La metanfetamina en las venas me hacía sentir como si fuera mi vigésimo primer aniversario. Era fácil entender por qué les daban esa sustancia a los pilotos de la Luf twaffe. Con la cantidad suficiente de ese jugo acelerador en la sangre no te lo pensarías dos veces para aterrizar un Messerschmitt en el tejado del Reichstag. Me sentía mejor de lo que parecía, por supuesto. Y sabía que ni me acercaba siquiera a la fuerza que me hacía sentir la droga. Caminaba como si aprendiera a andar de nuevo. Sentía como si hubiera tomado prestadas las piernas y manos de uno de los juguetes descartados de Geppetto. Con la cara pálida, un mono negro sucio y demasiado grande, el pelo sudoroso y unos zapatos inexplicablemente pesados, me dije que sólo me faltaba un tornillo en el cuello para hacer el casting final de una película de Frankestein. Era peor cuando hablaba. Mi voz hacía que el monstruo sonara como Marlene Dietrich.
Caminé hasta el ascensor y luego me senté en una silla de ruedas. El hospital estaba lleno de visitas y nadie nos prestaba atención, mucho menos los médicos y enfermeras que, por lo general, aprovechaban la hora de visitas para hacer una pausa o ponerse al día con el papeleo. Todos tenían sobrecarga de trabajo y estaban mal pagados.
Stuber me llevó rápido a su taxi Volkswagen. Me coloqué en el asiento de atrás, ahorré energías y dejé que cerrara la puerta. Corrió hacia delante, entró de un salto y ya estaba acelerando el motor de cortacésped antes de que le dijera adónde íbamos. Encendió dos cigarrillos, me colocó uno entre los labios, soltó el embrague y luego se dirigió rápido hacia la rotonda de Maximilianstrasse, desde donde podríamos haber ido en cualquier dirección.
– Bueno, ¿dónde vamos? -preguntó, al tiempo que sujetaba el volante con fuerza a la izquierda para seguir dando vueltas.
– Cruza el puente -dije-. Al oeste por Maximilianstrasse y luego por Hildegard Strasse, hacia Hochbruchen.
– Sólo dime dónde vamos -gruñó-. Soy taxista, ¿recuerdas? Esa pequeña licencia que ves ahí de laOficina Municipal de Transporte significa que conozco esta ciudad como el conejo de tu mujer.
Mi metanfetamina dejó pasar ésa. Además, le prefería así. Una disculpa o muestra de rubor lo hubiera aplacado. Necesitaba velocidad y eficacia, antes de que el zumo de anfeta y mi malicia se agotaran.
– La iglesia del Espíritu Santo, en Tal -anuncié.
– ¿Una iglesia? -exclamó-. ¿Para qué quieres ir a una iglesia? -Lo pensó un momento mientras cruzábamos el puente como un rayo-. ¿O te estás arrepintiendo? ¿Es eso? Porque si es así, la de Santa Ana está más cerca.
– Pues vaya unos conocimientos de ginecología -comenté-. La de Santa Ana todavía está cerrada. – Mientras pasábamos por el Forum, vi de reojo la esquina de la calle donde los compañeros me habían dado un aperitivo de porra antes de meterme a empujones en su coche-. Y no me estoy arrepintiendo. Además, ¿no me dijiste que no debía ser charlatán? ¿Qué te importa lo que me interesa de una iglesia? No es asunto tuyo. Mejor que no lo sepas, eso dijiste.
Se encogió de hombros.
– Pensé que te estabas arrepintiendo de esto. Eso es todo.
– Cuando me arrepienta, serás el primero en saberlo -dije-. Bueno, ¿dónde está la carraca?
– Allí abajo. -Hizo un gesto con la cabeza. Había una bolsa de herramientas de piel en el suelo. Estaba tan colocado que no la había visto-. En la bolsa. Hay llaves inglesas y destornilladores dentro para darle un poco de compañía decente. Por si alguien se poner nervioso.
Me incliné poco a poco hacia delante y levanté la bolsa hasta el regazo. En un lado estaba el escudo de armas de la ciudad y ponía «Oficina de Correos de Motorbus Services, Luisenstrasse».
– Pertenecía a un mecánico de autobús, supongo -dijo-. Alguien se lo dejó en el taxi.
– ¿Desde cuándo los mecánicos de autobús toman taxis para extranjeros? -pregunté.
– Desde que empezaron a tirarse a enfermeras americanas -contestó-. Ella también era un verdadero bombón. No me extraña que se olvidara las herramientas, no podían despegar las caras. -Sacudió la cabeza-. Yo les observaba por el retrovisor. Era como si ella buscara con la lengua la llave de su casa en la oreja de él.
– Estás dibujando un cuadro muy romántico -comenté, y abrí la bolsa.
Entre todas las herramientas había una Colt automática por cortesía del gobierno estadounidense. Una del calibre 45 de antes de la Gran Gu erra. El amortiguador del sonido adjunto a la boca de la pistola era casero, como casi todos. Y la Colt era la pistola ideal para un silenciador. El único problema era la longitud. Con el cañón, en total medía casi treinta centímetros de largo. Stuber había tenido una buena idea al proporcionar una bolsa de herramientas. Un aparato como ése puede ser silencioso, pero pasaba tan desapercibido a la vista como llevar la espada Excalibur en la mano.
– Esa pistola es fría como la Na vidad -dijo-. La conseguí de un sargento de color mierda que hace guardia en el Club de Oficiales Americanos de la Ca sa del Arte. Jura por la vida de su mamita negra que la pistola y el cañón los utilizó por última vez un ranger del ejército estadounidense para asesinar a un general de las SS.
– Entonces es una pistola de la suerte -dije.
Stuber me miró de reojo.
– Eres un tipo extraño, Gunther.
– Lo dudo.
Recorrimos Hochbruchen viendo la Hof brauhaus donde, poco habitual para esa hora del día, había mucho ajetreo. Un hombre con pantalones de cuero se tambaleaba borracho por la acera y esquivó por poco un carrito de galletitas pretzel. El olor a cerveza pendía en el aire, más de lo normal, incluso para Múnich. Una partida de soldados americanos paseaba sin ninguna prisa por Brauhstrasse con un aire arrogante de amo y señor del lugar, tiñendo de azul el aire con su tabaco dulce Virginia. Parecían demasiado grandes para sus uniformes, susrisotadas de borrachines resonaban en la calle como proyectiles de armas de bajo calibre. Uno de ellos empezó a bailar una especie de claqué y, en algún lugar, una banda de metales empezó a tocar la Mar cha de los viejos compañeros. La melodía parecía apropiada para lo que tenía en mente.
– ¿Qué es todo este escándalo? -gruñí.
– Es el primer día de la Ok toberfest -contestó Stuber-. Un montón de americanos esperando taxis y yo aquí, llevándote.
– Has recibido un buen pago por el privilegio.
– No me quejo -replicó-. Sólo ha sonado así. He elegido el tiempo equivocado para contarte lo que estaba pensando. El gerundio, creo.
– Cuando quiera que me cuentes lo que estás pensando, hijo, te retorceré la oreja. Futuro. -Llegamos a la iglesia-. Gira a la izquierda hacia Viktualienmarkt y para en la puerta lateral. Luego puedes ayudarme a salir de esta cáscara de nuez. Me siento como un guisante en un juego de cartas.
– Ése es el movimiento que estás describiendo, Gunther -dijo-. Cuando yo saco el guisante y nadie se da cuenta.
– Cállate y abre la puerta, escarabajo.
Stuber detuvo el coche, salió, rodeó corriendo la parte de delante y abrió la puerta. Me cansé sólo de verlo.
– Gracias.
Husmeé el aire como un perro hambriento. En la plaza del mercado había almendras tostadas y pretzels calentitas. Otra banda de metales se lanzaba con Polca para clarinete. Con una sola pierna no podría tener menos ganas de bailar una polca. Escucharla me daba ganas de sentarme y tomarme un respiro. En el prado del festival, en Theresienwiese, los que se divertían estarían ya muy animados. Chicas de pechos grandes con faldas y petos demostraban las lecciones de culturismo de Charles Atlas levantando cuatro jarras de cerveza en cada mano. Los cerveceros desfilaban con su mezcla habitual de grandilocuencia y vulgaridad. Niños pequeños comían galletas de jengibre en forma de corazón. Estómagos enormes se llenaban de cerveza mientras la gente intentaba olvidar la guerra y otros trataban de recordarla, nostálgicos.
Yo me acuerdo de la guerra demasiado bien. Por eso estaba ahí. Sobre todo recordaba el horrible verano de 1941. Recuerdo la Ope ración Barbarroja, cuando tres millones de soldados alemanes, yo incluido, y más de tres mil tanques cruzaron la frontera de la Uni ón Soviética. Recuerdo con una dolorosa claridad la ciudad de Minsk. Me acuerdo de Lutsk. Recuerdo todo lo que sucedió allí. Pese a mis esfuerzos, al parecer jamás sería capaz de olvidarlo.
El ritmo de avance cogió a todo el mundo por sorpresa, tanto a nosotros como a los Popov. Así llamábamos a los Ivanes en aquella época. El 21 de junio de 1941 nos reunimos en la frontera soviética, aterrorizados por lo que pudiera pasar. Pasados cinco días, habíamos recorrido unos asombrosos doscientos kilómetros y estábamos en Minsk. Bombardeado por una enorme descarga de artillería y acribillado por la Luf twaffe, el Ejército Rojo sufrió un ataque masivo y muchos pensamos que la guerra estaba más o menos concluida en aquel momento. Pero los rojos seguían luchando donde otros, los franceses, por ejemplo, con toda seguridad se habrían rendido. Su tenacidad se debía, como mínimo en parte, a que los destacamentos de seguridad de la NKVD habían hecho cundir el pánico radical con la amenaza de ejecuciones sumarias. Sin duda, los rojos sabían que aquello no era una fanfarronada, eran muy conscientes del destino que habían tenido miles de prisioneros políticos ucranianos y polacos en Minsk, Lvov, Zolochiv, Rivne, Dubno y Lutsk. Tan rápido había sido el avance de la Weh rmacht en Ucrania, que los soviéticos en retirada no tuvieron tiempo de evacuar a los prisioneros retenidos en las celdas de la NKVD. Y no querían dejar que cayeran en nuestras manos porque podrían convertirse en ayudantes de las SS, o partisanos alemanes. Así que antes de abandonar esas ciudades a su suerte, la NKVD prendió fuego a las cárceles, con todos los prisioneros todavía encerrados. No, no es cierto. Se llevaron a los alemanes consigo. Supongo que pretendían canjearlos por rojos más tarde, pero no acabó así. Los encontramos más tarde, en un campo de tréboles en la carretera hacia Smolensk. Los habían desnudado y matado a balazos.
Yo estaba con el batallón de policías de reserva adjunto al 49.o ejército. Nuestra misión era encontrar a las brigadas de asesinos de la NKVD y poner fin a su actividad. Teníamos información de que un escuadrón de la muerte de Lvov y Dubno había ido hacia el norte, a Lutsk, y, en nuestros carros ligeros Panzer y los coches blindados Puma, intentamos llegar antes que ellos. Lutsk era una pequeña ciudad sobre el río Styr, con una población de diecisiete mil habitantes. Era la residencia de un obispo católico, con toda probabilidad poco querido por los comunistas. Cuando llegamos, encontramos casi a la población entera reunida alrededor de la cárcel de la NKVD con una gran angustia por el destino de sus parientes encarcelados ahí. Un ala de la prisión ya estaba en llamas, pero con nuestros coches blindados conseguimos romper una pared y salvar la vida de un millar de hombres y mujeres. Sin embargo, llegamos tarde para casi tres mil más. Muchos habían recibido un tiro en la nuca. Otros habían muerto por granadas lanzadas a las ventanas de las celdas, pero la mayoría simplemente habían sido quemados vivos. Jamás olvidaré el olor a carne humana quemada mientras viva.
La gente de la ciudad nos contó en qué dirección había ido el escuadrón de la muerte, así que salimos tras ellos, resultó bastante fácil con los Panzer. Las carreteras sucias estaban duras como el cemento. Les dimos caza a tan sólo unos kilómetros al norte, en un lugar llamado Goloby. Se produjo un tiroteo. Gracias al cañón adjunto a nuestro vehículo, lo ganamos con facilidad. Capturamos a treinta de ellos. Ni siquiera habían tenido tiempo de deshacerse de sus documentos rojos de identificación que, algo que les favorecía muy poco, conteníanfotografías. Uno incluso tenía las llaves de la cárcel de Lutsk todavía en el bolsillo, así como multitud de archivos relacionados con algunos de los prisioneros asesinados. Eran veintiocho hombres y dos mujeres. Ninguno tenía más de veinticinco o veintiséis años. La más joven, una mujer, tenía diecinueve y poseía esa belleza eslava de pómulos alzados. Costaba relacionarla con los asesinos de tanta gente. Uno de los prisioneros hablaba alemán, así que le pregunté por qué habían matado a tanta gente de los suyos. Me dijo que la orden había llegado directamente de Stalin y que sus comisarios de partido los habrían fusilado de no haberla cumplido. Muchos de mis hombres estaban a favor de llevarlos con nosotros para que los colgaran en Minsk, pero a mí no me interesaba ese lastre. Así que los fusilamos a todos, en cuatro grupos de siete, y nos dirigimos de nuevo al norte, hacia Minsk.
Me uní al 316º batallón directamente desde Berlín, en un lugar llamado Zamosc, Polonia. Anteriormente, el 316º y el 322º, con los que habíamos operado, habían estado en Cracovia. En aquella época, por lo que yo sabía, ninguno de esos dos batallones policiales había llevado a cabo un asesinato múltiple. Sabía que muchos de mis colegas eran antisemitas, pero había la misma proporción de gente que no lo era, y nada de eso supuso un problema hasta que llegamos a Minsk, donde hice mi informe. También entregué las dos docenas de juegos de papeles de identificación que habíamos confiscado antes de ejecutar a sus propietarios asesinos. Era el 7 de julio.
Mi superior, un coronel de las SS llamado Mundt, me felicitó por nuestra exitosa acción y, al mismo tiempo, me soltó una reprimenda por no haber llevado a las dos mujeres para que fueran colgadas. Parecía que Berlín había emitido una nueva orden: todas las mujeres de la NKVD y partisanas debían ser colgadas, en público, como ejemplo para la población de Minsk.
Mundt hablaba ruso mejor que yo en aquella época, y también podía leerlo. Antes de enrolarse en el Grupode Acción Especial B de Minsk, había estado en la Ofi cina Judía de la RSHA. Y él fue quien se percató de algo acerca de los prisioneros de la NKVD que habíamos ejecutado. Pero incluso al leer en voz alta sus nombres no lo comprendí.
– Kagan -dijo-. Geller, Zalmonowitz, Polonski. ¿No lo capta, Obersturmführer Gunther? Todos son judíos. Habéis ejecutado a un escuadrón de la muerte judío de la NKVD. Eso lo demuestra, ¿no? Que el Führer tiene razón al decir que los bolcheviques y los judíos son el mismo veneno.
Ni siquiera entonces me parecía tan importante. Incluso entonces me dije que yo no sabía que todos eran judíos cuando los fusilamos. Me convencí de que probablemente eso no habría cambiado nada, que habían asesinado a miles de personas a sangre fría y merecían morir. Pero aquello sucedió el 7 de julio. Por la tarde empecé a mirar la acción policial que dirigía con otros ojos. Por la tarde había oído lo del «registro», cuyo resultado fue que dos mil judíos fueron identificados y fusilados. Luego, al día siguiente, acabé en un pelotón de fusilamiento de las SS, dirigido por un policía joven que había conocido en Berlín. Seis hombres y mujeres fueron fusilados y sus cuerpos cayeron en una fosa común, donde tal vez descansaban ya cien cadáveres. En ese momento me di cuenta del verdadero propósito de los batallones policiales. Entonces mi vida cambió, para siempre.
Tuve suerte de que el general que comandaba el Grupo de Acción Especial B, Arthur Nebe, fuera un viejo amigo mío. Antes de la guerra era el jefe de la policía criminal de Berlín, un detective de carrera, como yo. Así que fui a pedirle un traslado a la Weh rmacht para realizar tareas en primera línea. Me preguntó mis motivos. Le dije que si me quedaba sería sólo cuestión de tiempo que me fusilaran por desobedecer una orden. Le dije que una cosa era disparar a un hombre porque era miembro de un escuadrón de la muerte de la NKVD, pero otra muy diferente dispararle sólo porque era judío. Nebe pensó que era extraño.
– Pero el Obersturmbannführer Mund me dijo que las personas que fusilasteis eran judías -replicó.
– Sí, pero no los fusilé por eso, señor -contesté.
– La NKVD está llena de judíos -dijo-. Lo sabes, ¿no? Si hay opción de que atrapes a otro escuadrón de la muerte, serán judíos. ¿Y entonces qué?
Me quedé en silencio. No sabía qué contestar.
– Sólo sé que no me voy a pasar esta guerra asesinando a gente.
– La guerra es la guerra -dijo, impaciente-. Y, francamente, puede que hayamos intentado abarcar demasiado en Rusia. Tenemos que ganar en este terreno lo antes posible si queremos ponernos a salvo en invierno. Eso significa que no hay lugar para los sentimientos. Sinceramente, ya tenemos suficiente con ocuparnos de nuestro propio ejército para hacerlo también con los prisioneros del Ejército Rojo y la población local. Tenemos un arduo trabajo por hacer, no te equivoques. No todo el mundo sirve. A mí no me importa mucho, Bernie. ¿Me he explicado bien?
– Con suficiente claridad -dije-. Pero preferiría disparar a gente que me devuelva los disparos. Soy así de raro.
– Eres demasiado mayor para estar en primera línea. No durarías ni cinco minutos.
– Probaré, señor.
Me miró un segundo más y luego se acarició la larga nariz imponente. Tenía cara de policía. Astuto, duro, de buen talante. Hasta entonces nunca había pensado en él como un nazi. Sabía que sólo tres años antes había formado parte de una conspiración militar para derrocar a Hitler en cuanto los británicos declararon la guerra a Alemania tras la anexión de los Sudetes. Por supuesto, los británicos jamás declararon la guerra. No en 1938. En cuanto a Nebe, era un superviviente. Y de todas formas, en 1940, cuando Hitler derrotó a los franceses en sólo seis semanas, muchos de sus opositores en el ejército cambiaron de opinión sobre él. Aquella victoria les pareció una especie de milagro a muchos alemanes, incluso a los que no les gustaba Hitler y todo lo que defendía.Suponía que Nebe era uno de ellos.
Podría haberme fusilado, aunque nunca oí que fusilaran a nadie por desobedecer la llamada Orden de Comisario, que se convirtió en poco más que una licencia para matar civiles rusos. Me podría haber enviado a un batallón de castigo. Existían. En cambio, Nebe me envió a unirme a la Sec ción de Inteligencia del Este de Ejércitos Extranjeros de Gehlen, donde pasé varias semanas organizando registros de la NKVD. Y después fui trasladado a Berlín, al Servicio de Crímenes de Guerra del Alto Comando Alemán. Supongo que era la idea que tenía Arthur Nebe de una broma. Siempre tuvo un extraño sentido del humor.
Pensé en todo tipo de excusas para lo que sucedió en Lutsk. Que yo no sabía que eran judíos. Que eran asesinos. Que habían matado casi a tres mil personas, probablemente a más. Que seguro que habrían matado a muchos más prisioneros políticos si no les hubiéramos fusilado.
Pero siempre me parecía lo mismo.
Había ejecutado a treinta judíos. Ellos habían matado a todos aquellos prisioneros sólo para evitar que colaboraran con los invasores nazis, algo que era casi seguro. Stalin había reclutado grandes cantidades de judíos para la NKVD porque sabía que se jugaban más. Yo había participado en el mayor crimen de la historia oficial.
Me odiaba por ello, pero más a las SS. Odiaba la manera en que me había convertido en cómplice de su genocidio. Nadie sabía mejor que yo lo que se había hecho en nombre de Alemania, y ése era el verdadero motivo por el que entraba en esa iglesia con el asesinato en mente. No se trataba sólo de una dura paliza y la pérdida de mi dedo meñique. Era algo mucho más importante. En todo caso, la paliza me había despertado los sentidos en cuanto quién era esa gente y lo que habían hecho, no sólo a millones de judíos, sino a millones de alemanes como yo. A mí. Valía la pena matar por eso.