Capítulo 8

Liberty Neale sabía que si hubiera tenido la suerte de conocer a Rock Peters en algún lugar de México y de casarse allí con él, no se encontraría en la situación actual, ya que podría haberse divorciado del canalla en un instante y así poner fin a la relación. Pero no, no le había conocido en México. Ni siquiera había estado allí. Había ido a Inglaterra porque las lenguas extranjeras se le habían dado muy mal en el instituto, y porque Inglaterra era el lugar más parecido a California que conocía en el que la gente hablara una lengua que ella comprendía. Canadá apenas contaba.

Habría preferido ir a Francia -le encantaban los cruasanes, aunque cuanto menos pensara en ellos mucho mejor-, pero unos cuantos días en Londres le habían proporcionado un abanico mucho más amplio de experiencias gastronómicas de lo que en un principio se había imaginado; por lo tanto, se las había arreglado para instalarse, lejos del alcance de sus padres y, lo que era más importante, a miles de kilómetros de distancia de ese ejemplo viviente de perfección humana que era su hermana mayor. Equality Neale era alta, delgada, inteligente, elocuente y asquerosamente buena en todo lo que hacía. Además, la habían elegido Reina de la fiesta de antiguos alumnos del Instituto Los Altos, y eso era más que suficiente para hacer que cualquiera deseara irse a toda prisa a cualquier otra zona horaria. Así pues, alejarse de Ali había sido la prioridad número uno, y Londres había hecho que eso fuera posible.

Pero en Londres Libby había conocido a Rock Peters. En Londres se había casado con ese granuja. Y en Londres -donde aún no había conseguido nada parecido a un permiso de trabajo ni a una tarjeta de residencia permanente a pesar de su matrimonio-estaba a merced de Rock, mientras que en México habría sido «que te den por culo, Jack», y al margen de que hubiera tenido o no dinero, habría podido alejarse de él. Aun así, tampoco habría tenido el dinero para hacerlo, pero eso tampoco habría sido tan importante porque el pulgar hablaba una lengua universal, y a ella no le daba ningún miedo ponerse en medio de la carretera y usarlo. Y eso era algo que no podía hacer desde Londres, ya que cruzar el Atlántico en autostop para alejarse de Rock no parecía posible.

Rock la tenía… bien cogida por las pelotas, hablando en sentido figurado. Quería permanecer en Inglaterra porque no deseaba regresar a casa y admitir su derrota, teniendo en cuenta, además, que todas las cartas que llegaban desde California rebosaban de explicaciones del último éxito de Ali. Pero para seguir en Inglaterra necesitaba dinero. Y para conseguir dinero necesitaba a Rock. Cierto, podría haber ganado más libras de forma mucho más ilegal de lo que ya estaba haciendo, pero si la hubieran cogido, entonces la habrían deportado, y eso habría significado vuelta a Los Altos Hills, vuelta a papá y mamá, y vuelta a «¿Por qué no vas a trabajar para Ali durante una temporada, Lib? En el ámbito de relaciones públicas podrías… bla, bla, bla». Libby se repetía a sí misma que nada en el mundo la haría volver junto a su hermana.

Por lo tanto, cada vez que Rock quería algo, ella era prácticamente su esclava. Ése era el motivo por el que Libby seguía follando con ese desalmado cada vez que se lo pedía, unas dos o tres veces a la semana. Siempre que podía lo evitaba; solía decirle que tenía que hacer un reparto y que como ella era la más fiable de las mensajeras, ¿qué remedio le quedaba sino hacerlo? No obstante, eso no acostumbraba a funcionar porque cuando Rock quería sexo, lo quería de verdad, y de todas maneras nunca tardaba mucho tiempo en coger el tren hasta la agencia.

Eso mismo había sucedido aquel día en el tugurio de Bermondsey que había sobre la tienda de comestibles; desde allí, si se concentraba en el tráfico de la calle, siempre había podido evitar oír a Rock gruñéndole al oído cual cerdo estreñido. Como era habitual, después de estar con él se había sentido tan enfadada que le habían entrado ganas de cortarle el pene con una sierra. Como eso no era posible, se había ido a su clase de claqué.

Había bailado como una posesa, arrastrando los pies, avanzando de un lado a otro, agitando los brazos y correteando hasta que estuvo empapada de sudor. La profesora no paraba de gritarle: «¿Qué haces allí?» al son de On the Sunny Side of the Street, pero Libby no le hacía ningún caso. A Libby no le importaba si seguía el ritmo, si estaba en la posición correcta o si estaba en el mismo hemisferio que sus compañeros de clase. Lo único que le interesaba era hacer algo físico, algo rápido, algo que le requiriera tanta energía que no tuviera más remedio que olvidarse de Rock Peters.

Si no lo hacía, acabaría delante de la nevera más cercana, y después de unos seis millones de calorías, se habría recuperado del chantaje de Rock.

– Míralo de este modo, Lib -le decía cuando ya habían acabado y ella yacía debajo de él, derrotada de nuevo-. ¡Donde las dan las toman! Y perdona la expresión. -Le dedicaba esa sonrisa que antes le había parecido tan seductora y que ahora ya había aprendido a reconocer como la muestra de desprecio que en realidad era-. Tú me ayudas a mí y yo te ayudo a ti. Además, el violinista ese de poca monta no te está dando ningún placer, ¿no es verdad? Sé perfectamente cuando una tía va bien follada, y tú tienes toda la pinta de no haber echado un buen polvo desde hace más de un año.

– Tienes razón, cabronazo -solía contestarle-. Imagínate el porqué. Además, no es un violinista de poca monta. Es un verdadero profesional.

– ¡Oh! ¡Disculpa mi ignorancia! -le replicaba.

Y a Rocco Petrocelli no le importaba lo más mínimo que Libby no valorara su habilidad como amante. Al fin y al cabo, para él el éxito en la cama significaba llegar a correrse. Si su compañera llegaba a disfrutar, debía de ser a causa de la propia estimulación o de la coincidencia.

Libby salió de la escuela de baile de mejor humor, con los leotardos y los zapatos de claqué metidos en la mochila. Se había cambiado de ropa y se había puesto el atuendo de cuero que solía llevar cuando trabajaba de mensajera. Con el casco debajo del brazo, avanzó a grandes pasos hacia la motocicleta Suzuki y usó el pedal de arranque en vez del encendido eléctrico, para poder imaginarse que le estaba dando un puntapié a Rock en toda la cara.

El tráfico estaba en pleno atasco -¿había algún momento en que no lo estuviera?-, pero ella ya llevaba suficiente tiempo conduciendo la moto para saber qué calles secundarias coger y cómo pasar entre los coches y las camionetas de reparto cuando el tráfico estaba totalmente paralizado. Tenía un walkman que solía llevar cuando tenía que hacer repartos; llevaba el aparato dentro de un bolsillo interior de su chaqueta de cuero, y el casco hacía que los auriculares se mantuvieran en su sitio. Le gustaba la música pop, le gustaba alta, y normalmente cantaba mientras la oía, porque la combinación de la música resonándole en los tímpanos con la de su propia voz cantando a grito pelado hacía que olvidara las cosas desagradables que aún pudieran quedarle en el cerebro.

No obstante, ese día no usó el walkman. El claqué había borrado la imagen del cuerpo peludo de Rock despachurrado sobre ella y de su polla color salami colgándole entre las piernas. Y lo otro que le quedaba en la cabeza era algo en lo que deseaba pensar.

Rock tenía razón: aún no había conseguido llevarse a Gideon Davies a la cama -a la cama propiamente dicha-y no se podía imaginar el porqué. Parecía gustarle estar con ella, y parecía normal en todo lo que no guardara relación con el sexo. Sin embargo, en todo el tiempo que hacía que vivía en el piso de abajo y que salía con él, nunca habían ido más allá de esa primera noche en la que se habían quedado dormidos en su cama escuchando un CD. Eso había sido todo lo que había sucedido sexualmente hablando.

Al principio, había pensado que el tipo era homosexual y que a ella le había dejado de funcionar el radar a causa de haber estado tanto tiempo con Rock. Pero no se comportaba como un homosexual, no iba a los bares de ambiente de Londres, ni tampoco parecía invitar a hombres más jóvenes o más mayores o pervertidos a su casa. Los únicos que iban a verlo eran su padre -que la odiaba profundamente y que se ponía de lo más tenso cada vez que su hijo y ella respiraban el mismo aire durante más de cinco segundos- y Rafe Robson, que revoloteaba alrededor de Gideon día y noche, como si de urticaria se tratara. Hacía tiempo que Libby había llegado a la conclusión de que no había nada extraño en Gideon que no pudiera solucionar una relación como Dios manda… ¡Si pudiera alejarle de sus guardianes durante una temporada!

Después de abandonar el South Bank, donde se hacían sus clases de claqué, y después de haber conseguido atravesar el centro a pesar del denso tráfico, y de haber subido por Pentonville Road, Libby optó por pasar a toda velocidad por las calles menos frecuentadas de Camden Town, y así evitar la aglomeración de coches, taxis, autobuses y camiones que siempre formaban unos tremendos atascos en cualquier calle que estuviera cerca de la Estación de King's Cross. En consecuencia, la ruta que eligió para llegar a Chalcot Square no fue la más directa, pero le gustaba y eso era lo único que le importaba a Libby. No le importaba tener más tiempo para planear cómo quería abordar a Gideon, porque, al fin y al cabo, podría acabar en ruptura. Según ella, Gideon Davies tenía que ser algo más que un simple hombre que tocara el violín desde que le quitaron los pañales. Sí, estaba muy bien que fuera un músico de tanta categoría, pero también era una persona. Y esa persona era mucho más que la música que hacía. Esa persona podía existir al margen de que tocara o no el violín.

Cuando Libby llegó por fin a Chalcot Square, lo primero que vio fue que Gideon no estaba solo. El viejo Renault de Raphael Robson estaba aparcado en el extremo sur de la plaza; tenía una rueda encima de la acera, como si hubiera llegado con prisas. A través de la ventana iluminada de la sala de música de Gideon, Libby divisó la figura inconfundible de Rafe -secándose, como siempre, el sudor del rostro con un pañuelo- andando de un lado a otro de la habitación y hablando. De hecho, parecía que estuviera suplicando. Y Libby ya sabía el qué.

«¡Mierda!», murmuró a medida que se dirigía a toda velocidad hacia la casa. Aceleró el motor unas cuantas veces para descargar todo el vapor y dejó la moto en punto muerto. Raphael Robson no solía aparecer por Chalcot Square a esas horas, y el hecho de que estuviera allí en ese momento -sin duda repitiéndole a Gideon en tono monótono lo que debería estar haciendo, que obviamente era lo que Rafe deseaba que hiciera-era un desastre; eso, sumado a lo que había tenido que soportar ese día -acostarse con Rock Peters-, hizo que se sintiera muy molesta.

Cruzó la puerta de la verja de hierro forjado y no hizo nada por evitar que la puerta chocara con gran estrépito contra los escalones que conducían a la casa. Empezó a bajar la escalera, haciendo todo el ruido que podía hasta llegar al piso del sótano, y sin pensarlo dos veces se dirigió de cabeza a la nevera.

Había hecho todo lo que estaba en su mano por seguir la Dieta Anti-Blanco, pero en ese momento -a la mierda el claqué-deseaba con todas sus fuerzas algo que fuera blanco: helado de vainilla, palomitas, arroz, patatas, queso. Creía que se volvería loca si no lo hacía.

Sin embargo, meses atrás había preparado la puerta de la nevera para momentos como ése. Antes de poder abrir la puerta, no le quedaba más remedio que mirar una fotografía de sí misma a los dieciséis años, una chica rechoncha en bañador de una pieza, junto a su hermana de talla treinta y ocho que llevaba un bikini de seda… y con un bronceado perfecto, evidentemente. Libby había puesto una pegatina sobre el rostro de Ali: una araña con un sombrero de cowboy. No obstante, arrancó la pegatina, se quedó mirando a su hermana con severidad durante un buen rato y, como medida de precaución, leyó el mensaje que ella misma había colgado en la puerta de la nevera: SI NO PARAS DE COMER, VERÁS LAS CADERAS CRECER. Obtuvo la inspiración de donde pudo.

Suspiró, dio un paso atrás, y en ese instante lo oyó: notas de violín procedentes del piso de arriba. Durante un momento pensó: «¡Oh, Dios mío! ¡Lo ha conseguido!» y sintió una oleada de placer al darse cuenta de que los problemas de Gideon quizás hubieran terminado, de que, de hecho, su último plan para ayudarle a solucionar su problema ya no haría falta.

Eso estaba muy bien. Eso le haría feliz. No podía ser nadie más que Gideon el que estaba tocando en el piso de arriba. Después de todo, era imposible que fuera Rafe Robson, ya que no podía ser tan desalmado como para tocar el violín delante de Gideon cuando éste tenía tantas dificultades para tocar.

No obstante, en el preciso instante en que se disponía a celebrar que Gideon Davies hubiera regresado al mundo de la música, el resto de la orquesta empezó a tocar laboriosamente. «Es un CD», pensó Libby con desesperación. Era la forma que tenía Rafe de darle ánimos a Gideon: «¿Te das cuenta de cómo tocabas antes, Gideon? Si lo hiciste entonces, también lo puedes hacer ahora».

Libby se preguntaba por qué demonios no lo dejaban en paz. ¿Por qué creían que empezaría a tocar de nuevo si insistían lo suficiente? Por lo que respectaba a ella, ya estaban empezando a fastidiarla. «Él es mucho más que esa estúpida música», gruñó en dirección al techo.

Salió de la cocina y se encaminó hacia su propio aparato de música. Escogió un CD que, sin lugar a dudas, haría que Raphael Robson se subiera por las paredes. Era pop puro y duro, y lo puso muy alto. Asimismo, abrió la ventana. A los pocos minutos ya se oían golpes procedentes del piso de arriba. Lo puso al máximo volumen. Pensó que había llegado el momento de tomarse un baño relajante. La música pop era… perfecta para estar dentro del agua, enjabonarse y cantar.

Treinta minutos más tarde, bañada y vestida, y con la sensación de haber conseguido lo que quería, Libby apagó el aparato de música y escuchó con atención para ver si oía algún ruido procedente del piso de arriba. Silencio. Lo había conseguido.

Salió del piso y asomó la cabeza para ver si el coche de Rafe aún estaba en la plaza. El Renault ya no estaba, lo que quería decir que Gideon podría estar dispuesto a recibir una visita de alguien que se interesara por él como persona y no como músico. Subió la escalera al trote desde su puerta a la de Gideon y llamó con convicción.

Al no recibir ninguna respuesta, se dio la vuelta hacia la plaza y vio el Mitsubishi de Gideon aparcado junto a cinco coches con sistema de posicionamiento global. Libby frunció el ceño, llamó otra vez y gritó:

– ¡Gideon! ¿Aún estás ahí? Soy yo.

Eso le animó. El cerrojo de seguridad se abrió al otro lado de la puerta, y ésta se abrió de golpe.

– Siento lo de la música -se excusó Libby-. Perdí el control y… -interrumpió. Tenía un aspecto horrible. Cierto, hacía semanas que no sacaba muy buena cara, pero en ese momento estaba pálido como una hoja. Lo primero que pensó Libby es que Rafe Robson lo había dejado exhausto al obligarle a escuchar sus propias grabaciones. «¡Vaya cabrón!», pensó.

– ¿Adónde se ha ido el bueno de Raphael? ¿A pasarle el informe a tu padre?

Gideon se limitó a apartarse de la puerta y a dejarla entrar. Se fue escaleras arriba y ella lo siguió. Se dirigían a donde él se encontraba cuando ella llamó a la puerta: a su dormitorio. Las huellas de su cabeza en la almohada y de su cuerpo en la cama parecían bastante recientes.

Una tenue luz estaba encendida sobre la mesita de noche, y las sombras no disipadas por su brillo se proyectaban en el rostro de Gideon y le hacían parecer cadavérico. Había estado rodeado de un halo de ansiedad y de derrota desde el fracaso de Wigmore, pero Libby cayó en la cuenta que había algo más alrededor de ese halo, algo que parecía… ¿qué? Un dolor atroz.

– Gideon, ¿qué te pasa?

– Han asesinado a mi madre -fue su única respuesta.

Libby parpadeó, dejó caer la mandíbula y cerró la boca de golpe:

– ¿A tu mamá? ¿A tu madre? ¡Oh, no! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Mierda! ¡Siéntate! -Le instó a que se fuera a la cama y se sentara, y cuando lo hizo las manos le colgaban lánguidamente entre las piernas-. ¿Qué ha sucedido?

Gideon le contó lo poco que se sabía. Concluyó diciendo:

– A papá le pidieron que identificara el cadáver. Desde entonces, la policía ha ido a verle varias veces. Un detective, me dijo papá. Me llamó hace un rato. -Gideon se estrechó el cuerpo con los brazos, se inclinó hacia delante y empezó a balancearse como un niño-. Así pues, se acabó.

– ¿El qué? -le preguntó Libby.

– No tengo esperanza después de esto.

– No digas eso, Gideon.

– Bien podría estar muerto, también.

– ¡Ostras! Eso ni lo digas.

– Es la pura verdad.

Tembló al decirlo y empezó a mirar alrededor de la habitación, como si buscara algo mientras se balanceaba.

Libby consideró lo que implicaba que su madre estuviera muerta.

– Gideon, lo superarás. Te repondrás.- E intentó hacer ver que en realidad sentía esas palabras, como si el hecho de que volviera a tocar fuera tan importante para ella como lo era para él.

Reparó en que su estremecimiento se había convertido en un temblor imparable. Al pie de la cama había una manta de punto y la dejó caer sobre sus delgados hombros.

– ¿Quieres hablar de ello? -le preguntó-. ¿De tu madre? ¿De… no lo sé… de cualquier cosa?

Se sentó junto a él y le rodeó con un brazo. Usó la otra mano para cubrirle el cuello con la manta hasta que él mismo la asiera.

– Se disponía a ver a James el Inquilino -le dijo.

– ¿A quién?

– A James Pitchford. Vivía con nosotros cuando mi hermana fue… cuando murió. Y es extraño, porque llevo cierto tiempo pensando en él, a pesar de que durante años ni siquiera lo había recordado. -Entonces Gideon hizo una mueca, y Libby se dio cuenta de que apretaba la mano que le quedaba libre contra el estómago, como si hubiera algo en su interior que le revolviera las tripas-. Alguien la atropello en la calle de James Pitchford. Más de una vez, Libby. Y como iba a ver a James, papá cree que la policía querrá averiguar el paradero de toda la gente que estuvo involucrada… por aquel entonces.

– ¿Por qué?

– Supongo que por el tipo de preguntas que le hicieron.

– No me refería al porqué tu padre piensa eso, sino a los motivos que puede tener la policía para hacerlo. ¿Hay alguna conexión entre aquella época y ésta? Si tu madre iba a ver a James Pitchford, entonces es obvio que debe haberla. Pero si la mató alguien de hace más de veinte años, ¿por qué esperar hasta ahora?

Gideon se inclinó aún más, el rostro retorcido por el dolor.

– ¡Dios mío! Me siento como si un carbón ardiendo me estuviera atravesando el cuerpo.

– ¡A ver, ven!

Libby le obligó a tumbarse en la cama. Se acurrucó de lado, con las piernas alzadas hasta el pecho. Libby le quitó los zapatos. Gideon no llevaba calcetines y tenía los pies tan blancos como la leche, Libby se los frotó de modo espasmódico, como si la fricción pudiera borrarle el dolor de la mente.

Libby se tumbó junto a él y apretó su cuerpo contra el de Gideon bajo la manta. Le pasó la mano por debajo del brazo y le acarició el estómago. Podía sentir su columna vertebral curvada junto a ella, cada protuberancia más rígida que el mármol. Se había adelgazado tanto que Libby se preguntaba cómo podía ser que los huesos no le atravesaran su piel de papel.

– Estoy convencida de que tienes un bloqueo mental a causa de todo esto, ¿no es verdad? Bien, olvídate de todo. No para siempre. Sólo durante un momento. Permanece echado junto a mí y olvídate de todo.

– No puedo -le respondió al tiempo que le dedicaba una amarga sonrisa-. Mi deber es recordarlo todo. -Sus pies se rozaron. Gideon aún se acurrucó más, y Libby se le siguió acercando-. Ha salido de la cárcel, Libby. Papá lo sabía, pero no me lo dijo. Ésa es la razón por la que la policía quiere investigar un caso de hace veinte años. Ha salido de la cárcel.

– ¿Quién? ¿Qué quieres decir?

– Katja Wolff.

– ¿Creen que podría haber atropellado a tu madre?

– No lo sé.

– ¿Qué motivo podía tener para hacerlo? Me parecería más lógico que tu madre deseara atropellada a ella.

– En circunstancias normales, sí -contestó Gideon-. Salvo que nada en mi vida ha sido normal; por lo tanto, no hay ninguna razón para pensar que la muerte de mi madre lo sea.

– Quizá tu madre testificara contra ella -añadió Libby- y se pasara todo el tiempo que estuvo encerrada en prisión planeando vengarse de cualquier persona que hubiera contribuido a su encarcelamiento. Pero si ése era el caso, ¿cómo encontró a tu madre, Gideon? Ni siquiera tú sabías dónde vivía. ¿Cómo pudo la mujer esa, Wolff, averiguar su paradero? Y si en verdad lo averiguó y la mató, ¿por qué lo hizo en la calle del Pitchford ese?

Libby estuvo pensando en sus propias preguntas y las respondió ella misma:

– ¿Para hacerle llegar un mensaje a Pitchford?

– A Pitchford o a cualquier otra persona.


Una llamada telefónica le dio a Barbara Havers la misma información que Lynley había obtenido de Richard Davies, incluido el nombre que necesitaba para poder acceder al convento de la Inmaculada Concepción. Una vez allí, debería encontrar a alguien que pudiera indicarle dónde se encontraba sor Cecilia Mahoney.

El convento estaba ubicado en un solar que seguramente era digno del rescate de un rey; estaba escondido entre una serie de edificios de interés histórico que se remontaban a 1690. Ése sería el lugar donde la gente con influencia debió de construir sus casas de verano durante la época que Guillermo de Orange y María Estuardo se hicieron construir su pequeña y humilde casa de campo en Kensington Gardens. Ahora la gente importante de la plaza eran los empleados de diversas empresas que habían hecho un gran esfuerzo por conseguir esos edificios históricos, y las monjas de otro convento -«¿de dónde demonios habían sacado las monjas suficiente dinero para alojarse en esa zona?», se preguntaba Barbara-, y también había un gran número de casas que seguramente habían pasado de generación en generación durante más de trescientos años. A diferencia de otras plazas de la ciudad que habían sufrido los desperfectos de las bombas o los estragos de la ambición de unos gobiernos conservadores siempre en el poder y que tenían grandes negocios, elevadas ganancias y la privatización de todo en mente, Kensington Square permanecía prácticamente inalterada, con cuatro ángulos de distinguidos edificios que daban a un jardín central, donde las hojas caídas de otoño formaban una alfombra de color pardo oscuro bajo cada uno de los árboles.

Aparcar era imposible; por lo tanto, Barbara dejó su Mini sobre la acera en el extremo noroeste de la plaza, donde un poste estratégicamente colocado impedía que el tráfico de la distante calle principal pasara por allí y perturbara la tranquilidad del vecindario. Dejó su identificación de policía a la vista sobre el cuadro de mandos del Mini. Salió del coche y al instante ya se encontraba en compañía de sor Cecilia Mahoney, que aún residía en el convento y que, cuando Barbara llamó, estaba ocupada en la capilla del edificio contiguo.

Lo primero que pensó Barbara al verla era que no tenía aspecto de monja. Se suponía que las monjas debían de ser mujeres que ya habían pasado la flor de la vida veinte o treinta años atrás, que llevaban hábitos negros, ruidosos rosarios, velos y tocas de la Edad Media.

Sor Cecilia Mahoney no encajaba con esa descripción. De hecho, cuando Barbara se dirigió hacia la capilla para reunirse con ella, lo primero que pensó al ver esa figura en lo alto de una escalera con una lata de cera para mármol en la mano, era que debía de tratarse de una mujer de la limpieza que llevaba una falda de cuadros escoceses, ya que estaba limpiando un altar con una estatua de Jesús que señalaba a su propio corazón al descubierto, anatómicamente incorrecto y con partes doradas. Barbara le dijo a esa mujer que la excusara, pero que estaba buscando a sor Cecilia Mahoney. Al oírlo, se dio la vuelta y dijo:

– Entonces me está buscando a mí. -Tenía un acento irlandés tan cerrado que parecía que acabara de aterrizar de Killarney.

Barbara se identificó, y la mujer bajó la escalera con sumo cuidado.

– Es de la policía, ¿verdad? Por su aspecto, nunca lo habría dicho. ¿Hay algún problema, agente?

La capilla estaba tenuemente iluminada, pero sor Cecilia, al bajar las escaleras, se puso bajo un foco de luz rosada que procedía del único cirio que ardía sobre el altar que había estado limpiando. Esa luz la favorecía en gran medida, ya que le suavizaba las arrugas de su rostro de mujer de mediana edad y le proyectaba reflejos en el pelo, que, a pesar de ser corto, tenía unos rizos -tan negros y relucientes como la obsidiana- que ni siquiera podían ser dominados por los pasadores que llevaba. Tenía los ojos color violeta, las pestañas oscuras y una mirada tierna.

– ¿Podemos ir a algún sitio tranquilo para intercambiar unas palabras? -le preguntó Barbara.

– Por muy triste que sea, agente, es poco probable que nadie nos moleste aquí, si es intimidad lo que quiere. En otra época habría sido impensable, pero hoy en día… incluso las estudiantes que viven en nuestros dormitorios sólo frecuentan la capilla cuando tienen un examen, con la esperanza de que Dios intervenga en su favor. Venga. Subamos ahí arriba y dígame qué quiere saber.-Sonrió, y al hacerlo mostró unos dientes perfectos y blancos, y como si quisiera justificar su sonrisa, le preguntó-: ¿O tal vez desea venir a vivir al convento, agente Havers?

– Podría ayudarme a conseguir el cambio de estilo que deseo -admitió Barbara.

Sor Cecilia esbozó una sonrisa y le indicó:

– Venga por aquí. Se estará un poco más calentito junto al altar principal. He puesto una estufa eléctrica para el monseñor, para cuando éste celebre la misa matinal. El pobre hombre está un poco artrítico.

Con los artículos de limpieza en mano, sor Cecilia condujo a Barbara a lo largo de la única nave lateral de la capilla, bajo un cielo azul oscuro estarcido con estrellas doradas. Barbara cayó en la cuenta de que era una iglesia de mujeres: aparte de la estatua de Jesús y de una vidriera de colores dedicada a san Miguel, el resto de ventanas y estatuas eran femeninas: santa Teresa de Lisieux, santa Clara, santa Catalina, santa Margarita. Sobre las columnas ornamentales que había a ambos lados de las ventanas todavía aparecían más esculturas de mujeres.

– ¡Ya hemos llegado! -Sor Cecilia se dirigió al otro lado del altar y encendió una gran estufa eléctrica. Mientras empezaba a calentarse, la monja le explicó que ella seguiría trabajando en la capilla si a la agente no le importaba. También tenía que ocuparse de ese altar: tenía que limpiar los candelabros y el mármol, quitar el polvo de un retablo y cambiar los ropajes del altar-. Creo que debería sentarse junto a la estufa, querida. Cada vez hace más frío.

Mientras sor Cecilia se disponía a ocuparse de la limpieza, Barbara le dijo que tenía que comunicarle malas noticias. Habían encontrado su nombre escrito dentro de varios libros sobre la vida de santos…

– No me sorprende, si tenemos en cuenta mi vocación -murmuró sor Cecilia mientras quitaba los candelabros de bronce del altar y los dejaba cuidadosamente en el suelo junto a Barbara. Prosiguió con los ropajes del altar, los dobló y los colocó sobre una barandilla muy ornada. Después metió la mano dentro de un cubo y sacó un frasco y algunos trapos que se llevó hasta el altar.

Barbara le contó que los libros en cuestión habían sido encontrados en la estantería de una mujer que había muerto la noche anterior. También habían encontrado una nota escrita por la misma sor Cecilia y enviada a esa mujer.

– Se llamaba Eugenie Davies -apuntó Barbara.

Sor Cecilia se mostró indecisa. Acababa de untar un trapo con cera para lustrar mármol y lo sostuvo inmóvil.

– ¿Eugenie? Lamento mucho oírlo. Hace años que no he visto a esa pobre mujer. ¿Murió de forma repentina?

– Fue asesinada -contestó Barbara- en West Hampstead. Cuando se dirigía a ver a un individuo llamado J.W. Pitchley, antiguamente conocido por James Pitchford.

Sor Cecilia se dirigió hacia el altar poco a poco, como si fuera una submarinista arrastrada por una fuerte y fría corriente. Aplicó un poco de cera sobre el mármol y la extendió formando pequeños círculos a medida que sus labios parecían expresar una idea o una plegaria.

– También hemos averiguado que la asesina de su hija, una mujer llamada Katja Wolff, ha salido de la cárcel recientemente.

Al oírlo, la monja se dio la vuelta y replicó:

– No me puedo creer que piensen que la pobre Katja tenga algo que ver con todo esto.

La pobre Katja -repitió Barbara-. ¿La conoce?

– Por supuesto. Vivió en el convento antes de ir a trabajar para la familia Davies. En esa época vivían en esta misma plaza.

Sor Cecilia le explicó que Katja era una refugiada de la antigua Alemania Oriental, y continuó relajándole todos los detalles relacionados con la llegada de Katja a Inglaterra.

Katja Wolff, al igual que todas las demás chicas, había tenido sus sueños, a pesar de proceder de un país en que la libertad era tan limitada que el mero hecho de soñar era considerado una imprudencia. Había nacido en Dresden, y sus padres tenían una fe ciega en el sistema de economía y de gobierno bajo el que vivían. Su padre, adolescente durante la Segunda Guerra Mundial, había visto lo peor que puede acontecer cuando las naciones entran en conflicto y se adhería a cualquier estilo de vida que implicara igualdad para las masas, convencido de que sólo el comunismo y el socialismo podrían evitar que se produjera la destrucción del mundo. Como eran buenos seguidores del partido y como no tenían ningún familiar que hubiera pertenecido a los círculos intelectuales en el pasado, la familia prosperó bajo ese régimen. Desde Dresden se trasladaron a Berlín Este.

– Sin embargo, Katja no era como el resto de su familia -apuntó sor Cecilia-. De verdad, agente, y que Dios la acoja en su seno, pero Katja Wolff era la prueba viviente de que los niños nacen con su propia personalidad.

»A diferencia de sus padres y de sus cuatro hermanos, Katja odiaba el ambiente del socialismo y la omnipresencia del estado. No podía soportar el hecho de que sus vidas fueran "descritas, decididas y restringidas" desde el momento en que nacieran. Y en Berlín Este, tan cercano a Occidente por la presencia de esa media ciudad tan sólo unos metros más allá de Tierra de Nadie, descubrió por primera vez cómo podría ser su vida si consiguiera escapar de su tierra natal. Porque en Berlín Este fue donde vio por primera vez la televisión occidental; además, a partir de los occidentales que viajaban al este por negocios, averiguó cómo podría ser su vida en lo que ella designaba El mundo de colores brillantes.

»Se suponía que debía ir a la universidad, estudiar en algún ámbito u otro de la ciencia, casarse y tener hijos de los que se ocuparía el Estado -le explicó sor Cecilia-. Eso mismo era lo que estaban haciendo sus hermanas y lo que sus padres esperaban que ella hiciera. No obstante, ella quería ser diseñadora de moda. -Sor Cecilia se dio la vuelta desde el altar con una sonrisa-. ¿Se puede llegar a imaginar, agente Havers, lo que le debieron responder los miembros del partido?

»Por lo tanto, se escapó, y la forma en que lo hizo le dio tal nivel de popularidad que el convento se fijó en ella. Por aquel entonces teníamos un programa de acogida para los refugiados políticos: el convento les proporcionaba techo y comida durante un año para que pudieran aprender la lengua y asimilar la nueva cultura en que vivían. Cuando llegó al convento, no sabía ni una sola palabra de inglés y no tenía más ropa que la que llevaba puesta, agente. Pasó un año entero con nosotras antes de empezar a trabajar para la familia Davies y cuidar del bebé.

– ¿Fue entonces cuando les conoció?

Sor Cecilia negó con la cabeza y contestó:

– No, hacía muchos años que conocía a Eugenie. Venía a misa y, por lo tanto, estaba familiarizada con todas nosotras. Hablábamos de vez en cuando y solía dejarle algún libro, que son los que debe de haber encontrado en su casa, pero no llegué a conocerla bien hasta después del nacimiento de Sonia.

– Vi una fotografía de la niña.

– ¡Ah, sí! -Sor Cecilia pasó un poco de cera por la parte delantera del altar, introduciendo el trapo entre las adornadas obras esculpidas-. Cuando ese bebé nació, Eugenie se vio sumida en la más profunda de las tristezas. Supongo que a cualquier madre le habría sucedido lo mismo. Supongo que es necesario un período de adaptación cuando nace un hijo diferente a lo que uno había esperado. Y en realidad, debió de ser mucho más difícil para Eugenie y su marido de lo que habría sido para otros padres, ya que teniendo otro hijo con tanto talento…

– Se refiere al violinista, ¿verdad? Sí, ya he oído hablar de él.

– Sí, al pequeño Gideon. Un niño asombroso. -Sor Cecilia se puso de rodillas y empezó a limpiar la elaborada columna de azúcar cande que había en un extremo del altar-. Al principio Eugenie nunca hablaba de la pequeña Sonia. Todas nosotras sabíamos que estaba embarazada, por supuesto, y cuándo le tocaba dar a luz. Pero no nos enteramos de que algo había ido mal hasta que volvió a misa una o dos semanas más tarde.

– ¿Entonces se lo contó?

– ¡Ah, no! ¡Pobre mujer! No hacía más que llorar. Lloraba sin parar durante los tres o cuatro primeros días, aquí mismo en la capilla, mientras que su pobre hijo asustado le acariciaba al brazo y la miraba con sus grandes ojos. Pero ninguna de las monjas del convento había visto a la niña, ¿comprende? Yo había ido a visitarla, pero Eugenie nunca estaba «para recibir visitas».-Sor Cecilia chasqueó con la lengua, regresó a su cubo de artículos de limpieza, sacó otro trapo y se dispuso a seguir puliendo el mármol-. Cuando por fin pude hablar con Eugenie y me contó la verdad, comprendí su aflicción. Pero nunca llegué a entender ese dolor desesperado, agente. Debo admitir que nunca lo comprendí del todo. Quizá fuera debido a que nunca he sido madre y que no tengo ni idea de lo que debe ser dar a luz a un bebé que no es perfecto, tal y como el mundo juzga la perfección. Pero por aquel entonces creía, y todavía lo sigo creyendo, que Dios nos da lo que debemos recibir. Tal vez seamos incapaces de entender sus motivos para hacerlo en el momento en cuestión, pero con el tiempo se nos permitirá comprender el porqué de sus acciones. -Se apoyó en los talones, observó a Barbara por encima del hombro, con la intención de suavizar lo que quizás habría parecido demasiado severo-. No obstante, eso es muy fácil de decir para una persona como yo, ¿no cree, agente? Aquí estoy -extendió los brazos-rodeada cada día del eterno amor de Dios que se manifiesta de mil maneras diferentes. ¿Quién soy yo para juzgar la habilidad, o la falta de ella, que otra persona pueda tener para aceptar la voluntad de Dios? ¿Yo, que he sido bendecida con tanto amor? ¿Le importaría limpiar los candelabros por mí, querida? Hay un frasco de cera dentro de ese cubo de allí.

– ¡Sí, claro! ¡Lo siento! -exclamó Barbara. Rebuscó el cubo en busca del frasco apropiado y de una trapo cuyas manchas negras sugirieran que era el trapo correcto para limpiar los candelabros. Las faenas domésticas no eran precisamente su fuerte, pero pensó que sería capaz de hacerlo sin destruir el bronce irreversiblemente-. ¿Cuándo fue la última vez que habló con la señora Davies?

– Supongo que fue poco después de que Sonia muriera. Se celebró una misa por la niña. -Sor Cecilia se quedó mirando el trapo-. Eugenie ni siquiera quería oír hablar de un funeral católico, ya que incluso ella había dejado de venir a misa. Había perdido la fe: que Dios le hubiera dado una hija con problemas, que Dios se la hubiera quitado en esas circunstancias… Eugenie y yo nunca volvimos a hablar de nuevo. Intenté verla. También le escribí. Sin embargo, no quería saber nada de mí, ni de mi fe, ni de la Iglesia. No me quedó más remedio que dejarla en manos de Dios y rezar para que al fin pudiera encontrar la paz.

Barbara frunció el ceño, con un candelabro en una mano y el frasco de cera en la otra. Faltaba una parte esencial de la historia, y esa parte se llamaba Katjia Wolff.

– ¿Qué llevó a la chica alemana a trabajar para la familia Davies?

– Fui yo quien se encargó de arreglarlo. -Sor Cecilia se puso en pie con un pequeño gruñido. Hizo una genuflexión delante del sagrario que había en el centro del altar y empezó a atacar los laterales de mármol-. Después de pasar un año en el convento, Katja necesitaba un trabajo. Trabajar de niñera para la familia Davies, lo cual incluía alojamiento y comida, le habría permitido ahorrar para la Escuela de Diseño. Parecía una solución pensada por Dios, porque Eugenie necesitaba ayuda urgente.

– Y después el bebé fue asesinado.

Sor Cecilia levantó los ojos y la miró, con una mano sobre el sagrario. No dijo nada, pero su rostro -tenía los músculos tan relajados que incluso se le había borrado la expresión- concluyó lo que no había dicho con palabras.

– ¿Ha seguido en contacto con cualquier otra persona de aquella época, sor Cecilia? -le preguntó Barbara.

– Se está refiriendo a Katja, ¿no es verdad, agente?

Barbara levantó la tapa del frasco de cera y contestó:

– Sí, si fuera tan amable…

– Durante los dos primeros años iba a verla una vez al mes. Primero cuando estaba en prisión preventiva en Holloway, y luego cuando fue encarcelada. Me dirigió la palabra una sola vez, al principio, cuando la arrestaron. Nunca jamás me volvió a hablar.

– ¿Qué le dijo?

– Que ella no mató a Sonia.

– ¿La creyó?

– Sí.

No obstante, Barbara pensó que no le habría quedado más remedio que creerla, ya que el hecho de pensar que Katja Wolff había asesinado a una niña le habría supuesto un gran peso para el resto de su vida, especialmente teniendo en cuenta que había sido la mujer -fiel o no a un Dios omnipotente y sagaz-que había facilitado que la chica alemana trabajara para la familia Davies.

– ¿Ha tenido noticias de Katja Wolff después de que ésta saliera de la prisión, sor Cecilia?

– Desde luego que no.

– ¿Podría tener algún motivo, aparte de la necesidad de declarar su inocencia, para ponerse en contacto con Eugenie Davies después de que la dejaran en libertad?

– Ninguno -respondió sor Cecilia con convicción.

– ¿Está segura?

– Del todo. Si Katja fuera a ponerse en contacto con alguien de esa época, desde luego no sería con nadie de la familia Davies, sino conmigo. Y yo no he tenido noticias suyas.

Barbara pensó que parecía muy convencida, muy segura de sí misma. Parecía que no tuviera ni la más mínima duda de lo que tenía que decir sobre ese asunto. Barbara le preguntó por qué.

– A causa del bebé -le contestó sor Cecilia.

– ¿De Sonia?

– No, de su propio hijo, del hijo que tuvo mientras estaba en la cárcel. Cuando nació, Katja me pidió que lo diera en adopción a alguna familia. Por lo tanto, si ha salido de la cárcel y está rememorando el pasado, me atrevo a decir que lo primero que querrá saber es qué ha sucedido con su hijo.

Загрузка...