22

Pasaban los días. Me recuperé un poco. Llegó el fin de semana y el doctor Henkell dijo que estaba listo para viajar. Tenía un Mercedes sedán nuevo de color granate, de cuatro puertas, había recorrido todo el camino hasta la fábrica de Sindelfingen para recogerlo, y estaba muy orgulloso de él. Me dejó sentarme en la parte de atrás para que estuviera más cómodo en el trayecto de noventa kilómetros a Garmisch-Partenkirchen. Salimos de Munich por la autovía número 2, una carretera bien trazada que nos llevó por Starnberg, donde le hablé a Henkell sobre el eponimo barón y la fantástica casa donde vivía en el Maybach Zeppelin, que usaba para agotar las tiendas. Y, como le gustaban mucho los coches, también le hablé de la hija del barón, Helene Elisabeth, y del Porsche 356 que conducía.

– Es un coche bonito -dijo-. Pero a mí me gustan los Mercedes.

Y procedió a hablarme de otros coches guardados en su garaje de Ramersdorf. Ahora incluía mi Hansa, que Henkell había tenido la amabilidad de quitarlo del lugar donde lo dejé la noche en que me atraparon los compañeros.

– Los coches son como una afición para mí -me confesó mientras íbamos hacia Traubing y los Alpes-. Igual que el alpinismo. He subido todos los grandes picos de los Alpes Ammergau.

– ¿Incluido el Zugspitze?

El Zugspitze, la montaña más alta de Alemania, era el motivo principal por el que la mayoría de la gente iba a Garmisch-Partenkirchen.

– Eso no es alpinismo -contestó-. Es un paseo. Tú lo estarás subiendo en unas semanas. -Sacudió la cabeza-. Pero mi verdadero interés es la medicina tropical. En Partenkirchen hay un pequeño laboratorio que los americanos me dejan usar. Mantengo una buena relación con uno de los oficiales de alto rango. Viene a jugar al ajedrez con Eric una o dos veces por semana. Te gustará. Habla alemán a la perfección, y juega muy bien al ajedrez.

– ¿Cómo os conocisteis?

Henkell se echó a reír.

– Yo era su prisionero. Había un campo de prisioneros de guerra en Partenkirchen. Yo dirigía el hospital, ellaboratorio formaba parte de él. Los americanos tienen su propio médico, por supuesto. Un buen tipo, pero no hace mucho más que endosar pastillas. Nada quirúrgico, normalmente me lo piden a mí.

– ¿No es un poco extraño investigar la medicina tropical en los Alpes? -comenté.

– Al contrario -dijo Henkell-. Ya ves, el aire es muy seco y puro. Como el agua. Eso lo convierte en el lugar ideal para evitar la contaminación de las muestras.

– Eres un hombre de muchas caras -le dije.

Parecía que le gustaba.

Justo después de Murnau, nuestra carretera atravesó la zona pantanosa de Murnauer. Más allá de Farchant, la ensenada de Garmisch-Partenkirchen se abría y vimos por primera vez el Zugspitze y el resto de las montañas de Wetterstein. Natural de Berlín, más bien me desagradaba la montaña, sobre todo los Alpes. Siempre parecían medio derretidas, como si alguien las hubiera dejado por descuido al sol demasiado tiempo. Tres o cuatro kilómetros más adelante la carretera se dividió, yo agudicé el oído, y estábamos en Sonnenbichl, a poca distancia al norte de Garmisch.

– La verdadera acción está abajo, en Garmisch -explicó-. Todas las instalaciones son olímpicas, por supuesto del 36. Hay algunos hoteles, la mayoría requisados por los americanos, algunas boleras, el club de los funcionarios, uno o dos bares y restaurantes, el Teatro Alpino, y la estación de teleférico hacia el Wank y el Zugspitze. Todo lo demás está bajo control del Comando del Sudeste del 3.er Ejército de Estados Unidos. Incluso hay un hotel que lleva el nombre del general Patton. De hecho hay dos, ahora que lo pienso. A los yanquis les gusta esto. Vienen aquí de toda Alemania para lo que llaman un D and R, descanso y recreo. Juegan al tenis, al golf, practican el tiro al plato y en invierno esquían y patinan sobre hielo. Vale la pena ver la pista de patinaje de Wintergarten. Las chicas del lugar son simpáticas, e incluso proyectan películas americanas en dos de los cuatrocines. Así que, ¿cómo no les iba a gustar? Muchos son de ciudades de Estados Unidos no muy distintas de Garmisch-Partenkirchen.

– Con una diferencia fundamental -dije-. Esas ciudades no tienen un ejército de ocupación.

Henkell se encogió de hombros.

– No son tan malos cuando los conoces.

– Tampoco lo son algunos perros policía -dije, con amargura-. Pero no me gustaría tener a uno rondando la casa todo el día.

– Por fin hemos llegado -anunció, mientras salía de la carretera.

Fue por un camino de grava que llevaba entre dos grupos de majestuosos pinos y por un campo verde vacío al final del cual había una casa de madera de tres plantas con el techo tan alto como el famoso salto de esquí de noventa metros de Garmisch. Lo primero en lo que me fijé es que una pared estaba cubierta con un enorme escudo de armas heráldico. Era una insignia de oro con manchas negras, y tres emblemas principales: una luna decreciente, un cañón con algunas balas y un cuervo. Todo significaba que a la armadura de la que probablemente descendía Henkell le gustaba disparar a los cuervos, a la luz de la luna plateada, con un arma de artillería. Bajo todo este sinsentido decorativo había una inscripción. Decía «Sero sed serio», en latín, que significaba «Somos más ricos que tú». La casa gozaba de una ubicación agradable en el límite de otro campo que descendía de forma abrupta hacia el valle y proporcionaba a sus habitantes magníficas vistas. Eran lo importante en esta zona, y esta casa en concreto gozaba de ese tipo de vistas que normalmente sólo se obtienen desde el cuello de un águila. Nada las entorpecía, a excepción de una nube o dos. Y tal vez el extraño arco iris.

– Supongo que tu familia jamás padeció de acrofobia -dije. Ni pobreza, tuve ganas de añadir.

– Es una bonita imagen, ¿verdad? -contestó, al tiempo que tiraba de la puerta principal-. Nunca me canso de contemplar esas vistas.

Montañas ordenadas de troncos enmarcaban la puerta principal, además de multitud de cigarrillos. Encima dela puerta había una versión más pequeña del escudo de armas de la pared exterior. La puerta era robusta, como si la hubieran tomado prestada del castillo de Odín.

Se abrió y dejó al descubierto a un hombre en silla de ruedas con una manta en el regazo y una enfermera uniformada a su lado. Ella parecía más cálida que la manta, y supe por instinto cuál de las dos habría preferido tener en el regazo. Me estaba recuperando.

El hombre de la silla era grande, con el pelo largo y rubio y una barba que hacía pensar que mantenías una charla importante con Moisés. Llevaba el bigote encerado y hacía que la cara pareciera la incrustación de un sable. Llevaba una chaqueta de ante azul Schliersee con botones de coral, una camisa de estilo rural, y un collar de edelweiss hecho de trozos de cuerno, peltre y perla. Calzaba unos zapatos negros Miesbacher, típicos de Baviera, de tacón alto y la lengüeta doblada. Era el tipo de calzado que llevas cuando quieres pegar a alguien que lleva pantalones cortos. Fumaba una pipa de madera de brezo que desprendía un fuerte olor a vainilla y me recordaba a helado quemado. Parecía el abuelo de Heidi.

Si Heidi hubiera crecido, podría parecerse un poco a la enfermera del hombre de la silla de ruedas. Llevaba una falda rosa con peto hasta las rodillas, una blusa blanca escotada de manga corta ancha, un delantal blanco de algodón, calcetines de encaje hasta las rodillas, y el mismo tipo de zapatos cómodos que su carga barbuda. Sabía que se suponía que era enfermera, porque tenía un pequeño reloj del revés en la blusa y una gorrita blanca en la cabeza. Era rubia, pero no de ese rubio soleado, o dorado, sino ese rubio enigmático, nostálgico que encontrarías perdido en un claro nemoroso. Tenía la boca ligeramente enfurruñada, y los ojos de una especie de color lavanda. Intenté no fijarme en sus pechos. Y luego lo volví a probar, pero seguían llamándome como si estuviera posada en una roca del Rin y yo fuera un pobre marinero tonto con oído para la música. Todas las mujeres sonenfermeras en el fondo. Su naturaleza les lleva a cuidar. Algunas parecen más enfermeras que otras. Y algunas mujeres consiguen parecer enfermeras como la última táctica de Dalila. La enfermera de casa de Henkell era del segundo tipo. Con un rostro y una silueta como la suya haría parecer mi viejo abrigo del ejército un camisón de seda.

Henkell me pilló lamiéndome los labios y sonrió mientras me ayudaba a salir del Mercedes.

Te dije que te gustaría esto -dijo. Entramos en la casa, donde Henkell me presentó. El hombre de la silla de ruedas era Eric Gruen. La enfermera se llamaba Engelbertina Zehner. Engelbertina significa «ángel brillante». En cierto modo le encajaba. Ambos parecían muy nerviosos de verme. Luego, una vez más, la casa no era exactamente un lugar donde entrarías sin más sin ser anunciado. A menos que llevaras un paracaídas. Probablemente estaban contentos de tener nueva compañía, aunque ésta estuviera recluida en sí misma. Todos nos dimos un apretón de manos. Gruen tenía las manos finas y un poco húmedas, como si algo lo pusiera nervioso. Engelbertina tenía la mano fuerte y áspera como una hoja de papel de lija, lo que me sorprendió un poco y me hizo pensar que el ejercicio de la enfermería privada tenía su lado duro. Me senté en un gran sofá muy cómodo y dejé escapar un gran suspiro de comodidad.

– Ha sido un buen paseo -dije, mirando el enorme salón.

Engelbertina ya estaba colocándome un cojín en la espalda. Entonces divisé el tatuaje en la parte superior del antebrazo izquierdo. Algo que aclaraba mucho por qué tenía las manos tan ásperas. El resto de su cuerpo también debía de ser bastante áspero, pero de momento lo aparté de mis pensamientos. Intentaba escapar de cosas como ésa. Además, en la cocina se estaba guisando algo bueno y, por primera vez en semanas, tenía hambre. Apareció otra mujer en el umbral. También era atractiva, con el mismo atractivo de mujer madura, más grande y un poco más desgastada que yo. Se llamaba Raina, era la cocinera.

– Herr Gunther es detective privado -dijo Henkell.

– Eso tiene que ser interesante -dijo Gruen.

– Cuando se pone interesante, normalmente es el momento de coger una pistola -contesté.

– ¿Cómo llega uno a desempeñar ese tipo de trabajo? -preguntó Gruen, al tiempo que volvía a encender su pipa.

A Engelbertina no parecía gustarle el humo y se lo apartaba de la cara. Gruen no le hacía caso y pensé que yo no debía hacerlo, sino fumar fuera un rato.

– Era policía en Berlín. Detective en la brigada criminal, antes de la guerra.

– ¿Alguna vez atrapó a un asesino? -preguntó ella.

Por lo general me hacía el sueco ante una pregunta así, pero quería impresionarla.

– Una vez -respondí-. Hace mucho tiempo. Un estrangulador llamado Gormann.

– Lo recuerdo -dijo Gruen-. Fue un caso famoso.

Yo me encogí de hombros.

– Como he dicho, fue hace mucho tiempo.

– Tendremos que llevar cuidado, Engelbertina -dijo Gruen-. De lo contrario, herr Gunther descubrirá nuestros secretos más terribles. Supongo que ya ha empezado a examinarnos.

– Relájense -les dije-. La verdad es que nunca fui del todo policía. Tengo un problema con la autoridad.

– Eso no es muy alemán por su parte, amigo -dijo Gruen.

– Por eso estaba en el hospital -contesté-. Me dieron un aviso por un caso que estaba investigando, y no tuvo efecto.

– Supongo que debe de ser muy observador -dijo Engelbertina.

– Si lo fuera, tal vez no me hubieran dado una paliza.

– Bien pensado -admitió Gruen.

Durante un minuto, Engelbertina y él comentaron su historia de detectives preferida, que me dio pie para desconectar brevemente. Odio las historias de detectives. Miré a mi alrededor. Las cortinas de cuadros rojos y blancos, los postigos verdes, los armarios pintados a mano, las gruesas alfombras de piel, las vigas de roble de doscientos años de antigüedad, la chimenea, los cuadros de vides y flores y, ninguna casa alpina estaba completasin él, un arnés de buey. La sala era grande pero acogedora como una rebanada de pan en una tostadora.

Sirvieron la comida. Comí más de lo que esperaba, y luego me dormí en una butaca. Cuando me desperté, estaba a solas con Gruen. Parecía que llevaba ahí un rato, me miraba de una forma curiosa que sentí que merecía una explicación.

– ¿Quería algo, herr Gruen?

– No, no -contestó-. Y, por favor, llámame Eric. -Retiró la silla un poco-. Sólo es que tengo la sensación de que nos conocíamos de antes, usted y yo. Su cara me resulta muy familiar.

Me encogí de hombros.

– Supongo que tengo ese tipo de cara -dije, al recordar que el americano del hotel de Dachau hizo un comentario parecido-. Supongo que tuve suerte de hacerme policía. De lo contrario, mi fotografía podría estar colgada por algo que no hubiera hecho.

– ¿Alguna vez ha estado en Viena? -preguntó-. ¿O Bremen?

– En Viena, sí. Pero en Bremen no.

– Bremen. No es una ciudad interesante -comentó-. No como Berlín.

– Parece que hoy en día no hay ningún lugar tan interesante como Berlín. Por eso no vivo ahí, es demasiado peligroso. Si vuelve a haber una guerra, empezará en Berlín.

– Pero difícilmente será más peligrosa que Munich -dijo Gruen-. Para usted, me refiero. Según Heinrich, los hombres que le pegaron casi le matan.

– Casi -contesté-. Por cierto, ¿dónde está el doctor Henkell?

– Ha ido al laboratorio, en Partenkirchen. No le veremos hasta la cena, tal vez ni siquiera entonces. Ahora que está aquí no, herr Gunther.

– Bernie, por favor.

Hizo un gesto educado con la cabeza.

– Lo que quiero decir es que no se sentirá obligado a cenar conmigo, como es habitual. -Se inclinó, me agarró de la mano y la apretó en un gesto amistoso-. Estoy muy contento de que esté aquí. A veces esto es muy solitario.

– Tiene a Raina y a Engelbertina. No me pida que le compadezca.

– Oh, las dos son muy amables, por supuesto. No me malinterprete, no sabría qué hacer sin que Engelbertina me cuidara. Pero un hombre necesita a otro hombre con quien hablar. Y a ella no le gusta mucho la conversación. Diría que no es de extrañar, ha tenido una vida dura. Supongo que se lo explicará en el momento oportuno. Cuando esté preparada.

Asentí mientras recordaba el número tatuado en el antebrazo de Engelbertina. Con la posible excepción de Erich Kaufmann, el abogado judío que me pasó el primer caso en Múnich, nunca había conocido un judío de los campos de concentración nazis. La mayoría estaban muertos, claro. El resto estaban en Israel o Estados Unidos. Y el único motivo por el cual sabía lo del número era porque había leído un artículo de revista sobre los prisioneros judíos que eran tatuados y, en aquel momento, me impresionó que siquiera un judío pudiera llevar ese tatuaje con cierto orgullo. Mi número de las SS, tatuado bajo el brazo, había desaparecido, con bastante dolor, con la ayuda de un mechero.

– ¿Es judía? -pregunté.

No sabía si Zehner era un apellido judío. Pero no veía otra explicación para los números azules del brazo. Gruen asintió.

– Estuvo en Auschwitz-Birkenau. Era uno de los peores campos. Está cerca de Cracovia, en Polonia.

Sentí que arqueaba las cejas.

– ¿Lo sabe? ¿Lo de usted y Heinrich? ¿Y lo mío? ¿Que todos estábamos en las SS?

– ¿Usted qué cree?

– Creo que si lo supiera se iría en el primer tren al campo de desplazados de Landsberg -contesté-. Y luego en el primer barco para Israel. ¿Por qué diablos iba a quedarse? -Sacudí la cabeza-. No creo que me guste esto, después de todo.

– Bueno, pues se va a llevar una sorpresa -dijo Gruen, casi con orgullo-. Lo sabe. Lo mío y lo de Heinrich, en cualquier caso. Es más, no le importa.

– Por Dios, ¿por qué? No lo entiendo.

– Porque después de la guerra -explicó Gruen- se convirtió al catolicismo. Cree en el perdón y en el trabajo que se realiza en el laboratorio. -Frunció el ceño-. Oh, no ponga esa cara de sorpresa, Bernie. Suconversión tiene precedentes. Los judíos son los primeros cristianos, ya lo sabe. -Hizo un gesto de asombro-. La admiro por cómo lleva lo que le ha ocurrido.

– Supongo que es difícil no sentir admiración al mirarla.

– Además, toda aquella locura ha quedado atrás.

– Eso me habían hecho creer.

– Perdona y olvida. Eso dice Engelbertina.

– Es curioso lo del perdón -dije-. Alguien tiene que fingir y actuar como si lo sintiera para que exista alguna posibilidad real de perdón.

– Todo el mundo en Alemania siente lo ocurrido -dijo Gruen-. Tú lo crees así, ¿no?

– Seguro que lo sentimos. Sentimos que nos derrotaran, que nuestras ciudades fueran bombardeadas hasta quedar reducidas a escombros. Sentimos que nuestro país esté ocupado por los ejércitos de otros cuatro países, que nuestros soldados sean acusados de crímenes de guerra y encarcelados en Landsberg. Sentimos haber perdido, Eric. Pero no mucho más. No veo indicios.

Gruen dejó escapar un suspiro.

– Quizá tenga razón -admitió.

Le contesté encogiéndome de hombros.

– ¿Qué demonios sé yo? Sólo soy detective.

– Vamos -dijo, con una sonrisa-. ¿No se supone que sabe quién lo hizo? ¿Quién cometió el crimen? Debe de tener razón en eso, ¿no?

– La gente no quiere que los policías tengan razón -repuse-. Quieren que un cura tenga razón, o un gobierno, incluso un abogado, a veces. Pero nunca un policía. Sólo en los libros la gente quiere que los policías tengan razón. La mayoría de las veces prefiere que estemos equivocados en casi todo. Eso les hace sentir superiores, supongo. Además, Alemania está llena de gente que siempre tenía razón. Lo que necesitamos ahora son unos cuantos errores sinceros.

Gruen parecía abatido. Le sonreí y dije:

– Diablos, Eric, dijo que quería tener una conversación de verdad. Parece que lo ha conseguido.

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