GIDEON

10 de septiembre

No comprendo por qué se niega a recetarme algo. Es médico, ¿cierto? ¿O es que el hecho de que me recete algo para la migraña demostrará que es una charlatana? Y, por favor, no me vuelva a repetir ese comentario aburrido sobre los medicamentos psicotrópicos. No estamos hablando de antidepresivos, doctora Rose. Ni de antipsicóticos, tranquilizantes, sedantes o anfetaminas. Sencillamente estamos hablando de analgésicos. Porque lo único que me pasa es que me duele la cabeza.

Libby está intentando ayudarme. Antes ha estado aquí y me ha encontrado en el mismo lugar en el que he pasado toda la mañana: en mi dormitorio, con las cortinas corridas y con una botella de Harveys Bristol Cream bajo el brazo cual osito de peluche. Se sentó en el borde de la cama, me quitó la botella de debajo del brazo, y me dijo:

– Si tienes intención de ponerte ciego con esto, en menos de una hora habrás echado la papa.

Solté un gemido. Lo último que necesitaba oír en ese momento era ese lenguaje tan extraño y gráfico que utilizaba.

– Mi cabeza -le dije.

– ¡Qué pena! -respondió-. Pero la bebida sólo conseguirá empeorar las cosas. A ver si puedo ayudarte.

Me puso las manos sobre la cabeza. Las yemas de los dedos, que descansaban ligeramente sobre mi sien, estaban frías y trazaban pequeños círculos, círculos pequeños y frescos que disminuían las palpitaciones de mis venas. Sentía como mi cuerpo se relajaba con sus caricias, y tuve la impresión de que podría dormirme con facilidad mientras ella siguiera sentada y callada junto a mí. Cambió de posición, se tumbó junto a mí y me colocó la mano sobre la mejilla. El mismo suave tacto de su fresca piel. -Estás ardiendo-me advirtió.

– Es por el dolor de cabeza -musité.

Giró la mano para que mi mejilla sintiera sus dedos. Fríos, estaban deliciosamente fríos.

– Me sienta bien. Gracias, Libby -añadí. Le cogí la mano, le besé los dedos y los volví a colocar sobre mi mejilla.

– ¿Gideon…? -preguntó.

– ¿Humm? -respondí.

– No importa. -Pero al oír mi respuesta, suspiró y prosiguió-. ¿Alguna vez piensas en… nosotros? Quiero decir, hacia dónde vamos y todo eso.

No respondí. Creo que con las mujeres siempre pasa lo mismo. Ese pronombre plural y la búsqueda de la confirmación: el hecho de pensar en nosotros corrobora que existe un nosotros.

– ¿Te das cuentas del tiempo que hemos pasado juntos? -me preguntó.

– Muchísimo.

– ¡Ostras! Si incluso hemos dormido juntos.

También me he percatado de que las mujeres tienen un poder especial para ver lo que es obvio.

– ¿Crees que deberíamos continuar? ¿Crees que estamos preparados para la siguiente etapa? Lo que te quiero decir es que yo estoy totalmente preparada. Muy preparada para lo que venga a continuación. ¿Y tú?

Mientras hablaba, levantó la pierna y la puso sobre mi nalga, me cubrió el pecho con sus brazos y ladeó la cadera -fue tan sólo un ligero movimiento-para presionar su pubis contra mi cuerpo.

Y, de repente, estoy con Beth, de vuelta en ese momento de la relación en el que se espera que algo suceda entre un hombre y una mujer, pero en el que no pasa nada. Como mínimo, a mí no. Con Beth la siguiente etapa significaba un compromiso permanente. Después de todo, éramos amantes desde hacía once meses.

Ella es el contacto entre el Conservatorio East London y las escuelas de las cuales provienen los alumnos. Antes era profesora de música, y también es violonchelista. Es perfecta para el Conservatorio, ya que habla el lenguaje de los instrumentos, el lenguaje de la música y, lo que es más importante, el lenguaje de los niños.

Al principio no me doy cuenta de su presencia. No hasta el día que tenemos que hablar con el padre de una niña que se ha fugado de casa y que busca en el Conservatorio una protección que no se le puede dar. Averiguamos que el novio de su madre le ha prohibido que siga ensayando, ya que éste tiene otros planes en mente para la niña. Ésta casi se ha convertido en una especie de sirviente en su miserable casa. Pero ese casi viene definido por los favores sexuales que le han ordenado que les haga a ambos.

Beth actúa con justicia con esa excusa patética de pareja humana. Está hecha una furia. No espera a que la policía ni los de Servicios Sociales se ocupen del caso, ya que no confía en ninguno de ellos. Se ocupa de todo en persona: se pone en contacto con un detective privado y se reúne con la pareja para dejarles bien claro qué les sucederá si la niña sufre algún daño. Y para estar segura de que lo entienden, les define daño en los mismísimos términos callejeros a los que están acostumbrados.

No estoy allí para presenciarlo, pero me lo cuenta más de un profesor. La ferocidad de su entrega hacia esa estudiante me conmueve. Quizá siento nostalgia. Tal vez cierto reconocimiento.

En cualquier caso, la busco. Empezamos a salir juntos de la forma más natural que me pueda imaginar. Durante un año todo va bien.

No obstante, después, tal y como suele suceder, me dice que quiere más. Ya sé que es lógico. Pensar en dar el siguiente paso es razonable tanto para el hombre como para la mujer, pero supongo que más para la mujer porque debe tener en cuenta su propia biología.

Cuando surge el tema de lo que va a suceder a continuación, sé que debería desear lo que viene después de esas declaraciones de amor que nos hemos profesado. Me doy cuenta de que nada permanece inalterable para siempre y de que es un engaño imaginar que ambos estaremos eternamente contentos como simples compañeros de trabajo y amantes apasionados. Aun con todo, cuando saca el tema del matrimonio y de los hijos, noto que me distancio. Al principio evito el tema, y cuando las excusas de ensayos, prácticas, sesiones de grabación y apariciones en público ya no me sirven, caigo en la cuenta de que el distanciamiento que siento es mucho mayor, y que no sólo ha provocado que no quiera un futuro con Beth, sino tampoco un presente. No puedo estar con ella como estaba antes. No siento pasión alguna y no la deseo. Al principio me esfuerzo por intentarlo, pero fuera lo que fuera que hubiéramos sentido -deseo, pasión, cariño, lealtad-, había dejado de existir.

Discutimos sin parar, que es precisamente lo que debe de suceder cuando un hombre y una mujer intentan mantener una relación que ya ha sido dañada. Durante esas discusiones, nos desgastamos tanto que lo que teníamos pasa a ser un recuerdo tan lejano que somos incapaces de olvidarnos de la discordia de nuestro presente para localizar la armonía que definía nuestro pasado. Y se acaba. Nos separamos. Encuentra otro hombre con el que se casa veintisiete meses y una semana más tarde. Yo sigo igual que ahora.

Por lo tanto, cuando Libby me habló de pasar a la siguiente etapa, sentí escalofríos. Con todo, sabía que era inevitable mantener una conversación de ese tipo con una mujer, siempre que permitiera que una mujer entrara en mi vida.

Los debería empezaron a atormentarme la mente. No debería haberle enseñado el piso de la planta baja. No debería habérselo alquilado. No debería haberla invitado a tomar un café. No debería haberla llevado a comer, ni haber escuchado ese concierto en su aparato de música, ni haber ido a Primrose Hill para hacer volar la cometa, ni haberla llevado a hacer vuelo libre, ni haber comido en su mesa, ni haberme dormido con su cuerpo junto al mío ni haber permitido que su camisa de dormir se levantara accidentalmente y que su culo desnudo, suave y cálido, descansara sobre mi fláccido pene.

Esa flaccidez debería habérselo dicho todo. Esa flaccidez inmutable, indiferente y poco entusiasta. Pero no lo hizo. Y si lo hizo, no deseó llegar a la conclusión que implicaba ese trozo exánime de piel.

– Me siento bien, teniéndote aquí a mi lado -le dije.

– Aún podríamos estar mejor y disfrutar más -respondió ella. Y movió la cadera tres veces de ese modo que inconscientemente hace que los hombres normales quieran penetrarlas.

Pero yo, como todos sabemos, no soy un hombre normal.

Sabía que, como mínimo, se suponía que debería desear el acto, aunque no deseara a la mujer en sí misma. No obstante, no lo deseaba. Nada se removía dentro de mí salvo, quizás, el hielo. Lo único que se apoderó de mí fue una quietud, una sombra y esa sensación incorpórea de estar fuera de mí mismo, más allá de mí mismo, despreciando esa lamentable excusa para un hombre y preguntándome qué haría falta, por el amor de Dios, para mover a ese cabrón.

– ¿Qué te pasa, Gideon? -me preguntó Libby, acariciando mi cálida mejilla con su fría mano de nuevo. Luego se quedó quieta en la cama junto a mí. Sin embargo, no se fue, y el miedo a que un movimiento precipitado de mi parte pudiera darle una idea equivocada hizo que yo también permaneciera inmóvil.

– He ido al médico. Me han hecho un montón de pruebas. No han encontrado ninguna explicación. Son cosas que pasan.

– No te estoy hablando de la migraña, Gid.

– Entonces, ¿de qué?

– ¿Por qué has dejado de tocar? Siempre tocabas. Eres muy disciplinado. Tres horas por la mañana y tres horas por la tarde. He visto el coche de Rafe cada día en la plaza; por lo tanto, sé que ha estado aquí, pero no os he oído tocar a ninguno de los dos.

Rafe. Tiene esa tendencia americana de poner motes a todo el mundo. Raphael pasó a ser Rafe la primera vez que lo vio. Si quieren saber lo que pienso, ese nombre no le pega para nada, pero a él no parece molestarle.

Y ha estado aquí cada día, tal y como ha explicado ella. A veces durante una hora, otras veces durante dos o tres. Normalmente se pasea de un lado a otro mientras yo me siento junto a la ventana y escribo. Suda, se seca la frente y el cuello con un pañuelo, me lanza miradas inquietas y, sin duda, hace una proyección de nuestro futuro que implica que mi estado de ansiedad da fin prematuramente a una carrera musical que habría sido brillante y en la que su reputación como mi Rasputín musical se ve arruinada. Se ve a sí mismo como una nota al pie de página en la historia, una nota tan diminuta que requerirá lupa para ser leída.

Ha depositado en mí sus esperanzas de ser inmortal. Ahí ha estado él durante cincuenta años, un hombre incapaz siquiera de llegar al nivel de primer violín, a pesar de su talento y de todos sus esfuerzos, condenado por un embalse de miedo al escenario que ha abierto sus compuertas en una inundación de terror cuando ha tenido la oportunidad de hacer una audición. El hombre es un músico fantástico en una familia de músicos igualmente fantásticos. Sin embargo, a diferencia de los demás -todos tocan en una orquesta u otra, incluso su hermana que hace más de veinte años que toca la guitarra eléctrica en una banda hippie llamada Fuego de Estrellas Niqueladas-sólo ha sobresalido transmitiendo su talento artístico a los demás. Las actuaciones en público lo han derrotado.

Yo he sido su petición a la fama y el medio por el cual ha atraído -cual flautista de Hamelin- a prometedores niños prodigio y a sus padres durante más de veinte años. Sin embargo, todo eso deberá ser sacrificado si no consigo comprender lo que me pasa en la cabeza. Y aunque Raphael no se haya preocupado ni una sola vez de averiguar qué pasa en su cabeza -no puede ser normal que un hombre se tenga que cambiar la camisa tres veces y el traje cada día a causa del sudor-, yo tengo que dedicar todas las horas del día a averiguar qué pasa en la mía.

Raphael, tal y como le he dicho, es la persona que me sugirió que viniera a usted, doctora Rose. O, como mínimo, la persona que me recomendó a su padre, después de que los neurólogos decidieran que no tengo ninguna lesión física. Por lo tanto, tiene un doble interés en que me recupere: no sólo se ha preocupado de que usted se ocupe de mí, lo que me haría estar en deuda con él si usted y yo consiguiéramos superar mi problema, sino que mi carrera prolongada de violinista supondría su carrera prolongada como musa. Así pues, a Raphael le encantaría verme recuperado.

Cree que estoy siendo cínico, ¿verdad, doctora Rose? Una nueva arruga en la manta de mi carácter. Pero recuerde que he sufrido a Raphael durante muchos años, y que sé lo que piensa y lo que se propone hacer seguramente mejor que él.

Por ejemplo, sé que mi padre le desagrada. Y sé que papá le habría despedido un montón de veces a lo largo de todos estos años si el estilo de enseñanza de Raphael -que permite que el alumno desarrolle su propio método en vez de imponerle un método preestablecido- no hubiera sido exactamente lo que me ha hecho prosperar.

«¿Por qué a Raphael le cae mal su padre?», me pregunta con curiosidad, no muy segura de que esa animosidad que se tienen sea la causa de mi problema actual.

No tengo respuesta para esa pregunta, doctora Rose, o, como mínimo, ninguna respuesta que sea clara y completa a la vez. Pero supongo que tiene algo que ver con mi madre.

«¿Raphael Robson y su madre?», me aclara, y me mira tan fijamente que me pregunto qué pepita de oro le acabo de ofrecer.

Así pues, escarbo en mi mente. Intento averiguar qué hay. Procuro hacer una conexión lógica después de examinar todo lo que he conseguido sacar a la luz hasta este momento, porque el hecho de haber puesto esas palabras juntas -Raphael Robson y mi madre-ha removido algo en mi interior, doctora Rose. Siento que un desasosiego me recorre las tripas. He masticado y tragado algo podrido, y noto cómo las consecuencias me irritan.

¿Qué he desenterrado sin darme cuenta? Mi madre ha sido la razón por la que a Raphael Robson le ha caído mal mi padre durante más de veinte años. Sí, siento que hay algo de verdad en todo esto. Pero ¿por qué?

Tal vez me sugerirá que me remonte a una época en que estuvieran todos juntos. Raphael y mi madre. El lienzo está ahí, ese maldito lienzo oscuro está presente, pero la pintura hace mucho tiempo que se ha borrado.

Sin embargo, me recuerda que he relacionado los dos nombres: el de mi madre y el de Raphael Robson. Si yo he relacionado esos nombres, debe de haber alguna otra conexión, aunque sólo sea en el inconsciente.

«Usted piensa en ellos como pareja -me dice-. ¿Se los puede imaginar juntos?»

«¿Imaginar? ¿Juntos?» La idea me parece ridicula.

«¿Qué es lo que le parece ridículo, Gideon? -me pregunta-. ¿Lo de imaginárselos o lo de juntos?»

Y ya sé lo que pretende con esas dos alternativas. No crea que no me he dado cuenta. Tengo que escoger entre los conflictos de Edipo y la escena principal. Eso es lo que intenta, ¿verdad, doctora Rose? El pequeño Gideon no puede soportar el hecho de que su profesor de música a le béguin pour sa mère. O, lo que es peor, el pequeño Gideon presenció a sa mere et l'amoureux de sa mère in fraganti, y l'amoureux de sa mère era Raphael Robson.

«¿Por qué me paso al francés? -me preguntará-. ¿Por qué no lo ha dicho en inglés? ¿Qué siente al decirlo en inglés, Gideon?»

Absurdo. Ridículo. Indignante. ¿Raphael Robson y mi madre de amantes? ¡Qué idea tan absurda! ¿Cómo podría haber soportado su sudor? Incluso hace veinte años sudaba lo bastante para regar todo el jardín.


12 de septiembre


El jardín. Flores. Dios. He recordado esas flores, doctora Rose. A Raphael Robson entrando en casa con un enorme ramo de flores. Son para mi madre y ella se encuentra en casa; por lo tanto, es de noche o ese día no ha ido a trabajar.

«¿Está enferma?», me pregunta.

No lo sé, pero veo las flores. Docenas de ellas. Son diferentes; de hecho, hay tantas clases diferentes que soy incapaz de nombrarlas. Es el ramo más grande que jamás haya visto y sí, sí, debe de estar enferma porque Raphael lleva las flores a la cocina y él mismo las coloca en una serie de jarrones que mi abuela le da. Pero la abuela no puede quedarse para ayudarle con las flores porque, por la razón que sea, debe ir a vigilar al abuelo. Durante muchos días no hemos podido perder de vista al abuelo, pero no sé por qué.

«¿Un episodio? -me pregunta-. ¿Está sufriendo un episodio psicótico, Gideon?»

No lo sé. Lo único que tengo claro es que todo el mundo se comporta de un modo extraño. Mi madre está enferma. Mi abuelo está encerrado en el piso de arriba y la música está puesta todo el día para calmarle. Sarah-Jane Beckett no para de reunirse con James el Inquilino en una de las esquinas y, si me acerco demasiado a ellos, tensa los labios y me dice que me vaya a hacer los deberes, a pesar de que hace tanto tiempo que nadie me da clase que es imposible que tenga deberes por hacer. He pillado a la abuela llorando en las escaleras. He oído a papá gritar en alguna parte: creo que detrás de una puerta cerrada. Sor Cecilia ha venido a vernos y la he visto hablando con Raphael en el piso de arriba. También veo todas esas flores. Raphael y las flores. Montones de flores que ni siquiera soy capaz de nombrar.

Las lleva a la cocina y a mí me ordena que lo espere en la sala de estar, donde me ha dejado un ejercicio para que practique. Incluso hoy en día recuerdo ese ejercicio. Son escalas. Escalas. Lo que más odio y lo que considero demasiado fácil para mí. Me niego a hacerlo. Le doy una patada al atril. Grito que me aburro, me aburro y me aburro con esa estúpida música y que no pienso tocar ni una nota más. Exijo la tele. Exijo leche y galletas. Exijo.

Sarah-Jane aparece de inmediato y me dice -me acuerdo perfectamente de lo que me dice, doctora Rose, porque nunca me habían dicho nada similar-: «Ya no eres el centro del mundo. Haz el favor de comportarte».

«¿Ya no eres el centro del mundo? -medita-. Por lo tanto, eso debió de suceder después de que Sonia naciera.»

«Supongo que sí, doctora Rose.»

«¿Puede establecer alguna conexión?»

«¿Qué clase de conexión?»

«Raphael Robson, las flores, su abuela llorando, Sarah-Jane Beckett y James el Inquilino cotilleando…»

No he dicho que estuvieran cotilleando. Sólo hablan, con las cabezas juntas. ¿Compartiendo un secreto, tal vez? Me pregunto. ¿Son amantes?

Sí, sí, doctora Rose, ya veo que volvemos al tema de los amantes.

No hace falta que me lo repita. Ya sé lo que pretende con este proceso inexorable que nos lleva a mi madre y a Raphael. Ya sé adónde nos va a llevar ese proceso si examinamos todos los indicios con calma racional. Los indicios son los siguientes: Raphael con esas flores, la abuela llorando y papá gritando, sor Cecilia intentando prestar ayuda, Sarah-Jane y el inquilino riéndose disimuladamente en un rincón… Ya veo adónde nos lleva todo esto, doctora Rose.

«Entonces, ¿qué le impide decirlo?», me pregunta mientras me mira con esos tristes ojos sombríos y sinceros.

«Nada me lo impide, salvo la incertidumbre.»

«Si lo dice, será capaz de ver lo que siente, si encaja.»

De acuerdo, entonces. De acuerdo. Raphael Robson ha dejado embarazada a mi madre y juntos han tenido a esa niña, Sonia. Mi padre se da cuenta de que le han puesto los cuernos -Dios mío, ¿de dónde he sacado esa palabra? Tengo la sensación de estar participando en un drama de la época jacobea- y el griterío que se oye tras la puerta cerrada es la expresión de su ira. El abuelo lo oye, ata cabos, enfurece y sufre otro episodio. La abuela llora por el caos que se está produciendo entre mi padre y mi madre y por la posibilidad de que el abuelo padezca otro episodio. Sarah-Jane y el inquilino sienten una gran curiosidad por saber lo que pasa. Han avisado a sor Cecilia para que intente reconciliar a mis padres, pero papá no soporta vivir en la misma casa con alguien que le recuerda constantemente la infidelidad de mamá y exige que se lleven al niño, que lo den en adopción o algo así. Mamá no puede soportar la idea de que eso ocurra y llora en su habitación.

«¿Y Raphael?», me pregunta.

Es el padre orgulloso, ¿verdad? El que lleva flores, tal y como suelen hacer los padres.

«¿Qué reacción le provoca?», quiere saber.

La verdad es que me entran ganas de ducharme. Y no porque me imagine a mi madre entre «el rancio sudor de un lecho deshecho» -y perdóneme esa alusión tan obvia-, sino por él. Por Raphael. Sí, veo que podía haber amado a mi madre y odiado a mi padre por poseer lo que él quería para sí mismo. Pero que mi madre hubiera correspondido a su amor… que hubiera contemplado la posibilidad de llevarse ese cuerpo sudoroso y permanentemente quemado por el sol a su cama o donde fuera que hicieran el acto… Me parece un pensamiento imposible de creer.

No obstante, me recuerda que los niños siempre ven la sexualidad de sus padres como algo repugnante. Esa es la razón por la que el hecho de presenciar un coito…

Yo no presencié ningún coito, doctora Rose. Ni entre mi madre y Raphael, ni entre Sarah-Jane Beckett y el inquilino, ni entre mis abuelos, ni entre mi padre y quien sea. Ninguno.

«¿Mi padre y quien sea? -me pregunta con rapidez-. ¿Quién es "quien sea"? ¿De dónde ha salido eso de "quien sea"?»

¡Por el amor de Dios! No lo sé. No lo sé.


15 de septiembre


Esta tarde he ido a verle, doctora Rose. Desde que desenterramos el recuerdo de Sonia y recordé a Raphael y esas obscenas flores, y el caos de la casa de Kensington Square, he sentido la necesidad de hablar con mi padre. Así pues, me dirigí a South Kensington y lo encontré en el jardín que hay al lado de Braemar Mansions, que es donde ha vivido estos últimos años. Se encontraba en el pequeño invernadero que ha requisado del resto de habitantes del edificio, y estaba haciendo lo que suele hacer en su tiempo libre. Estaba agachado junto a sus pequeñas camelias híbridas, examinando las hojas con una lupa, buscando intrusos entomológicos o incipientes capullos. No estoy seguro del todo. Sueña con cultivar unas flores dignas del Festival de Flores de Chelsea. Lo bastante dignas para ganar un premio, mejor dicho. No conseguirlo sería una pérdida de tiempo.

Le vi en el invernadero desde la calle, pero como no tengo llave de la puerta del jardín, entré por el edificio. Papá vive en el piso de la primera planta que hay al final del rellano, y como vi que la puerta estaba entreabierta, me dirigí hasta allí con la intención de cerrarla. Sin embargo, me encontré a Jill en la mesa de papá, trabajando con su portátil y con los pies sobre un cojín que se había traído de la sala de estar.

Intercambiamos unas cuantas frases graciosas -al fin y al cabo, ¿qué se le puede decir a la novia joven y embarazada del padre de uno?- y me dijo lo que ya sabía: que mi padre estaba en el jardín. «Está dando de comer al resto de sus hijos», me dijo con una de esas largas miradas de sufrimiento que indican exasperación. Pero ese día la frase «el resto de sus hijos» me pareció cargada de significado y no me la podía sacar de la cabeza mientras salía de la casa.

Caí en la cuenta de que antes no me había percatado de algo que se me hizo obvio mientras recorría el piso. Las paredes, la superficie de las cómodas, los manteles de las mesas y las estanterías anunciaban un hecho franco y sencillo que nunca me había pasado por la cabeza, y de ese hecho fue de lo primero que hablé al entrar en el invernadero, porque me pareció que si era capaz de arrancarle una respuesta sincera a mi padre, me sería más fácil comprenderlo.

«¿Arrancar? -Le ha sorprendido que usara esa palabra, ¿no es así? Le ha chocado la palabra y todo lo que implica-. Así pues, ¿su padre no es sincero?», -me pregunta.

«Nunca me lo había planteado. Pero ahora empiezo a hacerlo.»

«¿Qué es lo que quiere entender? -me pregunta-. Si consigue arrancarle la verdad a su padre, ¿qué es lo que comprendería?»

«Lo que me ha sucedido.»

«¿Tiene algo que ver con su padre?»

Me gustaría pensar que no.

Cuando entré en el invernadero, no levantó la vista, y pensé que su cuerpo había empezado a amoldarse a su trabajo actual: el de estar agachado junto a plantas pequeñas. Su escoliosis parece haber empeorado a lo largo de estos últimos años, y aunque sólo tiene sesenta y dos años, me parece mayor debido a su creciente curvatura. Mientras le miraba, me preguntaba cómo Jill Foster -casi treinta años más joven que él-se había sentido atraída hacia él. El mecanismo que hace que los humanos se acerquen sigue siendo un misterio para mí.

– ¿Por qué no hay fotografías de Sonia en tu casa, papá? -le pregunté. Pensé que un ataque frontal inesperado daría mejores resultados-. Tienes fotografías mías desde todos los ángulos y de todas las edades, con y sin violín; sin embargo, no tienes ni una de Sonia, ¿por qué?

Entonces sí que levantó la vista, pero creo que intentaba ganar tiempo, ya que sacó un pañuelo del bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros y lo usó para limpiar su lupa. Dobló el pañuelo, guardó la lupa en una bolsa de gamuza y dejó la bolsa sobre una estantería del final del invernadero en la que guarda sus herramientas de jardinería.

– También te deseo muy buenas tardes -me dijo-. Espero que por lo menos hayas saludado a Jill. ¿Aún está delante del ordenador?

– Sí, en la cocina.

– ¡Ah! El guión cinematográfico avanza muy despacio. Está escribiendo el guión de Hermosos y malditos. ¿Te lo había contado? Me parece demasiado ambicioso proponer otra obra de Fitzgerald a la BBC, pero está empeñada en demostrar que una novela americana sobre americanos en América puede llegar a ser aceptable para una audiencia británica. Ya veremos. ¿Cómo está tu propia americana últimamente?

Así es como llama a Libby. No tiene otro nombre para ella que no sea el de «tu americana», aunque a veces la llama «tu pequeña americana» o «tu encantadora americana». La llama especialmente así cuando comete algún error social, lo que hace con un fervor casi religioso. Libby no soporta los formalismos, y papá aún no le ha perdonado que le llamara por el nombre de pila el día que los presenté. Ni tampoco ha olvidado cómo reaccionó al enterarse del embarazo de Jill. «¡Hostia! ¿Te has tirado a una tía de treinta años? Bien hecho, Richard.» Jill tiene más de treinta, evidentemente, pero eso es un asunto de poca importancia comparado con el hecho de que Libby mencionara la gran diferencia de edad que los separa.

– Está bien -le respondí.

– ¿Aún sigue dando vueltas por Londres con su motocicleta?

– Sí, todavía trabaja de mensajera, si es eso lo que quieres saber.

– ¿Cómo prefiere a Tartini [4] últimamente? ¿Sola o acompañada?

Se quitó las gafas, cruzó los brazos y se me quedó mirando de ese modo tan característico de él. Esa mirada que decía: «Si no te calmas, tendrás que vértelas conmigo».

Esa mirada ha conseguido desanimarme en más de una ocasión, y combinada con sus comentarios sobre Libby, supongo que debería haberme hecho desistir. Pero el hecho de que una hermana hubiera aparecido de repente en mi mente me daba la fuerza suficiente para afrontar cualquier intento de ofuscación que se propusiera.

– Me había olvidado de Sonia -le dije-. No tan sólo de la forma en que murió, sino de su misma existencia. Me había olvidado totalmente de que una vez tuve una hermana. Es como si alguien me hubiera puesto una goma en el cerebro y la hubiera borrado, papá.

– ¿Es a eso a lo que has venido, entonces? ¿A preguntarme lo de las fotografías?

– A preguntarte cosas sobre ella. ¿Por qué no tienes ninguna foto suya?

– Buscas algo siniestro en el hecho que no tenga fotografías de ella.

– Tienes fotografías mías. Tienes una exposición completa del abuelo. Tienes fotos de Jill. Incluso de Raphael.

– Posando con Szeryng. Él no tiene ninguna importancia.

– Sí, de acuerdo. Pero eso no responde a mi pregunta. ¿Por qué no hay ninguna de Sonia?

Me observó durante sus buenos cinco segundos antes de moverse. Y aún entonces sólo se dio la vuelta y empezó a limpiar el banco sobre el que había estado trabajando. Cogió una escoba y la usó para barrer las hojas sueltas y los restos de tierra; luego lo depositó en un cubo que cogió del suelo. Una vez que hubo acabado, cerró la bolsa de tierra, tapó una botella de fertilizante y puso las herramientas de jardinería en sus respectivos rincones. Limpió las herramientas una por una antes de guardarlas. Finalmente, se quitó el pesado delantal verde que llevaba cuando trabajaba con sus camelias, salió del invernadero y se dirigió hacia el jardín.

Hay un banco en uno de los extremos y se encaminó hacia allí. Está debajo de un castaño, la ruina de mi padre desde hace mucho tiempo.

– ¡Maldita sea! Hay demasiada sombra -se queja siempre-. ¿Cómo demonios va a crecer en la sombra?

Sin embargo, ese día pareció agradecer un poco de sombra. Se sentó e hizo una mueca de dolor, como si le doliera la espalda, lo cual era bastante probable debido al estado de su columna. Pero no quería preguntarle nada de eso. Ya había evitado mi pregunta durante bastante tiempo.

– Papá, ¿por qué no hay…? -le pregunté.

– Me lo preguntas por esa doctora, ¿verdad? Esa mujer… ¿Cómo se llama?

– Ya lo sabes. Doctora Rose.

– ¡Mierda! -musitó, levantándose del banco. Pensé que estaba dispuesto a volver a su casa de mal humor antes que hablar de un tema del que estaba claro que no quería hablar, pero se arrodilló y empezó a arrancar malas hierbas de uno de los parterres que teníamos ante nosotros-. Si por mí fuera, confiscaría todos los trozos de tierra de los vecinos que no se ocupan de ellos como es debido. ¡Mira toda esa porquería!

No había para tanto. Era cierto que el exceso de agua había hecho que saliera moho y musgo entre las piedras de una de las esquinas, y que las malas hierbas se entrelazaban con una enorme fucsia que necesitaba que la podaran. Pero había cierta belleza en el estado natural del jardín, ya que la pila central para pájaros estaba recubierta de hiedra y las piedras del camino yacían bajo el verdor.

– A mí me gusta -le repliqué.

Papá soltó un bufido de desaprobación. Continuó arrancando malas hierbas y lanzándolas por encima del hombro a un camino de grava.

– ¿Ya has cogido el Guarnerius? -me preguntó. Llama al violín de ese modo; siempre lo ha hecho. Yo prefiero designarlo por el nombre del fabricante, pero papá confunde el nombre del fabricante con el del instrumento, como si Guarneri no tuviera nada más que hacer.

– No, no lo he hecho.

Se apoyó en los talones y exclamó:

– ¡Estupendo! ¡De verdad! Los grandes planes han quedado reducidos a nada, ¿no es verdad? Cuéntame. ¿Qué ganamos con todo esto? ¿Con qué maravillosas ventajas estáis siendo bendecidos mientras tu maravillosa doctora y tú desenterráis el pasado? Nuestro problema está en el presente, Gideon. Creo que no hace falta que te lo repita.

– Ella lo llama amnesia psicogénica. Dice que…

– ¡Tonterías! Tuviste un problema de nervios. Y todavía lo sigues teniendo. Son cosas que pasan. Pregúntaselo a quien quieras. ¡Por el amor de Dios! ¿Cuántos años estuvo Rubinstein sin tocar? ¿Diez? ¿Doce? ¿Y crees que se pasó todos esos años garabateando en una libreta? Espero que no.

– No perdió la habilidad de tocar -le expliqué a mi padre-. Tan sólo tenía miedo de tocar.

– Tú no sabes si la has perdido, ¿verdad? Si todavía no has cogido el Guarnerius, ¿cómo vas a saber lo que has perdido o lo que temes haber perdido? Cualquier persona con un poco de sentido común te diría que lo que estás sufriendo se llama cobardía: pura y simple. Y el hecho de que tu doctora aún no haya mencionado esa palabra… -Se puso a arrancar malas hierbas de nuevo-. ¡Tonterías!

– Tú querías que fuera a verla -le recordé-. Cuando Raphael lo sugirió, te pareció una buena idea.

– Pensaba que aprenderías a enfrentarte con tu miedo. Creí que era eso lo que te enseñaría. Y, a propósito, si hubiera sabido que en la silla del doctor iba a estar sentada una condenada mujer, me lo hubiera pensado dos veces antes de llevarte hasta allí para que te pusieras a llorar sobre su hombro…

– Yo no…

– Todo esto viene de esa chica, de esa maldita y condenada chica. -Al pronunciar la última palabra, estiró con fuerza de una hierba que estaba enredada y al hacerlo arrancó de raíz uno de los lirios. Maldijo y empezó a escarbar la tierra alrededor de la planta como si quisiera reparar el daño-. Así es como piensan los americanos, Gideon, y espero que te des cuenta. Eso es lo que sucede cuando uno se relaciona con un montón de vagos a los que les han puesto la vida en bandeja. No conocen nada más que el ocio y acaban culpando a sus padres de su falta de disciplina. Ella te ha contagiado esa manía de criticar a los demás, hijo. De aquí a poco tiempo se encargará de organizar debates para hablar de tu enfermedad.

– Eres muy injusto con Libby. Ella no tiene nada que ver con todo esto.

– Te encontrabas perfectamente hasta que entró en tu vida.

– No ha sucedido nada entre nosotros que pueda ser causa de problemas.

– Te acuestas con ella, ¿verdad?

– Papá…

– ¿Echas buenos polvos? -Al hacerme esa última pregunta miró por encima del hombro, y supongo que debió darse cuenta de que prefería mantenerlo en secreto. Al verlo, me dijo irónicamente-: Sí, claro, pero ella no es la causa de tu problema. Ya entiendo. Bien, dime, ¿cuándo cree la doctora Rose que será el momento propicio para que vuelvas a coger el violín?

– No hemos hablado de eso.

Se puso en pie de un salto y exclamó:

– ¡Eso es fantástico! La has visto… ¿cuánto? ¿Tres veces por semana durante cuántas semanas? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Y aún no habéis tenido ocasión de hablar del problema? ¿No lo encuentras un poco raro?

– El violín… el hecho de tocar…

– Querrás decir el de no tocar.

– Sí. De acuerdo. El hecho de no tocar el violín es un síntoma, papá. No es una enfermedad.

– Ve y díselo a los de París, Londres y Roma.

– Haré esos conciertos.

– Si sigues por ese camino, no lo creo.

– Pensaba que querías que la viera. Le pediste a Raphael…

– Le pedí a Raphael que nos ayudara. Que te ayudara a recuperarte. Que te ayudara a coger el violín. Que te ayudara a regresar a la sala de conciertos. Dime, sólo dímelo, júramelo, tranquilízame, cualquier cosa, que es eso lo que conseguirás yendo a esa doctora. Porque, en esta cuestión, estoy de tu parte, hijo. Estoy de tu parte.

– No te lo puedo jurar -le repliqué, a sabiendas de que mi voz reflejaba toda la derrota que sentía-. No sé qué beneficios saco de ir a verla, papá.

Se secó las manos en los lados de los vaqueros y le oí maldecir en un bajo tono de voz que parecía estar teñido de angustia.

– ¡Ven conmigo! -me indicó.

Lo seguí. Entramos de nuevo en el edificio, subimos por las escaleras y llegamos a su piso. Jill había hecho té y levantó la taza como diciendo: «¿Quieres, Gideon? ¿Cariño?», a medida que entrábamos en la cocina. Le di las gracias y le dije que no, pero papá no le respondió. El rostro de Jill se nubló, tal y como siempre sucede cuando papá la ignora: no como si se sintiera dolida, sino como si comparara su comportamiento con algún decálogo secreto de comportamiento apropiado que ella hubiera desarrollado en su mente.

Papá siguió avanzando, inconsciente de lo que pasaba. Entró en lo que yo llamo la Habitación del Abuelo, donde guarda una extraña, aunque interesante, colección de recuerdos: cualquier cosa, desde mechones de pelo del abuelo de cuando era niño guardados en una caja de plata hasta cartas escritas por su comandante en jefe en la guerra que elogiaban su comportamiento mientras estuvo preso en Birmania. A veces tenía la sensación de que papá se había pasado los mejores años de su vida intentando hacernos creer que su padre era una persona normal o un hombre extraordinario, en vez de aceptar lo que era en realidad: una mente desgastada que se había pasado más de cuarenta años haciendo equilibrios para no caer en la locura por razones que nunca nadie mencionó.

Cerró la puerta a nuestra espalda. Al principio pensé que me había llevado a esa habitación para recitar alguna especie de panegírico al abuelo. Notaba cómo me iba poniendo nervioso al ver que sólo intentaba, una vez más, esquivar una conversación como Dios manda.

«¿Se había comportado así con anterioridad?», me preguntará. Es una pregunta lógica.

Y yo tendré que responderle que sí, que sí, que antes ya se había comportado de ese modo. Hasta hace poco no me había dado cuenta. De hecho, no había sentido necesidad de hacerlo, ya que la música era lo más importante en nuestra relación y de lo único que hablábamos. Sesiones prácticas con Raphael, ensayos en el Conservatorio East London, sesiones de grabación, apariciones en público, conciertos, giras… Mi música siempre nos mantenía ocupados. Y como yo estaba tan ocupado con la música, cualquier pregunta o tema que hiciera o deseara comentar era fácilmente olvidado si me hacían pensar en mi música. «¿Cómo llevas las piezas de Stravinski? ¿Y las de Bach? ¿Todavía tienes problemas con El Archiduque?» ¡Santo Cielo! ¡El Archiduque! Siempre me causaba problemas. Esa pieza es mi cruz. Mi batalla personal. De hecho, es la pieza que había decidido tocar en Wigmore Hall. Fue la primera vez que intenté tocar esa pieza en público, pero fui incapaz de hacerlo.

¿Se da cuenta de con qué facilidad me olvido de todo lo demás cuando hablo de música, doctora Rose? En aquella época me distraía yo solo, así que ya se puede imaginar lo fácil que le debía resultar a mi padre hacerme cambiar de tema.

Sin embargo, esa tarde no había nada que pudiera distraer mi atención, y supongo que papá se dio cuenta, porque ni siquiera hizo el mínimo intento de obsequiarme con una historia de las valerosas proezas del abuelo durante su cautiverio ni de conmoverme con relatos de su valiente batalla contra un horroroso estado mental que estaba arraigado en lo más profundo de su cerebro. En vez de hacerlo, cerró la puerta a nuestra espalda, con la intención de tener un poco de intimidad.

– Esperas que te cuente algo desagradable, ¿verdad? -me preguntó-. Después de todo, ¿no es eso lo que siempre persiguen los psiquiatras?

– Intento recordar -le repliqué-. Es lo único que deseo.

– ¿Y de qué modo crees que el hecho de recordar a Sonia te va a ayudar con tu instrumento? ¿Te lo ha explicado tu doctora Rose?

No lo ha hecho, ¿verdad, doctora Rose? Lo único que me ha dicho es que empezaremos con lo que recuerde. Tengo que escribir todo lo que me venga a la memoria, pero no me ha explicado cómo esos ejercicios conseguirán desenmarañar sea lo que sea que está bloqueando mi habilidad para tocar.

¿Qué tiene que ver Sonia con el hecho de que yo toque? Debía de ser un bebé cuando murió. Porque estoy seguro de que recordaría una hermana más mayor, una niña que hablara y caminara, que jugara en la sala de estar, que se dedicara a apilar montones de barro en el jardín trasero conmigo. Lo recordaría.

– La doctora Rose lo denomina amnesia psicogénica -le expliqué.

– Psico… ¿qué?

Se lo expliqué tal y como me lo había explicado usted a mí. Acabé diciéndole: «Ya que no hay ninguna causa física que explique la pérdida de memoria, y ya sabes que los neurólogos lo han dejado muy claro, la causa debe estar en otra parte. En la psique, papá. No en el cerebro».

– ¡Todo eso es una tontería! -espetó, pero me di cuenta que esas palabras eran una mera fanfarronada. Se sentó en un sillón y se quedó mirando al vacío.

– Muy bien. -Yo también me senté, delante del viejo escritorio de tapa rodadera que pertenecía a la abuela. Hice lo que nunca antes me había planteado hacer, ya que no me había parecido necesario. Le cogí la palabra-. De acuerdo, papá, lo acepto. Es una tontería. Entonces, ¿qué hago? Porque si lo único que tengo son nervios y miedo, entonces debería ser capaz de tocar solo, ¿no crees? ¿Sin nadie delante? Y más aún cuando supiera que Libby no se encontraba en casa, porque así tendría la certeza absoluta de que nadie me podía estar escuchando. Según tú, en esas circunstancias debería ser capaz de tocar, ¿no es verdad? Pero si ni siquiera puedo tocar un simple arpegio, ¿quién tiene razón?

Se me quedó mirando y me preguntó:

– ¿Lo has intentado?

– ¿No lo entiendes? No he necesitado hacerlo. No me hace falta intentarlo porque ya sé lo que va a suceder.

Entonces movió la cabeza hacia el otro lado. Parecía mirar en su interior, y mientras lo hacía, me percaté del silencio del piso y del exterior, ni la más mínima brisa soplaba para hacer susurrar las hojas de los árboles. Cuando por fin habló, fue para decir:

– Nadie conoce el dolor de tener hijos hasta que los tiene. Parece que será sencillo, pero nunca lo es.

No le respondí. ¿Hablaba de mí? ¿De Sonia? ¿O de otra, de esa niña de un matrimonio lejano que había muerto hacía mucho tiempo, esa niña llamada Virginia de la que nunca me había hablado?

– Les das la vida y sabes que harías cualquier cosa por protegerlos, Gideon -añadió-. Así es como funciona.

Asentí con la cabeza, pero aún no me miraba; por lo tanto, le dije:

– Sí. -No sé muy bien lo que estaba afirmando, pero tenía que decir algo y eso es lo que dije. Me pareció suficiente.

– A veces uno fracasa, aunque no tenga intención de hacerlo. Uno ni siquiera contempla la posibilidad de fracasar. Pero sucede. Viene de cualquier parte, te coge por sorpresa y antes de que tengas tiempo de detenerte, o siquiera de reaccionar, por muy inútil que pueda resultar, ya lo tienes encima. El fracaso.

Entonces me miró a los ojos, y la mirada que me lanzó estaba tan llena de sufrimiento que tuve ganas de echarme atrás y de ahorrarle lo que fuera que le estaba causando tanto dolor. ¿No había sufrido suficiente teniendo una infancia, una adolescencia y una edad adulta caracterizada por el dolor de tener un padre cuyas dolencias habían puesto a prueba su paciencia y habían agotado sus reservas de cariño? ¿Tenía ahora que cargar con un hijo que parecía ir por el mismo camino? Quería echarme atrás. Deseaba ahorrarle ese sufrimiento. Pero deseaba mi música con más afán. Sin mi música me siento vacío. Por lo tanto, no dije nada. Dejé que el silencio permaneciera entre nosotros cual guante. Y cuando mi padre ya no pudo soportar la visión de ese guante invisible, lo recogió.

Se puso en pie y se me acercó, y por un momento pensé que iba a acariciarme. Sin embargo, se detuvo ante el escritorio de mi abuela. Sacó una pequeña llave del llavero y la insertó en el cajón de en medio. Sacó una ordenada pila de papeles y se los llevó al sillón.

Habíamos llegado a alguna parte, y yo era consciente del drama y de la importancia del momento, como si hubiéramos cruzado una frontera que nunca habíamos admitido que existía. Mientras ojeaba los papeles, sentí que se me revolvía el estómago. Vi esa media luna resplandeciente que siempre anuncia que voy a tener dolor de cabeza.

– No tengo ninguna fotografía de Sonia por una razón muy simple -respondió-. Si lo hubieras pensado con detenimiento, y sé que si no hubieras estado tan afligido lo habrías hecho, tú mismo habrías adivinado la respuesta. Tu madre se llevó las fotografías cuando nos abandonó, Gideon. Se las llevó todas, salvo ésta.

Sacó una fotografía de un sobre manoseado. Me la entregó. Y por un instante me di cuenta de que no quería que me la diera, de tanta importancia que Sonia había cobrado de repente.

Adivinó mis dudas y me dijo:

– Cógela, Gideon. Es lo único que me queda de ella.

Así pues, la cogí, sin apenas atreverme a imaginar lo que iba a ver, pero temiendo a la vez lo que vería de todas formas. Tragué saliva y cobré ánimo para hacerlo. Miré.

En la fotografía vi lo siguiente: un bebé entre los brazos de una mujer que no reconocía. Estaban sentadas al sol en el jardín trasero de la casa de Kensington Square, sobre una tumbona a rayas. La sombra de la mujer cubría el rostro de Sonia, pero el suyo propio estaba en pleno sol. Era joven y rubia. Tenía rasgos aguileños. Era muy hermosa.

– No… ¿Quién es? -le pregunté a mi padre.

– Es Katja -respondió-. Es Katja Wolff, Gideon.

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