GIDEON

20 de septiembre


Esto es lo que me he estado preguntando desde que papá me enseñó esa fotografía: si mi madre se llevó todas las fotografías de Sonia que había en la casa, ¿por qué no se llevó ésa? ¿Fue porque el rostro de Sonia estaba tan cubierto de sombras que podría haber parecido cualquier bebé y, por lo tanto, no era entrañable para mi madre? ¿Una fotografía a la que no podría aferrarse en su dolor… si fue el dolor en verdad lo que hizo que nos abandonara? ¿O fue porque Katjia Wolff también salía en la fotografía? ¿O fue porque mi madre no conocía la existencia de esa fotografía? Porque, como podrá imaginarse, lo único que no puedo saber de esa fotografía -que ahora tengo en mi posesión y que le enseñaré la próxima vez que nos veamos- es quién la hizo.

¿Por qué papá guardaba esa fotografía en particular, una fotografía en la que la figura principal no es su hija, su propia hija que murió, sino una joven sonriente y rubia que no es su mujer, que nunca lo fue y que no era la madre de ese bebé?

Le pedí a papá que me contara cosas de Katja Wolff, ya que hacerlo me pareció de lo más natural. Me respondió que era la niñera de Sonia. Me contó que era una chica alemana con muy pocos conocimientos de inglés. Había huido, con dramatismo y temeridad, de Berlín Este a Berlín Oeste en un globo que ella y su novio habían construido en secreto; esa hazaña le había dado cierta notoriedad.

¿Conoce la historia de la que le estoy hablando, doctora Rose? Quizá no. En esa época, debía de tener menos de diez años y supongo que debía de vivir en… ¿dónde? ¿En los Estados Unidos?

Yo, que vivía en Inglaterra, mucho más cerca del lugar de los hechos, no lo recuerdo. Pero papá me contó que en ese momento fue una gran noticia, ya que Katja y su novio no intentaron cruzar desde algún lugar apartado, desde el que hubiera sido un poco más seguro pasar del este al oeste, sino que salieron desde el mismísimo centro de Berlín. El chico no lo consiguió, pues la policía de la frontera lo cogió. No obstante, Katja consiguió escapar. Así es como consiguió sus quince minutos de fama y como se convirtió en una abanderada de la libertad. Noticias en la televisión, titulares de primera página, reportajes en las revistas, entrevistas de radio. Al final consiguió que la invitaran a vivir a Inglaterra.

A medida que mi padre me contaba todo esto, yo lo escuchaba con atención y lo observaba de cerca. Buscaba indicios y significados ocultos, e intenté hacer inferencias, asociaciones y deducciones. Porque, incluso ahora, en la situación en la que me encuentro -sentado en la sala de música de Chalcot Square con el Guarneri a cuatro metros de distancia, fuera de su funda al menos, y ya sabe Dios que eso es un gran progreso, doctora Rose, aunque sea incapaz de levantar el violín hasta la altura de los hombros-, aún hay preguntas que temo hacerle a mi padre.

«¿Qué tipo de preguntas?», me pregunta.

Preguntas como éstas, preguntas que me vienen a la mente sin hacer el más mínimo esfuerzo: ¿quién hizo la fotografía de Sonia y Katja? ¿Por qué mi madre se llevó todas las fotografías salvo ésa? ¿Conocía su existencia? De hecho, ¿de verdad se llevó las otras fotografías o simplemente las destruyó? Y, lo que es más importante, ¿por qué mi padre nunca me había hablado de ellas? ¿Por qué nunca me habló de Sonia ni de Katja ni de mi madre?

Es obvio que no había olvidado que existían. Después de todo, cuando saqué el tema de Sonia me enseñó la fotografía y, por el estado en que se encontraba, juraría por Dios que la había mirado más de un centenar de veces. ¿Por qué ese silencio?

«A veces la gente evita hablar de ciertos temas -me dice-. Elude hablar de algunas cosas porque les resultan demasiado dolorosas.»

¿Como Sonia? ¿Su muerte? ¿Mi madre? ¿El hecho de que nos abandonara? ¿Las fotografías?

¿Katja Wolff, quizá?

No obstante, ¿qué daño puede hacerle a papá hablar de Katja Wolff? A no ser que sea por la razón más obvia.

«Que es…»

Quiere que lo diga, ¿no es así, doctora Rose? Desea que lo escriba. Quiere que piense en ello mientras estoy aquí sentado delante de esta página, para que pueda ponderar qué hay de verdadero y de falso en ello. Pero ¿qué demonios voy a conseguir con todo eso? Sostiene a mi hermana entre sus brazos, la mece por debajo de sus pechos, con la mirada tranquila y la faz serena. Lleva uno de los hombros al descubierto porque lleva un vestido o una camiseta con las tiras demasiado sueltas, y ese vestido o esa camiseta es de colores alegres, de colores extraños, hay demasiado amarillo, naranja, verde y azul. Ese hombro desnudo parece suave y redondeado y, sí, de acuerdo, es una invitación, y tendría que estar ciego para no darme cuenta de que si es un hombre el que está haciendo la fotografía de Katja, y que si ese hombre es mi padre -pero también podría ser Raphael o James el Inquilino o mi abuelo o el jardinero o el cartero o cualquier hombre, porque está espléndida, hermosa y seductora, e incluso yo, un desastre con problemas de erección que debe parecer una insignificancia a cualquier hombre sano, puedo darme cuenta de quién es, de lo que es y de cómo está ofreciendo lo que está ofreciendo-, entonces tiene alguna relación con ella, y tengo una idea bastante clara del tipo de relación que pueden tener.

«Escriba sobre ella -me ordena-. Escriba sobre Katja. Llene una página entera con su nombre si eso es lo que le hace falta y observe adónde le lleva todo eso, Gideon. Pregúntele a su padre si le puede enseñar otras fotografías: fotografías de familia, fotografías sin importancia, fotografías de las vacaciones, de las celebraciones, de las fiestas, de las reuniones, de las cenas, cualquier cosa. Obsérvelas con atención. Fíjese quién sale en ellas. Interprete sus gestos.»

«¿Que busque a Katja?», le pregunto.

«Interprete todo lo que vea.»


21 de septiembre


Papá me cuenta que yo casi tenía seis años cuando Sonia nació. Estaba a punto de cumplir los ochos cuando murió. Le llamé por teléfono y le hice esas dos preguntas a la vez. ¿No está orgullosa de mí, doctora Rose? Cogí el toro por los mismísimos cuernos.

Cuando le pregunté cómo había muerto Sonia, papá me respondió: «Se ahogó, hijo». Daba la impresión de que le había costado un gran esfuerzo y de que su voz procedía de un lugar distante. Al hacerle esas preguntas, sentía cómo me iba poniendo nervioso, pero eso no me impidió continuar. Le pregunté cuántos años tenía cuando murió: «Dos años». Y el nerviosismo de su voz me indicó que había sido lo bastante mayor no sólo para haber tenido un lugar permanente en su corazón, sino también para haber dejado una marca imborrable en su alma.

El sonido de ese nerviosismo y la comprensión que lo acompañaba me explicaron muchas cosas de mi padre: que se hubiera dedicado a mí en cuerpo y alma durante mi niñez, su obstinación en que tuviera, viera y experimentara lo mejor, el hecho de que me protegiera tanto cuando empecé mi carrera en público, el recelo que sentía hacia cualquier persona que se me acercara demasiado y me pudiera hacer daño. Al haber perdido un hijo -no, Dios mío, había perdido dos, porque Virginia también había muerto de niña-, no estaba dispuesto a perder otro.

Así pues, comprendo por fin por qué ha estado tan próximo a mí, por qué ha estado tan involucrado y por qué ha seguido mi vida y mi carrera profesional desde tan cerca. Yo había expresado en voz alta lo que deseaba desde una edad muy temprana -mi violín y mi música- y él había hecho todo lo posible por asegurarse de que el único hijo que le quedaba tuviera dado lo que quería, como si el hecho de darme los medios para conseguirlo pudiera, de alguna manera, garantizar mi longevidad. Así que aceptó dos trabajos y también puso a mi madre a trabajar. Contrató a Raphael y lo dispuso todo para que yo pudiera estudiar en casa.

Salvo que todo eso ocurrió antes de Sonia, ¿verdad? No podía haber sido el resultado de la muerte de Sonia. Porque, si tenemos en cuenta lo que me dijo, ella nació cuando yo tenía seis años y, por lo tanto, en esa época Raphael Robson y Sarah-Jane Beckett ya estaban instalados en casa. Y James el Inquilino también debía de haber estado allí. Katja Wolff, en su papel de niñera de Sonia, debería de haberse unido a ese grupo tan establecido. Esto es lo que debió de suceder: un grupo constituido se vio obligado a aceptar a una extraña; una intrusa, si así lo prefiere. Además, extranjera, pero no una extranjera cualquiera, sino una alemana. Relativamente famosa, sí. Pero extranjera de todos modos: nuestro enemigo en época de guerra, el abuelo para siempre prisionero de esa guerra.

Por lo tanto, Sarah-Jane Beckett y James el Inquilino cuchichean de ella en ese rincón de la cocina; no están hablando en voz baja de mi madre ni de Raphael ni de las flores. Están hablando mal de ella porque Sarah-Jane es así, siempre lo ha sido, y le gusta cotillear. La critica porque está celosa, ya que Katja es delgada, hermosa y seductora, mientras que Sarah-Jane Beckett -la corta melena pelirroja le brota del cuero cabelludo cual casquete y su cuerpo no es muy diferente al mío-se da cuenta de que los hombres de la casa miran a Katja, especialmente James el Inquilino, que ayuda a Katja con su inglés y que se ríe cada vez que ella, con un estremecimiento, dice: «Mein Gott, mi cadáver aún no está acostumbrado a que en este país llueva tanto», en vez de decir mi cuerpo. Cuando le preguntan si quiere una taza de té, ella responde: «Sí, sin que nadie me obligue y dando mis más efusivas gracias», y ellos, los hombres, se ríen, pero es una risa provocada por un encantamiento. Mi padre, Raphael, James el Inquilino, incluso mi abuelo.

Y yo recuerdo todo eso, doctora Rose. Lo recuerdo.


22 de septiembre


¿Dónde ha estado Katja Wolff todos estos años? ¿Enterrada con Sonia? ¿Enterrada a causa de Sonia, tal vez? ¿A causa de Sonia? Le sorprende que haya usado esa palabra, ¿verdad?

«¿Por qué a causa de, Gideon?»

A causa de su muerte. Si Katja era la niñera de Sonia y ésta murió a los dos años de edad, entonces Katja abandonaría la casa, ¿no cree? Yo no necesitaba ninguna niñera porque Raphael y Sarah-Jane ya se ocupaban de mí. Así pues, Katja se habría marchado a los dos años de su llegada -quizás antes-y eso debe explicar que me hubiera olvidado de ella. Después de todo, en aquel entonces yo sólo tenía ocho años y no era mi niñera, sino la de Sonia y, en consecuencia, no creo que me hubiera relacionado mucho con ella. Yo sólo me preocupaba de mi música, y si no estaba ocupado con el violín, lo estaba con las clases. Ya había empezado a hacer mis primeras actuaciones en público y, por lo tanto, me habían ofrecido la posibilidad de estudiar en Juilliard durante un año. Imagíneselo, Juilliard. ¿Cuántos años debía de tener? ¿Siete? ¿Ocho?

«El futuro virtuoso», me llamaban.

Pero yo deseaba que simplemente me denominaran «el virtuoso».


23 de septiembre


Tal y como fueron las cosas, y a pesar del honor y lo que podía significar para mi desarrollo como músico internacional, no fui a Juilliard. Debido a la historia del lugar, mucha gente tres veces más mayor que yo hubiera dado cualquier cosa por tener esa oportunidad, por disfrutar de las innumerables posibilidades que hubieran surgido de esa extraordinaria experiencia de valor incalculable… Pero no hay dinero, y aunque lo hubiera, soy demasiado joven para irme tan lejos, y no digamos para vivir allí solo. Y como mi familia no se puede trasladar allí en masa, pierdo la oportunidad.

En masa. Sí. De alguna manera soy consciente de que sólo seré capaz de ir a Juilliard si vamos en masa, al margen de que haya o no dinero. Por lo tanto, digo: «Papá, por favor, déjame ir, debo ir, quiero ir a Nueva York», porque incluso entonces sé lo que puede significar para mi presente y para mi futuro. Papá me responde: «Gideon, ya sabes que no podemos ir. No puedes estar allí solo, y tampoco podemos ir todos juntos». Evidentemente, quiero saber el porqué. Por qué, por qué, por qué no puedo conseguir lo que quiero si hasta ese momento siempre lo he hecho. Me dice -lo recuerdo muy bien-: «Gideon, el mundo vendrá a ti. Te lo prometo, hijo. Te lo juro».

Pero está claro que no podemos ir a Nueva York.

Por alguna razón lo sé incluso cuando lo pido una y otra vez, incluso cuando imploro, suplico y me comporto peor que nunca, cuando le pego patadas al atril, cuando me lanzo contra la entrañable mesa de media luna de mi abuela y rompo dos de las patas… incluso entonces sé que no habrá Juilliard al margen de lo que haga. No iré a la Meca de la Música, ni solo, ni con mi familia, ni con uno de mis padres, ni acompañado de Raphael, ni con Sarah-Jane pegada a mis talones en calidad de sombra o de protectora.

«Lo sabe -me señala-. Lo sabe antes de pedirlo, mientras lo pide, lo sabe a pesar de todo lo que hace por cambiar… ¿qué, Gideon? ¿Qué intenta cambiar?»

La realidad, evidentemente. Y sí, doctora Rose, sé que esa respuesta no nos lleva a ninguna parte. ¿Cuál es la realidad que ya entiendo a los siete u ocho años?

Parece ser ésta: no somos una familia rica. Sí, claro, vivimos en un barrio que no sólo indica dinero, sino que también lo requiere, pero la familia ha poseído esa casa durante generaciones y la única razón por la que la familia aún sigue teniéndola es los inquilinos, los dos trabajos de papá, el hecho de que mi madre trabaje y la pensión miserable que mi abuelo recibe del gobierno. Pero nunca hablamos de dinero. Hablar de dinero es como hablar de funciones corporales en medio de la cena. Aun así, sé que no iré a Juilliard, y a pesar de que lo sé, siento una tensión en mi interior. Empieza en los brazos, continúa por el estómago, sube por la garganta hasta que grito y grito, y recuerdo lo que grito: «Es porque ella está aquí». Y en ese momento empiezo a dar patadas, a dar golpes y a lanzarme contra objetos. Fue entonces, doctora Rose.

«¿Por qué ella está aquí?»

Ella, obviamente, debe de ser Katja.


26 de septiembre


Papá ha estado aquí otra vez. Estuvo aquí durante dos horas y fue sustituido por Raphael. Querían que pareciera que no estaban haciendo turnos en un velatorio; por lo tanto, pasé, como mínimo, cinco minutos solo desde que papá se marchó hasta que Raphael llegó. Pero lo que no saben es que les vi desde la ventana. Raphael se acercó a Chalcot Square desde Chalcot Road, y papá lo detuvo en medio del jardín. Permanecieron a ambos lados de uno de los bancos y hablaron. Bien, papá habló y Raphael lo escuchó. Asentía con la cabeza y hacía lo que suele hacer: pasarse los dedos de derecha a izquierda por encima del cuero cabelludo para peinarse el poco pelo que le quedaba. Papá estaba colérico. Lo adiviné por la forma con la que gesticulaba, con una mano a la altura del pecho y cerrada como si fuera un puñetazo reprimido. No me hacía ninguna falta interpretar lo demás, porque ya sabía de qué iba.

Había venido en son de paz, con la intención de no mencionar nada que tuviera que ver con mi música.

– Sentía la necesidad de alejarme de ella durante un rato -suspiró-. He llegado a la conclusión de que todas las mujeres del mundo se comportan de forma similar durante los últimos meses de embarazo.

– Así pues, Jill se ha instalado en tu casa -le pregunté.

– No hay que tentar a la suerte.

Era su forma de decir que estaban siguiendo su plan inicial: primero tener el bebé, después buscar un piso, y casarse cuando hubieran solucionado del todo las dos primeras cuestiones. En la actualidad está de moda que las parejas funcionen así, y Jill es una fiel partidaria de la moda. Sin embargo, a veces me pregunto cómo se siente papá con esa situación tan diferente a sus matrimonios anteriores. Estoy convencido de que en el fondo es muy tradicional, y que para él no hay nada más importante que la familia y una sola manera de formarla. Al enterarse de que Jill estaba embarazada, no me lo puedo imaginar haciendo otra cosa que no fuera arrodillarse ante ella y pedirle la mano. De hecho, eso es lo que hizo con su primera mujer, aunque él no sabe que me lo contó el abuelo. La conoció cuando estaba de permiso en el ejército -la carrera profesional que deseaba, a propósito-, la dejó embarazada y se casó con ella. El hecho de que no haya seguido el mismo procedimiento con Jill me muestra que están haciendo las cosas a la manera de Jill.

– Ahora duerme cuando puede -me respondió-. Es lo que siempre sucede durante las últimas seis semanas más o menos. Se sienten tan incómodas que si el bebé decide estar despierto desde la medianoche hasta las cinco de la mañana -hizo un gesto con la mano para indicar que no era tan grave-, a uno se le presenta la oportunidad de hacer lo que había estado esperando toda la vida: leer Guerra y paz en la cama.

– ¿Te has instalado en su casa?

– Sí, duermo en el sofá.

– No es muy bueno para tu espalda, papá.

– No hace falta que me lo recuerdes.

– ¿Ya habéis decidido el nombre?

– Yo aún quiero que se llame Cara.

– Jill desea… -Y el significado de ese nombre me vino a la cabeza tan de repente que apenas pude continuar, aunque me obligué a seguir-: Sigue empeñada en ponerle Catherine, ¿verdad?

Mi padre y yo nos miramos a los ojos, y ella estaba entre nosotros, como si no hubiera dejado de ser esa chica corpórea, directa y eternamente encantadora de la fotografía. A pesar de que me sudaban las manos y de que mi estómago empezaba a sentir los primeros indicios de un estremecimiento, le pregunté:

– Sin embargo, si al bebé le ponéis el nombre de Catherine, te recordaría a Katja, ¿no es verdad?

Su respuesta consistió en ponerse en pie y en hacer café, lo cual hizo muy poco a poco. Me dijo que no entendía cómo podía comprar judías enlatadas, ya que habían perdido toda sus propiedades, y prosiguió extendiéndose sobre cómo el hecho de que hubieran puesto una nueva cafetería de la cadena Starbucks -la habían abierto en Gloucester Road, no muy lejos de Braemar Mansions-había afectado al ambiente de su barrio.

Mientras hacía todo esto, mi dolor de estómago había empezado a desplazarse lentamente con la intención, como ya era habitual, de destrozarme los intestinos. Le escuché a medida que dejaba el tema de Starbucks y empezaba a hablar de la americanización de la cultura global, y apreté el brazo con fuerza contra la parte inferior de mi vientre, deseoso de que el dolor parara y de volver a sentirme bien, porque si eso no sucedía, papá habría vuelto a ganar.

Le permití que agotara el tema de los Estados Unidos: grandes empresas internacionales que dominaban el mundo de los negocios, megalómanos de Hollywood que determinaban las formas de arte cinematográfico, salarios astronómicos y opciones de compra de acciones totalmente escandalosas que se convertían en el parámetro que medía el éxito del capitalismo. Cuando llegó al final de su discurso -que se hizo evidente por el hecho de que los sorbos de café se hacían cada vez más frecuentes-, repetí la frase, salvo que esa vez no la formulé en forma de pregunta:

– El nombre de Catherine te recordaría a Katja.

Vertió el poco café que le quedaba por el desagüe. Se dirigió a pasos largos hacia la sala de música. Mientras lo hacía, me decía: «Por el amor de Dios, enséñamelo, Gideon. ¿Son ésos los únicos progresos que has hecho?».

Había visto el Guarneri dentro de la funda y, aunque ésta estaba abierta, de algún modo supo que ni siquiera había intentado tocarlo. Lo sacó de la funda, y la ausencia de ese respeto con el que siempre había tratado el violín en el pasado me mostró lo enfadado -o nervioso, irritado, enfurecido, asustado, preocupado, no lo sé muy bien- que estaba. Me entregó el instrumento, con los dedos alrededor del mástil, y las fantásticas cuerdas surgían de entre sus dedos cual esperanza enrollada alrededor de una promesa tácita. Me dijo: «Toma. Cógelo. Muéstrame dónde estamos. Enséñame exactamente lo que has conseguido después de pasar varias semanas desenterrando los restos del pasado, Gideon. Una nota me basta. Una escala. Un arpegio. O, por milagro, porque algo me dice que si en este momento lo consiguieras sería un milagro, un movimiento de un concierto de tu propia elección. Cualquiera. ¿Te parece demasiado difícil? ¿Qué te parece un pequeño bis?».

El fuego se apoderó de mí, pero se convirtió en un único trozo de carbón. Un calor blanquecino, un calor plateado, incandescente, y me atravesaba el cuerpo como si fuera ácido.

Sí, sí, ya entiendo lo que me ha hecho mi padre, doctora Rose.

No hace falta que me lo explique. Ya veo lo que ha hecho. Pero en ese momento sólo fui capaz de decir: «No puedo. No me obligues a hacerlo. No puedo», como un niño de nueve años al que le han pedido que toque una pieza que es incapaz de tocar.

Papá prosiguió: «Quizás es demasiado fácil para ti, Gideon. Un insulto para tu talento. Así pues, empecemos con El Archiduque, ¿de acuerdo?».

Empecemos con El Archiduque. El ácido me corroyó por dentro, y después de que el dolor me hubiera destrozado las vísceras y me hubiera inutilizado, lo único que me quedaba era un sentimiento de culpa. Todo era culpa mía. Así fue como reaccioné. Beth fue la encargada de decidir el programa para el concierto del Wigmore Hall, y me dijo: «¿Qué te parece El Archiduque, Gideon?», con la inocencia más absoluta. Y como fue Beth la que hizo la sugerencia, ella que ya había experimentado mis fracasos en un terreno mucho más íntimo, fui incapaz de decirle: «Olvídalo. Esa pieza da mala suerte».

Los artistas creen que hay piezas que traen mala suerte. La palabra Macbeth pronunciada dentro de un teatro tiene su equivalente en cualquier otra faceta del arte. Por lo tanto, si le hubiera dicho, tal y como había deseado hacer, que El Archiduque me daba mala suerte, Beth lo habría comprendido, a pesar del modo en que acabamos nuestra relación. Y a Sherrill no le habría importado lo más mínimo lo que hubiéramos tocado. Hubiera dicho, con ese estilo americano de no-me-importa-en-lo-más-mínimo tan característico de él que usaba para ocultar un gran talento: «Sólo tenéis que decirme dónde está el teclado, chicos», y la cuestión no habría tenido mayor importancia. Por lo tanto, la decisión estaba en mis manos y no hice nada por cambiar las cosas. La culpa es sólo mía.

Papá me encontró donde me había escondido al darme cuenta que era incapaz de enfrentarme con el reto que me había propuesto: en el cobertizo del jardín, donde dibujo y fabrico mis cometas. Eso es precisamente lo que estaba haciendo en ese momento -dibujando- y se acercó a mí, el Guarneri dentro de su funda y la funda dentro de casa.

– Tú eres la música, Gideon -me dijo-. Eso es para lo que vales. Eso es lo que deseo.

– Eso es lo que estamos intentando conseguir -le respondí.

– Hacerlo de ese modo es una tontería -me replicó-. ¡Anotando recuerdos en una libreta y echando una cabezadita en el sofá de una psiquiatra tres veces a la semana!

– No me tumbo en un sofá.

– Ya sabes lo que quiero decir. -Colocó la mano sobre el esbozo que estaba dibujando para obligarme a prestarle atención-. Sólo podemos mantener a la gente a raya durante cierto tiempo, Gideon. Lo estamos haciendo, de hecho, Joanne está haciendo un excelente trabajo, pero llegará un momento en el que incluso una agente como Joanne, por muy leal que sea, empezará a preguntar qué quiere decir exactamente el término agotamiento, en un caso en que ese mismo agotamiento no muestra ningún signo de mejoría. Cuando eso suceda, o tendré que contarle la verdad o tendré que inventarme una historia para que pueda contar a la gente, y eso sólo empeorará las cosas.

– Papá -le repuse-, es una locura pensar que el público que lee la prensa sensacionalista tenga ningún interés en saber…

– No estoy hablando de la prensa sensacionalista. De acuerdo. Cuando una estrella del rock desaparece de la escena, los periodistas empiezan a indagar todos sus trapos sucios sin parar, con la esperanza de encontrar algo que les pueda explicar el porqué. Éste no es nuestro caso ni lo que nos concierne. Lo que me preocupa es el mundo en el que vivimos, con una programación de conciertos prevista para los próximos veinticinco meses, Gideon, como bien sabes, y con llamadas telefónicas, diarias, no te creas, de directores de orquesta que preguntan por el estado de tu salud. Lo que es, como también sabes, un eufemismo para preguntar si has vuelto a tocar. «¿Se ha recuperado del agotamiento?» significa: «¿Rompemos el contrato o seguimos con el programa establecido?». -Mientras decía todo esto, papá iba acercando el dibujo hacia él, y aunque sus dedos habían empezado a manchar las líneas que esbozaban las dos partes inferiores de la cometa, ni le dije nada ni le interrumpí-. Bien, lo que te pido es algo muy sencillo: entra en casa, sube a la sala de música y coge el violín. No lo hagas por mí, porque esto nunca tuvo nada que ver conmigo y nunca lo tendrá. Hazlo por ti mismo.

– No puedo.

– Iré contigo. Permaneceré junto a ti. Te sostendré o haré lo que me pidas. Pero tienes que hacerlo.

Nos miramos fijamente, doctora Rose. Sentía cómo deseaba que saliera de ese cobertizo en el que hacía mis cometas, que atravesara el jardín y que entrara en la casa.

– Hasta que no cojas el violín y lo intentes, Gideon, no sabrás si has hecho algún progreso con ella.

Se estaba refiriendo a usted, doctora Rose. Aludía a todas esas horas durante las cuales he estado escribiendo. Se refería a esa revisión del pasado a la que nos estamos dedicando y en la que, según parece, él estaba dispuesto a ayudarme… sólo con que le demostrara que, como mínimo, era capaz de coger el violín y rozar las cuerdas con el arco.

Así pues, no dije nada, pero salí del cobertizo y me dirigí hacia la casa. Una vez en la sala de música, no me dirigí al asiento de la ventana en el que he anotado todos mis recuerdos, sino a la funda del violín. Ahí estaba el Guarneri, con la superficie y los rebordes relucientes, el depositario de doscientos cincuenta años de música reluciendo a través de las cavidades del Fa, de los lados y de las clavijas.

Puedo hacerlo. Veinticinco años no desaparecen en un instante. Todo lo que he aprendido, todo lo que sé, todo el talento innato que siempre he poseído puede estar escondido y enterrado bajo un desprendimiento de tierras que todavía no he logrado identificar, pero está ahí.

Papá permaneció junto a mí. Mientras yo cogía el Guarneri, él me puso la mano sobre el hombro. Me susurró: «No te dejaré, hijo. Todo irá bien. Estoy aquí».

Y en ese preciso instante, el teléfono empezó a sonar.

Los dedos de papá se tensaron sobre mi hombro como un reflejo. «Olvídate», me dijo haciendo referencia al teléfono. Y como eso era precisamente lo que había estado haciendo durante las últimas semanas, no tuve ningún problema por complacerle.

Pero fue la voz de Jill la que sonó en el contestador. Cuando dijo: «Gideon, ¿está Richard todavía ahí? Tengo que hablar con él. ¿Ya se ha marchado? Por favor, coge el teléfono», papá y yo reaccionamos de la misma manera. Dijimos al unísono: «El bebé», y papá se dirigió a toda prisa hacia el teléfono.

«Aún estoy aquí -le respondió-. ¿Te encuentras bien, cariño?», y después se dispuso a escuchar.

No hubo ni un solo ni un solo no en su respuesta. Papá se volvió hacia mí y le preguntó: «¿Qué tipo de llamada?». Escuchó otra larga respuesta y por fin exclamó: «Jill… Jill… Ya basta. ¿Por qué demonios contestaste el teléfono?».

Una vez más le respondió largamente. Cuando hubo acabado, papá prosiguió: «¡Espera! ¡No seas tonta! Te estás poniendo muy nerviosa… y no me puedes hacer responsable de una llamada que yo no he hecho y que todavía no hemos identificado… -El rostro se le oscureció de repente, ya que ella parecía haberle interrumpido-. ¡Por el amor de Dios, Jill! ¡Escúchate a ti misma! ¡Te estás comportando de un modo totalmente irracional!». El tono de voz en el que pronunció esas últimas palabras indicaba -como había podido comprobar personalmente-que iba a zanjar un tema del que no quería seguir hablando. Era un tono glacial, autoritario, de superioridad y de alguien que domina la situación.

Pero Jill no era el tipo de persona que se dejaba convencer con facilidad. La escuchó de nuevo. Estaba de espaldas a mí, pero notaba cómo cada vez estaba más tenso. Pasó casi un minuto antes de que volviera a hablar de nuevo.

«Ahora mismo voy hacia casa -le respondió con brusquedad-. No pienso discutir estas cosas por teléfono.»

Entonces colgó, y me pareció que la dejaba con la palabra en la boca. Se dio la vuelta y, contemplando el Guarneri, exclamó: «¡De momento tenemos que dejarlo!».

«¿Va todo bien en casa?», le pregunté.

«Nada va bien en ninguna parte», fue su única respuesta.


26 de septiembre, 23.30


El hecho de que había sido incapaz de tocar para él fue sin duda lo que mi padre le contó a Raphael en la plaza después de salir de mi casa, porque cuando Raphael vino a verme tres minutos después de que se despidieran, lo llevaba escrito en el rostro. Dirigió la mirada al Guarneri encerrado dentro de su funda.

– No puedo -le confesé.

– Él cree que no quieres.

Raphael tocó el instrumento con suavidad. Era el tipo de caricia que podría haber ofrecido a una mujer, si alguna vez una mujer lo hubiera considerado objeto de atracción sexual. Sin embargo, por lo que yo sabía, eso nunca había sucedido. De hecho, mientras lo observaba, tenía la sensación de que yo, y mi violín, habíamos evitado que llevara una vida totalmente solitaria.

Como si quisiera corroborar mis pensamientos, Raphael declaró:

– Esta situación no puede continuar, Gideon.

– ¿Y si lo hace? -le pregunté.

– No continuará. Es imposible.

– Así pues, estás de su parte, ¿no es verdad? ¿Te pidió en la calle -hice un gesto de asentimiento hacia la ventana- que me rogaras que tocara para ti?

Raphael contempló la plaza desde la ventana, los árboles cuyas hojas estaban empezando a cambiar de color, revistiéndose con los colores de principios de otoño.

– No -respondió-. No me ha pedido que te obligue a tocar. Hoy no. Me atrevería a decir que tenía la mente ocupada con otros asuntos.

No sabía si creerle, teniendo en cuenta la ira que había presenciado en mi padre mientras hablaba con Raphael. Pero aproveché la idea de «otros asuntos» para cambiar de tema.

– ¿Por qué nos abandonó mi madre? -le pregunté-. ¿Fue a causa de Katja Wolff?

– Ése no es un tema del que debamos hablar nosotros -replicó Raphael.

– Me he acordado de Sonia -le dije.

Asió el picaporte de la ventana, y pensé que tenía intención de abrirla para dejar que entrara aire fresco o para salir al estrecho balcón. No obstante, no hizo ninguna de las dos cosas. Se limitó a manosear el picaporte en vano, y mientras lo observaba caí en la cuenta de cómo ese simple gesto decía tanto sobre la falta de relación que habíamos tenido que no implicara al violín.

– He recordado a Sonia, Raphael -le repetí-. He recordado a Sonia. Y también a Katja Wolff. ¿Por qué nunca me habían hablado de ellas?

Parecía afligido, y pensé que quería eludir tener que darme una respuesta. Pero en el preciso instante en que me disponía a aceptar su silencio, me contestó:

– Por lo que le sucedió a Sonia.

– ¿Qué? ¿Qué le pasó?

Al responder, su voz mostraba cierto tono de asombro:

– De hecho, no te acuerdas, ¿verdad? Siempre pensé que nunca hablabas de ello porque los demás tampoco lo hacíamos. Pero lo que pasa es que no lo recuerdas.

Negué con la cabeza, y la vergüenza de esa confesión me recorrió el cuerpo. Era mi hermana, y yo no era capaz de recordar nada de ella, doctora Rose. Ni siquiera recordaba que hubiera existido hasta que usted y yo empezamos este proceso. ¿Puede empezar a imaginarse cómo me siento?

Raphael continuó, excusando con gran delicadeza el tremendo egoísmo que había causado que mi hermana pequeña se me borrara de la mente.

– Por aquel entonces aún no habías cumplido los ocho años, ¿no es así? Además, después del juicio nunca volvimos a hablar del tema. Apenas lo comentamos durante el juicio, y decidimos no volver a hablar de ello cuando éste hubiera acabado. Incluso tu madre estuvo de acuerdo, a pesar de que estaba deshecha por todo lo que había sucedido. Sí. Entiendo que puedas haberlo borrado de la mente.

A pesar de que tenía la boca seca, le pregunté:

– Papá me contó que Sonia se había ahogado. ¿Por qué se celebró un juicio? ¿A quién juzgaron? ¿Por qué motivo?

– ¿Tu padre no te ha contado nada más?

– Lo único que me ha dicho es que Sonia se ahogó. Parecía tan… Tuve la sensación de que el hecho de contarme cómo murió le haría sufrir demasiado. No quise preguntarle nada más. Pero… ¿un juicio? Eso debe significar… ¿un juicio?

Raphael asintió con la cabeza, y todas las posibilidades que había considerado hasta ese momento se me amontonaron de golpe en la mente, antes de que Raphael prosiguiera: Virginia murió de pequeña, el abuelo sufría episodios, mi madre no paraba de llorar en su dormitorio, alguien ha hecho una fotografía en el jardín, sor Cecilia está en el vestíbulo, papá grita, y yo estoy en la sala de estar, pegando patadas a las patas del sofá, echando mi atril por el suelo, declarando con violencia y desafío que no pienso tocar esas escalas infantiles.

– Katja Wolff mató a tu hermana, Gideon -me explicó Raphael-. La ahogó en la bañera.


28 de septiembre


No me quiso contar nada más. Sencillamente se encerró en sí mismo o se aisló o como sea que se llame lo que hace la gente cuando ha alcanzado el límite de lo que pueden llegar a decir. Cuando pregunté: «¿Ahogada? ¿Deliberadamente? ¿Cuándo? ¿Por qué?», y sentí que la aprehensión que acompañaba esas palabras me recorría la columna vertebral cual fríos dedos, me respondió: «No te puedo contar más. Pregúntaselo a tu padre».

Mi padre. Se sienta en un extremo de la cama y me observa; yo tengo miedo.

«¿De qué? -me pregunta-. ¿Cuántos años tienes?»

«Debo de ser pequeño, porque me parece muy grande, como un gigante, cuando de hecho ahora medimos más o menos lo mismo. Me pone la mano sobre el hombro…»

«¿Te conforta la caricia?»

«No, no, me aparto de él.»

«¿Te habla?»

Al principio, no. Simplemente se sienta junto a mí. Pero un instante después, me coloca las manos sobre los hombros, como si esperara que me levantara y deseara que me mantuviera quieto para que pudiera escucharle. Así pues, eso es lo que hago. Sigo allí tumbado, nos miramos, y por fin empieza a hablar:

– Tú estás a salvo, Gideon -me asegura-. Tú estás a salvo.

«¿De qué le está hablando? -me pregunta-. ¿Había tenido pesadillas? ¿Era ésa la razón por la que estaba allí? ¿O había algo más? ¿Algo relacionado con Katja Wolff, tal vez? ¿Está a salvo de ella? ¿O todo eso se remonta a un tiempo más lejano, Gideon, a una época anterior a la llegada de Katja?»

Había venido gente a casa. Eso sí que lo recuerdo. Me mandaron a mi habitación en compañía de Sarah-Jane Beckett, y no paraba de decir cosas en voz baja que en teoría yo no debía oír. Anda de un lado a otro de la habitación, habla, y se estira las uñas como si quisiera arrancárselas. No deja de repetir: «Lo sabía. Lo veía venir. ¡Maldita hija de puta!», y yo sé que eso son palabrotas, y estoy sorprendido y asustado porque sé que Sarah-Jane Beckett no acostumbra a usar ese tipo de vocabulario. «Se creía que no nos enteraríamos. Pensaba que no nos daríamos cuenta.»

«¿Darse cuenta de qué?»

No lo sé.

Oigo pasos y a alguien llorando desde mi dormitorio. «¡Aquí! ¡Aquí!», apenas alcanzo a reconocer la voz de mi padre, ya que está teñida de miedo. Entre sus gritos, oigo a mi madre, que dice: «¡Richard! ¡Dios mío! ¡Richard! ¡Richard!». El abuelo está furioso, la abuela no cesa de lamentarse, y alguien no para de gritar: «¡Que limpien el cuarto! ¡Que limpien el cuarto!». No reconozco esa última voz, y cuando Sarah-Jane la oye, deja de moverse de un lado a otro y de murmurar, y se detiene, con la cabeza agachada, junto a la puerta.

También oigo otras voces, voces de extraños. Una hace una serie de preguntas rápidas que empiezan por cómo.

Se oyen más pasos, un movimiento constante, cajas metálicas de herramientas que golpean el suelo, un hombre que da órdenes en un tono muy brusco, otras voces nerviosas de hombre que responden, y entre todo ese ruido se oye a alguien gritar: «¡No! ¡No he dejado sola!».

Ésa debe de ser Katja, porque dice «no he dejado» en vez de «no la he dejado», que es lo que podría decir alguien que no domina muy bien la lengua en un momento de pánico. Y cuando lo dice, y lo dice llorando, Sarah-Jane Beckett pone la mano sobre el tirador de la puerta y dice: «¡Serás zorra!».

Creo que quiere salir al pasillo, de donde proviene todo ese jaleo, pero no lo hace. Se vuelve hacia la cama, desde donde la estoy observando, y me dice: «Supongo que de momento no me iré».

«¿Iré, Gideon? ¿Tenía que ir a alguna parte? ¿Había llegado el momento de que cogiera sus vacaciones anuales?»

«No. No creo que se esté refiriendo a eso. En cierta manera, pienso que hace referencia al hecho de marcharse para siempre.»

«¿Tal vez la hubieran despedido?»

No me parece lógico. Si la habían despedido por incompetencia, por falta de honradez o por cualquier otro tipo de maldad, ¿qué tiene que ver la muerte de Sonia con el hecho de que siguiera siendo mi maestra? Que es precisamente lo que sucede, doctora Rose: Sarah-Jane Beckett sigue siendo mi maestra hasta que tengo dieciséis años, momento en el que se casa y se traslada a Cheltenham. Por lo tanto, tenía intención de marcharse por otro motivo, un motivo que dejó de existir con la muerte de Sonia.

«¿Insinúa que Sarah-Jane Beckett planeaba marcharse a causa de Sonia?»

Eso es lo que parece, ¿no cree? Sin embargo, no se me ocurre ninguna razón.

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