Capítulo 22

Yasmin Edwards mandó a Daniel al Centro de Militares del otro lado de la calle, con un pastel de chocolate en las manos. Estaba sorprendido, teniendo en cuenta cómo había reaccionado en el pasado ante el hecho de que hablara con hombres uniformados, pero exclamó «estupendo, mamá», le sonrió y partió de inmediato a hacerles esa visita que ella denominaba de agradecimiento. «Está bien que esos tipos te hayan ofrecido té de vez en cuando», le había dicho a su hijo, y si Daniel reconoció la contradicción en esa frase con respecto a la furia anterior de su madre al pensar que alguien pudiera compadecerse de su hijo, no lo mencionó.

Sola, Yasmin se sentó delante del televisor. Tenía el estofado de cordero en el fuego porque -mira que llegaba a ser estúpida-era incapaz de no hacer lo que antes había dicho que haría. También era tan incapaz de cambiar de opinión o de poner fin a un asunto como lo había sido cuando era la novia de Roger Edwards, su amante, su mujer, y después una presa en la cárcel de Holloway.

Ahora se preguntaba por qué, pero la respuesta residía en el vacío que sentía y en el resurgimiento de un temor que hacía tiempo que había enterrado. Le parecía que su vida entera había sido descrita y dominada por ese temor, un paralizante terror de algo que nunca había estado dispuesta a nombrar, y mucho menos a superar. Pero por mucho que hubiera intentado huir del coco, la había vuelto a acosar de nuevo.

Intentó no pensar. No quería reflexionar sobre el hecho de que había descubierto una vez más que no existía ningún santuario, por mucho que se hubiera empeñado en creer que así era.

Se odiaba a sí misma. Se odiaba a sí misma mucho más de lo que jamás hubiera odiado a Roger Edwards y más -mucho más- de lo que odiaba a Katja Wolff, que la había obligado a mirarse en el espejo y a mirarse con sinceridad durante un buen rato. No importaba que todos los besos, abrazos, actos amorosos y conversaciones se hubieran basado en una mentira que ella había sido incapaz de discernir. Lo que importaba era que ella, Yasmin Edwards, se había permitido formar parte de esa mentira. En consecuencia, sentía un gran odio hacia sí misma. Se sentía consumida por cientos de «debería haberme dado cuenta».

Cuando Katja entró, Yasmin miró el reloj. Llegaba a la hora correcta, pero claro, ¿cómo no lo iba a hacer?, porque si había una cosa que a Katja Wolff no le pasaba por alto era lo que sucedía en las mentes de los otros. Era una técnica de supervivencia que había aprendido entre rejas. Por lo tanto, el hecho de que Yasmin la hubiera ido a ver a la lavandería esa mañana le debía de haber dado mucha información sobre la situación en que se encontraba. En consecuencia, llegaría a la hora exacta de la cena y estaría preparada.

Sin embargo, Katja no sabía para qué debía estar preparada. Esa era la única ventaja que tenía Yasmin. El resto de las ventajas eran todas de su amante, y la más importante era como un faro que hacía tiempo que brillaba, pero que Yasmin no había estado dispuesta a reconocer.

Resolución. Katja Wolff se había mantenido cuerda en la cárcel porque siempre había tenido un objetivo. Era una mujer con planes, y siempre había sido de esa manera. «Debes saber lo que quieres y en quién te quieres convertir cuando salgas de aquí -le había dicho a Yasmin una y otra vez-. No permitas que lo que te han hecho se convierta en su triunfo. Eso sucederá si te das por vencida.»Yasmin había aprendido a admirar a Katja Wolff por esa terca obstinación en convertirse en lo que siempre había querido convertirse a pesar de su situación. Y después había aprendido a amar a Katia Wolf por las sólidas bases de futuro que representaba para las dos, por mucho que estuvieran encerradas entre los muros de la cárcel.

– Tienes que pasar veinte años aquí dentro. ¿Crees que vas a salir y que vas a empezar a diseñar ropa cuando tengas cuarenta y cinco años? -le había dicho.

– Tendré una vida -le había asegurado Katja-. Triunfaré, Yas. Tendré una vida.

Esa vida tenía que empezar en alguna parte cuando Katja cumplió condena, consiguió la libertad condicional, demostró su valía y se incorporó de nuevo en sociedad. Necesitaba un lugar en el que pudiera pasar inadvertida para poder empezar a construir su mundo de nuevo. No quería que la atención pública recayera otra vez sobre ella. Si no conseguía adaptarse con facilidad al mundo, no sería capaz de conseguir su sueño. Con todo, resultaría muy difícil: establecerse en el competitivo mundo de la moda, cuando todo lo que era, en el mejor de los casos, era una buena estudiante del sistema jurídico criminal.

Tan pronto como se estableció en Kennington con Yasmin, ésta comprendió que Katja tendría que pasar por un período de adaptación antes de que pudiera empezar a hacer realidad los sueños de los que le había hablado. Por lo tanto, le había dado tiempo para que se acostumbrara a la libertad, y no cuestionó el hecho de que los objetivos de los que Katja hablaba dentro de la cárcel no se vieran reflejados en acciones una vez que ya estaba fuera. La gente era diferente, se dijo a sí misma. No quería decir nada que ella -Yasmin- hubiera empezado a construir su nueva vida con tesón y perseverancia tan pronto corno hubo salido de la cárcel. Ella, después de todo, tenía un hijo del que ocuparse y una amante cuya llegada hacía años que esperaba. Tenía más incentivos para poner su mundo en orden: para que Daniel, y después Katja, se encontraran con el hogar que ambos se merecían.

Pero ahora se daba cuenta de que las palabras de Katja habían sido sólo eso: palabras. Katja no tenía ninguna intención de abrirse un lugar en el mundo porque no le hacía ninguna falta. Hacía mucho tiempo que su lugar en el mundo había sido reservado.

Yasmin no se movió del sofá cuando Katja se quitó el abrigo y exclamó:

– ¡Mein Gott! ¡Estoy agotada! -Y después, al verla-: ¿Qué haces a oscuras, Yas?

Cruzó la sala y encendió la lámpara de la mesita, y se fue derechita, como siempre hacía, a los cigarrillos que la señora Crushley nunca le dejaba fumar cerca de la lavandería. Lo encendió con una caja de cerillas que se sacó del bolsillo y que dejó en la mesita junto al paquete de Dunhills del que había cogido el cigarrillo. Yasmin se inclinó hacia delante y cogió la caja de cerillas. BAR RESTAURANTE FRÈRE JACQUES eran las palabras que había impresas.

– ¿Dónde está Daniel? -le preguntó a medida que echaba un vistazo al piso. Entró en la cocina y se debió de percatar de que la mesa sólo estaba puesta para dos, ya que lo siguiente que le preguntó fue-: ¿Ha ido a cenar a casa de algún amigo, Yas?

– No -contestó Yasmin-. Volverá pronto. -La había puesto así para asegurarse de que no iba a ceder a la cobardía en el último momento.

– Entonces, ¿por qué has puesto la mesa…? -Se detuvo. Era una mujer que tenía la disciplina de no traicionarse a sí misma, y Yasmin se dio cuenta de que estaba usando esa disciplina en ese momento, silenciando su propia pregunta.

Yasmin sonrió con amargura. «De acuerdo -le dijo a su amante en silencio-. No imaginabas que la muñequita iba a abrir los ojos, ¿verdad, Kat? Y tampoco esperabas que si los abría, o ya los tenía abiertos, que hiciera ningún movimiento, el primer movimiento, que ella, sola y asustada, se pusiera en esa situación, ¿verdad, Kat? Porque tuviste cinco años para pensar cómo meterte en su piel y hacerle creer que tenía un futuro contigo. Porque incluso entonces sabías que si alguien le empezaba a hacer ver a esa pobre tonta que tenía alguna posibilidad, aunque no pudiera salir bien, ella se entregaría a esa vaca estúpida y haría cualquier cosa por hacerla feliz. Y eso era lo que necesitabas, ¿no es verdad, Kat? Eso era con lo que contabas.»

– He estado en el número cincuenta y cinco -le informó.

Katja, con cautela, le preguntó:

– ¿Dónde? -Y ese acento alemán apareció de nuevo en su voz, ese rasgo diferenciador que antes le había parecido tan encantador.

– En el número cincuenta y cinco de Galveston Road. Wandsworth. Sur de Londres -contestó Yasmin.

Katja no respondió, pero Yasmin se dio cuenta de que estaba pensando, a pesar del rostro inexpresivo que había aprendido a poner cuando alguien la miraba en la cárcel. Su expresión decía: «No estoy pensando nada», pero sus ojos estaban demasiado pendientes de los de Yasmin.

Por primera vez. Yasmin se percató de que Katja iba sucia: tenía la cara grasienta y mechones de pelo rubio pegados a la cabeza. «Esta noche no ha ido a su casa -pensó sin alterarse-. Supongo que ha decidido ducharse aquí.»

Katja se le acercó. Aspiró con fuerza el cigarrillo, y Yasmin se dio cuenta de que seguía pensando. Pensaba que podría ser un truco para hacerle admitir algo que quizá Yasmin sólo imaginara.

– Yas -le dijo mientras alargaba la mano y le acariciaba la hilera de trenzas que se había apartado de la cara y que se había atado tras la nuca con un pañuelo. Yasmin se apartó con brusquedad.

– Supongo que esta noche no te hacía falta ducharte allí -espetó Yasmin-. Esta noche no tienes el rostro impregnado de flujos femeninos, ¿no es verdad?

– Yasmin, ¿de qué estás hablando?

– Estoy hablando del número cincuenta y cinco, Katja, de Galveston Road. Estoy hablando de lo que haces cuando vas allí.

– Voy allí para reunirme con mi abogada -replicó Yasmin-. Ya me has oído cómo se lo decía a ese detective esta misma mañana. ¿Crees que miento? ¿Qué razón podía tener para hacerlo? Si deseas llamar a Harriet y preguntarle si ella y yo fuimos juntas…

– He ido hasta allí -le anunció Yasmin con decisión-. He ido hasta allí, Katja. ¿Me estás escuchando?

– ¿Y bien? -le preguntó Katja.

«Todavía tan tranquila -pensó Yasmin-, tan segura de sí misma o, como mínimo, tan capaz de parecerlo.» ¿Y por qué? Porque sabía que no había nadie en casa durante el día. Porque creía que cualquier persona que llamara al timbre no podría averiguar quién vivía dentro. O tal vez sólo estuviera haciendo tiempo para pensar cómo iba a explicárselo todo.

– No había nadie en casa -dijo Yasmin.

– Ya veo.

– Por lo tanto, fui a casa de una vecina y le pregunté quién vivía allí. -Sentía cómo la traición se ensanchaba en su interior, como si fuera un globo demasiado hinchado que le subía hasta la garganta. Se esforzó por decir-: Noreen McKay.

Esperó a oír la respuesta de su amante. «¿Qué será? -pensó-. ¿Una excusa? ¿Un malentendido? ¿Un intento de darle una explicación razonable?»

– Yas -dijo Katja. Después murmuró-: ¡Maldita sea!

Esa expresión le pareció tan extraña viniendo de ella que Yasmin, aunque sólo fuera por un momento, sintió que hablaba con una persona totalmente diferente de la Katja Wolff que había amado durante los últimos tres años de cárcel y los otros cinco que los habían seguido.

– No sé qué decir -dijo entre suspiros.

Rodeó la mesilla y se sentó junto a Yasmin en el sofá. Yasmin se apartó al ver que se le acercaba. Katja se levantó.

– He empaquetado tus cosas -le informó Yasmin-. Están en el dormitorio. No quería que Daniel viera… Se lo contaré mañana. De todas maneras, ya está acostumbrado a no verte en casa algunas noches.

– Yas, no siempre fue…

Yasmin podía darse cuenta de que estaba subiendo el tono de voz mientras le decía:

– Tienes ropa sucia. Te la he puesto en una bolsa de plástico de Sainsbury's. Puedes lavarla mañana, o pedir que alguien te deje usar la lavadora esta noche, o ir a una lavandería o…

– Yasmin, debes oírme, No siempre estuvimos… Noreen y yo no siempre estuvimos juntas, tal y como crees. Es algo que… -Katja se le acercó de nuevo. Le puso la mano sobre el muslo, y Yasmin sintió cómo el cuerpo se le ponía rígido, cómo tensaba los músculos, cómo se le endurecían las articulaciones, cómo le hacía recordar, cómo todo le volvía a la memoria, cómo la lanzaba al pasado, donde los rostros pendían sobre ella…

Se puso en pie de un salto. Se tapó las orejas. Luego gritó:

– ¡Basta ya! ¡Ojalá ardas en el infierno!

Katja alargó la mano pero no se levantó del sofá. Se limitó a decir:

– Yasmin, escúchame. Es algo que no puedo explicar. Es algo que llevo dentro y que siempre he llevado. No me lo puedo sacar. Lo intento. Se desvanece. Pero luego aparece de nuevo. Contigo, Yasmin, debes escucharme. Contigo, pensé… esperé que…

– Me has utilizado -replicó Yasmin-. Ni has pensado ni has esperado nada. Me has utilizado, Katja. Lo que pensaste es que si las cosas parecían ir bien con ella, entonces tendría que dar un paso y decir quién era. Pero no lo hizo cuando estabas dentro. Ni tampoco lo hizo cuando saliste. Pero seguiste pensando que lo haría y, por lo tanto, te viniste a vivir conmigo para forzarla. Sólo que las cosas no han salido como tú esperabas, a no ser que sepa lo que estás tramando y con quién, ¿no es verdad? Y seguro que las cosas no funcionarán si no le das a probar de vez en cuando lo que se está perdiendo.

– No es verdad.

– ¿Me estás diciendo que no lo habéis hecho? ¿Que no has estado con ella desde que saliste de la cárcel? ¿Que no has ido a su casa después del trabajo, después de cenar, incluso después de haber estado conmigo cuando me decías que no podías dormir y que necesitabas salir un rato para estirar las piernas, porque sabías que yo dormiría hasta la mañana siguiente? Ahora me doy cuenta de todo, Katja. Quiero que te marches.

– Yas, no tengo ningún sitio adonde ir.

Yasmin se rió y añadió:

– Seguro que lo podrás arreglar con una llamada telefónica.

– Por favor, Yasmin. Ven. Siéntate. Déjame que te cuente qué ha sucedido.

– Lo que ha sucedido es que te he estado esperando. Al principio no me di cuenta. Creía que estabas intentando adaptarte al mundo. Creía que te estabas preparando para crearte una vida para ti misma, para ti, para mí y para Dan, Katja, pero en realidad la estabas esperando a ella. Siempre la estabas esperando. Estabas esperando para convertirte en parte de su vida, y cuando lo hubieras conseguido, todos los aspectos de tu vida se habrían solucionado.

– Las cosas no han ido así.

– ¿No? ¿De verdad? ¿Has hecho algo por ti misma desde que has salido? ¿Has llamado a las escuelas de diseño? ¿Has hablado con alguien? ¿Has ido a alguna de esas tiendas de Knightsbridge para ofrecerte como aprendiz?

– No, no lo he hecho.

– Y las dos sabemos por qué. No te hace falta crearte una nueva vida si ella lo hace por ti.

– Ése no es el caso. -Katja se levantó del sofá, apagó el cigarrillo en el cenicero y derramó ceniza encima de la mesa, donde se quedó como si fueran los restos de un sueño incumplido-. No he dejado de crear mi propia vida. Cierto, es una vida diferente de la que me había imaginado. Cierto, es una vida diferente de la que te hablaba dentro de la cárcel. Pero tú me ayudas tanto como Noreen a crearme esa vida. Pero me la hago yo misma. Y eso es lo que he estado haciendo desde que me soltaron. Eso es precisamente lo que Harriet me está ayudando a hacer. Ésa es la razón por la que no me volví loca durante los veinte años que pasé en la cárcel. Porque sabía, sabía, quién me esperaría cuando saliera.

– ¿Ella? -le preguntó Yasmin-. Te ha esperado, ¿verdad? Pues vete con ella. Márchate.

– No. Debes comprenderlo. Haré que…

«Haré, haré, haré…» Demasiada gente había hecho cosas por ella. Yasmin se llevó las manos a la cabeza.

– Yasmin, he hecho tres cosas malas en toda mi vida. Amenacé a Hannes con denunciarlo a las autoridades si no me sacaba de allí.

– Eso es agua pasada.

– Es mucho más que eso. Escucha. Lo que le hice a Hannes fue mi primera mala acción. Pero tampoco hablé cuando debería haberlo hecho. Ésa es la segunda. Y luego, una vez, sólo una vez, Yas, pero una vez fue más que suficiente, escuché cuando debería haberme tapado los oídos. Y ya he pagado por todo ello. Lo he pagado durante veinte años. Porque me engañaron. Y ha llegado el momento de que los otros paguen por ello. Eso es de lo que me he estado ocupando.

– ¡No! ¡No quiero oírlo!

Asustada, Yasmin se marchó al dormitorio, donde había empaquetado el pequeño armario de ropa estridente de segunda mano de Katja, toda esa ropa que definía quién era Katja, una mujer que nunca llevaría negro en una ciudad en la que el negro estaba por todas partes, la había empaquetado en una bolsa de lona que había comprado con ese propósito, gastándose su propio dinero como si con ello quisiera pagar por todos los errores que había cometido al confiar en ella. No quería oírla, pero era algo más que eso: sabía que no podía permitírselo. Oír lo que Katja tenía que decirle pondría su vida en peligro, pondría su futuro con Daniel en peligro, y no estaba dispuesta a hacerlo.

Asió la bolsa de lona y la lanzó a la sala de estar. Siguió con la bolsa de Sainsbury’s de ropa sucia y con la caja de cartón que contenía los artículos de tocador y otros objetos que Katja había traído cuando se había instalado en su casa. Gritó:

– Se lo he contado, Katja. Lo sabe. ¿Lo has entendido? Se lo he contado. Se lo he contado.

– ¿A quién? -le preguntó.

– Ya sabes a quién. A él. -Yasmin se pasó los dedos por la mejilla para indicar la cicatriz que marcaba el rostro del detective negro-. Esa noche no te encontrabas aquí mirando la tele, y él lo sabe.

– Pero es… son… todos ellos… Yas, sabes que son el enemigo. Lo que te hicieron cuando te defendiste de Roger… ¿Recuerdas lo que te hicieron pasar? ¿Cómo has podido confiar en…?

– Eso era con lo que contabas, ¿no es verdad? La buena de Yas nunca más confiará en un policía, al margen de lo que éste le diga, al margen de lo que yo haga. Por lo tanto, me estableceré con la buena de Yas y ella me protegerá cuando vengan a por mí. Ella me seguirá la corriente, tal y como hizo dentro. Pero se ha acabado, Katja. Fuera lo que fuese, y no me importa. Se ha terminado.

Katja observó las bolsas y dijo con tranquilidad:

– Estamos a punto de acabar nuestra relación después de…

Yasmin cerró la puerta del dormitorio de golpe para no oír sus palabras y para protegerse a sí misma de otros peligros. Y después, finalmente, empezó a llorar. A pesar de las lágrimas, podía oír el ruido que Katja hacía al recoger sus pertenencias. Cuando la puerta del piso se abrió y se cerró un momento después, Yasmin Edwards supo que su amante se había ido.


– Por lo tanto, no se trata del niño -le precisó Havers a Lynley mientras le ponía al corriente de su segunda visita al convento de la Inmaculada Concepción-. A propósito, se llama Jeremy Watts. La monja siempre ha sabido dónde se encontraba: Katja Wolff siempre ha sabido que ella lo sabía. Han pasado veinte años y nunca le ha preguntado por él. Han pasado veinte años y no ha ido a hablar con sor Cecilia ni una sola vez. Por lo tanto, no se trata del niño.

– Hay algo que no me parece normal -replicó Lynley meditativo.

– Hay muchas cosas en ella que tampoco me parecen normales -contestó Havers-. Y en todos ellos. Quiero decir, ¿qué pasa con Richard Davies, inspector? Bien. De acuerdo. Virginia era deficiente. Estaba disgustado por ello. ¿Quién no lo estaría? Pero no volver a verla nunca más… y dejar que su padre impusiera… Y, de todos modos, ¿por qué él y Lynn vivían con su padre? Cierto, el edificio en el que vivían en Kensington era impresionante, y quizá Richard sea un tipo al que le guste impresionar. Y tal vez mamá y papá habrían perdido la fortuna ancestral o algo así si Richard no se hubiera quedado a vivir allí y hubiera contribuido con los gastos, pero aun así…

– La relación entre padres e hijos siempre es complicada -apuntó Lynley.

– ¿Más que la que hay entre madres e hijas?

– Evidentemente. Porque hay muchas más cosas que quedan por decir.

Se encontraban en una cafetería de Hampstead High Street, no muy lejos de la comisaría de Downshire Hill. Habían acordado encontrarse allí, ya que Havers había llamado a Lynley al móvil mientras éste salía de Stamford Brook. Le contó por teléfono lo del ataque al corazón de Webberly, y ella maldijo con fervor y le preguntó si podía hacer algo. Su respuesta fue la misma que Randie le había dado cuando había llamado a la casa, poco antes de que Lynley se marchara, para informar a su madre de las últimas novedades del hospital: no podían hacer nada, a excepción de rezar; los médicos ya se ocupaban de él.

– ¿Qué demonios quiere decir eso de «ocuparse» de él? -le preguntó ella.

Lynley no respondió porque le parecía que «ocuparse del progreso del paciente» era un eufemismo médico que usaban hasta que se produjera el momento oportuno para desenchufarle. Ahora, sentados a la mesa con un café solo sin azúcar (el suyo), y un café cargado de leche y azúcar, por no decir nada del pain au chocolat (ambos de Havers), Lynley se sacó el pañuelo del bolsillo, lo extendió sobre la mesa y mostró los contenidos.

– Quizá tengamos que analizar esto -le dijo mientras señalaba los trozos de cristal que había encontrado en un borde de la acera de Crediton Hill.

Havers los examinó y le preguntó:

– ¿Son de algún faro?

– No lo creo, teniendo en cuenta que los encontré debajo de un seto.

– Quizá no tengan ninguna importancia, señor.

– Ya lo sé -respondió Lynley con pesimismo.

– ¿Dónde está Winnie? ¿Qué ha conseguido averiguar, inspector?

– Le está siguiendo la pista a Katja Wolff. -Lynley le puso al corriente de lo que Nkata le había contado con anterioridad.

– ¿Se inclina por Wolff? -le preguntó-. Porque, tal y como ya te he dicho…

– Ya lo sé. Si es nuestra asesina, no lo es a causa de su hijo. ¿Qué motivo podía tener?

– ¿Venganza? ¿Podrían haber falsificado pruebas para inculparla, inspector?

– ¿Te estás refiriendo también a Webberly? ¡Santo Cielo! Me gustaría pensar que no.

– Pero como él estaba involucrado con Eugenie Davies… -Havers se había llevado el café a los labios, pero en vez de bebérselo, se le quedó mirando-. No he querido decir que lo hiciera deliberadamente, señor. Pero si estaba involucrado, podría no haberse dado cuenta, podría haberle… bien, hecho creer… ¿Sabe a lo que me refiero?

– Eso supondría que alguien también le hizo creer eso a la Fiscalía General del Estado, al jurado y al juez -apuntó Lynley.

– Ha sucedido antes -replicó Havers-. Más de una vez. Y tú lo sabes.

– De acuerdo. Lo acepto. Pero ¿por qué se negó a hablar? Si las pruebas no eran verdaderas, si el testimonio era falso, ¿por qué se negó a hablar?

– Esa es la cuestión -suspiró Havers-. Siempre volvemos a lo mismo.

– Así es.-Lynley sacó un lápiz del bolsillo de la chaqueta. Con él, movió los trozos de cristal hasta el centro del pañuelo-. Son demasiado delgados para ser de un faro. Si los faros estuvieran hechos de este material, se romperían en mil pedazos con la primera piedra que chocara contra ellos, en la autopista, por ejemplo.

– ¿Cristales rotos debajo de un seto? Podrían ser de una botella. Alguien que saliera de una fiesta con una botella de vino peleón bajo el brazo. Se ha tomado unas cuantas copas y se tambalea. La botella se cae, se rompe, y él aparta los cristales a un lado.

– Pero no hay ninguno curvilíneo, Havers. Fíjate en los trozos más grandes. Son todos rectos.

– De acuerdo. Son rectos, pero si crees que vas a poder relacionar esos cristales con alguno de nuestros sospechosos principales, creo que será mucho esfuerzo para nada.

Lynley sabía que ella tenía razón. Volvió a juntar los trozos en el pañuelo, se lo metió en el bolsillo y puso una expresión de tristeza. Sus dedos jugaban con el borde de la taza de café mientras observaba el poso que dejaba. Por su parte, Havers se acabó su pain au chocolat y, como resultado, los labios se le quedaron llenos de migas.

– Te estás destrozando las arterias, agente -le advirtió.

– Y ahora voy a por los pulmones. -Se limpió la boca con una servilleta de papel y sacó el paquete de Players. Antes de que Lynley pudiera protestar, exclamó-: Me lo merezco. Ha sido un día muy largo. Echaré el humo hacia el otro lado, ¿de acuerdo?

Lynley estaba demasiado desanimado para discutir. El estado de Webberly ocupaba su mente, aunque aún le preocupaba un poco más el hecho de que Frances hubiera sabido que su marido tenía un romance. Se esforzó por apartar esos pensamientos de su mente, y sugirió:

– De acuerdo. Revisémoslo todo de nuevo. ¿Notas?

Havers exhaló una bocanada de humo con impaciencia y replicó:

– Ya lo hemos hecho, inspector. No hay nada.

– Debe de haber algo -protestó Lynley mientras se ponía las gafas-. Las notas, Havers.

Se quejó pero las sacó del bolso. Lynley extrajo las suyas del bolsillo de la chaqueta. Empezaron con las personas cuyas coartadas no podían ser confirmadas.

Ian Staines fue la primera sugerencia de Lynley. Estaba desesperado por obtener dinero, y su hermana le había prometido que se lo pediría a su propio hijo. Pero Eugenie no había cumplido su promesa y lo había dejado en un aprieto.

– Parece que está a punto de perder la casa -le informó Lynley-. Tuvieron una discusión el mismo día del asesinato. Podría haberla seguido hasta Londres. No llegó a casa hasta después de la una.

– Pero no tiene el coche que buscamos -repuso Havers-. A no ser que tuviera otro vehículo en Henley.

– Lo que no es tan difícil -apuntó Lynley-. Podría haberlo aparcado allí por si acaso. Hay algunas personas que pueden permitirse el lujo de tener dos coches, Havers.

Prosiguieron con el tipo de los mil nombres: J. W. Pitchley, el principal sospechoso para Havers en ese momento.

– ¿Qué demonios hacía su dirección apuntada entre las pertenencias de Eugenie? ¿Por qué iba a verle? Staines nos dijo que Eugenie le había comunicado que había surgido algo inesperado. ¿No estaría haciendo referencia a Pitchley?

– Es posible, pero no podemos establecer ninguna relación entre esos los dos. Ni telefónica, ni por Internet…

– ¿Por correo ordinario?

– ¿Cómo lo localizó?

– Pues del mismo modo que yo, inspector. Si se imaginaba que había cambiado de identidad una vez, ¿por qué no podía haberlo hecho otras veces?

– De acuerdo. Pero ¿qué interés podía tener Eugenie en verlo?

Havers, que consideró las posibilidades del caso desde otro punto de vista, dijo:

– Quizás él quisiera ver a Eugenie después de que ésta lo hubiera localizado. Y ella se puso en contacto con él porque… -Havers consideró las posibles razones y prosiguió-… Katja Wolff acababa de salir de la cárcel. Si todos ellos habían falsificado las pruebas para inculparla, tendrían que hablar del plan a seguir cuando Katja saliera de la cárcel, ¿no es verdad? Y decidir lo que tenían que hacer si se presentaba en su casa.

– Pero volvemos a lo mismo, Havers. Una casa llena de gente inculpa a una persona que ni siquiera pronuncia una sola palabra en su defensa. ¿Por qué?

– Quizá tuviera miedo de lo que le podían hacer. El abuelo parecía un hombre terrible. Tal vez la amenazara de alguna manera, diciéndole: «Si no nos sigues el juego, le diremos al mundo entero que…». -Havers lo pensó dos veces y descartó su propia idea-. ¿Qué? ¿Que estaba embarazada? No. ¿A quién podía importarle? Al fin y al cabo, se acabó sabiendo.

Lynley extendió la mano para indicarle que no descartara del todo esa posibilidad. Le dijo:

– Es posible que no vayas tan desencaminada, Barbara. Podría haberle dicho: «Si no nos sigues el juego, diremos quién es el padre de la criatura».

– Tampoco le habría importado.

– A los demás, quizá no -asintió-, pero a Eugenie Davies es posible que sí.

– ¿Estás pensando en Richard?

– No sería la primera vez que el dueño de la casa se lía con la niñera.

– ¿Qué quieres decir exactamente? -le preguntó-. ¿Que Davies fue el que atropello a Eugenie?

– Móvil y coartada -apuntó Lynley-. No tiene lo primero aunque sí que tiene lo segundo. Claro que también podríamos decir lo misma de Robson, pero a la inversa.

– Pero ¿dónde encaja Webberly en todo esto? De hecho, no encaja en ninguna parte.

– Sólo encaja con Wolff. Y eso nos lleva de nuevo al crimen original: el asesinato de Sonia Davies. Y eso nos vuelve a llevar al grupo inicial que se vio involucrado en la investigación posterior.

– Quizás alguien esté intentando hacer que parezca algo que guarde relación con esa época. Porque es cierto que existe una conexión más profunda. ¿La historia de amor entre Webberly y Eugenie Davies? Y eso nos lleva a Richard, ¿no? A Richard o a Frances Webberly.

Lynley no quería pensar en Frances. Por lo tanto, respondió:

– O a Gideon, que podía considerar que Webberly había sido el responsable de que sus padres se separaran.

– Eso no se aguanta por ningún lado.

– Pero a ese hombre le pasa algo, Havers. Si lo vieras, lo comprenderías. Además, la única coartada que tiene es que estaba solo en casa.

– ¿Dónde estaba su padre?

Lynley, refiriéndose de nuevo a sus notas, contestó:

– Con su prometida. Ella lo ha confirmado.

– Pero tendría muchos más motivos que Gideon si la relación entre Webberly y Eugenie se encontrara detrás de todo esto.

– ¡Humm! Entiendo lo que quieres decir. Pero si suponemos que quería librarse de su mujer y de Webberly, ¿por qué ha esperado todos estos años?

– Tenía que esperarse hasta que Katja Wolff saliera de la cárcel. Sabía que las sospechas recaerían sobre ella.

– Pero eso implicaría esperar demasiado tiempo.

– ¿Y si se ha producido algún agravio más reciente?

– ¿Un agravio más…? ¿Me estás intentando decir que se enamoró de ella por segunda vez? -Lynley pensó en la pregunta-. De acuerdo. Creo que es muy poco probable, pero imaginemos que así fue. Consideremos la posibilidad de que se había vuelto a enamorar de su ex mujer. Empecemos por el hecho de que estaban divorciados.

– Él estaba destrozado porque ella lo había abandonado -añadió Havers.

– Bien. Veamos, Gideon tiene problemas con el violín. Su madre lo lee en los periódicos o se entera a través de Robson. Se pone en contacto con Davies.

– Hablan a menudo. Empiezan a recordar. Richard piensa que podrían intentarlo de nuevo, y está dispuesto a…

– Eso sólo sería posible, claro está, si pasáramos por alto la existencia de Jill Foster -remarcó Lynley.

– Espera, inspector. Richard y Eugenie hablan de Gideon. Hablan sobre los viejos tiempos, sobre su matrimonio, sobre lo que sea. Vuelve a sentir todo lo que había sentido con anterioridad. Cuando Richard está a punto, como si fuera una patata lista para ir al horno, se entera de que Eugenie ya tiene a otro en la cola: Wiley.

– Wiley, no -replicó Lynley-. Es demasiado mayor. Davies no le consideraría un rival. Además, Wiley nos explicó que ella deseaba contarle algo. No le había dicho nada más, pero se había negado a explicárselo tres noches antes…

– Porque tenía que ir a Londres -añadió Havers-. A Crediton Hill.

– A casa de Pitchley-Pitchford-Pytches -precisó Lynley-. El final siempre vuelve al principio, ¿no es verdad? -Encontró una referencia en sus notas que siempre había estado allí, pero que estaba esperando a ser interpretada correctamente-. Un momento Havers, cuando saqué a colación la idea de que había otro hombre, Davies pensó en él de inmediato. De hecho, se acordó del nombre. Sin dudarlo por un instante. Tengo Pytches aquí apuntado en mis notas.

– ¿Pytches? -preguntó Havers-. No es Pytches, inspector. No puede…

Sonó el móvil de Lynley. Lo cogió de encima de la mesa y alzó un dedo para indicarle a Havers que no continuara. Sin embargo, se moría de ganas de hacerlo. Había apagado el cigarrillo con impaciencia y le había preguntado:

– ¿Qué día fuiste a hablar con Davies, inspector?

Lynley le hizo un gesto para que se callara, apretó la tecla del móvil y, mientras apartaba el humo de Havers, respondió:

– Aquí Lynley.

El que le llamaba era el comisario Leach.

– Tenemos otra víctima -le anunció.


Winston Nkata leyó el cartel -PRISIÓN DE HOLLOWAY-y reflexionó sobre el hecho de que si su vida hubiera seguido un rumbo ligeramente diferente, de que si su madre no hubiera tenido un susto de muerte al ver a su hijo en una sala de urgencias con treinta y cuatro puntos para cerrar una herida muy fea en el rostro, podría haber acabado en un sitio como aquél. No en ese preciso lugar, claro está, ya que eso era una cárcel de mujeres, pero en un lugar muy parecido. En la cárcel de Scrubs, tal vez, en la de Dartmoor o en la de Ville. Habría acabado cumpliendo condena allí dentro porque era incapaz de controlar su vida en el exterior.

No obstante, su madre se había desmayado. Había murmurado: «¡Hijo mío!», y se había caído al suelo como si sus piernas se hubieran convertido en gelatina. Y al verla allí con el turbante torcido -viendo así lo que nunca antes había visto; es decir, que el pelo se le estaba volviendo blanco- hizo que la aceptara por fin, no como la fuerza indomable que pensaba que era, sino como una mujer de verdad, una mujer que lo amaba y que confiaba en él para poder sentirse orgullosa de haber dado a luz. Y así acabó todo.

Pero si ese momento no hubiera ocurrido, si lo hubiera ido a recoger su padre, lanzándolo a la parte trasera del coche para demostrarle el gran castigo que iba a recibir, el resultado habría sido bastante diferente. Habría sentido la necesidad de demostrar que no le importaba haberse convertido en el beneficiario de la indignación de su padre. Y podría haber sentido la necesidad de demostrarlo levantando las armas, junto con los Brixton Warriors, contra la advenediza banda de Longborough Bloods para asegurarse un trozo de tierra llamado Windmill Gardens y convertirlo en parte de su territorio. Pero ese momento había ocurrido, y el curso de su vida había cambiado, llevándole a la situación en la que ahora se encontraba: contemplando la prisión de Holloway, esa mole de ladrillos y sin ventanas en la que Katja Wolff había conocido no sólo a Yasmin Edwards, sino también a Noreen McKay.

Aparcó el coche al otro lado de la calle, delante de un pub, con las ventanas cubiertas con trozos de madera, que parecía sacado de una calle de Belfast. Se comió una naranja, examinó la entrada de la prisión y reflexionó sobre lo que significaba lo que había averiguado. Especialmente, pensó en lo que implicaba que la mujer alemana viviera con Yasmin Edwards mientras se entendía con otra, tal y como había sospechado al ver esas sombras que se abrazaban tras las cortinas del número cincuenta y cinco de Galveston Road.

Cuando se acabó la naranja, cruzó la calle en el momento en que el denso tráfico de Parkhurst Road se encontraba parado en el semáforo. Se acercó a la recepción, extrajo su placa y se la mostró a la funcionaría que había tras el mostrador.

– ¿Le espera la señorita McKay?

– Es un asunto oficial -le respondió-. No le sorprenderá saber que estoy aquí.

La recepcionista le sugirió que se sentase, ya que tenía que hacer una llamada. Ya era tarde, y no sabía si la señorita McKay podría verle…

– ¡Ah! Realmente espero que pueda verme -respondió Nkata.

No se sentó, sino que se dirigió hacia la ventana, desde donde contempló más muros de ladrillo. Mientras observaba cómo el tráfico avanzaba por la calle, la barrera se levantó para dar paso a un furgón de la cárcel; no cabía duda de que debía devolver a una presa que había sido juzgada en el Tribunal Central de lo Criminal de Londres. Así habría entrado y salido Katja Wolff durante los muchos días que duró su juicio. Habría estado acompañada a diario por la funcionaría de prisiones, que habría permanecido junto a ella, en el mismísimo banquillo de los acusados. Esa funcionaría la habría llevado y traído del tribunal a la celda, le habría preparado el té, la habría acompañado a comer, y por la noche la habría llevado de vuelta a Holloway. Una funcionaria y una presa solas, durante la época más difícil de la presa.

– ¿Agente Nkata?

Nkata se dio la vuelta y vio que la recepcionista sostenía el auricular del teléfono. Lo cogió, pronunció su nombre y oyó que una mujer le respondía:

– Hay un pub al otro lado de la calle. En la esquina de Hillmarton Road. No puedo verle aquí dentro, pero si me espera en el pub, iré a verle de aquí a un cuarto de hora.

– Si sólo tarda cinco minutos, le aseguro que me voy allí directamente y que no me quedo por aquí haciendo preguntas.

Soltó un profundo suspiro y respondió:

– De acuerdo, cinco minutos. -Después colgó el teléfono.

Nkata regresó al pub; resultó ser una sala casi vacía que era tan fría como un garaje, donde el aire sólo olía prácticamente a polvo. Se pidió una sidra y se llevó la bebida a una mesa que estaba orientada hacia la puerta.

No llegó a los cinco minutos, pero tardó menos de diez, y entró a través de la puerta con una ráfaga de aire. Miró alrededor del pub y cuando sus ojos recayeron sobre Nkata, hizo un gesto de asentimiento y se dirigió hacia él, avanzando con los pasos grandes y seguros propios de una mujer con poder y seguridad en sí misma. Era bastante alta, no tanto como Yasmin Edwards pero más alta que Katja Wolff; debía de medir metro setenta.

– ¿Agente Nkata? -le preguntó.

– ¿Señorita McKay?

Se acercó una silla, se desabrochó el abrigo, se lo quitó y se sentó, con los codos sobre la mesa y pasándose las manos por el pelo. Era rubio y corto, y las orejas le quedaban al descubierto. Llevaba unos pequeños pendientes de perlas. Durante un momento, mantuvo la cabeza baja, pero cuando inspiró y alzó la mirada, sus ojos azules se clavaron en Nkata con una expresión de clara antipatía.

– ¿Qué quiere de mí? No me gusta que me interrumpan cuando estoy en el trabajo.

– Podría haber ido a verla a su casa -replicó Nkata-. Pero desde el despacho de Harriet Lewis esto me pillaba más cerca que Galveston Road.

Al oír que mencionaba a la abogada, se puso en guardia.

– Así pues, sabe dónde vivo -apuntó con cautela.

– Seguí a una mujer llamada Katja Wolff hasta allí ayer por la noche. Desde Kennington hasta Wandsworth en autobús. Fue interesante ver que hizo todo el trayecto sin tener que preguntar nada ni una sola vez. Parecía que sabía muy bien adónde iba.

Noreen McKay soltó un suspiro. Era de mediana edad -debía de tener unos cincuenta años, pensó Nkata-pero el hecho de que llevara muy poco maquillaje le favorecía. Resaltaba lo que tenía sin que pareciera que iba maquillada; por lo tanto, su color parecía auténtico. Iba muy aseada y vestía el uniforme de la cárcel. La blusa blanca no tenía ni una arruga, las charreteras azul marino tenían los adornos de bronce muy brillantes, y los pantalones tenían unas rayas que habrían sido el orgullo de cualquier militar. Del cinturón le colgaban unas llaves, una radio y una especie de cartuchera. Estaba impresionante.

– No sé de qué va todo esto, pero no tengo nada que decirle, agente.

– ¿Ni siquiera sobre Katja Wolff? -le preguntó-. ¿Ni por qué fue a verla acompañada de su abogada? ¿Están presentando un pleito o algo así?

– Tal y como ya le he indicado, no tengo nada que decir, y mi posición no me permite comprometerme. Tengo un futuro y dos adolescentes en los que pensar.

– Sin embargo, no tiene marido, ¿verdad?

Se pasó la mano por el pelo de nuevo. Parecía ser un gesto que hacía con frecuencia.

– Nunca he estado casada, agente. Me he ocupado de los hijos de mi hermana desde que éstos tenían cuatro y seis años. Su padre no los quería cuando Susie murió, estaba demasiado ocupado haciendo ver que era un soltero libre, pero ahora ha empezado a ocuparse un poco de ellos, ya que se ha dado cuenta de que no tendrá veinte años para siempre. Sinceramente, no quiero darle ningún motivo para que se los lleve.

– Entonces debe de haber alguno. ¿De qué motivo puede tratarse?

Noreen McKay se apartó de la mesa y se dirigió a la barra en vez de responder. Pidió lo que quería, y esperó a que le sirvieran la ginebra por encima de dos cubitos de hielo y a que le dejaran una botella de tónica junto al vaso.

Nkata la observó, intentando rellenar los huecos con un simple examen de su persona. Se preguntó qué parte del trabajo de la cárcel la atrajo en un principio: el poder que le daba sobre otra gente, la sensación de superioridad que ofrecía, o la oportunidad de poder lanzar la red en unas aguas en que las truchas no tenían protección psicológica.

Regresó a la mesa, bebida en mano, y le dijo:

– Vio que Katja Wolff y su abogada estuvieron en mi casa. Pero no vio nada más.

– También vi que entró por sus propios medios y que ni siquiera tuvo que llamar a la puerta.

– Agente, es alemana.

Nkata inclinó la cabeza y replicó:

– Que yo recuerde, los alemanes también llaman a la puerta antes de entrar en casa de otra persona, señorita McKay. Diría que casi todos conocen esas normas. Especialmente aquellos que les dicen que no tienen que llamar cuando ya están bien instalados.

Noreen McKay levantó su gintonic. Tomó un sorbo pero no respondió.

– Lo que no acabo de entender de esta situación es lo siguiente: ¿Katja fue la primera presa con la que tuvo un rollo o sólo fue una más de una gran lista de bolleras?

La mujer enrojeció y le respondió.

– No sabe de lo que está hablando.

– De lo que estoy hablando es de su posición en Holloway y de cómo puede haber abusado de ella a lo largo de los años, y de qué acciones podría llevar a cabo el gobernador si se enterara de que ha estado haciendo cosas desagradables en vez de cerrar las puertas con llave. ¿Cuántos años lleva en este oficio? ¿Tiene una pensión? ¿Es posible que la asciendan a guardiana? ¿Qué?

Se rió sin ganas y le respondió:

– Agente, yo quería ser policía, pero como tenía dislexia no aprobé los exámenes. Así pues, busqué un trabajo en la cárcel, porque me gusta que la gente respete la ley y porque pienso que se ha de castigar a los que se la saltan.

– Pero usted misma se la saltó. Con Katja. Cumplía una condena de veinte años…

– No cumplió toda la condena en Holloway. Casi nadie lo hace. Pero yo llevo aquí veinticuatro años. Por lo tanto, me imagino que su suposición, sea la que sea, no se aguanta por ningún lado.

– Estuvo aquí cuando era una presa preventiva, cuando se celebró el juicio, y cumplió parte de su condena en esta cárcel. Y cuando la mandaron a otro sitio, a Durham, ¿no es verdad?, seguro que podía decidir a qué visitas quería recibir, ¿no? Y si consultara las listas, ¿qué nombre cree que encontraría entre las listas de la gente que aceptaba ver, aparte del de su abogada, claro está? Y supongo que después volvería a Holloway para cumplir el resto de su condena. Sí, supongo que sí. Me imagino que eso se podría haber arreglado desde dentro con bastante facilidad. ¿De qué trabaja exactamente, señorita McKay?

– De guardiana suplente -contestó-. Creía que ya lo sabía.

– Una guardiana suplente a la que le gustan las mujeres. ¿Siempre ha sido lesbiana?

– Eso no es asunto suyo.

Nkata golpeó la mesa con la mano, se inclinó hacia la mujer y le replicó:

– Sí que es asunto mío. Bien, ¿quiere que revise los informes sobre Katja, que encuentre todas las prisiones en las que estuvo encerrada, que eche un vistazo a la lista de visitantes, que me dé cuenta de que su nombre es el que más veces aparece, y que la señale con el dedo? Puedo hacer todo eso, señorita McKay, pero no me gustaría. Es una pérdida de tiempo.

Bajó los ojos y se quedó mirando la bebida, y empezó a darle vueltas sobre el posavasos. Se abrió la puerta del pub y entró otra ráfaga de aire gélido y el olor de los tubos de escape de Parkhurst Road. Entraron dos hombres que iban ataviados con el uniforme de la prisión. Miraron a Noreen, luego a Nkata, y luego otra vez a Noreen. Uno sonrió e hizo un comentario en voz baja. Noreen alzó la mirada y los vio.

Soltó una palabrota, y mientras empezaba a levantarse, exclamó:

– ¡Tengo que salir de aquí!

Nkata le agarró la muñeca con las manos y le dijo:

– No sin que antes me diga algo. Si no lo hace, tendré que mirar los informes, señorita McKay. Y si su nombre aparece, supongo que tendrá que darle muchas explicaciones a su superior.

– ¿Acostumbra a amenazar a la gente de este modo?

– No es una amenaza, es un simple hecho. Ahora vuelva a sentarse y acábese la bebida. -Nkata hizo un gesto de asentimiento en dirección a los colegas de Noreen-. Creo que el hecho de que la vean conmigo le irá bien a su reputación.

El rostro le ardía al responder:

– Es un ser despreciable…

– Tranquilícese -le sugirió-. Hablemos de Katja Wolff. Además, me ha dado luz verde para que hable con usted.

– Es imposible que…

– Llámela.

– Ella…

– Ella es sospechosa de un asesinato por atropello y fuga. Y también es sospechosa de un segundo caso similar. Si puede demostrar su inocencia, más vale que lo haga. No creo que tarden mucho en arrestarla. ¿Y cree que podremos evitar que la prensa se entere de eso? ¿Una célebre asesina de bebés «vuelve a ayudar a la policía con sus investigaciones»? No me parece muy probable, señorita McKay. Su vida entera está a punto de ser examinada de nuevo. Y supongo que sabe lo que eso significa.

– No puedo demostrar su inocencia -respondió Noreen McKay mientras asía el vaso con fuerza-. Así de simple, ¿no cree? No puedo hacerlo.

Загрузка...