Hacía un frío glacial. Un golpe de viento me cubrió la cabeza con la manta por un instante. Mi ropa estaba en el interior de la fosa, a mis pies, cubierta con algunos copos de nieve. Me alegré de que hubiera nieve, así vería la sangre si les daba. Soy buen tirador -por lo menos mejor con pistola que con rifle-, pero con una ocho milímetros al aire libre es fácil pensar que se ha errado el tiro. No sucede lo mismo con una 45. Si Zvi o Shlomo me pegaban un tiro, no tendrían que esperar a que me muriera desangrado para saber que me habían dado.
– ¿Puedo fumarme un último cigarrillo? -pregunté.
Hay que dejar que la gente tenga algo en que pensar antes de liquidarlos. Es lo que nos enseñaron en la academia de policía.
– ¿Un cigarrillo? -preguntó Zvi.
– ¿Estás loco? -protestó Shlomo-. ¿Con este tiempo?
Pero Zvi ya estaba echando mano de su paquete cuando solté la manta, me di la vuelta y disparé. El tiro atravesó la mejilla de Zvi, justo al lado de la oreja izquierda. Disparé de nuevo y el tiro le arrancó la punta de la nariz. La sangre salió a chorros salpicándole a Shlomo en el cuello y la camisa cual sanguinolento estornudo. Al mismo tiempo, el grandullón, bufando como un toro, se llevó la mano a la cartuchera de debajo de la axila. Le disparé en la garganta y se desplomó de espaldas sobre la nieve como si fuera un saco de patatas. Con una mano se apretaba la nuez y, gorgoteando como una cafetera, dio con la culata de la pistola, desenfundó y disparó involuntariamente, matando a Zvi en el acto. Le disparé un segundo tiro a Shlomo entre ceja y ceja y corrí hacia Aaron para propinarle una patada entre las piernas con mi pie congelado. A pesar del dolor, se agarró a mi pierna, por lo menos hasta que le hundí un ojo con la culata. Soltó un alarido de dolor y dejó libre mi pie. Resbalé y caí sobre la nieve. Aaron se tambaleó por unos instantes, luego tropezó con el cuerpo inmóvil de Shlomo y cayó a su lado. Me puse de rodillas, le apunté a la cabeza y le grité que ni se le ocurriera sacar la pistola. Aaron no me oyó, o quizá sí, en cualquier caso, sacó el Colt de la funda e intentó amartillarlo paradisparar, pero tenía los dedos fríos, tan fríos como los míos probablemente, sólo que yo ya tenía uno puesto en el gatillo. Tuve tiempo de sobra para apuntar y dispararle al joven judío en la pantorrilla. Aulló como un perro apaleado, soltó la pistola y se agarró la pierna retorciéndose de dolor. Pensé que ya había disparado cinco o seis veces, no lo sabía muy bien, así que tomé la de Zvi y arrojé la mía entre los árboles. Cogí también la de Aaron y la de Shlomo y las arrojé donde había arrojado la mía. Aaron estaba claramente fuera de combate, así que volví a la fosa, recogí mis ropas medio congeladas y empecé a vestirme.
– No voy a matarte -dije jadeando mientras me vestía-. No voy a matarte porque quiero que me escuches. No me llamo ni me he llamado nunca Eric Gruen. En un futuro próximo, y si es humanamente posible, pienso matar a ese hombre. Me llamo Bernhard Gunther. Quiero que recuerdes mi nombre. Quiero que se lo des a quienquiera que sea el fanático que está al cargo de la Ha ganah. Quiero que recuerdes que fue Bernhard Gunther quien te dijo que Adolf Eichmann sigue vivo. Y que estás en deuda conmigo. La próxima vez que busquéis a Eichmann tendrá que ser en Argentina, porque allí es donde vamos los dos. Él por razones obvias, y yo porque Eric Gruen, el verdadero Eric Gruen, me ha tendido una encerrona. Él y vuestro amigo Jacobs. Ahora ya no puedo arriesgarme a quedarme en Alemania, no después de esto. ¿Me has oído?
Se mordió los labios y asintió con la cabeza.
Terminé de vestirme. Le desabroché la cartuchera a Shlomo y enfundé el Colt. Registré los bolsillos del grandullón y cogí dinero, cigarrillos y un mechero.
– ¿Dónde están las llaves del coche? -pregunté.
Aaron se metió la mano en el bolsillo y me las lanzó, cubiertas de sangre.
– Está aparcado al final de la calle -dijo.
– Voy a llevarme el coche y la pistola de tu jefe, así que no intentes seguirme, soy bastante bueno con esto.La próxima vez puede que remate el trabajo.
Encendí dos cigarrillos, le puse uno en la boca y el otro me lo quedé. Eché a andar colina abajo hacia la casa.
– Gunther -dijo. Me di la vuelta. Estaba sentado y tenía el rostro muy pálido-. No sé si sirve ya de algo – dijo-, pero yo te creo.
– Gracias.
Me quedé inmóvil un momento. La pierna le sangraba más de lo que había previsto. Si se quedaba ahí, se desangraría o moriría congelado.
– ¿Puedes caminar?
– Creo que no.
Lo puse en pie y le ayudé a bajar hasta la casa. Ahí encontré unas sábanas y le hice un torniquete en la pierna.
– Siento lo de tus amigos -dije-. No quería matarlos, pero no tenía alternativa. Me temo que eran ellos o yo.
– Zvi era un buen tipo -dijo-. Pero Shlomo estaba mal de la cabeza. Fue él quien estranguló a las dos mujeres. Estaba dispuesto a matar hasta el último nazi sobre la tierra.
– No puedo culparlo -dije mientras terminaba el vendaje-. Todavía quedan demasiados nazis libres como pájaros. Pero yo no soy uno de ellos, ¿vale? Gruen y Henkell asesinaron a mi mujer.
– ¿Quién es Henkell?
– Otro médico nazi, pero es demasiado largo de explicar. Tengo que ir a por ellos. Ya lo ves, Aaron, voy a hacer vuestro trabajo, si puedo. Tal vez sea demasiado tarde. Lo más probable es que sea yo el que acabe muerto, pero debo intentarlo, porque eso es lo que hay que hacer cuando alguien mata a tu mujer a sangre fría. Aunque ya no quedara nada entre nosotros, seguía siendo mi mujer y eso significa algo, ¿no?
Me limpié la cara con un pedazo de sábana y me dirigí hacia la puerta. Me detuve para comprobar el teléfono. No había línea.
– El teléfono no funciona -dije-. Procuraré mandarte una ambulancia en cuanto pueda, ¿de acuerdo?
– Gracias -dijo-. Y buena suerte, Gunther. Espero que los encuentres.
Salí, atravesé la calle y encontré el coche. En el asiento trasero había un grueso abrigo de piel. Me lo puse y me senté en el asiento del piloto. El coche era un Mercury negro y el depósito estaba casi lleno. Era un vehículobueno y rápido, con un motor de cinco litros y una velocidad punta de casi cien kilómetros por hora. Más o menos la velocidad a la que tendría que ir si quería llegar a Rin-Meno antes de medianoche.
Retrocedí hasta el laboratorio, en Garmisch. Jacobs había vaciado los archivadores, pero no eran los archivos lo que me interesaba. Bajé al sótano para recoger un par de paquetes y documentos que me permitirían -o ésa era mi esperanza- entrar en la base estadounidense. Como plan no era brillante, pero recordé que Timmermann, el repartidor de Stars and Stripes que me había llevado de Viena al monasterio de Kempten, me había dicho que la vigilancia en las bases era prácticamente nula. Ésa era mi baza. Eso y un par de paquetes urgentes para el mayor Jacobs.
Después de pedir por teléfono una ambulancia para Aaron, conduje hacia el oeste y hacia el norte en dirección a Francfort. No sabía gran cosa acerca de la ciudad, excepto que estaba a quinientos kilómetros y llena de americanos. Por lo visto, a los americanos les gustaba más Fráncfort que Garmisch. Y viceversa. ¿Quién podía culparles? Los americanos habían traído empleo y dinero, y la ciudad -hasta entonces modesta- era ahora una de las más prósperas de la Re pública Federal. La base aérea de Rin-Meno, unos pocos kilómetros al sur de la ciudad, era para los estadounidenses la principal terminal de transporte aéreo de Europa. Fue gracias a Rin-Meno que Berlín pudo abastecerse durante el famoso bloqueo de junio de 1948 a septiembre de 1949. De no ser por el puente aéreo, Berlín se hubiera convertido en una más de la ciudades de la zona rusa. Dada la importancia estratégica de Rin-Meno, todas las carreteras desde y hacia Fráncfort habían sido reparadas apenas terminada la guerra y eran las mejores de Alemania. Avancé a buen ritmo hasta Stuttgart, entonces bajó la bruma, un verdadero océano de niebla. Me puse a jurar a voz en cuello como si fuera una sirena de barco, hasta que recordé que los aviones no pueden volar con la niebla. Por poco no me pongo a gritar de puro entusiasmo.Con la niebla aún tenía alguna oportunidad de llegar a tiempo. Pero ¿qué haría cuando llegara? Tenía la 45 automática, cierto, pero mi sed de gatillo había menguado ligeramente tras lo ocurrido en Mönch. Además, disparar a cuatro, tal vez cinco personas a sangre fría tampoco era el colmo de las tentaciones. Antes de llegar a la base justo pasada medianoche, ya había llegado a la conclusión de que no sería capaz de disparar a las dos mujeres. En cuanto a los demás, todo sería más sencillo si ofrecían resistencia. Intenté quitarme todas esas ideas de la cabeza en cuanto llegué al acceso principal del aeropuerto. Apagué el motor, cogí la documentación, me apreté la corbata y me acerqué al puesto de guardia. Era de esperar que mi inglés estuviera a la altura del embuste que había tramado durante el curso de las seis horas de viaje.
El vigilante parecía estar demasiado caliente y bien alimentado para permanecer alerta. Llevaba una gabardina verde, boina, bufanda y gruesos guantes de lana verde. Era rubio, de ojos azules y debía de medir un metro ochenta. En la placa del abrigo ponía: «Schwarz», y por un momento pensé que se había equivocado de ejército. Parecía más alemán que yo. Sin embargo, hablaba el alemán tan bien como yo el inglés.
– Traigo unos paquetes urgentes para el mayor Jonathan Jacobs -dije-. Tenía un vuelo para Estados Unidos programado para esta medianoche, para la base de las Fuerzas Aéreas de Langley, en Virginia. El mayor está destacado en Garmisch-Partenkirchen y los paquetes han llegado cuando él ya había partido para coger el avión.
– ¿Viene conduciendo desde Garmisch? -El vigilante parecía sorprendido. Se quedó escrutando mi cara. Me acordé del golpe que me había propinado Shlomo-. ¿Con esta niebla?
– Así es -asentí-. Me he salido de la carretera hace un rato, de ahí el golpe en la cabeza. Por suerte, no ha habido daños mayores.
– Menudo paseo.
– Y que lo diga -dije en tono modesto-. Écheles un vistazo a estos papeles y a los paquetes. Es urgente deveras. Son productos médicos. Le prometí al mayor que, si llegaban después de marcharse, por lo menos intentaría asegurarme de que los recibiera antes de despegar. -Sonreí nerviosamente-. ¿Podría usted comprobar si el vuelo ya ha salido?
– No hace falta. Esta noche no hay vuelos -dijo Schwarz-. Hasta los pájaros se han quedado en tierra. Es por la maldita niebla, lleva así desde esta tarde. Está de suerte, tiene tiempo de sobra para encontrar al mayor. No habrá vuelos hasta mañana. -Se puso a comprobar unos papeles y añadió-: Parece que hay cuatro supernumerarios en el avión para Langley.
– ¿Supernumerarios?
– Pasajeros civiles.
– El doctor Braun y su esposa y el doctor Hoffmann con la suya -dije-. ¿Correcto?
– Correcto -dijo el vigilante-. El mayor Jacobs ha llegado con ellos hará unas cinco o seis horas.
– Si su vuelo no va a salir, ¿dónde pueden estar? -pregunté.
Schwarz señaló la pista.
– Desde aquí lo tapa la niebla, pero si conduce en esa dirección y gira a la izquierda llegará hasta un edificio de cinco plantas, la terminal. En una de las paredes pone: «Rhein-Main». Detrás hay un hotelito adosado al cuartel de la Fu erza Aérea. Lo más probable es que el mayor esté ahí. Cada dos por tres ocurre lo mismo con el vuelo de medianoche para Langley, siempre por culpa de la niebla. Creo que esta noche la pasarán aquí, acurrucados y calentitos para que no les piquen los mosquitos.
– Acurrucados y calentitos… -repetí, divertido por la afición de los anglófonos a la rima fácil. Entonces, de repente, me asaltó una macabra idea-. Bueno, entonces mejor no los molesto, ¿no? Podrían estar durmiendo. ¿Sería tan amable de indicarme dónde está el muelle de carga? Dejaré los paquetes ahí.
– Al lado del cuartel, no tiene pérdida. Las luces están encendidas.
– Gracias -dije, volviendo al coche-. Ah, por cierto. Yo soy berlinés, gracias por lo que hicieron ahí durante el bloqueo. La verdad es que, en parte, si me he molestado en venir hasta aquí esta noche es por lo deBerlín.
Schwarz sonrió.
– No hay de qué -dijo.
Subí al coche y entré en la base con la esperanza de que ese atisbo sentimentaloide acabara con cualquier sospecha que el yanqui todavía pudiera albergar sobre mí. Ese truco me lo enseñaron en el servicio de Inteligencia durante la guerra: a la hora de engañar, lo importante no es la mentira, sino las verdades que se dicen para sustentarla. Y lo que había dicho sobre Berlín era la verdad.
La terminal del aeropuerto de Rin-Meno era blanca y del estilo Bauhaus que tanto detestaban los nazis, lo que posiblemente fuera lo único que podía decirse a favor del edificio. Yo sólo veía ventanas enormes, paredes desnudas y aire caliente. Al mirarlo pensé que a Walter Gropius le hubiera gustado instalar un apartamento en el piso superior y que le hubiera hecho pintar a Paul Klee las paredes del cuarto de baño. Dejé el coche y mi filisteismo cultural en el aparcamiento y saqué los paquetes del maletero. Entonces lo vi. El Buick Roadmaster de Jacobs, con sus neumáticos blancos, estaba aparcado a pocos metros de donde yo había dejado el Mercury. Estaba en el sitio correcto. Me puse los paquetes bajo el brazo y fui hacia la terminal. Detrás de mí, medio borrosos por la niebla, había varios aviones C-47 y un Lockheed Constellation. Todos parecían estar acostados para pasar la noche.
Entré por una puerta lateral y me encontré con una zona de carga del tamaño de una fábrica. Una cinta transportadora cubría los cincuenta o sesenta metros que tenía de largo y había varias puertas de acordeón que daban a la pista. Había varios toros de carga aparcados y por todas partes se veían decenas de carros portaequipajes y contenedores de carga con petates, maletas, mochilas militares, talegos, zapateros, paquetes y embalajes, como si el trabajo hubiera quedado interrumpido a medio hacer. Había envíos para varios lugares de Estados Unidos, desde la base de las Fuerzas Aéreas de Bolling, Washington, a Vandenberg, California. En alguna parte sonaba una radio. Junto a la puerta de un pequeño despacho había un soldado estadounidense con bigote a lo Clark Gable, peto grasiento y un ridículo gorrito de lana con boria fumando un cigarrillo. Estaba sentado sobre una caja en la que se leía «Frágil» y parecía cansado y aburrido.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó.
– Traigo unos paquetes de última hora para el vuelo de Langley -dije.
– Sólo estoy yo, a esta hora no hay nadie más. Ese vuelo no sale hasta mañana por la mañana. La niebla… Joder, no me extraña que no ganarais la guerra, vaya una leche para despegar y aterrizar en este país…
– Buena explicación, pero dicho así parece que el hijo de puta de Göring no tuvo parte en ello -dije a modo de halago-. Como si todo hubiera sido mérito del tiempo.
– Bien dicho -dijo, y señalando los paquetes que llevaba bajo el brazo añadió-: ¿Son ésos?
– Sí.
– ¿Algún certificado?
Le enseñé los documentos que había cogido en Garmisch y repetí la explicación que le había dado al vigilante de la entrada. Los observó un instante, garabateó una firma y a continuación señaló con el pulgar detrás de su hombro.
– A unos cincuenta metros hay un contenedor en el que pone «Langley» escrito con tiza. Déjalo ahí. Lo cargaremos mañana por la mañana.
Dicho esto entró en el despacho y cerró la puerta tras de sí.
Tardé apenas cinco minutos en encontrar el muelle de carga de Langley, pero algo más en dar con los equipajes que andaba buscando. Junto a uno de los contenedores había dos baúles de Vuitton en posición vertical, como dos rascacielos neoyorquinos. Estaban oportunamente etiquetados: «Doctor y frau Doctor Braun» y «Dr. y frau Hoffmann». Los candados eran baratos y cualquiera con un buen cortaplumas hubiera sido capaz de abrirlos. Como yo llevaba un buen cortaplumas, en un par de minutos había abierto los dos baúles. Muchos de los mejores ladrones del mundo son ex policías. De todos modos, ésa era la parte fácil.
Abiertos, los baúles parecían muebles más que equipajes. En una mitad había una barra con colgadores y una cortina de seda; en la otra, cuatro cajones. Había sido el vigilante quien me había dado la idea, diciendo aquellode los mosquitos.
Abrí uno de los paquetes y saqué el insectario del nido de paja. A continuación saqué las jaulas con los mosquitos, que a su vez parecían baúles de madera en miniatura. Se oía cómo en el interior los mosquitos zumbaban y silbaban irritados, como si se quejaran por llevar tanto tiempo encerrados. Aunque los adultos no sobrevivieran al viaje, no tenía ninguna duda, por lo que el propio Henkell me había dicho, de que los huevos y las larvas sí lo harían. No había tiempo para utilizar los tubos de succión. Introduje una jaula en uno de los cajones y partí la fina red protectora con el cortaplumas antes de apartar rápidamente la mano y cerrar el cajón primero y el baúl después. Hice lo mismo con el segundo insectario y el segundo baúl. Ninguno me picó. Ellos no tendrían tanta suerte. Me pregunté si unas docenas de picaduras serían el incentivo que Henkell y Gruen necesitaban para dar de una vez con su vacuna contra la malaria. Por el bien de todos, era de esperar que sí.
Volví al coche y, al ver de nuevo el Buick de color verde, pensé que sería una verdadera pena dejar escapar a Jacobs. Llevado por el hábito, comprobé la puerta que, como la otra vez, estaba abierta. La ocasión era demasiado tentadora para dejarla pasar. Saqué uno de los insectarios del segundo paquete y lo coloqué en el suelo, debajo del asiento del conductor. Como con los otros, rompí la protección y cerré de golpe la puerta del coche.
No era exactamente la venganza que había imaginado. Para empezar, yo no iba a estar allí para verlo. Sin embargo, se trataba de la clase de justicia que Aristóteles, Horacio, Plutarco y Quintiliano habrían aprobado. A su manera, quizás incluso la habrían celebrado. Las pequeñas cosas tienen algo de lo que las grandes carecen. Con eso me daba por satisfecho.
Regresé en coche al monasterio, donde a Carlos Hausner le esperaban una bolsa llena de dinero y, más tarde, un pasaporte nuevo y un pasaje para Sudamérica.