Capítulo 19

Yasmin Edwards permanecía de pie en la esquina de Oakhill y Galveston Road, con el número cincuenta y cinco quemándole en el cerebro. No quería tomar parte en lo que estaba haciendo, pero lo estaba haciendo de todas maneras, obligada por una fuerza que parecía venir del exterior pero que era una parte integral de su ser.

Su corazón le decía: «¡Vete a casa, chica! ¡Aléjate de este lugar! ¡Vuelve a la tienda y sigue fingiendo!».

Su cabeza le decía: «¡No, ha llegado la hora de averiguar lo peor!».

Y el resto del cuerpo se le debatía entre la cabeza y el corazón, haciendo que se sintiera como la protagonista rubia y estúpida de una película de suspense, ese tipo de mujer que se dirige de puntillas en la oscuridad hacia la puerta chirriante mientras el público le grita que se aleje.

Se detuvo en la lavandería antes de marcharse de Kennington. Cuando ya no fue capaz de hacer frente a lo que le mente le había estado gritando durante los últimos días, cerró la tienda, se dirigió al aparcamiento y entró en el Fiesta con la intención de dirigirse directamente a Wandsworth. Pero al final de Braganza Street, donde tuvo que esperarse a que el tráfico disminuyera antes de poder girar hacia Kennington Park Road, vislumbró la lavandería entre el colmado y la tienda de material eléctrico, y decidió entrar un momento para preguntarle a Katja qué quería para cenar.

No le importaba que en lo más profundo de su corazón supiera que era una excusa para ver lo que estaba haciendo su amante. Esa mañana no le había preguntado a Katja qué le gustaría cenar, ¿verdad? La inesperada visita de ese maldito detective les había hecho olvidar su rutina diaria.

Así pues, encontró un sitio en el que aparcar y entró en la lavandería; se alegró al ver que Katja estaba en el trabajo: en la parte trasera, inclinada sobre una vaporosa plancha que estaba deslizando sobre unas sábanas con bordes de encaje. La mezcla de calor, humedad y el olor de la ropa por lavar hacían que uno se sintiera como si estuviera en el trópico. A los diez minutos de entrar en el lugar, Yasmin estaba mareada, con resplandecientes gotas de sudor en la frente.

No conocía a la señora Crushley, pero reconoció a la propietaria de la lavandería por la actitud que mostró desde su máquina de coser tan pronto como Yasmin se acercó al mostrador. Era de la generación de los que hemos-luchado-en-la-guerra-por-todos-vosotros, una mujer demasiado joven para haber prestado sus servicios en ningún conflicto de la historia reciente, pero lo bastante mayor para recordar un Londres que era mayoritariamente anglosajón.

– ¿Sí? ¿Qué desea? -le preguntó con brusquedad, observándola de arriba abajo y como si estuviera oliendo algo desagradable.

Yasmin no llevaba ropa para lavar, y eso le hizo parecer sospechosa a los ojos de la señora Crushley. Yasmin era negra, y eso aún la hacía parecer una persona más peligrosa. Después de todo, podría llevar un cuchillo en el bolso. Podría llevar un dardo envenenado, que hubiera cogido de unos de sus compañeros de tribu, escondido en el pelo.

– Si pudiera hablar un momento con Katja… -le dijo con educación.

– ¡Katja! -exclamó la señora Crushley como si le acabara de preguntar si Jesucristo trabajaba ese día-. ¿Qué quiere de ella?

– Sólo quiero hablar con ella un momento.

– No veo por qué tendría que permitírselo. Ya hago suficiente dándole trabajo, ¿no es verdad? Sólo me falta que venga gente a verla. -La señora Crushley levantó la prenda en la que estaba trabajando, una camisa blanca de hombre, y usó sus torcidos dientes para partir un trozo de hilo de un botón que acababa de cambiar.

Katja alzó la cabeza en la parte trasera del establecimiento. Pero, por alguna razón, en vez de dedicarle una sonrisa a modo de saludo, se quedó mirando la puerta. Después miró hacia ella y le sonrió.

Era el tipo de cosa que cualquiera podría haber hecho, el tipo de cosa que la misma Yasmin habría pasado por alto en otras circunstancias. Pero en ese momento se dio cuenta de que estaba completamente pendiente del comportamiento de Katja. Cualquier cosa podía tener sentido. Y todo eso pasaba por culpa de ese inmundo detective.

– Esta mañana no me he acordado de preguntarte lo que querías para cenar -le dijo Yasmin a Katja mientras observaba con cautela a la señora Crushley.

– ¿Le está preguntando lo que quiere para cenar? -le preguntó la señora Crushley después de soltar un bufido-. En mi época nos comíamos todo lo que nos ponían en el plato y nadie nos preguntaba lo que deseábamos.

Katja se acercó. Yasmin se percató de que estaba empapada de sudor. La blusa azul celeste se le pegaba al torso como si fuera una lapa. Tenía el pelo pegado a la cabeza. Desde que trabajaba en la lavandería, nunca la había visto así -cansada y cubierta de sudor- al final de la jornada laboral, y verla de ese modo cuando aún no había pasado ni medio día hizo que sus sospechas se despertaran de inmediato. Yasmin llegó a la conclusión de que si Katja nunca llegaba en ese estado era porque iba a otro sitio antes de ir al edificio Doddington.

Fue a la lavandería para ver cómo estaba Katja, para asegurarse de que no se había largado y de que no se había encizañado con la agente responsable de la libertad condicional. Pero como la mayoría de la gente que se dice a sí misma que sólo está saciando su curiosidad o haciendo algo por el bien del otro, Yasmin recibió más información de la que quería.

– ¿Qué me respondes? -le preguntó a Katja, dedicándole una sonrisa que más bien parecía una mueca-. ¿Tienes alguna idea? Si quieres, podría hacer un couscous con cordero. Ese estofado que ya hice una vez, ¿te acuerdas?

Katja asintió con la cabeza. Se secó la frente con la manga y usó el puño para secarse el labio superior.

– Sí, me parece bien. El cordero me gusta. Gracias. Yas.

Después se quedaron de pie en completo silencio. Intercambiaron una mirada mientras la señora Crushley las observaba por encima de sus gafas de media luna.

– Creo que ya tiene lo que quería, señorita del peinado de fantasía. Ahora más vale que se marche.

Yasmin se mordió los labios para no tener que optar entre decir: «¿Dónde? ¿Quién?» a Katja, o «Váyase a la mierda, blanca asquerosa» a la señora Crushley. No obstante, la que habló fue Katja. Le dijo con serenidad:

– Ahora debo volver al trabajo, Yas. Nos veremos por la noche.

– Sí, de acuerdo -contestó Yasmin, y se marchó sin preguntarle a Katja a qué hora llegaría.

Esa pregunta habría sido la trampa más importante, la trampa que le habría dado mucho más información que su aspecto. Con la señora Crushley allí sentada (que sabía a la hora que Katja acababa de trabajar) habría sido muy fácil preguntarle a Katja la hora exacta en que regresaría esa noche a casa, y observarle la expresión si la hora no coincidía con el horario laboral de Katja. Pero Yasmin no quería concederle a ese vaca asquerosa el placer de sacar ningún tipo de conclusión sobre la relación que mantenían; en consecuencia, salió de la lavandería y se dirigió hacia Wandsworth.

Ahora se encontraba en la esquina de la calle a merced del gélido viento. Examinó el barrio y lo comparó con el edificio Doddington, que no salió ganador en la comparación. La calle estaba limpia, como si alguien la hubiera barrido. En la acera no había ni escombros ni hojas caídas. No había manchas de orina de perro en las farolas ni montones de caca de perro en las alcantarillas. Las fachadas de las casas no tenían pintadas y de las ventanas colgaban blancas cortinas. La colada no colgaba con desinterés de los balcones porque no había balcones: tan sólo se veía una larga hilera de casas muy bien cuidadas por sus propietarios.

«Cualquiera podría ser feliz aquí -pensó Yasmin-. Aquí sí que se podría llevar una vida especial.» Empezó a andar calle abajo con cautela. No había nadie, pero se sentía observada. Se abrochó el botón de arriba de la chaqueta y sacó la bufanda para cubrirse la cabeza. Sabía que era un acto estúpido. Sabía que delataba cómo se sentía: asustada y un poco preocupada. Pero lo hizo de todas maneras porque quería sentirse a salvo, cómoda y segura de sí misma, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para sentirse de esa manera.

Cuando llegó al número cincuenta y cinco, titubeó junto a la verja. Se preguntó a sí misma si sería capaz de llegar hasta el final, y se cuestionó si realmente deseaba saberlo. Maldijo al hombre negro que la había llevado a esa situación, odiándolo no sólo a él, sino a sí misma: a él, por habérselo contado; a sí misma, por haber creído en él.

Sin embargo, tenía que saberlo. Tenía demasiadas preguntas que podían ser respondidas llamando simplemente a una puerta. No podía marcharse hasta que no se enfrentara a los temores que hacía tiempo que intentaba ignorar.

Abrió la verja y se encontró con un jardín descuidado. El sendero que llevaba hasta la puerta estaba cubierto de losas, y la puerta en sí era de un color rojo brillante, con una reluciente aldaba de bronce en el centro. Ramas desnudas de otoño se arqueaban sobre el porche, y una cesta metálica de leche contenía tres botellas vacías; una nota sobresalía de una de ellas.

Yasmin se agachó para coger la nota, pensando que quizás en el último momento no tendría que enfrentarse… que ver… Tal vez estuviera escrito en la nota. La desenrolló sobre la palma de la mano y leyó las palabras: «A partir de ahora queremos dos de leche desnatada y una con la tapa plateada. Gracias». Eso era todo. La letra no le revelaba nada: ni la edad, ni el sexo, ni la raza ni la religión. El mensaje podría haber sido escrito por cualquiera.

Se pasó los dedos por la palma de la mano, como si quisiera animarla a levantarse y cumplir con su deber. Retrocedió un paso y observó la parte salediza de la ventana, con la esperanza de divisar algo que la hiciera cambiar de opinión sobre lo que estaba a punto de hacer. Pero las cortinas eran iguales que las otras de la calle: ringleras de tejido que dejaban pasar un poco de luz y tras las que se podía ver una silueta por la noche. Sin embargo, durante el día protegían la sala del interior de los posibles mirones. Por lo tanto, a Yasmin no le quedaba más remedio que llamar a la puerta.

«A la mierda», pensó. Tenía derecho a saberlo. Se encaminó con decisión hacia la puerta y golpeó la aldaba contra la puerta de madera.

Esperó. Nada. Llamó al timbre. Oyó cómo sonaba cerca de la puerta. Era uno de esos timbres que hace sonar una melodía. Pero el resultado fue el mismo. Nada.

Yasmin no quería ni pensar que había ido hasta allí desde Kennington para no averiguar nada. No quería pensar cómo sería continuar con Katja y hacerle creer que no tenía dudas. Lo mejor era saberlo: tanto lo bueno como lo malo. Porque si lo sabía, por lo menos vería con claridad lo que tendría que hacer a continuación.

La tarjeta de visita del policía le pesaba en el bolsillo como si fuera una lámina de plomo de diez por cinco centímetros. La noche anterior la había observado, dándole vueltas y más vueltas con las manos mientras las horas pasaban y Katja no regresaba a casa. La había llamado, por supuesto. Le había dicho: «Yas, llegaré tarde». Y cuando Yasmin le había preguntado por qué, le había respondido: «Por teléfono es un poco complicado. Te lo contaré luego. ¿De acuerdo?». Pero «luego» no había llegado, y unas cuantas horas más tarde había salido de la cama y se había acercado a la ventana para ver si la oscuridad podía ayudarla a entender lo que sucedía y, finalmente, había cogido la chaqueta, donde encontró la tarjeta que él le había dado en la tienda.

Observó el nombre con atención: Winston Nkata. Era africano, sin lugar a dudas. Pero su acento, cuando no se esforzaba por parecer educado, parecía de las Antillas. En la parte de abajo, a la izquierda del nombre, había impreso un número de teléfono, un número del Departamento de Policía al que nunca llamaría, ya que antes preferiría morir. En la parte derecha estaba el número del móvil. «Llámeme -le había dicho-. De día o de noche.»

¿O no había dicho nada de eso? De todos modos, no importaba, porque nunca le daría el chivatazo a un policía. Nunca en la vida. No era tan estúpida. Así pues, se había metido la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta, donde la sentía en ese mismo instante, un pequeño trozo de plomo que cada vez se volvía más caliente, más pesado, haciéndole caer el hombro derecho con el peso, atrayéndola como si fuera metal hacia un imán, sólo que el imán era una acción que ella nunca emprendería.

Se alejó de la casa. Desanduvo el sendero de losas en dirección a la entrada. Tanteó a sus espaldas en busca de la verja y siguió andando hacia atrás. Si alguien tenía la intención de husmear tras las cortinas mientras ella se marchaba, estaba bien decidida a ver quién era. Pero eso no sucedió. La casa estaba vacía.

Yasmin tomó la decisión cuando una furgoneta de reparto de Worldwide Express llegó, haciendo un gran estruendo, a Galveston Road. Avanzaba poco a poco mientras el conductor buscaba la dirección correcta, y cuando llegó a la casa que quería, salió de la furgoneta -dejando el motor en marcha- y se encaminó a toda prisa hacia la puerta para hacer el reparto tres casas más abajo de donde estaba Yasmin. Esperó mientras llamaba al timbre. Diez segundos más tarde se abrió la puerta. Intercambio de saludos, una firma en el albarán, y el repartidor se dirigió de nuevo a la furgoneta. Mientras se alejaba le lanzó una mirada a Yasmin que decía: «hembra, negra, fea, cuerpo decente, buena para un polvo». Después, él y la furgoneta desaparecieron. Pero la posibilidad no.

Yasmin se encaminó hacia la casa en la que había hecho el reparto. Ensayó lo que iba a decir. Se detuvo, sin que la vieran desde la ventana -que era idéntica a la del número cincuenta y cinco-y tardó un instante en apuntar la dirección -Galveston Road, número cincuenta y cinco, Wandsworth-en la parte trasera de la tarjeta del detective. Se quitó el pañuelo del pelo y se lo puso de turbante. Se quitó los pendientes de latón y de cuentas y se los metió en el bolsillo. Y aunque llevaba la chaqueta abrochada hasta arriba, se la desabrochó y se quitó el collar -como medida de precaución-y lo depositó en el bolso; luego se abotonó la chaqueta de nuevo y aplastó el cuello para darle un aire humilde y pasado de moda.

Ataviada lo mejor que podía para el papel, entró en el jardín de la casa en la que habían dejado el paquete y llamó con indecisión a la puerta principal. Había una mirilla y, por lo tanto, bajó la cabeza, se quitó el bolso de los hombros y lo sostuvo delante de ella de una forma extraña. Alteró su expresión todo lo que pudo para dar una imagen de humildad, miedo, preocupación y una actitud desesperada por complacer. En un instante oyó la voz.

– ¿Sí? ¿Qué puedo hacer por usted? -Procedía de detrás de la puerta cerrada, pero ese hecho le demostraba que había salvado el primer obstáculo.

Alzó la cara y le preguntó:

– ¿Podría ayudarme, por favor? He venido a limpiar la casa de su vecina, pero no hay nadie. Me refiero al número cincuenta y cinco.

– Trabaja durante el día -respondió la voz.

– Pero no lo entiendo… -Yasmin levantó la tarjeta del detective-. Como puede ver… su marido me apuntó la dirección.

– ¿Marido? -Descorrió los cerrojos y abrió la puerta. Apareció una mujer de mediana edad, tijeras en mano. Al ver que Yasmin miraba las tijeras y que le cambiaba el semblante, la mujer exclamó-: ¡Lo siento! Estaba abriendo un paquete. A ver. Deje que le eche un vistazo a la dirección.

Yasmin le entregó la tarjeta con mucho gusto. La mujer leyó la dirección.

– Sí, ya veo. No hay duda de que… ¿dijo algo de su marido?

Y cuando Yasmin asintió con la cabeza, la mujer le dio la vuelta a la tarjeta y leyó la parte delantera, lo mismo que Yasmin había leído un centenar de veces la noche anterior: Winston Nkata, detective, Departamento de Policía de Londres. Un número de teléfono y un número de móvil. La leyó de arriba abajo.

– Bien, claro, el hecho de que sea policía… -añadió la mujer pensativamente-. No. Debe de haber un error. Estoy segura. Por aquí no hay nadie que se llame Nkata. -Le devolvió la tarjeta.

– ¿Está segura? -le preguntó Yasmin, juntando las cejas, en el intento de parecer desesperada-. Me ordenó que fuera a limpiar…

– Sí, sí, querida. Estoy segura de que así fue. Pero, por alguna razón, le ha dado una dirección equivocada. En esa casa nunca ha vivido nadie que se llame Nkata. Hace años que está habitada por la familia McKay.

– ¿McKay? -preguntó Yasmin. Y el corazón se le aligeró. Porque si la abogada Harriet Lewis tenía una compañera, tal y como le había asegurado Katja, entonces si ésa era su casa, sus miedos serían infundados.

– Sí, sí, McKay -contestó la mujer-. Noreen McKay, junto con su sobrina y su sobrino. Una mujer muy simpática y agradable, pero no está casada. Que yo sepa, nunca lo ha estado. Y, desde luego, mucho menos con alguien llamado Nkata, si entiende lo que quiero decir, y no se lo tome como una ofensa.

– Yo… sí. Sí, ya entiendo -susurró Yasmin, porque ya no podía hacer nada más para averiguar el nombre completo de la persona que vivía en el número cincuenta y cinco-. Muchísimas gracias, señora. Se lo agradezco de verdad. -Se dio la vuelta para irse.

La mujer dio un paso hacia delante y le preguntó:

– ¿Se encuentra bien?

– Sí, sí, sólo que… cuando uno espera conseguir un trabajo y sufre una decepción…

– Lo siento muchísimo. Si mi mujer de la limpieza no hubiera venido ayer, no me habría importado en lo más mínimo que me limpiara la casa. Parece una buena persona. ¿Podría darme su nombre y su número de teléfono por si acaso me falla? Es una de esas filipinas, ¿sabe? Una nunca puede confiar en ellas, si entiende lo que le quiero decir.

Yasmin levantó la cabeza. Dadas las circunstancias, lo que deseaba decirle no coincidía con lo que necesitaba decir. Ganó la necesidad. En ese momento había otras cosas a tener en cuenta, aparte de los insultos.

– Es muy amable, señora -le contestó. Le dijo que se llamaba Nora y le dictó ocho dígitos al azar. La mujer los anotó con impaciencia en una libreta que había cogido de una mesa cercana a la puerta.

– ¡Bien! -exclamó mientras apuntaba el último dígito con un ademán-. Quizá nuestro pequeño encuentro tenga un final feliz. -Le dedicó una sonrisa-. Nunca se sabe, ¿no cree?

«Cierto», pensó Yasmin. Hizo un gesto de asentimiento, se encaminó hacia la calle y se dirigió al número cincuenta y cinco para echarle un último vistazo. Se sentía entumecida, y por un momento intentó convencerse a sí misma de que ese entumecimiento era un indicio de que no le importaba lo que acababa de averiguar. Pero sabía que la verdad era que estaba nerviosa.

Mientras su nerviosismo se transformaba en rabia, abrigaba la esperanza de tener cinco minutos para decidir qué hacer.


El móvil de Winston Nkata sonó en el preciso instante en el que Lynley estaba leyendo los informes que el equipo del comisario Leach había estado enviando a lo largo de la mañana a la sala de incidencias. Ya que no había habido testigos ni pruebas, salvo los trozos de pintura, en el escenario del crimen, la Brigada de Homicidios sólo se podía centrar en el vehículo que se había usado en el primer caso de atropellamiento y fuga. Pero según los informes de las acciones que se habían llevado a cabo, los garajes de la ciudad no habían demostrado ser de ninguna utilidad hasta el momento, al igual que las tiendas de accesorios de automóvil, donde alguien podría haber comprado algo parecido a un parachoques de cromo para sustituir al dañado en el accidente.

Lynley alzó la mirada de uno de los informes y vio que Nkata examinaba el móvil mientras se pasaba la mano por la cicatriz de la cara con aire pensativo. Se quitó las gafas para leer y le preguntó:

– ¿De qué se trata, Winnie?

– No lo sé -le respondió el agente. Pero lo dijo muy despacio, como si estuviera reflexionando sobre el tema, y después se dirigió hacia un teléfono que había en un escritorio cercano en el que una agente de policía estaba introduciendo información en el ordenador.

– Creo que nuestro próximo paso será Swansea, señor -le había dicho Lynley por el móvil al comisario Leach después de que acabaran de interrogar a Raphael Robson-. Creo que en este momento ya hemos interrogado a los sospechosos principales. Deberíamos contrastar todos los nombres con las listas de la Dirección General de Tráfico para ver si alguno de ellos tiene matriculado un coche antiguo, además del vehículo que usan a diario. Empecemos con Raphael Robson para ver si tiene alguno. Podría estar guardado en algún garaje.

Leach había consentido. Y eso era precisamente lo que la agente de policía estaba haciendo en el ordenador en ese preciso instante: poniéndose en contacto con el departamento de vehículos, relacionando nombres y buscando al propietario de un coche antiguo, o simplemente viejo.

– No podemos descartar la posibilidad de que uno de nuestros sospechosos tenga acceso a coches, antiguos o de otra índole -remarcó Leach-. El asesino podría ser amigo de un coleccionista, por ejemplo. Amigo de un vendedor de coches. Amigo de alguien que trabaje de mecánico.

– Y tampoco podemos descartar la posibilidad de que el coche fuera robado, o que alguien lo acabara de comprar a un particular y que aún no lo hubiera matriculado, o que lo hubieran traído desde Europa para hacer el trabajillo y que ya se lo hubieran llevado sin que nadie se enterara -apuntó Lynley-. En ese caso, la Dirección General de Tráfico sería un callejón sin salida. No obstante, como no tenemos nada más…

– Eso es -asintió Leach-. ¿Qué podemos perder?

Ambos sabían que perderían a Webberly, cuyo estado era cada vez más grave.

– Ataque cardíaco -les había informado Hillier con brusquedad desde la sala de espera de Cuidados Intensivos de Charing Cross Hospital-. Hace tan sólo tres horas. Le bajó la presión, el corazón le empezó a funcionar de una forma extraña, y después… bum. Un gran ataque.

– ¡Santo Cielo! -exclamó Lynley.

– Usaron esas cosas… ¿cómo se llaman?… electroshock…

– ¿Esa especie de palas?

– Diez veces. Once. Randie estaba allí. La sacaron de la habitación, pero después de dar la alarma y de los gritos… En fin, un desastre.

– ¿Qué le han dicho, señor?

– Lo tendrán en observación hasta el domingo. Gota a gota, tubos, máquinas, cables. Ya se acordaba: había padecido una fibrilación ventricular. Le podría pasar de nuevo. De hecho, puede pasarle cualquier cosa.

– ¿Cómo está Randie?

– Hace lo que puede. -Hillier no le dio a Lynley la oportunidad de preguntar nada más. Se limitó a proseguir bruscamente, como si deseara dejar de hablar de un tema que era demasiado aterrador-. ¿A quién han interrogado?

No se sintió muy satisfecho cuando se enteró de que todos los esfuerzos de Leach no habían obtenido ningún resultado positivo después de interrogar a Pitchley-Pitchford-Pytches por tercera vez. Ni tampoco se sintió muy satisfecho cuando le explicó que el gran esfuerzo de los equipos que trabajaban en el escenario de los dos atropellamientos no había conseguido averiguar nada nuevo sobre el coche. Se mostró moderadamente satisfecho con la noticia de los resultados del equipo forense sobre los pedacitos de pintura y la antigüedad del vehículo. Pero la información era una cosa, y el arresto otra. Y él sólo deseaba que arrestaran a alguien.

– ¿Ha comprendido mi mensaje, comisario jefe en funciones?

Lynley inspiró profundamente y atribuyó la aspereza de Hillier a la comprensible preocupación que éste sentía por Webberly. Se apresuró a contestarle al subjefe de policía que había comprendido el mensaje. Sin embargo, ¿cómo estaba Miranda? ¿Podría hacer algo por…? Como mínimo, ¿había Helen conseguido hacerle comer alguna cosa?

– Está en casa de Frances -respondió Hillier.

– ¿Randie?

– No, su mujer. Laura no consiguió nada, ni siquiera pudo hacerla salir de la habitación; por lo tanto, Helen decidió intentarlo. Es una buena mujer -musitó Hillier. Lynley sabía que era todo lo que podía esperar de él a modo de cumplido.

– Gracias, señor.

– Prosiga con su trabajo. Yo seguiré aquí. No me gustaría que Randie estuviera sola si algo… si le pidieran decidir…

– De acuerdo. Sí, señor. Es lo mejor, ¿no es verdad?

Ahora Lynley observaba a Nkata. Curiosamente, el agente cubría el auricular del teléfono con los hombros para que nadie pudiera oír la conversación. Al verlo, Lynley frunció el ceño, y cuando Nkata colgó, le preguntó:

– ¿Ha conseguido averiguar algo?

Frotándose las manos, el agente le respondió:

– Eso espero. La mujer que vive con Katja Wolff quiere hablar conmigo. Fue ella quien llamó. ¿Cree que debería…? -Inclinó la cabeza en dirección a la puerta, pero ese movimiento más bien pareció un acto de mera cortesía que una pregunta, ya que los dedos del agente empezaron a golpear los bolsillos de los pantalones como si estuviera ansioso por sacar las llaves del coche.

Lynley reflexionó sobre lo que Nkata le había contado sobre el último interrogatorio que les había hecho a las dos mujeres.

– ¿Le ha dicho lo que quería?

– Hablar conmigo. Me acaba de decir que no me lo quería contar por teléfono.

– ¿Por qué no?

Nkata se encogió de hombros y empezó a pasar el peso de un pie a otro.

– Son criminales. Ya sabe cómo son. Siempre quieren tener la sartén por el mango.

Eso no podía ser más verdad. Si una ex presidiaría estaba dispuesta a delatar a una compañera, siempre escogería la hora, el lugar y las circunstancias en las que dar el chivatazo. Era un juego de poder que les servía para tranquilizarles la conciencia cuando tenían que representar un papel deshonroso entre criminales. Pero las presidiarías rara vez sentían afecto por la policía, y la cautela indicaba que un agente debería ser lo bastante inteligente para recordar que no había nada que gustara más a los criminales que meter palos en las ruedas, y el tamaño de los palos acostumbraba a guardar relación con el nivel de animosidad que sentían hacia la policía.

– ¿Cómo se llama, Winnie? -le preguntó.

– ¿Quién?

– La mujer que acaba de llamarle. La compañera de piso de Wolff. -Y cuando Nkata le respondió, Lynley le preguntó qué crimen había mandado a Yasmin Edwards a la cárcel.

– Acuchilló a su marido -contestó Nkata-. Le mató. Cumplió cinco años de condena por ello. Pero tengo la impresión de que él la maltrataba. Tiene la cara muy marcada, inspector. Llena de cicatrices. Ella y la alemana viven con su hijo. Daniel. Debe de tener unos diez u once años. Es un buen chico. ¿Cree que debería…? -Una vez más señaló la puerta con ansiedad.

Lynley reflexionó sobre si debería mandar otra vez a Nkata al sur del río. La ansiedad que mostraba por llevar a cabo esa acción hizo que Lynley pensara en ello. Por una parte, seguro que Nkata estaba ansioso por compensar la anterior metedura de pata. Pero por otra parte, tenía poca experiencia, y el deseo que sentía por enfrentarse de nuevo con Yasmin Edwards sugería una posible pérdida de objetividad. Mientras esa posible pérdida estuviera presente, Nkata -no el caso- estaba en peligro. Tal y como Webberly había estado, se percató Lynley, en esa investigación que se había llevado a cabo veinte años atrás.

Esa investigación parecía estar cada vez más relacionada con ese otro asesinato, pensó. Debía de haber una razón que lo explicara.

– Esa Yasmin Edwards, ¿es posible que pueda tener algún interés creado?

– ¿Conmigo?

– Me refiero a la policía en general.

– Sí, es posible.

– Entonces, vaya con cuidado.

– Así lo haré -respondió Nkata. Después salió a toda prisa de la sala de incidencias, con las llaves del coche en la palma de la mano.

Cuando el agente se fue, Lynley se sentó junto al escritorio y se puso las gafas. Se encontraban en una situación desesperante. Con anterioridad se había visto involucrado en casos en los que tenían un montón de pruebas pero a nadie a quien poder culpar. Había estado involucrado en casos en los que todos los sospechosos que habían interrogado parecían tener un móvil u otro, pero en los que no había habido ninguna prueba con la que poder incriminar a los sospechosos. Y había estado involucrado en casos en los que los medios y la oportunidad para asesinar eran más que posibles, pero en los que no había ningún móvil. Pero éste…

¿Cómo era posible que dos personas hubieran sido atropelladas y abandonadas en calles bastante concurridas sin que nadie viera nada, a excepción de un coche negro?, se preguntaba Lynley. ¿Y cómo era posible que la primera víctima hubiera podido ser arrastrada de un lugar a otro de Crediton Hill sin que nadie se percatara de lo que estaba sucediendo?

El hecho de que hubieran movido el cuerpo era un detalle importante, y Lynley cogió el último informe del forense para examinar a qué conclusiones había llegado a partir de lo que habían encontrado en el cadáver de Eugenie Davies. Seguro que el médico forense lo había analizado, investigado, examinado y estudiado con minuciosidad. Y si había algún indicio de prueba en ello -a pesar de la lluvia de esa noche-, seguro que el forense lo habría encontrado.

Lynley ojeó los documentos. No había nada debajo de las uñas, ni en la sangre del cadáver, ni en los restos de tierra que habían caído de los neumáticos -que no mostraban ninguna característica especial sobre los minerales propios de alguna parte del país-, ni en los gránulos que habían recogido tanto del pelo como de la misma calle, ni en los dos pelos que habían encontrado en el cadáver -uno gris y otro castaño-, que según el análisis…

A Lynley se le agudizó el interés. Dos pelos, de colores diferentes, un análisis. No cabía duda de que eso quería decir algo. Leyó el informe, frunciendo el ceño, vadeando descripciones de cutícula, córtex y médula, y fijándose en la conclusión inicial a la que había llegado el Departamento de Crimen Organizado: los pelos eran de mamífero.

Pero cuando prosiguió, luchando por avanzar a pesar de la gran profusión de términos técnicos, desde «la estructura macrofibrilar de las células medulares» hasta «las variantes electroforéticas de las proteínas estructurales», se dio cuenta de que los resultados del examen forense de los pelos no eran concluyentes. ¿Cómo demonios era posible?

Alargó la mano para coger el teléfono y marcó el número del laboratorio forense que había al otro lado del río. Después de hablar con tres técnicos y una secretaria, por fin consiguió dar con alguien que le explicara, con términos no especializados, por qué el análisis de un pelo -hecho en un siglo en el que la ciencia estaba tan avanzada que una partícula microscópica de piel, ¡por el amor de Dios!, podía identificar a un asesino-ofrecía conclusiones poco concluyentes.

– De hecho -le explicó la doctora Claudia Knowles-, ni siquiera sabemos si esos pelos pertenecían al asesino, inspector. También podrían ser de la víctima.

– ¿Cómo puede ser?

– En primer lugar, porque no hay cuero cabelludo en ninguno de los dos, y en segundo, y aquí reside lo más complicado, porque hay una gran variación de rasgos incluso con los pelos que pueden pertenecer a un solo individuo. Por lo tanto, aunque cogiéramos docenas de muestras del pelo de la víctima, no seríamos capaces de compararlos con los dos pelos que encontramos en su cuerpo, aunque hubieran sido de ella. A causa de todas las variaciones posibles. ¿Entiende lo que le quiero decir?

– No obstante, ¿qué hay del ADN? ¿Qué sentido tiene examinar los pelos si no podemos usarlos para…?

– No es que no podamos usarlos -le interrumpió la doctora Knowles-. Podemos y lo hacemos. Pero aun así, lo único que podemos averiguar, y eso no se hace de un día para otro, tal y como debe de saber muy bien, es si esos pelos pertenecían a la víctima. Y eso será de utilidad, evidentemente. Pero si no lo son, lo único que podremos concluir es que alguien se acercó a la víctima lo suficiente, antes o después de su muerte, para dejar sobre el cadáver uno o dos pelos.

– ¿Sería posible que dos personas se hubieran acercado lo suficiente al cadáver? Se lo pregunto porque un pelo era gris y el otro castaño.

– Sería posible. Pero incluso entonces, tampoco podríamos descartar la posibilidad de que antes de su muerte se hubiera abrazado a alguien que, de modo inocente, le hubiera dejado un pelo sobre la ropa. Y aunque tuviéramos la información de ADN delante de nosotros, para probar que de hecho no se había abrazado a nadie mientras se encontraba con vida, ¿qué podemos hacer con esa información, inspector, si no hay nadie que nos pueda dar una muestra para contrastarla?

Sí, claro, ahí residía el problema. Ése siempre sería el maldito problema. Lynley le dio las gracias a la doctora Knowles y colgó, lanzando el informe a un lado. Necesitaban un respiro.

Releyó las notas que había tomado durante los interrogatorios: lo que habían dicho Wiley, Staines, Davies, Robson y Davies hijo. Seguro que había algo que se le había pasado por alto. Pero era incapaz de averiguarlo a partir de lo que había anotado.

«De acuerdo -pensó-. Ha llegado el momento de probar una nueva estrategia.»

Salió de comisaría e hizo el rápido trayecto hasta West Hampstead. Cayó en la cuenta de que Crediton Hill no estaba muy lejos de Finchley Road; aparcó en un extremo de la calle, salió del coche y empezó a andar. La calle estaba alineada con coches, y tenía ese aire de lugar deshabitado en el que todos los ocupantes salen de casa temprano para ir al trabajo y que no regresan hasta la noche.

Las marcas de tiza sobre el asfalto indicaban dónde había yacido el cuerpo de Eugenie Davies, y Lynley se colocó sobre éstas y contempló la calle en la dirección por la que habría llegado el coche asesino. Primero la habían golpeado con el coche, y después la habían atropellado varias veces, lo que parecía indicar que o bien no había salido disparada -a diferencia de Webberly-o que había sido lanzada directamente delante del coche, lo que habría facilitado mucho el hecho de que la volvieran a atropellar. Luego habían arrastrado su cuerpo a un lado, y éste había quedado medio escondido bajo un Vauxhall.

«¿Por qué? ¿Por qué iba su asesino a correr el riesgo de que alguien le viera? ¿Por qué no se limitó a atropellarla y a abandonarla en medio de la calle?» Era obvio que podría haberla apartado a un lado para que nadie la viera a causa de la lluvia y de la oscuridad, asegurándose, por lo tanto, que cuando alguien la encontrara ya estuviera muerta. Pero salir del coche suponía correr un gran riesgo. A no ser que el asesino tuviera un motivo para hacerlo…

¿Como, por ejemplo, que viviera en el barrio? Sí, era una posibilidad.

¿Podría haber cualquier otro motivo?

Lynley se subió a la acera y la recorrió poco a poco mientras pensaba en todas las variaciones que se le pudieran ocurrir sobre el tema de los motivos del asesino: que el asesino arrastrara el cuerpo destrozado o que el asesino hubiera salido del coche. Sólo le vino a la mente el bolso: quizás el asesino deseara algo que ella llevara en el interior del bolso, pero eso sólo habría sucedido si hubiera sabido de antemano que llevaba algo que él necesitaba.

Pero el bolso había aparecido debajo de otro coche de la calle, en un lugar en el que era poco probable que el asesino, con prisas y a oscuras, lo hubiera visto. Y por lo que le habían dicho, no parecía que faltara nada. A no ser, claro está, que el asesino hubiera sacado un único objeto -¿una carta, tal vez?-y hubiera lanzado el bolso debajo del coche donde luego lo habían encontrado.

Lynley seguía andando y reflexionando sobre todo eso; se sentía como si un coro griego se le hubiera instalado dentro de la cabeza y le recitara no sólo las posibilidades sino las consecuencias de escoger una de esas posibilidades y de creer en ella. Anduvo algunos metros más por delante de varias casas, por delante de los setos con tonalidades otoñales que delimitaban los jardines. Cuando estaba a punto de darse la vuelta y de dirigirse hacia el coche, un objeto brillante en la acera le llamó la atención; estaba cerca de una hilera de tejos que parecían haber sido plantados más recientemente que los demás árboles de la calle.

Se agachó como si fuera un Sherlock Holmes resucitado. Pero tan sólo resultó ser un trozo de cristal que, junto con otros trozos, había sido barrido de la acera y depositado junto al árbol recién plantado. Se sacó un lápiz del bolsillo de la chaqueta y les dio la vuelta a los trozos; después escarbó la tierra y encontró unos cuantos más. Y como nunca se había sentido tan desprovisto de recursos como se sentía en esa investigación, sacó un pañuelo y los recogió.

De vuelta en el coche, llamó a casa para hablar con Helen. Habían pasado muchas horas desde que se presentara en Charing Cross Hospital, y desde que se fuera a casa de Webberly para ver si podía hacer algo por Frances. Sin embargo, no se encontraba en casa. Tampoco estaba trabajando con St. James en Chelsea. Decidió que eso no debía pronosticar nada bueno. Arrancó y se dirigió hacia Stamford Brook.


En Kensington Square, Barbara Havers aparcó en el mismo sitio que había aparcado con anterioridad: junto a la hilera de postes que impedía que el tráfico pudiera acceder a la plaza desde el norte por Derry Street. Se encaminó rumbo al convento de la Inmaculada Concepción, pero en vez de dirigirse directamente a la puerta y de preguntar una vez más por sor Cecilia Mahoney para hablar con ella, se encendió un cigarrillo y se aventuró a lo largo de la acera hasta la distinguida casa de ladrillo con tejado holandés donde tantas cosas habían sucedido veinte años antes.

Era el edificio más alto a ese lado de la calle: cinco plantas y una especie de sótano al que se accedía por una estrecha escalera que empezaba en el jardín delantero cubierto de losas. A ambos lados de la verja de hierro forjado de la entrada se alzaban unas columnas de ladrillo que estaban coronadas por unos adornos de piedra. Barbara abrió la verja, entró, la cerró a sus espaldas y se dispuso a contemplar la casa.

Contrastaba en gran manera con el pequeño piso al otro lado del río de Lynn Davies. Con esas puertaventanas y balcones, con esas molduras color crema, esos majestuosos frontones y esas ornamentadas cornisas, con esos montantes de abanico y las vidrieras de colores, el edificio -y la zona que lo rodeaba-no podría haber sido más diferente del entorno en el que había vivido Virginia Davies.

Pero había otra diferencia, aparte de las dimensiones obvias del edificio, y Barbara pensó en ella mientras inspeccionaba la casa. Dentro había vivido un hombre terrible, según lo que le había contado Lynn Davies, un hombre que no podía soportar estar en la misma habitación que una nieta que, a sus ojos, no era lo que debería haber sido. La niña no había sido bien recibida en esa casa, había sido motivo de riñas constantes y, en consecuencia, su madre había decidido llevársela para siempre. Y el viejo Jack Davies -el temible Jack Davies-se había sentido satisfecho. Más que eso, se había sentido agradecido, porque tal y como fueron las cosas, cuando su hijo se casó de nuevo, su siguiente nieto resultó ser un genio de la música.

«Para él debía de ser un deleite constante», pensó Barbara. El niño cogió un violín, destacó, y consiguió darle al apellido Davies la fama que se merecía. Pero después se produjo el nacimiento del siguiente nieto, y el viejo Jack Davies -el temible Jack Davies- se vio obligado a enfrentarse con la imperfección una vez más.

Pero con el nacimiento de ese segundo hijo deficiente, las cosas no debieron de ser tan fáciles para Jack. Porque si el viejo Jack Davies forzaba a esa madre para que se fuera con despiadadas súplicas de «que la quitaran de su vista, que escondieran a esa criatura en alguna parte», existía la posibilidad de que esa madre también se llevara al otro hijo. Y eso significaría despedirse de Gideon y de poder disfrutar de la fama que Gideon iba a conseguir.

«Cuando Sonia Davies fue asesinada en la bañera, ¿tenía conocimiento la policía de la existencia de Virginia? -se preguntó Barbara-. Y si así era, ¿había conseguido la familia mantener en secreto la actitud del viejo Jack?» Era muy probable.

Lo había pasado muy mal en la guerra, nunca se había recuperado, era un héroe militar. Pero también parecía que era un hombre al que le faltaban cinco notas para ser una sonata completa, y ¿cómo podía nadie saber qué sería capaz de hacer ese hombre cuando sus planes se vieran frustrados?

Barbara se encaminó de nuevo hacia la acera, cerrando la verja a sus espaldas. Lanzó el cigarrillo al suelo y volvió sobre sus pasos hacia el convento de la Inmaculada Concepción.

Esa vez se encontró a sor Cecilia Mahoney en el enorme jardín que había detrás del edificio principal. Junto con otra monja, estaba recogiendo las hojas secas de un gigantesco sicómoro que podría haber dado sombra a una aldea entera. Hasta ese instante, habían hecho cinco montones de hojas; formaban unos coloridos terraplenes sobre el césped. A lo lejos, donde un muro delimitaba el final de las propiedades del convento y lo protegía de los vagones de metro que retumbaban bajo tierra a lo largo de todo el día, un hombre ataviado con un mono y un gorro de lana vigilaba una hoguera en la que ya ardían algunas hojas secas.

– Debería tener cuidado con eso -le sugirió Barbara a sor Cecilia mientras se le acercaba-. Un despiste y todo el barrio de Kensington arderá en llamas. Supongo que no desea que suceda una cosa así.

– Y no tendríamos a Wren [6] para construir los nuevos edificios.-apuntó sor Cecilia-. Sí, lo estamos haciendo con sumo cuidado, agente. A George no se le ocurriría dejar de vigilar la hoguera. Y creo que George es el que sale ganando. Nosotras recogemos las hojas secas y hacemos una ofrenda que Dios recibe con sumo placer.

– ¿Cómo dice?

La monja pasó el rastrillo sobre la hierba; las púas asían grupos de hojas.

– Si me lo permite, era una alusión bíblica. Caín y Abel. La hoguera de Abel causó un humo que fue directo al cielo.

– ¡Ah, sí!

– ¿No conoce el Antiguo Testamento?

– Sólo los trozos en los que hay relaciones y engendramientos. Esos me los sé casi todos de memoria.

Sor Cecilia se rió y cogió el rastrillo para apoyarlo en un banco que rodeaba el sicómoro del centro del jardín. Volvió hacia Barbara y le respondió:

– Seguro que en aquella época había muchos emparejamientos e hijos, ¿no es verdad, agente? Pero no les quedaba más remedio, ya que les habían ordenado poblar la tierra.

Barbara sonrió y le preguntó:

– ¿Podría hablar un momento con usted?

– Por supuesto. Supongo que prefiere que vayamos dentro.

Sor Cecilia no esperó respuesta. Simplemente le dijo a su compañera: «Sor Rose, ¿sería tan amable de ocuparse de esto durante un cuarto de hora…?», y cuando la otra monja asintió, se encaminó hacia un corto tramo de escalones de hormigón que conducían a la puerta trasera del pardo edificio de ladrillo.

Anduvieron a lo largo de un pasillo con el suelo de linóleo hasta llegar a una puerta en la que ponía: SALA DE VISITAS. Al llegar, sor Cecilia llamó a la puerta, y como no respondió nadie, la abrió de par en par y le preguntó:

– ¿Le apetece una taza de té, agente? ¿De café? Creo que aún nos queda alguna que otra galleta.

Barbara declinó la invitación. Le explicó a la monja que sólo deseaba hablar con ella.

– ¿No le importa si yo…? -Sor Cecilia señaló una tetera eléctrica que estaba sobre una bandeja desportillada de plástico junto a una cajita de té Earl Grey, además de varias tazas y platillos que no hacían juego. Enchufó la tetera, y de la parte superior de una pequeña cómoda extrajo una caja con terrones de azúcar; dejó caer tres dentro de la taza, y con toda serenidad le dijo a Barbara-: Soy muy golosa. Pero Dios perdona los pequeños vicios en todos nosotros. Sin embargo, no me sentiría tan culpable si, como mínimo, aceptara comerse una galleta. Son bajas en calorías. Pero con eso no quiero decir que necesite…

– No me ha ofendido en absoluto -la interrumpió Barbara-. Me comeré una.

Sor Cecilia, con una mirada traviesa, le comentó:

– Vienen en paquetes de dos, agente.

– Pues páseme uno. Ya me las arreglaré.

Con el té a punto y las galletas en su pequeño paquete sobre el plato, sor Cecilia ya se encontraba dispuesta a prestar atención a Barbara. Se sentaron en unas sillas con funda de vinilo, junto a una ventana que daba al jardín en el que sor Rose todavía estaba recogiendo las hojas secas con el rastrillo. Las separaba una baja mesa de chapa, sobre la que había una gran variedad de revistas religiosas y un ejemplar de Elle, muy manoseado.

Barbara le explicó que había conocido a Lynn Davies y le preguntó si tenía conocimiento de ese matrimonio y de esa otra hija de Richard Davies.

Sor Cecilia le confirmó que hacía mucho tiempo que lo sabía, ya que Eugenie le había contado la historia de Lynn Davies y de su «pobre hija» poco después del nacimiento de Gideon.

– Le puedo asegurar, agente, que causó un gran efecto en ella. Ni siquiera sabía que Richard estaba divorciado, y pasó una buena época reflexionando sobre lo que podría implicar que no se lo hubiera contado antes de casarse.

– Supongo que se sintió traicionada.

– ¡Ah, ella no estaba preocupada porque no se lo hubiera contado antes! O, como mínimo, si lo estaba, nunca hablamos de eso. Eran las implicaciones espirituales y religiosas con las que Eugenie luchaba en los primeros años posteriores al nacimiento de Gideon.

– ¿Qué clase de implicaciones?

– Bien, la Santa Iglesia considera el matrimonio como una unión permanente entre un hombre y una mujer.

– ¿Le preocupaba que la Iglesia pudiera considerar legítimo el primer matrimonio y que, por lo tanto, el suyo no tuviera validez? ¿Y que los hijos de su matrimonio se consideraran ilegítimos?

Sor Cecilia tomó un sorbo de té y respondió:

– Sí y no. La situación era aún más complicada, ya que Richard no era católico. De hecho, el pobre hombre no era de ninguna religión. Nunca se había casado por la Iglesia; en consecuencia, lo que de verdad preocupaba a Eugenie era si Richard había vivido en pecado con Lynn y si la hija de esa unión, que por lo tanto habría sido concebida en pecado, llevaba la marca de la sentencia de Dios. Y si ése era el caso, ¿estaba ella misma corriendo el riesgo de ser castigada con la sentencia de Dios?

– ¿Por haberse casado con un hombre que había vivido «en pecado», quiere decir?

– No. Por no haberse casado con él por la Iglesia.

– ¿Fue la misma Iglesia la que no lo permitió?

– Nunca fue una cuestión de lo que la Iglesia estaba dispuesta a permitir o no. Richard no quería una ceremonia religiosa y, por lo tanto, nunca hubo ninguna. Sólo contrajeron matrimonio por lo civil.

– Pero como católica que era, ¿la señora Davies no quiso casarse por la Iglesia? ¿No se sentía obligada a hacerlo? Quiero decir, para sentirse en paz con Dios y el Papa.

– Es así cómo son las cosas, querida. Pero Eugenie no era católica del todo.

– ¿Qué quiere decir?

– Que había recibido algunos sacramentos, pero otros no. Que aceptaba algunas creencias, pero no todas.

– Cuando uno se convierte al catolicismo, ¿no se supone que debe jurar por la Biblia o por algo que obrará de acuerdo con las normas? Ambas sabemos que no fue criada en el catolicismo, por lo tanto, ¿la Iglesia acepta nuevos miembros que sólo se atienen a unas cuantas normas?

– Debe recordar que la Iglesia no tiene policía secreta para asegurarse de que sus feligreses sigan el largo y tortuoso camino, agente -contestó la monja. Mordisqueó la galleta y empezó a masticar-. Dios nos ha dado una conciencia a cada uno de nosotros para que podamos observar nuestro propio comportamiento. Sin embargo, es verdad que hay muchos tópicos sobre el hecho de que algunos individuos católicos no acaban de estar de acuerdo sobre la Santa Madre Iglesia, pero sólo Dios sabe si eso pone su salvación eterna en peligro.

– Aun así, si la señora Davies pensaba que Virginia era un castigo por la forma de vivir de Lynn y Richard, entonces debería de creer que Dios hacía justicia con ellos cuando aún estaban vivos.

– Mucha gente lo interpreta de ese modo cuando le acontece alguna desgracia. Pero piense en Job. ¿Qué pecado debió de cometer para ser tan mortificado por Dios?

– ¿Por haber engendrado un hijo en el lado erróneo de la cama? -preguntó Barbara-. No lo recuerdo.

– No lo recuerda porque nunca pecó. Tan sólo eran pruebas terribles para que pudiera demostrar su fe en el Todopoderoso. -Sor Cecilia cogió la taza de té y se limpió las migas de galleta que tenía entre los dedos con un trozo de falda.

– Entonces, ¿eso mismo fue lo que le explicó a la señora Davies?

– Le remarqué que si Dios hubiera querido castigarla, Él nunca le habría dado un hijo como Gideon, un niño completamente sano, como el primer fruto de su matrimonio con Richard.

– ¿Y en lo que se refiere a Sonia?

– ¿Que si creía que su hija era un castigo de Dios por sus pecados? -aclaró sor Cecilia-. Nunca me lo confesó. Pero por la forma en la que reaccionó cuando se enteró de la deficiencia de su pequeña… Y después, cuando dejó de asistir a la Iglesia tras la muerte de la niña… -La monja soltó un suspiro, se llevó la taza a los labios y la sostuvo allí mientras pensaba lo que debía responder. Al cabo de un rato, contestó-: Sólo podemos hacer conjeturas, agente. Sólo tenemos las preguntas que se hizo con respecto a Lynn y Virginia y deducir cómo podría haberse sentido y qué podría haber pensado cuando se vio obligada a enfrentarse con una prueba similar.

– ¿Y el resto de la familia?

– ¿El resto?

– Sí, los demás miembros de la familia. ¿Le contó alguna vez cómo se sentían? Respecto a Sonia, cuando se enteraron de que…

– Nunca me lo contó.

– Lynn me explicó que en parte se marchó por el padre de Richard Davies. Me dijo que la cabeza no le acababa de funcionar del todo, pero que la parte que le funcionaba era tan desagradable que estaba contenta de ver que sólo le funcionaba a medias. Si es que se puede decir que una cabeza no funciona bien. Me imagino que entiende lo que le quiero decir.

– Eugenie no acostumbraba a hablar de los miembros de la casa.

– ¿Nunca le comentó que alguien deseaba librase de Sonia? ¿Como Richard? ¿O su padre? ¿O cualquier otra persona?

Los ojos azules de sor Cecilia se agrandaron por encima de la galleta que se acababa de llevar a la boca. Luego exclamó:

– ¡Por todos los santos! No. No. No era una casa de gente mala. De gente con problemas, quizá sí, al igual que todo el mundo. Pero querer librarse de un bebé de un modo tan desesperado como para ser capaz de… No. No puedo creer que ninguno de ellos fuera capaz de hacerlo.

– Pero alguien la mató, y ayer me dijo que no creía que lo hubiera hecho Katja Wolff.

– Ni lo creía ni lo creo -corroboró la monja.

– No obstante, alguien tuvo que cometer esa fechoría, a no ser que crea que la mano de Dios la cogió y la mantuvo debajo del agua. Por lo tanto, ¿quién lo hizo? ¿La misma Eugenie? ¿Richard? ¿El abuelo? ¿El inquilino? ¿Gideon?

– ¡Tenía ocho años!

– ¿No estaba celoso porque otra persona había hecho que dejara de ser el centro de atención?

– Sería incapaz de hacer una cosa así.

– No obstante, Sonia le quitaba protagonismo. Con ella, no podían dedicarle tanto tiempo a él. Seguro que su hermana se llevaba la mayor parte del dinero. Podía vaciar el pozo hasta dejarlo seco. Y si se secaba, ¿en qué situación quedaría Gideon?

– No hay ningún niño de ocho años que pueda planear el futuro de ese modo.

– Pero cualquier otra persona, sí; alguien que tuviera un interés personal en que Gideon siguiera siendo el centro de la casa.

– Sí, de acuerdo. Pero no se me ocurre quién podría ser esa persona.

Barbara observó cómo la monja colocaba la mitad de la galleta sobre el platillo. La siguió observando mientras se dirigía hacia la tetera y la ponía en marcha para prepararse una segunda taza de té. Pensó en las ideas preconcebidas que tenía sobre las monjas, en la información que sor Cecilia le había dado y la forma en que lo había hecho. Llegó a la conclusión de que la monja le estaba contando todo lo que sabía. En el primer interrogatorio, sor Cecilia le había dicho que Eugenie había dejado de asistir a la iglesia tras la muerte de Sonia. En consecuencia, ella, sor Cecilia, no habría tenido la oportunidad de seguir manteniendo esas conversaciones íntimas en las que se solía obtener información de máxima importancia.

– ¿Qué pasó con el otro bebé? -le preguntó.

– ¿El otro…? Ah. ¿Se refiere al hijo de Katja?

– El comisario quiere que averigüe su paradero.

– Está en Australia, agente. Vive allí desde los doce años. Y tal y como le dije la primera vez que hablamos, si Katja hubiera querido encontrarle, habría venido a verme tan pronto como hubiera salido de la cárcel. Debe creerme. Las condiciones de la adopción requerían que los padres mandaran información una vez al año sobre el niño y, en consecuencia, siempre he sabido dónde estaba, y le habría dado esa información a Katja si me la hubiera pedido.

– ¿Y no lo hizo?

– No. -Sor Cecilia se encaminó hacia la puerta-. Si me excusa un momento, le traeré algo que quizá le interese.

La monja salió de la sala en el preciso instante en que el agua empezaba a hervir y la tetera se apagaba. Barbara se levantó y preparó una segunda taza de Earl Grey para sor Cecilia; luego cogió un paquete de galletas para sí misma. Cuando la monja regresó, con un sobre manila en la mano, ya había engullido las dos galletas y ya había añadido los tres terrones de azúcar al té.

Se sentó, con las piernas y los tobillos juntos, y extendió el contenido del sobre encima de su regazo. Barbara se percató de que había cartas y fotografías, tanto instantáneas como de estudio.

– El hijo de Katja se llama Jeremy -le informó sor Cecilia-. Cumplirá veinte años en febrero. Fue adoptado por una familia llamada Watts que ya tenía otros tres hijos. Ahora están todos en Adelaida. Creo que se parece a su madre.

Barbara cogió las fotografías que sor Cecilia le ofreció. Se percató de que la monja había mantenido un historial fotográfico de la vida del chico. Jeremy era rubio con ojos azules, pero el color rubio de su niñez se había vuelto de color pino durante su adolescencia. Tenía una apariencia desgarbada en la época en que su familia le había llevado, junto con el resto de sus hermanos, a Australia, pero una vez pasada esa fase, parecía bastante atractivo. Nariz recta, mandíbula cuadrada, orejas pegadas a la cabeza; «podría pasar por un ario», pensó Barbara.

– ¿Sabe Katja Wolff que tiene estas fotografías? -le preguntó.

– Tal y como ya le dicho, no quería verme -respondió sor Cecilia-. Ni siquiera habló conmigo cuando llegó el momento de preparar el papeleo para la adopción de Jeremy. La cárcel actuó de intermediaria: la guardiana de la cárcel me dijo que Katja quería dar al niño en adopción, y esa misma guardiana me avisó cuando llegó el momento. Ni siquiera sé si Katja llegó a ver al bebé. Todo lo que sé es que quería que una familia lo adoptara de inmediato, y que quería que yo me encargara de ello tan pronto como diera a luz.

Barbara le devolvió las fotografías y le preguntó:

– ¿No deseaba que lo cuidara el padre?

– No, quería darlo en adopción.

– ¿Quién era el padre?

– Nunca hablamos de…

– Ya lo entiendo. Pero usted la conocía. Los conocía a todos. Por lo tanto, seguro que debe de tener alguna idea. En la casa, que sepamos, había tres hombres: el abuelo, Richard Davies y el inquilino, un tipo llamado James Pitchford. Había cuatro, si contamos a Raphael Robson, el profesor de violín. Cinco, si uno quiere contar a Gideon y pensar que a Katja le podían haber gustado jóvenes. Gideon era precoz en unos aspectos, ¿por qué no podía serlo en otros?

La monja, que parecía ofendida, respondió:

– Katja no acosaba a los niños.

– Quizás ella no lo considerara acoso. Las mujeres no lo ven así, ¿no es verdad?, cuando están iniciando a un hombre. Qué demonios, hay tribus en las que es normal que las mujeres adultas se encarguen de iniciar a los chicos jóvenes.

– Todo lo que quiera, pero eso no era una tribu. Y es imposible que Gideon sea el padre de ese bebé. Dudo que -y en ese instante la monja enrojeció del todo- fuera capaz de realizar el acto.

– Pero, fuera quien fuera, debía de tener un motivo para mantenerlo en secreto. Si no fuera así, ¿por qué no se dio a conocer y pidió la custodia cuando a Katja le cayeron veinte años de condena? A no ser, claro está, que no quisiera que se supiera que era el hombre que había dejado embarazada a una asesina.

– ¿Por qué tiene que ser alguien de la casa? -le preguntó sor Cecilia-. ¿Y por qué es tan importante saberlo?

– No estoy segura de que sea tan importante -admitió Barbara-. Pero si el padre de la criatura es alguien que está involucrado con todo lo demás que le sucedió a Katja Wolff, entonces podría estar en peligro. Si es que ella es la responsable de esos dos casos de atropellamiento y fuga.

– ¿Dos…?

– El policía que dirigió la investigación de la muerte de Sonia fue atropellado ayer por la noche. Ahora se encuentra en coma.

Sor Cecilia pasó la mano por el crucifijo que llevaba alrededor del cuello. Lo apretó con fuerza mientras decía:

– No puedo creer que Katja tenga nada que ver con todo esto.

– Muy bien -dijo Barbara-. Pero a veces tenemos que acabar creyendo lo que no queremos creer. El mundo es así, sor Cecilia.

– El mío no -declaró la monja.

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