34

Esaú se quedó mirando la tarjeta del inspector Strauss durante una eternidad antes de invitarme a entrar. Entré con él, olía a comida. No olía bien. Fuera lo que fuera, lo habían cocinado con grasa caducada. La puerta se cerró justo en el momento en que el americano hubiera doblado la esquina de la escalera y hubiera visto la entrada del apartamento. Respiré aliviado.

El vestíbulo, al igual que el del piso superior, era grande como una estación de autobuses. Junto a la entrada había una bandeja de plata para el correo y un paragüero hecho con pezuña de elefante. De todos modos, la pezuña bien hubiera podido ser la de la voluminosa señora que acababa de aparecer por la puerta de la cocina. Tenía puesto un delantal y, como le faltaba una pierna, caminaba con la ayuda de unas muletas.

– ¿Quién es, Heini? -preguntó.

– Es la policía, cariño -respondió él.

– ¿La policía? -exclamó sorprendida-. ¿Qué desea?

Después de todo no me equivocaba: era obvio que esa gente no había llamado a la comisaría de Deutschmeister Platz ni a nadie.

– Lamento molestarlos -dije-, pero ha ocurrido un incidente en el apartamento de arriba.

– ¿Un incidente? ¿Qué clase de incidente?

– Me temo que por ahora no puedo decirles mucho -dije-. Veamos, quisiera saber cuándo vieron por última vez a frau Warzok, y si cuando la vieron, iba acompañada. O si por casualidad han oído ruidos extraños en el piso de arriba.

– Hace una semana que no la vemos -dijo Heini, rizándose el vello de los brazos con los dedos-. La última vez la vimos de pasada. Creía que estaba de viaje. Por el correo que se acumula.

La mujer de las muletas había logrado llegar hasta mi lado.

– La verdad es que no tenemos mucho trato con ella -dijo-. Hola y adiós. Es una mujer discreta.

– No causa molestias -dijo Heini-. Sólo se oye el piano, y eso en verano, cuando las ventanas están abiertas. Toca maravillosamente. Era concertista antes de la guerra, cuando la gente aún tenía dinero para esetipo de cosas.

– Últimamente por la casa sólo pasan niños con sus madres -dijo la esposa de Heini-. Da clases de piano.

– ¿Nadie más?

Quedaron en silencio un instante.

– Vimos a alguien, hará una semana -comentó Heini-. Un americano.

– ¿De uniforme?

– No -dijo-. Pero se los reconoce, ¿no? La forma que tienen de caminar, los zapatos, el corte de pelo… Todo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Iba bien vestido. Americana buena, pantalones bien planchados. Ni alto ni bajo, normal. Con gafas. Reloj de oro. Bastante bronceado. Ah, sí, otra cosa que me hizo pensar que era americano: el coche que tenía aparcado fuera. Un coche americano. Verde, con neumáticos blancos.

– Gracias -dije mientras le cogía la tarjeta del inspector-. Han sido de gran ayuda.

– ¿Pero qué ha ocurrido? -preguntó la esposa de Heini.

– Si se lo preguntan, yo no les he dicho nada -dije-. No debería decir ni una palabra, por lo menos no todavía. Pero ustedes son personas decentes, salta a la vista. No son de esos que andan por ahí extendiendo rumores sobre cosas como ésta. Frau Warzok ha muerto. Asesinada, según parece.

– ¡Asesinada! ¿Aquí? -parecía asombrada-. ¿En este edificio? ¿En este barrio?

– Ya he hablado más de la cuenta -dije-. Escuchen, más tarde pasará a verles alguno de mis superiores. Será mejor que finjan no saber nada, ¿de acuerdo? Me estoy jugando el puesto.

Entreabrí la puerta. No se oían pasos en el edificio.

– Será mejor que cierren con llave -dije, y salí.

Había oscurecido y nevaba otra vez. Salí del edificio a toda prisa y bajé hacia el Ring, donde cogí un taxi para volver al hotel. No podía seguir alojándome allí, desde luego, no sabiendo que la Pat rul la In ternacional le seguía la pista tanto a Eric Gruen como a Bernie Gunther. Recogería mis cosas, pagaría la cuenta y me iría aalgún bar hasta decidir qué hacer.

El taxi giró por Wiedner Hauptstrasse y al acercarnos a la entrada del hotel vi el vehículo de la PI aparcado fuera. El estómago, que ya lo traía revuelto, me dio un vuelco como si alguien lo removiera con un cucharón de madera. Le dije al taxista que continuara hasta la esquina. Pagué y, como quien no quiere la cosa, me mezclé con un pequeño grupo de mirones que se había congregado junto a la entrada a la espera de ver salir a alguien arrestado. Dos policías militares evitaban que la gente entrara o saliera del hotel.

– ¿Por qué tanto jaleo? -le pregunté a uno de los mirones, un hombre mayor, delgado como un desatascador, con quevedos y sombrero negro de fieltro.

– Van a detener a alguien -contestó-. Pero no sé a quién.

Asentí levemente y me alejé con la certeza de que era a mí a quien andaban buscando. Después de la escena en el cementerio, no cabía duda. No valía la pena buscar otro hotel, porque si andaban tras Eric Gruen, el primer lugar donde lo buscarían sería en los demás hoteles y pensiones; a continuación, en estaciones de tren y autobús y en el aeropuerto. Empezaba a levantarse viento. La nieve se me acumulaba en la cara como un sarpullido de hielo. Estaba harto de esconderme por callejuelas oscuras, de tanta persecución y de no tener dónde refugiarme, me sentía como Peter Lorre en El vampiro de Düsseldorf. Ni que las hubiera matado yo a esas mujeres. Solo, acosado, desesperado y muerto de frío. Por lo menos tenía dinero. Mucho dinero. Con dinero aún era posible salvar la situación.

Crucé Karlsplatz y el Ring. En Schwarzenberg Strasse entré en un bar húngaro llamado Czardasfurstin para planear cuál sería mi próximo movimiento. Había una banda con una cítara. Pedí un café y tarta e intenté concentrarme en aquella música sentimental y melancólica. Llegué a la conclusión de que tenía que encontrar un lugar donde pasar la noche sin que nadie me hiciera preguntas. Sólo se me ocurría un sitio donde conseguir unacama fuera tan fácil como pedir café y tarta. Un sitio donde no contase nada más que el dinero. En cierto modo me la jugaba regresando allí después de sólo un par de años, pero no tenía muchas más opciones. Para mí, el riesgo era algo inexorable, como la vejez -si tenía suerte- y la muerte -si no la tenía-. Me puse en camino hacia el Oriental, en Petersplatz.

El Oriental, con sus reservados medio a oscuras, sus chicas ligeras de ropa, su sarcástica orquesta, sus chulos y sus prostitutas, me recordaba mucho a los viejos clubes que había frecuentado en Berlín en los aciagos días de la decadente República de Weimar. Se decía que el Oriental había sido el antro favorito de los Bonzen vieneses, los gerifaltes de la época nazi. Terminada la guerra, lo frecuentaban estraperlistas y la incipiente comunidad intelectual. Al igual que el Egyptian Night Cabaret -para muchas chicas una simple excusa para disfrazarse de esclavas, es decir, para ir medio desnudas- era también casino, y ya se sabe que donde hay un casino hay dinero fácil, y donde hay dinero fácil hay fulanas. La última vez, las chicas eran aficionadas, viudas y huérfanas que se echaban a la vida a cambio de cigarrillos y chocolate, o para llegar a fin de mes. Tuve un asunto con una de ellas. No recuerdo cómo se llamaba. Las cosas habían cambiado mucho desde 1947. Las chicas del Oriental eran ahora profesionales curtidas que sólo querían una cosa: pasta. Lo único oriental que quedaba era la decoración.

Bajé al local por una escalera curva. La orquesta tocaba canciones americanas, como Time Out for Tears y I Want to Cry. Qué temas tan oportunos. En el Oriental no se admitía a los militares estadounidenses, aunque claro, sin uniforme y con los bolsillos rebosantes de dinero se hacía difícil negarles la entrada. Por eso de vez en cuando había una batida de la PI, aunque generalmente a altas horas. Esperaba estar fuera del local paraentonces. Me senté en un reservado, pedí una botella de coñac, unos huevos y un paquete de Lucky; seguro de que no tardaría en encontrar cama para pasar la noche, intenté buscarle un sentido a todo lo que había ocurrido durante el día. A todo lo que me había ocurrido desde mi llegada a Viena. Y aun antes.

No era fácil. Si no lo había entendido mal, alguien me había señalado como principal sospechoso de dos asesinatos, seguramente la CIA. El americano del coche verde descrito por el vecino de frau Warzok no podía ser otro que el mayor Jacobs. De la identidad real de la mujer que había venido a verme a mi despacho de Múnich asegurando ser frau Warzok, no tenía ni idea. La verdadera frau Warzok estaba muerta, asesinada por Jacobs o por algún otro agente de la CIA. Muy probablemente me hubieran facilitado su dirección para poder implicarme en el asesinato. La misma razón por la que Eric Gruen me había dado la dirección de Vera Messmann. Lo cual significaba que él, Henkell y Jacobs estaban metidos en el asunto. Fuera cual fuera el asunto.

Me trajeron el coñac y los cigarrillos. Me serví una copa y encendí un pitillo. Había ya varias chicas en la barra mirando en mi dirección. Me pregunté si habría jerarquías o si tendría preferencia la primera de la fila. Me sentía como un arenque en un callejón lleno de gatos. La banda atacó Be a Clown, hazte payaso, lo que también venía al caso. Lo que es como detective, había demostrado no valer gran cosa. Se supone que los detectives ven venir los problemas. A los payasos, por el contrario, los engaña todo el mundo y, cuando algo les sale mal, la gente se ríe. Al menos esa parte se me daba bien. Dos de las fulanas de la barra empezaron a discutir. Supuse que sería por ver a cuál de las dos correspondía el dudoso honor de hacerme compañía. Deseé que ganara la pelirroja, parecía una chica vital, y vitalidad era precisamente lo que me hacía falta, porque cuanto más pensaba en latesitura más ganas me entraban de volarme la tapa de los sesos. De haber tenido una pistola, hubiera considerado seriamente esta opción, pero como no la tenía, seguí dándole vueltas a mi situación y a la manera en que me había metido en ella.

Si la falsa Britta Warzok estaba compinchada con Henkell, Gruen y Jacobs desde el principio, era más que probable que hubieran sido ellos quienes ordenaron que me amputaran el dedo y me dejaran en el hospital en manos de Henkell. Los tipos que me dieron la paliza fueron quienes me llevaron al hospital, ¿no? Y fue Henkell en persona quien me recogió en la entrada. El pañuelo con el que había intentado cortar la hemorragia había terminado en el escenario de la muerte de la verdadera Britta Warzok, junto con mi tarjeta. Qué bien planeado. Lo de cortarme el dedo había sido un golpe maestro, ahora me daba cuenta. De no ser por eso no hubiera podido pasar por Eric Gruen. Por supuesto, yo no había reparado en nuestro parecido físico hasta que se afeitó la barba, pero ellos sí debieron de advertirlo. Quizás el mismo día que Jacobs se presentó en mi hotel en Dachau. ¿No había dicho que le recordaba a alguien? ¿Debió de ocurrírsele entonces la idea de hacerme pasar por Eric Gruen? ¿Para que el auténtico Eric Gruen pudiera adoptar otra identidad? La idea parecía factible, desde luego, si alguien llamado Eric Gruen era arrestado por crímenes de guerra. Cualesquiera que fueran. ¿Una masacre de prisioneros de guerra? O algo peor. Tal vez algo de tipo médico. Algo lo bastante abominable como para que Jacobs supiera que las autoridades de cualquier credo político o religioso no cejarían hasta tener al doctor Eric Gruen entre rejas. Ya no me extrañaba que Bekemeier o los criados de Elizabeth Gruen se asombraran de verme en Viena. Y pensar que me había metido en todo eso por propia iniciativa. Habían sido muy hábiles al dejar que yo urdiera mi propia trampa. Con la modesta ayuda de Engelbertina, por supuesto. Ella me había arrojado arenaa los ojos para que no viera lo que tramaban. Me había estado distrayendo con su fabuloso cuerpo. Si la idea de suplantar a Eric Gruen no hubiera salido de mí, seguramente me lo hubiera sugerido ella. Aun así, era imposible que pudieran prever la muerte de la madre de Gruen. A menos que alguien hubiera propiciado los acontecimientos. ¿Sería posible que Gruen hubiera ordenado la muerte de su propia madre? ¿Y por qué no? No podían ni verse. Y tanto Bekemeier como Medgyessy habían señalado lo repentino de su muerte. Jacobs debió de matar también a la vieja. O tal vez mandó a alguien en su lugar. Alguien de la CIA o de la Odes sa. De todos modos, seguía sin comprender los motivos para matar a Vera Messmann y a la auténtica Britta Warzok.

En cualquier caso, una cosa estaba clara. Me había dejado engañar como un verdadero necio. Menuda cantidad de molestias se habían tomado. Me sentía como un trazo diminuto en un gran lienzo encerrado entre enormes molduras doradas, de las que acentúan la importancia del cuadro. Encerrado. La palabra se quedaba corta ante una conspiración tan bizantina. No es que me sintiera un títere, es que me sentía como el rey de los títeres encarnado en la figura de un imbécil lamentable que merecía unos cuantos palos que le cayeran en las costillas. Me sentía como la pata del gato más estúpido que jamás se hubiera sentado junto a un mono ante una hoguera y un puñado de castañas.

– ¿Puedo sentarme?

Levanté la mirada y vi que había ganado la pelirroja. Estaba algo sonrojada, como si la batalla por mi compañía hubiera sido reñida.

Medio levantándome, sonreí y le indiqué el asiento al otro lado de la mesa.

– Por favor -dije-. Serás mi invitada.

– A eso he venido -dijo ella sentándose en el reservado con un movimiento sinuoso. Tenía más gracia que cualquiera de las chicas que se contoneaban en el escenario, decorado como si fuera una pagoda-. Me llamo Lilly. ¿Y tú?

Casi me da risa. Mi propia Lilly Marlene. Es corriente que las fulanas se inventen nombres. A veces llegado a pensar que la única razón por la que las chicas se meten en el oficio es para ponerse nombres como Johanna.

– Eric -contesté-. ¿Te apetece tomar algo, Lilly?

Le hice una seña al camarero. Tenía un bigote como el de Hindenburg, unos ojos azules como los de Hitler y el talante de Adenauer. Era como si me estuvieran sirviendo cincuenta años de historia alemana. Lilly miró al hombre con desdén.

– Ya tiene una botella, ¿no? -El camarero asintió-. Entonces trae otra copa. Y un café con leche, eso, un café con leche.

El camarero asintió con la cabeza y se retiró sin articular palabra.

– ¿Tomarás café?

– Puede que me tome una copita de coñac, pero como ya has pedido una botella puedo pedir lo que quiera – dijo-. Son las normas. -Sonrió-. No te importa, ¿verdad? Así te ahorras un poco de dinero. No hay nada de malo en ello, ¿no?

– Nada en absoluto -dije.

– Además, ha sido un día muy largo. Durante el día trabajo en una zapatería.

– ¿En cuál?

– Eso no puedo decírtelo -dijo-. Podrías aparecer por ahí y ponerme en evidencia.

– También yo me pondría en evidencia -dije.

– Es verdad -dijo-. De todos modos, mejor que no lo sepas. Imagínate qué chasco si me vieras recogiendo zapatos y midiendo pies.

Me cogió un cigarrillo y cuando acerqué una cerilla para encendérselo vi mejor su cara. Tenía pecas en torno a la nariz, que tal vez fuera un poco demasiado puntiaguda. Le daba un aire sagaz y pensativo, y posiblemente lo fuera. Sus ojos tenían la sombra verde de la avaricia.

Los dientes eran pequeños y muy blancos, y la mandíbula inferior algo prominente. Por la expresión de su rostro parecía una de esas muñecas de Sonneberg con cara de porcelana y ropa interior ordinaria.

Llegaron los huevos y el café, un tazón con café y leche a partes iguales. Mientras yo comía estuvo hablandosobre sí misma, fumando, sorbiendo café y tomando algún que otro trago de coñac.

– Nunca te había visto antes -observó.

– Hacía tiempo que no venía -dije-. He estado viviendo en Munich.

– A mí me gustaría vivir en Munich -dijo-. En cualquier sitio que esté más al oeste que Viena. Algún sitio donde no haya Ivanes.

– ¿Crees que los yanquis son mejores?

– ¿Tú no?

Lo dejé correr. Mejor que no escuchara mis opiniones sobre los americanos.

– ¿Qué te parece si vamos a tu casa?

– Oye, se supone que eso tengo que decirlo yo -contestó-. ¿Quién marca el ritmo aquí, tú o yo?

– Perdona.

– ¿A qué tanta prisa?

– Llevo todo el día dando vueltas -dije-. Y ya sabes cómo se le quedan a uno los pies.

Golpeó la botella de coñac con una uña larga como un abrecartas.

– Esto no es precisamente té de hierbas, Eric -dijo severa-. Es más sedante que estimulante.

– Ya lo sé, pero me sirve para soltar el hacha que he estado blandiendo en las últimas horas.

– ¿Contra quién?

– Contra mí.

– ¿Tan mal están las cosas?

Alargué la mano por encima de la mesa y la levanté un poco para que pudiera ver el billete de cien chelines que tenía en la palma.

– Sólo necesito que me cuiden un poco. Nada de cosas raras. En realidad, serán los cien chelines que menos te habrá costado meterte en el escote.

Me miró como si fuera un caníbal que la estuviera invitando a cenar gratis.

– Lo que tú necesitas es un hotel, amigo -dijo-. No una chica.

– No me gustan los hoteles -dije-. Los hoteles están llenos de gente solitaria. Gente que se sienta a solas en su cuarto a esperar hasta que llega la hora de volver a casa, y yo no quiero eso. Lo único que necesito es un sitio para pasar la noche.

Me tomó la mano entre las suyas.

– ¡Qué diablos! -dijo-. Hoy puedo terminar antes.

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