24

De vez en cuando, Engelbertina me tomaba la temperatura, me daba la dosis de penicilina y examinaba el muñón cicatrizado del dedo meñique con la misma preocupación cariñosa que un niño dedicaría a un conejito enfermo. Cuando empezó a besarlo, supe que sus cuidados implicaban más cariño del habitual. Nunca le había preguntado por la historia de su vida. Decidí que si en algún momento quería hablar de lo que había ocurrido, lo haría. Y un día, mientras examinaba mi dedo de la manera insinuante que ya he descrito, lo hizo.

– Soy austriaca -dijo-. ¿Te lo había dicho? No, tal vez no. A veces digo que soy de Canadá. No porque sea cierto, sino porque Canadá me salvó la vida. No el país, no me refiero al país. Canadá era el nombre de una de las zonas de clasificación de Auschwitz donde las chicas, éramos unas cinco mil, tenían que examinar las pertenencias de todos los prisioneros que llegaban en busca de objetos de valor, antes de matarlos en la cámara de gas. -Hablaba sin emoción, como si describiera un trabajo rutinario de una fábrica cualquiera-. En Canadá recibíamos mejor comida, ropa más bonita, dormíamos lo suficiente. Incluso nos dejaban que nos creciera el pelo. Fui a Auschwitz en 1942. Primero trabajé en los campos, aquello era muy duro. Hubiera muerto de haber seguido haciéndolo, creo. Y el trabajo me destrozó las manos. Fui a Canadá en 1943. Por supuesto, no era un camping de vacaciones, seguían pasando cosas. Cosas malas. Me violaron tres veces hombres de las SS mientras estuve allí. -No se dejó afectar por ello-. La primera vez fue la peor. El segundo me pegó. Por el sentido de culpa, supongo. Pero podría haberme matado con la misma facilidad, a veces ocurría por miedo a que la chica lo contara. La segunda y tercera vez no me resistí, así que no sé si en realidad se puede llamar violación. Yo no quería, pero tampoco que me hicieran daño. La tercera vez incluso intenté disfrutarlo, fue un error. Porque cuando abrieron el burdel del campo más adelante ese mismo año, alguien se acordó y me trasladaron a trabajarallí, como prostituta. Nadie lo llamaba burdel, claro. Y de hecho nosotras no nos considerábamos prostitutas en aquella época. Estábamos haciendo nuestro trabajo, que era seguir vivas. Sólo era el bloque 24 y nos trataban bien en comparación con las demás. Teníamos ropa limpia, duchas, hacíamos ejercicio y teníamos acceso a atención médica. Incluso teníamos perfume. No puedo contarte cómo era aquello. Volver a oler bien, después de apestar a sudor y a cosas peores durante un año entero. Los hombres con los que teníamos relaciones sexuales no eran de las SS. A ellos no se les permitía. Algunos se arriesgaban. Pero la mayoría se limitaba a observar por la mirilla de la puerta mientras lo hacíamos. Hice un amigo en la brigada de bomberos de Auschwitz. Un hombre checo, que me trataba con mucha amabilidad. Un día caluroso, incluso me pasó a hurtadillas a la piscina de los bomberos. No llevaba bañador. Recuerdo la maravillosa sensación del sol sobre el cuerpo desnudo. Y lo amables que eran todos los hombres. Me trataban como un objeto de veneración y culto. Me pareció el día más feliz de mi vida. Era católico, y celebramos una especie de ceremonia secreta de matrimonio dirigida por un cura. Las cosas nos fueron bien hasta octubre de 1944, cuando hubo un motín en el campo. Mi novio estaba implicado y lo ahorcaron. Luego, con el Ejército Rojo a sólo unos kilómetros, nos obligaron a salir de ahí. Aquella marcha fue lo peor, más que todo lo que había experimentado antes. La gente se desplomaba en la nieve y les disparaban al caer. Al final nos hacinaron en trenes y fuimos a Bergen-Belsen, que era mucho peor que Auschwitz y más terrible de lo que describo. Para empezar, no había comida. Nada. Me morí de hambre durante dos meses. Si no me hubieran alimentado tan bien en el bloque 24, seguro que hubiera muerto en Belsen. Cuando los británicos liberaron el campo en abril de 1945, pesaba sólo treinta y cuatro kilos. Pero estaba viva, eso era lo principal. Nada más importa aparte de eso, ¿verdad?

– Nada -dije yo.

Ella se encogió de hombros.

– Ocurrió. Tuve relaciones sexuales cuatrocientas dieciséis veces en Auschwitz. Las conté una a una para saber con exactitud lo que me había costado sobrevivir. Estoy orgullosa de mi supervivencia. Y por eso te lo cuento, y porque quiero que la gente sepa lo que se les hizo a los judíos, comunistas, gitanos y homosexuales en nombre del nacionalsocialismo. También te lo explico porque me gustas, Bernie, y porque si resulta que un día quieres acostarte conmigo, es mejor que conozcas los hechos. Después de la guerra me casé con un americano. Huyó al descubrir el tipo de mujer que era. Eric cree que eso me molesta, pero en realidad no. No me molesta en absoluto. ¿Y por qué tendría que importar con cuántos hombres me he acostado? Nunca he matado a nadie. A mí eso me parecería algo mucho más difícil de soportar. Como Eric. Él disparó a algunos partisanos franceses como represalia por haber matado a algunos hombres en una ambulancia militar alemana. Bueno, no quiero que le remuerda la conciencia. Creo que cargar con el asesinato en la conciencia sería algo mucho peor que el recuerdo con el que yo debo convivir. ¿No crees?

– Sí, es verdad -contesté.

Le toqué la cara con la punta de los dedos. No tenía cicatrices en la mejilla, pero no podía evitar pensar en sus cicatrices interiores. Por lo menos cuatrocientas, probablemente. Todo lo que ella había vivido hacía que mi propia experiencia pareciera corriente, aunque sabía que no lo era. Había visto algún servicio durante la segunda guerra mundial, así que probablemente estaba mejor preparado que ella. Algunos hombres podían sentir rechazo ante lo que me había contado, como su yanqui. Yo no. Tal vez hubiera sido más fácil para mí sentirlo. Pero lo que dijo me hizo pensar que teníamos algo en común.

Engelbertina acabó de untarme pomada en el muñón del dedo y luego lo cubrió con un trozo de gasa y tiritas. Dijo:

– De todas formas, ahora que sabes todo eso, sabrás por qué tengo maneras de puta. Y eso no puedo evitarlo.Cuando me gusta un hombre, me acuesto con él. Es así de sencillo. Y me gustas, Bernie, me gustas mucho.

Me habían hecho proposiciones más directas y naturales, pero sólo en sueños. Para ser sincero, la habría juzgado con mayor dureza si se pareciera a Lotte Lenya o a Fanny Blankerskoen. Pero como se parecía a las Tres Gracias en un espectáculo erótico helénico, estaba más que contento de dejar que jugaran conmigo. Como un Steinway, si ella lo prefería. Además, hacía tiempo que una mujer no me miraba con algo más que desconcierto o curiosidad. Así que, más tarde aquella noche, mientras Gruen estaba dormido y Henkell de vuelta en el hospital estatal de Múnich, ella vino a mi habitación para procurarme otro tipo de curación. Y durante los diez días siguientes, mi recuperación dio paso a la mutua satisfacción. Por lo menos la mía.

Es raro cómo te sientes cuando has hecho el amor después de una larga sequía. Como si volvieras a formar parte de la raza humana. Tal y como resultaron las cosas, no había hecho ninguna de las dos cosas. Entonces no lo sabía, pero estaba acostumbrado a no saber qué era cada cosa. Permanecer en la oscuridad es un gaje del oficio para un detective. Incluso cuando se cierra un caso, es mucho lo que todavía no sabes, cuántas cosas permanecen ocultas. Con Britta Warzok no estaba en absoluto seguro de si representaba un caso cerrado o no. Era cierto que me había pagado, y generosamente. Pero había muchas cosas sin explicar. Un día por fin logré recordar su número de teléfono y decidí llamarla y hacerle algunas preguntas directas sobre lo que aún no entendía. Como por qué conocía al padre Gotovina. Es decir, pensaba que era el momento de que ella fuera consciente de lo mucho que me había costado ganar sus mil marcos. Así que, mientras Engelbertina ayudaba a Gruen en el lavabo, descolgué el teléfono y marqué el número que recordaba.

Reconocí la voz de la asistenta de antes. Wallace Beery, con vestido negro. Cuando pedí hablar con suseñora, la voz ya prudente se volvió desdeñosa, como si hubiera sugerido quedar para una cena romántica antes de volver a mi casa.

– ¿Mi qué? -gruñó.

– Su señora -contesté-. Frau Warzok.

– ¿Frau Warzok? -El desdén se convirtió en burla-. No es mi señora.

– Bueno, ¿entonces quién es?

– Eso no es asunto suyo -respondió.

– Mire -dije, esta vez un poco desesperado-. Soy detective, podría hacer que fuera asunto mío.

– ¿Detective? ¿De verdad? -La burla no había disminuido-. No es usted un gran detective si no sabe quién vive aquí.

En eso tenía razón. Me hirió profundamente, como si el comentario lo hubiera hecho Vlad el Empalador.

– Hablé con usted una noche hace unas semanas. Le di mi nombre y mi número de teléfono y le pedí que le dijera a frau Warzok que me llamara. Y como lo hizo, supongo que como mínimo ustedes tienen contacto. Y hay otra cosa. Es un delito obstruir a un policía en la ejecución de su deber -dije.

No había dicho que era policía. Eso también era un delito.

– Un minuto, por favor.

Dejó el teléfono en algún lado, sonó como si alguien golpeara la tecla más grave de un xilófono. Oí voces apagadas, y se produjo una larga pausa antes de que volviera a coger el auricular y alguien más se añadiera a la conversación. La voz de buena dicción era masculina. Creí reconocerla, pero ¿de dónde?

– ¿Quién es, por favor? -preguntó la voz.

– Me llamo Bernhard Gunther -contesté-. Soy detective. Frau Warzok es mi cliente. Me dio este número para ponerme en contacto con ella.

– Frau Warzok no vive aquí -dijo el hombre. Era frío pero educado-. Nunca ha vivido aquí. Durante una época recogimos mensajes para ella. Cuando estaba en Múnich, pero creo que ahora se ha ido a casa.

– ¿Sí? ¿Y dónde está?

– En Viena -contestó.

– ¿Tiene un número de teléfono donde poder localizarla?

– No, pero tengo una dirección -dijo-. ¿Quiere que se la dé?

– Sí, por favor.

Se produjo otra larga pausa durante la cual, supuse, quienquiera que fuese buscó la dirección.

– Horlgasse, 42 -dijo, por fin-. Apartamento 3, distrito 9.

– Gracias, herr… Oiga, ¿quién es usted? ¿El mayordomo? ¿El antagonista de la asistenta? ¿Qué? ¿Cómo sé que esta dirección no es falsa? Sólo para deshacerse de mí.

– Le he dicho todo lo que puedo -dijo-. De verdad.

– Escuche, amigo, hay dinero de por medio. Mucho dinero. Frau Warzok me contrató para seguirle la pista a una herencia, y hay una sustanciosa recompensa. No puedo cobrar si no le hago llegar un mensaje. Le daré el diez por ciento de lo que me corresponde si me ayuda con un poco de información. Como…

– Adiós -dijo la voz-. Y, por favor, no vuelva a llamar.

La comunicación se cortó. Así que volví a llamar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero esta vez no obtuve respuesta. Y la vez siguiente la operadora me dijo que el número estaba averiado. Me quedé ahí desorientado y sin más pistas que seguir.

Todavía estaba sopesando la posibilidad de que Britta Warzok me hubiera engañado y ahora fuera una completa desconocida para mí, cuando otro desconocido salió del lavabo. Estaba sentado en la silla de ruedas de Gruen, empujada como de costumbre por Engelbertina, pero, confuso por mi conversación telefónica con Wallace Beery y su amigo, tardé unos segundos en darme cuenta de que el desconocido era Eric Gruen.

– ¿Qué opinas? -preguntó él, mientras se acariciaba la cara afeitada, ahora suave.

– Te has afeitado la barba -dije, como un idiota.

– Ha sido Engelbertina -informó-. ¿Qué te parece?

– Estás mucho mejor sin ella -comentó.

– Ya sé qué opinas tú -dijo-. Le preguntaba a Bernie.

Yo me encogí de hombros.

– Estás mucho mejor sin ella -aseguré.

– Más joven -añadió ella-. Más joven y guapo.

– Sólo lo dices por decir -dijo.

– No, es cierto. ¿Verdad, Bernie?

Asentí y estudié la cara con mayor detenimiento. Había algo familiar en sus rasgos. La nariz rota, el mentón agresivo, la boca estrecha y la frente suave.

– ¿Más joven? Sí, es verdad. Pero hay algo más que no sé decir. -Sacudí la cabeza-. No sé. Tal vez tuvieras razón, Eric. Cuando dijiste que pensabas que nos conocíamos de antes. Ahora que te has quitado la cubierta de la cara, tienes algo que me resulta familiar.

– ¿De verdad?

Ahora sonaba poco claro, como si él no estuviera del todo seguro.

Engelbertina soltó un grito de exasperación.

– ¿Es que no lo veis? Sois idiotas. ¿No es obvio? Parecéis hermanos. Sí, eso es, hermanos.

Gruen y yo nos miramos y enseguida supimos que tenía razón. Nos parecíamos mucho. Pero aun así ella agarró un espejo de mano y nos obligó a juntar las cabezas y observar nuestro reflejo.

– Por eso os resultabais familiares cuando os mirabais -anunció, triunfante-. Os recordabais a vosotros mismos, claro.

– Siempre he querido tener un hermano mayor -dijo Gruen.

– ¿Qué quieres decir con mayor? -pregunté.

– Bueno, es la verdad -insistió, y empezó a llenar la pipa-. Pareces una versión mayor de mí. Un poco más gris y desgastado. Más castigado, seguro. Quizás incluso un poco más grueso, en los límites. Y creo que pareces menos inteligente que yo. O tal vez sólo un poco aturdido. Como si no recordaras dónde has dejado el sombrero.

– Te has olvidado de mencionar que soy más alto -dije-. Casi un metro.

Me miró a la cara, sonrió y encendió la pipa.

– No, pensándolo mejor, me refiero a menos inteligente. Tal vez incluso un poco estúpido. El detective estúpido.

Pensé en Britta Warzok y en que no tenía ningún sentido contratarme si sabía que el padre Gotovina formaba parte de la Com pañía. A menos que siempre lo hubiera sabido y yo fuera demasiado estúpido para ver lo que se proponía. Y por supuesto lo era. El detective estúpido. Sonaba bien, como si pudiera ser cierto.

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