Capítulo 27

– Gideon, ¿qué estás haciendo aquí? -le preguntó Richard a su hijo.

– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó Gideon a su vez.

– Alguien ha intentado matarle -explicó Jill-. Cree que ha sido Katja Wolff. Tiene miedo de que después vaya a por ti.

Gideon la miró, y después miró a su padre. Parecía, si acaso, desmesuradamente confundido. No parecía conmocionado, concluyó Jill, ni horrorizado de que Richard hubiera estado a punto de morir esa misma tarde, sino sólo confundido.

– ¿Qué motivo podría tener Katja para hacer una cosa así? -le preguntó-. No le serviría de nada para conseguir lo que quiere.

– Gideon… -espetó Richard con firmeza.

– Richard piensa que también va a ir a por ti -añadió Jill-. Piensa que ella es la que le empujó bajo las ruedas del autobús. Podría haber muerto.

– ¿Es eso lo que te ha contado?

– ¡Santo Cielo! ¡Eso es lo que sucedió! -respondió Richard-. ¿Qué haces aquí? ¿Cuánto tiempo hace que has llegado?

Al principio, no respondió. Pareció limitarse a hacer un catálogo mental de las heridas de su padre, ya que sus ojos se dirigieron a la pierna de Richard, después al brazo, y al final de nuevo al rostro.

– Gideon -repitió Richard-. Acabo de preguntarte cuánto tiempo…

– El suficiente para encontrar esto. -Gideon señaló la tarjeta que sostenía, Jill miró a Richard. Vio cómo entrecerraba los ojos.

– También me has mentido sobre esto -declaró Gideon.

Richard, que no apartaba los ojos de la tarjeta, le preguntó:

– ¿Sobre qué te he mentido?

– Sobre mi hermana. No murió cuando era un bebé ni cuando era pequeña. -Su mano arrugó el sobre y éste cayó al suelo.

Jill observó la fotografía que tenía entre las manos y replicó:

– Pero, Gideon, sabes perfectamente que tu hermana…

– Has estado husmeando entre mis cosas -le interrumpió Richard.

– Quería encontrar la dirección de Katja, ya que me imaginaba que la tenías escondida por alguna parte, ¿no es verdad? Pero lo que encontré…

– ¡Gideon! -Jill le mostró la fotografía que Richard guardaba para su hijo-. Lo que dices no tiene sentido. Tu hermana fue…

– Lo que encontré -Gideon prosiguió con tenacidad a medida que sacudía la tarjeta ante su padre-es esto, y ahora sé perfectamente lo que eres: un mentiroso que no podría dejar de mentir, papá, si su vida dependiera de decir la verdad, si la vida de todo el mundo dependiera de ello.

– ¡Gideon! -Jill estaba horrorizada, no por las palabras en sí, sino por el tono glacial en que las pronunciaba. Su horror alejó por un instante sus pensamientos sobre la discusión que acababa de tener con Richard. Intentó pensar que Gideon no estaba diciendo la verdad, como mínimo por lo que respectaba a su vida: al no mencionarle la enfermedad de Sonia, Richard le había mentido en realidad, aunque sólo fuera por omisión. Pero en vez de pensar en eso, se explayó en la inmoderación de lo que Gideon le estaba diciendo a su padre-. ¡No hace ni tres horas que tu padre ha estado a punto de morir!

– ¿Estás segura? -le preguntó Gideon-. Si me ha mentido sobre Virginia, ¿quién sabe sobre qué más puede estar dispuesto a mentir?

– ¿Virginia? -preguntó Jill-. ¿Quién…?

– Hablaremos de esto más tarde -le indicó Richard a su hijo.

– No -respondió Gideon-. Vamos a hablar de Virginia ahora mismo.

– ¿Quién es Virginia? -preguntó Jill.

– Veo que tú tampoco lo sabes.

Jill se volvió hacia su prometido y le preguntó:

– Richard, ¿de qué va todo esto?

– Ya te lo diré yo -dijo Gideon, y empezó a leer el contenido de la carta en voz alta. Su voz emanaba la fuerza de la indignación, a pesar de que le tembló dos veces. Una vez cuando leyó las palabras «nuestra hija», y una segunda vez cuando llegó a lo de «vivió treinta y dos años».

Por su parte, Jill oyó cómo el eco de otras dos frases resonaba por toda la habitación: «Desafió los pronósticos médicos» fue una, y la otra constaba de las cinco primeras palabras de la última frase: «A pesar de sus problemas». Sintió que una oleada de malestar la invadía y que un frío terrible le iba avanzando hacia los huesos.

– ¿Quién es? -le preguntó a gritos-. Richard, ¿quién es?

– Un bicho raro -contestó Gideon-. ¿No es verdad, papá? Virginia Davies era otro bicho raro.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Jill, a pesar de que ya lo sabía y de que no podía soportarlo. Deseaba que Richard respondiera a su pregunta, pero éste permanecía callado como el granito, con los hombros inclinados, con la espalda encorvada y con los ojos clavados en su hijo-. ¡Di algo! -le imploró.

– Se está pensando la respuesta adecuada para ti -le informó Gideon-. Se está preguntando qué excusa puede tener para haberme dicho que mi hermana mayor murió de pequeña. Había algo en ella que no acababa de estar bien, ¿te das cuenta? Supongo que hacer ver que estaba muerta era mucho más fácil que aceptar que no era perfecta.

Por fin, Richard habló:

– No sabes de lo que estás hablando.

No obstante, Jill ya había perdido el control sobre sus pensamientos: otra hija con síndrome de Down, le gritaban las voces desde dentro del cráneo, un segundo caso de síndrome de Down, un segundo caso de síndrome de Down o algo mucho peor, algo que ni siquiera se esforzó en decirle y durante todo ese tiempo su querida Catherine corría el riesgo de algo que sólo Dios sabía, algo que las pruebas prenatales no habían identificado y él permanecía allí, permanecía allí, y miraba a su hijo y se negaba a hablar de… Se dio cuenta de que la fotografía que sostenía se le caía de las manos, se le volvía pesada, que se estaba convirtiendo en una carga que apenas podía soportar. Se le resbaló entre los dedos y gritó:

– ¡Contéstame, Richard!

Richard y su hijo se movieron a la vez en el instante en que la fotografía caía estrepitosamente sobre el desnudo suelo de madera; Jill pasó por encima de la fotografía, la rodeó, sintiendo que no podría aguantar su imposible peso ni un minuto más. Por lo tanto, se dirigió a trompicones hacia el sofá, donde se convirtió en una espectadora muda de lo que sucedió a continuación.

Con impaciencia, Richard se agachó para coger la fotografía, pero se lo impidió la escayola de la pierna. Gideon la cogió primero. La agarró, gritando: «¿Algo más, papá?», y después se la quedó mirando a medida que los dedos se le quedaban blancos sobre el marco de madera.

– ¿De dónde ha salido esto? -le preguntó con brusquedad mientras alzaba los ojos hacia su padre.

– Debes calmarte, Gideon -le sugirió Richard, a pesar de que sonaba desesperado; Jill les observaba y veía cómo iba creciendo la tensión: la de Richard cual látigo entre las manos, la de Gideon enroscada y lista para saltar de golpe.

– Me dijiste que se había llevado todas las fotografías de Sonia con ella -protestó Gideon-. Me dijiste que mamá nos abandonó y que se llevó todas las fotografías. Que se había llevado todas las fotografías, a excepción de la que guardas en el estudio.

– Tenía buenas razones para…

– ¿La has tenido siempre?

– Así es. -Los ojos de Richard taladraron los de su hijo.

– No te creo -respondió Gideon-. Me dijiste que se las llevó y seguro que lo hizo. Tú querías que se las llevara. O se las mandaste por correo. Pero ésta no la tenías, porque si hubiera sido así, el día que la quería, el día que necesitaba verla, que te pedí, que te supliqué…

– ¡Ni hablar! ¡Eso es una tontería! No te la di entonces porque pensaba que podrías…

– ¿Qué? ¿Tirarme a las vías del tren? Por aquel entonces no lo sabía. Ni siquiera lo sospechaba. Estaba atemorizado por mi música, y tú también. Por lo tanto, si la hubieras tenido entonces, ese día, papá, me la habrías mostrado de inmediato. Si por un instante hubieras pensado que podría hacer que volviera a tocar el violín, habrías hecho cualquier cosa.

– Escúchame -dijo Richard con rapidez-. Tenía esa fotografía. Me había olvidado de ella. Simplemente se había extraviado entre los papeles de tu abuelo. Cuando la vi ayer, lo primero que pensé fue que debería dártela. Recordé que querías una fotografía de Sonia… que me habías pedido una…

– Si fuera tuya -replicó Gideon-, no estaría enmarcada. Y mucho menos si se hubiera extraviado entre sus papeles.

– Estás tergiversando mis palabras.

– Habría estado como la otra. Habría estado en un sobre, metida en un libro, dentro de una bolsa o por ahí tirada, pero nunca habría estado en un marco.

– Te estás poniendo histérico. Eso te pasa por hacer psicoanálisis. Espero que lo veas.

– Lo único que veo -gritó Gideon-es un hipócrita egoísta que haría y diría cualquier cosa si con ello consiguiera… -Gideon se detuvo.

En el sofá, Jill sintió que la tensión entre los dos hombre se volvía de repente eléctrica y apasionada. Sus propios pensamientos la acosaban con violencia y, por lo tanto, cuando Gideon volvió a hablar, no comprendió el significado.

– ¡Fuiste tú! -exclamó-. ¡Oh, Dios mío! ¡La mataste! Habías hablado con ella. Le pediste que confirmara tus mentiras sobre Sonia, pero ella no estaba dispuesta a hacerlo, ¿no es verdad? En consecuencia, tenía que morir.

– ¡Por el amor de Dios, Gideon! ¡No sabes lo que estás diciendo!

– Sí que lo sé. Por primera vez en mi vida, lo sé. Ella iba a decirme la verdad, ¿no es así? No pensabas que fuera a hacerlo, estabas convencido de que aprobaría cualquier cosa que planearas, porque en un pasado lo había hecho. Pero ella no era así y ¿qué demonios te hizo pensar que habría podido cambiar? Nos había abandonado, papá. No podía vivir una mentira ni vivir con nosotros; así pues, se marchó. El hecho de que supiera que íbamos a mandar a Katja a la cárcel fue demasiado para ella.

– Katja aceptó ir. Estaba al corriente de todo.

– Pero una condena de veinte años, no -repuso Gideon-. Katja Wolff nunca habría aceptado una condena de veinte años. Cinco, quizá sí. Cinco años y cien mil libras, de acuerdo. Pero ¿veinte años? Nadie lo habría esperado. Y mamá no podía aceptarlo, ¿no es verdad? En consecuencia, nos abandonó y no habría aparecido nunca más si yo no hubiera perdido mi música en Wigmore Hall.

– Debes dejar de pensar que Wigmore Hall guarda relación con cualquier cosa que no sea el edificio en sí. He estado insistiendo desde el principio.

– Porque tú lo querías creer -contestó Gideon-. Pero la verdad es que mi madre iba a confirmarme que mis recuerdos no me engañaban, ¿no es verdad, papá? Sabía que yo maté a Sonia. Sabía que lo hice yo solo.

– No lo hiciste. Ya te lo he explicado. Te conté lo que sucedió.

– Entonces, cuéntamelo otra vez delante de Jill.

Richard no dijo nada, aunque miró a Jill. Ella deseaba considerarla una mirada que suplicara su ayuda y su comprensión. Pero en ella sólo vio una mirada calculadora.

– Gideon, dejémoslo -sugirió Richard-. Ya hablaremos más tarde.

– Hablaremos ahora. Como mínimo, lo hará uno de nosotros. ¿Quieres que sea yo? Maté a mi propia hermana, Jill. La ahogué en la bañera. Era como una losa que todos llevábamos encima…

– ¡Gideon! ¡Basta ya!

– … especialmente yo. Se interponía en mi carrera musical. Vi que el mundo giraba a su alrededor, y como no podía soportarlo, la maté.

– ¡No! -gritó Richard.

– Papá quiere que piense…

– ¡No! -repitió Richard.

– … que lo hizo él, que cuando esa noche entró en el cuarto de baño y la vio debajo del agua en la bañera, la sostuvo allí y remató el trabajo. Pero me miente, porque cree que si sigo pensando que la maté yo, hay muchas posibilidades de que nunca vuelva a coger el violín.

– Eso no es lo que sucedió -repuso Richard.

– ¿A qué parte te refieres?

Richard no dijo nada durante un momento, y luego sólo exclamó:

– ¡Por favor!

Jill se percató de que estaba atrapado entre las dos elecciones que las acusaciones de Gideon le planteaban. Pero no importaba cuál eligiera, porque, al fin y al cabo, ambas elecciones venían a ser lo mismo: o mató a su hija o mató a su hijo.

Parece ser que Gideon vio la respuesta que esperaba en el silencio de su padre.

– Sí. Entonces, de acuerdo -dijo, y dejó caer la fotografía de su hermana al suelo.

Avanzó a grandes pasos hacia la puerta. La abrió de golpe.

– ¡Por el amor de Dios! ¡Lo hice yo! -gritó Richard-. ¡Gideon! ¡Detente! ¡Escúchame! ¡Créeme! Aún estaba viva cuando la dejaste. Fui yo quien la sostuvo bajo el agua. Fui yo quien ahogó a Sonia.

Jill no pudo evitar un gemido de dolor. Todo era demasiado lógico. Lo sabía. Lo veía. Richard estaba hablando con su hijo, pero estaba haciendo algo más: por fin le estaba explicando a Jill por qué no había querido casarse.

– Todo eso es mentira -repuso Gideon mientras empezaba a marcharse.

Richard comenzó a ir tras él, impedido por sus lesiones. Jill hizo un esfuerzo por ponerse en pie y exclamó:

– ¡Todas son hijas! Es eso, ¿no es verdad? Virginia, Sonia y ahora Catherine.

Richard se tropezó contra la puerta y se apoyó en la jamba. Bramaba:

– ¡Gideon! ¡Maldita sea! ¡Escúchame! -Se lanzó al pasillo.

Jill le siguió como pudo y gritó:

– ¡No querías casarte porque será una niña!

Jill le asió del brazo. Iba cojeando hacia las escaleras y, a pesar de lo que Jill pesaba, la arrastraba con él. Oía cómo Gideon bajaba a toda prisa. Sus pisadas resonaban por la embaldosada entrada.

– ¡Gideon! -gritaba Richard-. ¡Espera!

– Tienes miedo de que sea como las otras dos, ¿no es verdad? -gritaba Jill, sin soltar a Richard del brazo-. Engendraste a Virginia. Engendraste a Sonia, y crees que nuestra hija también será deficiente. Ésa es la razón por la que no has querido casarte conmigo, ¿no es verdad?

Se abrió la puerta de la calle. Richard y Jill llegaron a la escalera. Richard vociferó:

– ¡Gideon! ¡Haz el favor de escucharme!

– Ya te he escuchado bastante -fue su respuesta. Entonces la puerta delantera se cerró de golpe. Richard se estremeció como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho. Empezó a bajar.

Jill, que seguía aferrada a su brazo, añadió:

– Era eso, ¿verdad? Querías esperar a ver que la niña fuera normal antes de…

La hizo a un lado. Ella le cogió de nuevo.

– ¡Aléjate! -gritó-. ¡Suéltame! ¡Vete! ¿No te das cuenta de que tengo que detenerle?

– Contéstame. Dímelo. Pensabas que algo debía andar mal, ya que es una niña, y que si nos casábamos estarías atrapado para siempre. Conmigo. Con ella. Como antes.

– No sabes lo que estás diciendo.

– Entonces dime que estoy equivocada.

– ¡Gideon! -gritó-. ¡Maldita sea, Jill! Soy su padre. Me necesita. No sabes… Suéltame.

– No, antes debes decirme…

– Te… acabo… de… decir… que… -Tenía los dientes apretados y el rostro rígido. Jill sintió cómo la mano de Richard, la sana, le subía por el pecho y la empujaba con violencia.

Se agarró a él con más fuerza, gritando:

– ¡No! ¿Qué estás haciendo? ¡Háblame!

Jill le atrajo hacia ella, pero él se dio la vuelta. Se soltó con violencia, y mientras lo hacía, sus posiciones cambiaron precariamente. Ahora él estaba más arriba que ella. Jill estaba más abajo. Por lo tanto, ella le bloqueaba el paso, el paso hacia Gideon y hacia la reentrada en una vida que Jill no alcanzaba a comprender.

Ambos jadeaban. El olor de su sudor impregnaba el aire.

– Ésa es la razón, ¿verdad? -inquirió Jill-. Quiero que me lo digas tú, Richard.

Pero en vez de responderle, profirió un grito inarticulado. Antes de que ella pudiera ponerse en un lugar seguro, él ya estaba intentando pasar por delante de ella. La empujó en el pecho con el brazo sano. Ella cayó hacia atrás. Perdió el equilibrio. En menos de un instante ya estaba rodando escaleras abajo.

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