillo-. Hay que tener paciencia, nada más.

– ¿Era Schmidt? -pregunté.

Era el nombre que utilizó la primera vez que se puso en contacto con herr Krumper, el abogado de mi última esposa.

– No, no era Schmidt -contestó-. Eso también lo recordaría.

– Mi apellido de soltera es Schmidt -explicó su madre, amable.

Me quedé quieto un segundo con la esperanza de que recordara el nombre que utilizó. Pero no lo hizo. Pasado un rato, volví a disculparme y me dirigí a la puerta.

El maître apareció presuroso a mi lado, con los codos en alto dándole impulso como un bailarín.

– ¿Todo bien, señor? -preguntó.

– Sí -dije, y le entregué sus dólares-. Dígame una cosa. ¿Había visto antes a esa mujer?

– No, señor -contestó-. La recordaría en cualquier parte.

– Me ha dado la sensación de que tal vez se conocían de antes -dije. Hurgué en el bolsillo y saqué un billete de cinco marcos-. ¿O quizás era ésta la mujer que usted reconoció?

El maître sonrió y casi parecía tímido.

– Sí, señor -dijo-. Creo que era ella.

– No tiene de qué temer. No muerde, esta mujer no. Pero si jamás vuelve a ver a esa otra mujer, me gustaría saberlo.

Metí el billete y la tarjeta en el bolsillo superior del chaqué.

– Sí, señor. Por supuesto, señor.

Salí a Marstallstrasse con la vaga esperanza de alcanzar a ver a Britta Warzok subiendo a un coche, pero se había ido. La calle estaba desierta. Decidí pasar de ella y me dirigí hacia donde había dejado el coche.

Todos los clientes son unos mentirosos.

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